Dean Luis Reyes: El injusto olvido de Ricardo Vigón

Autores | Cine | 20 de diciembre de 2022

Yo no conocía al Ricardo Vigón crítico de cine. Solo sabía de su labor fundacional en la primera Cinemateca cubana, junto a Germán Puig. Hace años, asistí a una discusión pública donde se cuestionaba el valor real de aquel intento inicial, que fuera consecuencia natural del pujante cineclubismo cubano de fines de la pasada década del cuarenta e inicios de la del cincuenta. Aquel fue un intento todo menos tímido —contó con el apoyo de la Cinemateca Francesa y del Museo de Arte Moderno de Nueva York— de dotarnos de un escenario donde asistir a lo mejor del cine mundial. Los cubanos solemos padecer del prurito de la mezquindad. Que el Instituto de Cine fundara, con la revolución socialista, una Cinemateca con todas las de la ley, no reduce el valor de aquel instante.

Acaso por semejantes usuras de la memoria, también se desconoce que Vigón fue un portentoso crítico de cine. Mientras que G. Caín (también conocido como Guillermo Cabrera Infante) vio un volumen de sus críticas —Un oficio del siglo XX, que figura como el primer libro de su tipo en Cuba—, publicado por Ediciones R en 1963; Néstor Almendros posee un compendio de parte de su trabajo crítico, Cinemanía. Ensayos sobre cine (1992), publicado fuera de Cuba; y Fausto Canel acompañó su carrera como realizador del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) con un extenso trabajo crítico; de Vigón se desconocía casi todo. Hasta hoy, al menos.

Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco han sacado al Vigón crítico del olvido en el libro Regreso de Ricardo Vigón, publicado por la Editorial Oriente en 2015. De paso, nos lo muestran como hombre con proyectos de diversa naturaleza, más allá de su obra breve. Y como un sujeto acompañado por la pobreza, aunque nada consiguió menguar la pasión esencial de su existencia: el cine.

Este libro trae un rosario de anécdotas que ofrecen la imagen de un individuo querido y respetado. También, de un aprendizaje accidentado, que lo llevaran de París a Nueva York y a México, donde sería asistente nada menos que de Luis Buñuel en su filme Los ambiciosos.

El Vigón discutidor del cine-club comienza a escribir de manera regular para una publicación oficial cubana cuando Cabrera Infante consigue designarlo corresponsal de la revista Carteles en 1957, justo a tiempo para asumir la cobertura del Festival de Cannes de ese año. Para entonces, llevaba tiempo malviviendo en Francia, de empleo en empleo, de privación en privación, si bien tomando contacto con la cultura cinematográfica europea y trabando lazos de amistad con toda clase de gente, incluyendo a Susan Sontag, Gérard Philipe y Julio Cortazar —al cual, por cierto— pusiera al tanto de la existencia de cierto escritor cubano con quien el argentino, por mediación suya, trabará luego cariñosa amistad: José Lezama Lima.

En esas primeras crónicas-críticas, Vigón luce la inteligencia de su gusto y la serenidad necesaria para juzgar. También, un dominio casi perfecto del carácter de la reseña periodística. Como los lectores de Carteles se suponían gente de afán cosmopolita y vicio eurocéntrico, los comentarios en torno a la fauna glamorosa y el cotilleo hedonista que rodea las citas festivaleras, donde a menudo se tiende a confundir la política con el marketing, y el empeño intelectual con el onanismo narcicista, van teñidos de una ironía respetuosa, pero corrosiva. Vigón se nota juguetón y nunca demasiado severo, pero sabe denunciar, separar el grano de la paja y el negocio rapaz del cine auténtico.

Cuando pocas semanas después hace lo mismo en el Lido, ante la cita del Festival de Venecia, se nota sorprendido con los nuevos cines que asoman (como el Aparajito de Satyajit Ray o Barrio libre, del húngaro Imre Fehér). Allí exhibe uno de los atributos envidiables de su ejecutoria crítica: su renuncia a sucumbir ante las reputaciones. El Trono de sangre de Kurosawa le resulta muy menor, así como tramposas las Noches blancas de Visconti. Hace alarde de un conocimiento serio y reflexivo de las tendencias modernas del cine europeo y estadounidense, pero no se rinde a ninguna.

