Manuel Ballagas: Pájaro de cuenta (Fragmento)

Autores | 22 de enero de 2023

No me acuerdo bien, fue hace mucho tiempo. Ha de haber sido cuando el Año del Guerrillero Heroico, es decir, 1968, como le decían en casi todas partes. Los Beatles acababan de estrenarse en la radio cubana con varios años de atraso, al pintor mexicano David Alfaro Siqueiros le habían dado una patada por el culo en plena Rampa, como tardía represalia por su atentado a Trostky, y a Manolo Ballagas, el hijo del poeta, empezaron a confundirlo con Silvio Rodríguez, el cantante. No se sabe por qué. Manolo no cantaba ni comía fruta; pero la gente le paraba en la calle a toda hora para pedirle autógrafos, y las camareras de Coppelia se negaban rotundamente a cobrarle. “Tú no pagas aquí”, le decían, guardándose la cuenta en el escote, entre sonrojos y con mal disimulada coquetería. Por cualquier lugar que pasara, o en cualquier sitio que se detuviera Manolo en La Habana, siempre había un racimo de hermosas colegialas uniformadas que maullaban al unísono, llenas de arrobo, el nombre de su ídolo: ¡Silvioooooooo! Las cosas fueron cobrando para él, poco a poco, ribetes alucinantes: Una mañana, una cuadrilla de camarógrafos de la TV británica y un reportero alemán se presentaron en su casa para entrevistarle. Todos en su vecindario de La Víbora concluyeron que habían albergado en su seno a un impostor. Algunos incluso le retiraron el saludo, con toda razón. Su novia, la bailarina Juanita Baró –con quien habría de casarse al año siguiente– escuchaba perpleja cuando sus amigas le decían que habían visto a Manolo por la televisión. “¿Haciendo qué? ¿¿Cantando??”, preguntaba, azorada. No lo podía creer, ni lo creía. Hasta el escritor mexicano Carlos Monsiváis, de visita en Cuba para el Congreso Cultural de La Habana, se sintió obligado a comentarle lo mucho que se parecía al famoso trovador revolucionario. “Eres idéntico, igualito, mano”, aseguró. Se habían visto brevemente, casi de manera clandestina, en un pasillo del hotel Habana Libre, que estaba cerrado al público para celebrar el evento. Monsiváis le había traído unos libros que Manolito después prestó y perdió. A todas éstas, Manolo no sabía quién cojones era el tal Silvio, porque no tenía televisión y, aunque trabajaba como guionista en el Instituto Cubano de Radiodifusión, sólo escuchaba la radio extranjera, como muchos jóvenes cubanos de esa época. Le picaba la curiosidad, pero le hubiera dado también demasiada vergüenza preguntarle a cualquiera quién era aquel nuevo portento de la canción popular, de quien tantos le tomaban por hermano gemelo. Era la feliz época en que el hijo del poeta se presentaba como “Nolo, Ma-Nolo”, imitando a James Bond, cuyas películas, por supuesto, nunca había visto.

Entonces, una tarde, camino de la Unión de Escritores, no recuerda por qué ni para qué, se tropezó con la poetisa Belkis Cusa, la mujer de Padilla, que le puso enseguida al tanto de la meteórica carrera del artista, de sus canciones, de sus conflictos, de su inmenso carisma. Era el Bob Dylan cubano, ni más ni menos.

–Te pareces muchísimo –le dijo después.

–¿Tú crees? –preguntó Manolo.

–Cagadito, pregúntale a cualquiera, yo misma me confundí –contestó ella.

Manolo no podía salir de su asombro, porque nunca se había parecido a ningún artista, famoso o desconocido. Su apariencia no tenía nada de particular.

–Coño, gracias –atinó a decir. Pero se notó que no estaba muy convencido.

–Mira, si quieres, pasa por casa de Olguita mañana por la noche –le dijo Belkis entonces– Silvio va a estar allí, así lo conoces.

