Henry Eric Hernández: Quien a hierro mata, a hierro muere. A propósito del imaginario necropolítico cubano

Archivo | Autores | Dokumentxs | 2 de febrero de 2023
©Cartel de La bataille des dix millions / TMDb

Iniciamos nuestro dosier Necropolítica(s) con este lúcido texto de Henry Eric Hernández sobre el totalitarismo, las manos del Che y la Causa Número Uno. Enjoyyyyt

El universo cultural siempre se las ingenia para incorporar elementos doloríferos en la vida histórica y política, con el propósito de educar a la sociedad para encontrarse con el dolor en tanto afecto y efecto disciplinarios. Esto avisa Ernst Jünger en su clásica disertación Sobre el dolor (1934), haciendo referencia a la mortificación, dirigida a la conducta ascética sacerdotal, y al heroísmo, encaminado al endurecimiento del guerrero.

La bataille des dix millions, el documental realizado por el peregrino político Chris Marker en 1970, además de relatar el compromiso contraído por el gobierno cubano para producir diez millones de toneladas de azúcar y pagar con ello los suministros comprados al bloque comunista, entrona la primera gran crisis nacional difícil de encauzar para dicho gobierno.

Como discuto en Mártir, líder y pachanga (Hernández 2017), si bien Marker concede un metraje significativo a las explicaciones de Fidel Castro sobre el descalabro económico que resultó ser dicha zafra, por otra parte, en su selección y articulación de las mismas a modo de cierre cinematográfico, nunca imprime el uso rehabilitador que hace el líder del dolor político.

La bataille des dix millions finaliza con un plano contrapicado de Fidel Castro en la tribuna de la Plaza de la Revolución, quien termina su discurso del 26 de julio de 1970 dando las gracias al pueblo por confiar en el Partido Comunista y en él. Chris Marker descarta la clausura de dicho discurso: después de la ovación multitudinaria y el grito de ¡Venceremos!, Castro regresa a la tribuna para epilogar el mismo, alegando haber olvidado algo importante que deseaba comunicar.

Fidel Castro menciona nuevamente la presencia del doctor y ex ministro del Interior de Bolivia, Antonio Arguedas (nunca presentado como agente de la CIA y colaborador de la Seguridad del Estado cubana); puntualiza que había arriesgado su vida para introducir secretamente en Cuba el diario de Ernesto “Che” Guevara, la mascarilla que le tomaron después de matarlo y sus manos cortadas; y anuncia lo incontable: “Las manos del Che están perfectamente conservadas. Los técnicos cubanos hicieron un especial esfuerzo” (Castro 1970).

Castro concluye sacralizando la angustia escatológica:

Nosotros enterramos a nuestros muertos, es una tradición. […] nosotros nos preguntábamos: ¿Qué hacer con las manos del Che? Es de su materia física lo único que nos queda. No sabemos siquiera si algún día podremos encontrar sus restos. Pero tenemos sus manos prácticamente intactas. […] queremos preguntarle al pueblo cuál es su criterio (Exclamaciones de: “¡Conservarlas!”), qué debemos hacer con las manos del Che (Exclamaciones de: “¡Conservarlas!”) ¡Conservarlas! (Aplausos) (ibíd.).

Fidel Castro explica que se han tomado réplicas de la mascarilla y de las manos para guardar las originales y hacer muchas reproducciones, montarlas en marcos compuestos por mangas de uniformes verde olivo y estrellas de comandante, y colocarlas en urnas de cristales en diferentes lugares.

Tal parafernalia museística desencadena la fe revolucionaria en torno al infortunio de la víctima: la pasión dolorífera manejada por Castro invierte la consecuente pena colectiva en solemne sumisión; lo escatológico dispuesto por Castro alrededor del trozo cortado de la víctima conservado en formaldehído, se atenúa ante la subasta ética aprobada popularmente; el sufrimiento imaginado por Castro alrededor de la reproducción del rostro de la víctima, se materializa en la necesidad colectiva de padecer el martirio para existir.