De regreso en Cuba, el diario Revolución y su página de Espectáculos lo suman a un equipo envidiable. Pese a su interés manifiesto por formar parte del naciente ICAIC, las diferencias con sus líderes pueden más. Se queja en una carta a Germán Puig: “Pero en Cuba habrá industria de cine y me niego a pensar que se me excluya.” Luego, pese al rechazo, insiste: “Tengo el plan de realizar un documental sobre la ciénaga de Zapata con guión de Retamar, Fayad y Oraa. Una trilogía, episodios como en Paisa”.

Ya entonces trabajaba como traductor en Prensa Latina, pero junto a Cabrera Infante y Fausto Canel componen una trinidad respetable en Revolución, a la que se suma Jaime Soriano. El trabajo de ese colectivo se destaca por la diversidad de sus posiciones. Estas eran ventiladas no solamente en las críticas sobre los estrenos, sino también en las votaciones dedicadas a las películas, donde convocaban además a críticos de otras publicaciones, y en los curiosos “Debate”, textos que reproducían el diálogo entre varios críticos acerca de un título determinado.

En este volumen, destaca el “Debate” dedicado a La gloria se escribe con sangre, de Lewis Milestone (pp. 78-85). Más que establecer una competencia de sabidurías y egos, el intercambio, al que fue además invitado René Jordán, de Bohemia y Excélsior, versa acerca del peso ideológico del filme bélico. O sea, los críticos se sirven de su reunión para pensar el valor moral de la aproximación fílmica a un acontecimiento terrible, para sacar al cine del recinto de la contemplación y del examen propedéutico que le dedica cierta crítica apuradiza.

Aunque es difícil descubrir en su biografía algun potencial de liderazgo, abundan quienes ponderan el valor magisterial de Vigón a la hora de ver y pensar el cine. Cabrera Infante escribió que todo lo que sabía de cine se lo debía a tres personas: Vigón, Puig y Néstor Almendros. “Pongo a Vigón en primer lugar porque es a él a quien debo más”. Para varios, la agudeza de Vigón tenía que ver con su consideración para buscar rasgos valiosos en obras menores.

Por ejemplo, en El 41 (Grigori Chujrai), Vigón destaca el valor del tema por sobre el “academicismo insoportable y conformista del cine soviético”: “Por primera vez en el cine soviético el amor es más fuerte que los sentimientos revolucionarios. Demasiado tiempo comprometido con las exigencias de una dialéctica tortuosa, el cine soviético parece al fin dar salida a las aspiraciones auténticas de un pueblo apasionado y romántico.” (p.147)

Asimismo, la versión de La madre, dirigida por Mark Donskoi, le resulta un filme demagógico: “Donskoi es un ejemplo de lo que puede llegar a ser un artista en principio bueno pero mal encauzado”. Con Chapáiev, de los hermanos Vasiliev, Vigón indica la imposibilidad de emitir un juicio auténtico como crítico cuando lo que se desea es pontificar la celebración del cine de los países socialistas. Y pone pica en Flandes: “Chapáiev puede, entonces, considerarse, a pesar de lo que esto pueda irritar a ciertos espíritus recalcitrantes, un homenaje al género del “oeste” (p. 146).

Resulta delicioso verlo, en esa tarea tortuosa de tener que escribir sobre aquello de lo que no se tiene nada útil que comentar —ese pavor que todo crítico de prensa que se respete trae consigo—, salirse con la suya. Dice acerca de Carne y deseo: “Hay películas en las que uno se pregunta si lo mejor no sería poner: es infame y ya. Pero resulta que no puede ser ya que hay compromisos ineludibles con el oficio de crítico que se ejerce” (p. 91). Y tras dedicarle tres párrafos demoledores, cierra así: “En fin, que ya creo haber escrito bastante como para cumplir con mis obligaciones y ahora tengo el doble remordimiento de haber visto la película y de haber escrito esto” (p. 92).