Manolo no necesitaba invitación para colarse en las reunioncitas de Olga, Olga Andreu, entonces directora de la Biblioteca de la Casa de las Américas y ex esposa del cineasta Tomás Gutiérrez Alea, más conocido por Titón en ciertos círculos. Se conocían hacía tiempo, y el hijo del poeta formaba parte de ese afortunado grupo de lectores para quien Olguita reservaba cualquier primicia extranjera importante que cayera en sus manos, desde las novelas de William S. Burroughs y André Pieyre de Mandiargues, hasta esas revisticas literarias semiprohibidas, llenas de imágenes y artículos provocadores de la contracultura, que manos amigas le hacían llegar de Europa o Estados Unidos, burlando el implacable bloqueo imperialista. Olga las ocultaba en su oficina, dentro de una gaveta cerrada con llave, y tenía una lista rigurosa para distribuirlas entre sus favoritos. Manolo también formaba parte, más o menos, de otro grupito selecto que se reunía a veces en la sala de su apartamento de la Calle G esquina a 25, a oír jazz y hablar de literatura, cine y otras mierdas, pero sobre todo, a disfrutar el aire acondicionado, que, al igual que ahora, no abundaba en las casas particulares cubanas. Además de Belkis Cusa, estaban siempre invitados el padre del teatro moderno cubano, el dentista Estorino, el arquitecto David Bigelman y Antón, sobre todo el sagaz y viperino Antón, por quien Olguita sentía gran devoción y afecto. “Mientras Antón pueda escribir, todo está a salvo”, solía decir ella cuando quería hacer un comentario optimista en medio del general desconsuelo que casi siempre imperaba en aquellas tertulias. Virgilio alzaba los ojos, exasperado, cuando la escuchaba decir esto; se le antojaba una exageración espantosa (Antón no escribía, sólo copiaba muy bien, a su modo de ver), pero nunca la contradijo, ni tenía por qué. Después de todo, era verdad. Antón podía escribir, y de hecho, estaba escribiendo ya su seminal obra de teatro, Los siete contra Tebas, copiada, como era de esperar, de un clásico griego. El mismo enfant terrible de las letras cubanas, lejos de cagarse en los pantalones y pasar noches de insomnio esperando a la policía, daba tranquilamente los últimos toques a Dos viejos pánicos, la obra con que ganaría el Premio Casa de las Américas ese mismo año. ¿Quién iba a imaginarse que apenas cinco años después, en pleno Año del XX Aniversario, a Nolo, Ma-Nolo, y a otros como él, iban a meterlos presos y hacerles la vida un yogur como enemigos del pueblo? No era tiempo de cagarse todavía. Apenas comenzaba el Quinquenio Gris, Antón podía escribir (o copiar) todavía, gracias a Dios, y en La Habana todo el mundo confundía a Manolito con Silvio Rodríguez, el cantante.

Así que el hijo del poeta, ajeno a todas estas vicisitudes futuras y despreocupado de la vida, como de costumbre, se dispuso a acudir aquella noche a casa de Olga Andreu para verse frente a frente con su doble, y de paso, cruzar divertidos dardos verbales con Virgilio y Antón. Era uno de sus pasatiempos preferidos por ese entonces, cuando poca gente saludable se cagaba en los pantalones, y menos por razones literarias. Se preparó el día antes, escuchando en la radio toda una tanda de canciones de Silvio, que le parecieron simpáticas y a veces hasta subrepticiamente contestatarias, pero en absoluto comparables con las del autor de Blowin’ in the Wind y The Times They Are A-Changin. También consiguió ver en una vieja revista Bohemia algunas fotos del juvenil bardo, no muchas ni muy buenas, y su presunto parecido con él se le antojó más bien remoto y elusivo. Sí, ambos eran jovencitos, desgarbados, enclenques, melenudos y usaban botas cañeras; ninguno de los dos tenía voz, es verdad, pero de ahí a decir que se parecían mediaba un largo trecho. Largo no, larguísimo, porque las diferencias, ciertamente, eran más numerosas que las coincidencias. De todas maneras, Manolo no podía esperar el momento de conocer al famoso trovador y contarle en persona los muchos contratiempos y divertidas ocurrencias que su supuesta semejanza le había acarreado hasta entonces, y también cómo esta falaz leyenda parecía a punto de devorar lentamente su humilde identidad personal. Seguro que se va a reír, pensó.

Eso sí, Olguita había invitado esa noche a demasiada gente. Es decir, los que sobraban o excedían el cupo se habían invitado ellos mismos, o les habían invitado otros, llamándola por teléfono, desde aquí o allá, con reclamos que ella no hubiera podido rehuir, por más que se lo propusiera, porque provenían de alguna que otra funcionaria de Cultura, de la Casa, del ICAIC o de la UNEAC, todas amigas suyas. Compromisos, en fin, que a veces se acumulaban, y ella era demasiado diplomática para rehusarlos. No iban a faltar Virgilio, ni Antón, ni el dentista Estorino, por supuesto. Tampoco Pepe Triana y Chantal, que venían a menudo a pasar el rato allí, abrazados como dos tortolitos. Eran los de siempre. Belkis y Heberto se excusaron; llamaron temprano para decir que habían ligado un turno para el Polinesio, un restaurante donde se comía muy bien. Pero a la previsible lista de aquella velada se había sumado una docena de huéspedes extranjeros, asistentes al Congreso Cultural, que no querían desaprovechar la ocasión de escuchar cantar a Silvio, algo que se había convertido para entonces en una especie de sacramento para todo intelectual tercermundista que se respetara.