Se trata de una existencia dada a transformar la reliquia corporal en signo cardinal de la emoción heroica por venir: un trofeo dado a reordenar políticamente a la sociedad, fijando sus comportamientos sacrificiales y examinando su adhesión.

Hablo de una cosmogonía del dolor político cuya aceptación no solo opaca cualquier inminencia de finitud –sea la de la materia física del Che (según Castro) o la del deseo de ser como él impuesto a la niñez cubana por la doctrina comunista–, sino que, además, sutiliza la violencia de la renuncia al sí mismo en tanto estadio disciplinal: cuasipenitencial.

I

Quien a hierro mata, a hierro muere, les dije a Ileana de la Guardia y a su esposo Jorge Masetti al escucharlos una y otra vez intentar demostrar la inocencia del padre de la primera, el coronel Antonio de la Guardia, fundador de las Tropas Especiales y posteriormente jefe del Departamento de Inteligencia MC (Moneda Convertible)[1] del Ministerio del Interior (MININT), quien junto a Arnaldo Ochoa, general de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), fuera condenado a pena de muerte en el juicio con el que el gobierno cubano selló la Causa número 1 de 1989.

Esto sucedió durante la última cena que compartimos con otros colegas en Kassel, a donde viajé en agosto de 2022 invitado por el Instituto de Artivismo Hannah Arendt (INSTAR), para participar en el proyecto presentado en Documenta 15 por la artista Tania Bruguera y el equipo de dicho instituto. Ileana de la Guardia y Jorge Masetti se encontraban en Kassel para prestar a INSTAR algunas obras del difunto Antonio de la Guardia, las cuales serían incluidas en la exposición colectiva Academia del Bejuco, dedicada al Art Brut y al Outsider Art en Cuba.

En mi primera noche en Kassel, después de las debidas presentaciones y al enterarse de que yo era uno de los editores de contenidos de Hypermedia Magazine, Jorge Masetti me comenta que leía dicho medio frecuentemente y que no comprendía la publicación de la entrevista Norberto Fuentes: “Never Say Die” (Aguado 2022), pues como periodista le parecía “un fiasco editorial” (sic.).

“Todo lo que cuenta Norberto Fuentes es mentira”, me dijo en dos ocasiones Masetti mientras caminábamos por Fünffensterstraße.

Masetti se refería, básicamente, a la alusión de Fuentes a la participación de Antonio de la Guardia en el tráfico de drogas y al maletín con 300.000 dólares que este le pidió guardar en su casa, y por supuesto, a temas como estos:

[…] los servicios especiales te pueden proveer la acción, pero no el éxito. Porque el verdadero poder lo tiene el poder; no ellos. Y ese es el gran problema. Digamos que la desgracia de los servicios especiales es que conspiran, diseñan operaciones, crean gobiernos; pero, llegado el momento, los gobiernos reales dicen hasta aquí.

[T]ony me dijo un día: “Yo estoy en este país por Fidel Castro. El día que Fidel se muera, yo voy echando”. Su jefe era Fidel Castro.

[A]hora, de pronto, la gente empieza a dar por hecho que hubo una conspiración y que Ochoa vio en secreto a Gorbachov. No hubo conspiración alguna, de ningún tipo. Pero pudo haberla, podía producirse en el futuro. Y en eso sí Fidel Castro era un genio: en actuar por adelantado (ibíd.).

Efectivamente, durante la mencionada cena en Kassel, Ileana de la Guardia nos contó sobre tal encuentro secreto entre Arnaldo Ochoa y Mijaíl Gorbachov, asimismo trató de persuadirnos respecto a la inocencia de su padre, cuya única culpa sería –vista como consecuencia de su jefatura del Departamento MC del MININT–, la de burlar el embargo viajando a Estados Unidos para comprar aparatos de comunicación y equipos médicos para llevarlos a Cuba. Jorge Masetti relató que Fidel Castro visitó a su suegro en el calabozo la noche antes de comenzar el juicio contra él y los demás encausados, para decirle que se autoinculpara y que todo quedaría en familia, certificando una esperanza de vida que nunca cumplió; además nos hizo saber que guardaba gratos recuerdos de su relación con el general Ochoa.