Con Los adolescentes, de Philip Dunne, hace un comentario donde enhebra una sólida reflexión en torno a la recurrente manifestación del tema de la adolescencia en el cine de su tiempo, saltando entre cinematografías y autores. Pero como se trata de un filme muy menor, concluye: “Nada que decir de la música y de la fotografía, porque no acostumbramos a hablar de las bondades de un revelado o de la eficiencia de la cinta de sonido” (p.130).

Esa vena personal de su escritura resalta en la reseña de la nueva versión de El ángel azul, de Edward Dmytryk. Más que comentar el lamentable estreno y ponerlo contra la sombra inmejorable de la original de von Sternberg, hay una inquietud que lo define todo. Porque es la calle, el exterior, un suceso de la hora y no la sala de proyección, lo que inquieta e interesa al crítico. Su texto comienza así: “Ayer cuando me dirigía al cine, recibí el gran impacto de la noticia, la infame ‘bola’: Camilo había aparecido. Me dejé arrastrar con todos por la gran ilusión. Desde hacía una larga semana la esperanza pugnaba por afirmarse y la primera oportunidad fue aprovechada por el pueblo para aclamar: ‘¡Camilo vive!’ No pude entrar el cine Payret y dejé pasar el tiempo mezclado con la multitud antes de decidirme…” (p.118).

El párrafo final, tras cumplir el cometido de una reseña que más bien luce cual digresión en la crónica de un instante histórico, no puede ser más elocuente de la sensibilidad especial del crítico: “Al salir del cine la ciudad revelaba súbitamente su dolorosa conciencia: Camilo no estaba entre nosotros. La ciudad silenciosa llevaba difícilmente su decepción. Esa noche no pude hacer la crítica” (p. 119).

Vigón murió muy pronto, en abril de 1960, víctima de una crisis mal atendida de la brucelosis que lo afectaba por años. Sus colegas de Revolución publicaron de manera póstuma su crítica dedicada al Orfeo negro de Marcel Camus, donde aparece cristalino lo que Vigón pensaba debía ser el cine. En ese texto se adivina el ensayista que pudo ser, el teórico que nos perdimos, el maestro que ya era.

Al poner en discusión la idea del cine que ofrece Los 400 golpes de Truffaut con la de este filme francés de prestigio dudoso —no obstante su Palma de Oro en Cannes—, Vigón dice del primero: “Al espectador se ofrece entonces un raro ejemplo de lo que puede ser la belleza plástica específica del cine, belleza que participa, no de la simple reproducción de una realidad bella, sino de formas, de movimientos, de duraciones.”

A seguidas, advierte de las fórmulas tentadoras que Orfeo negro —cuya anécdota acontece en un Brasil enfebrecido y sensual— ofrece para los modos de mirar la realidad latinoamericana que se ensaya en los cines de nuestros países: “Estoy seguro que muchos en Cuba, viendo este filme, se habrán frotado las manos creyendo descubrir un filón a explotar para el cine nacional” (p. 156). Me imagino qué hubiera escrito, apenas tres años después, al ver el romanticismo idealizado y superficial de Soy Cuba.

Varios colegas y amigos lloraron su muerte. En Revolución se publicaron un puñado de textos para recordarlo. Jaime Soriano lo calificó como “el mejor de todos nosotros” y Pablo Armando Fernández le dedicó su “Llanto por la muerte de Ricardo Vigón”.

En el primer aniversario de su fallecimiento, en 1961, se libra la convocatoria al concurso Ricardo Vigón para cortometrajes experimentales, que por sugerencia de Humberto Arenal sería de alcance latinoamericano. De este no se volvieron a tener noticias. Corría el mes de abril y en apenas semanas se sucedió el conflicto sobre PM, seguido del cierre de Lunes de Revolución

Decía que no se volvieron a tener noticias… hasta ahora. Los textos de Ricardo Vigón llegan al presente y acaban siendo útiles, porque siempre lo fueron. Se hace inevitable calificarlo como un compañero de ruta de los críticos de cine cubanos. Un colega delicioso e inolvidable.