Llegaron temprano, muy puntuales, como casi todos los extranjeros, y como apenas cabían en la salita de Olga, tuvieron que sentarse, como pudieron, en el piso, casi todos en cuclillas, cual sonrientes, tímidos, y ansiosos budas. Había entre ellos por lo menos tres o cuatro líderes indígenas sudamericanos, vistiendo sus coloridos ponchos, además de varios guerrilleros africanos, ataviados con elegantes safaris, todos ávidos de melodías revolucionarias. A falta de refrescos o licores más finos, Olga tuvo que ofrecerles la bebida nacional, esa peculiar mezcla de agua de grifo, alcoholes y sabores artificiales que se conocía entonces en Cuba por el vulgar nombre de guachipupa. El bloqueo imperialista le sirvió de pretexto; explicó también que era una bebida inventada por los insurrectos cubanos durante la guerra de independencia, muy fácil de preparar pero sabrosa. Virgilio le dirigía penetrantes miradas mientras ella repartía los vasitos entre los extranjeros, que saboreaban la guachipupa con evidente placer, relamiéndose incluso, y de vez en cuando brindaban entre sí por el triunfo de la revolución mundial, haciendo chocar sus copitas. El enfant terrible de las letras cubanas rechazó cortesmente el vaso que Olga le ofreció después.

A eso de las nueve y media, sin embargo, Manolo Ballagas, el hijo del poeta, no había llegado aún, pero sobre todo –y mucho más importante– Silvio Rodríguez, el cantante, brillaba también por su ausencia. El padre del teatro moderno cubano, conocido por su anal puntualidad (es la cortesía de los reyes, solía decir, a manera de disculpa), consultaba de vez en cuando, con clara impaciencia, su viejo reloj pulsera; Antón interrogaba a Olguita silenciosamente con la mirada, y en general, se percibía entre todos un ambiente de honda crispación, como si algo demasiado horrible fuera a ocurrir de repente. De todas formas, algo horrible ya había ocurrido para ese momento: se había agotado la provisión de discos de John Coltrane, Miles Davis, Thelonious Monk y Ornette Coleman; no había más que poner en el tocadiscos, uno de los pocos que funcionaban todavía en La Habana, donde todo se rompía y quedaba sin arreglar. Alguien –ha de haber sido Pepe, Pepe Triana, autor de la seminal Noche de los asesinos– aventuró que Silvio era muy informal, también un poco tímido, y seguramente llegaría mucho después de lo acordado, por lo menos en un par de horas. Y aunque todos parecieron estar de acuerdo, dándole muchas veces la razón a Pepe, la noche empezó a cobrar poco a poco el matiz de un aburrido velorio en ausencia. Los líderes indígenas sudamericanos, y hasta los guerrilleros africanos, empezaron a bostezar y a hacer comentarios en susurros que nadie alcanzaba entender. Miraban sus replandecientes relojes japoneses, se daban con el codito y volvían a bostezar. Virgilio suspiraba de cuando en cuando, hecho un ovillo en un sillón de loneta. Antón cerraba los ojos, imperturbable como un gato. Pepe y Chantal se abrazaban en un rincón, ante la desaprobadora mirada del padre del teatro moderno cubano, que no acababa de explicarse qué hacía Pepe con esa mujer importada de París. Fue entonces que alguien tocó a la puerta y Olguita se levantó, dando un intrépido salto.

–¡Ahí está! –gritó.

–¡Al fin! –exclamó Virgilio.

Antón no habló; tampoco el dentista Estorino. Los líderes indígenas sudamericanos y los guerrilleros africanos alzaron los brazos al mismo tiempo, jubilosamente. También Chantal. Pero cuando Olguita abrió la puerta, lejos de la mirada de sus ansiosos huéspedes (y sin esperar por ninguna contraseña, que no se usaban entonces), no se tropezó, como esperaba, con la conocida cara del Bob Dylan cubano, sino con la de Manolo, Manolo Ballagas, el hijo del poeta, que enseguida empezó a balbucir torpes excusas por su tardanza. Ya las había oído todas y no le interesaban: el socorrido ómnibus descompuesto, la consabida lluvia, un tío muerto repentinamente del corazón, una reunión inesperada, guardia de milicias… Para el caso daba lo mismo, porque a Olga se le había ocurrido una brillante idea en ese preciso momento.

–No, Olga, por favor –dijo Manolo, aterrado.

Fragmento de la novela Pájaro de cuenta, de Manuel Ballagas.