En una entrevista publicada en Clarín (Avignolo 2019), Ileana de la Guardia declara no estar segura si su padre, al transportar dichos equipos de manera ilegal hacia Cuba, tuvo contacto con traficantes de droga, y asegura, a renglón seguido, que de haber estado implicado en dicho tráfico fue porque obedecía órdenes de Fidel y Raúl Castro. En la misma entrevista, Jorge Masetti señala que la participación del MININT y las FAR en el narcotráfico venía ocurriendo antes del establecimiento del Departamento MC.

Sobre esto también se habló en aquella cena; pero, como dejé claro ante nuestros acompañantes, lo importante aquí no es si Antonio de la Guardia participó en el narcotráfico, o si el juicio contra él fue arbitrario y la pena de muerte injusta: lo que suena relevante, es que Ileana de la Guardia y Jorge Masetti nunca admitiesen públicamente que su respectivo padre y suegro, quien había desempeñado en nombre de la Revolución diferentes funciones –fundación de la Tropas Especiales, preparación de personal militar cubano y extranjero para exportar la guerra de guerrillas hacia América Latina y África, las acciones de infiltración de la Seguridad del Estado en dichas geografías, las operaciones financieras y mercantiles frente al Departamento MC y otras misiones inimaginables de las que nunca tendremos información–, constituía un pilar esencial del necropoder sobre el que se ha construido el totalitarismo cubano y sobre el que se perpetúa hoy.

La incondicionalidad de Antonio de la Guardia y Arnaldo Ochoa hacia el carisma de Fidel Castro, fue el motivo primordial que los llevó a ser tan malhechores como él, es decir, a imitar sus ademanes autoritarios, concepciones ideológicas y prepotencia política, tanto como a emular su potestad sobre la perversidad, impunidad soberana y carácter guerrero: “son dos de sus mejores guerreros”, distingue Masetti a De la Guardia y Ochoa en la citada entrevista para Clarín, situando en Castro la pertenencia denotada por el posesivo.

Como acentúa María Zambrano (1996: 91), “todo endiosamiento requiere de una víctima y una complicidad”; pues “nadie puede a solas endiosarse”. Todo endiosamiento –cuanto más si es político– necesita la incondicionalidad de los otros: “un individuo, un semejante, en ciertos amores; un pueblo entero cuando de la historia se trata. El que se endiosa necesita verse y sentirse como un Dios para el otro, en el otro”.

Igualmente, toda supremacía de índole carismática puede volverse inconcebible y aterradora de un momento a otro, puesto que se sostiene sobre purgas que anulan los escenarios tradicionales, los marcos burocráticos y los climas reaccionarios, aun cuando estos hayan sido consensuados, normados o provocados por quien manifiesta dicho carisma, o sea, por líderes absolutos como Fidel Castro.

De esto que, haya sido la misma incondicionalidad que le profesaban sus semejantes Antonio de la Guardia y Arnaldo Ochoa, la que permite a Castro sentirse como un Dios y decidir sobre sus vidas: es la dignitas del líder absoluto por ellos mismos venerada –dije a Ileana de la Guardia y demás comensales–, la que ordena pegarles un tiro en la cabeza de la misma manera que les ordenaba hicieran ellos con otros.

Los mitos autocráticos se refrescan con la regeneración del reconocimiento del líder, tanto por sus adeptos como por sus detractores. Esto sucede gracias a la usanza del verdugo revolucionario encarnado en incontables circunstancias por la sociedad: esa condición de doble siniestro –abyecto y generoso, profanador y consagrante– en la que persisten el líder y sus secuaces. En el acto de idear, ordenar y cometer linchamientos del tipo que sean y cada vez que sean convenientes, se afianza el carisma autoritario de líderes como Fidel Castro y secuaces como Antonio de la Guardia y Arnaldo Ochoa: “Estos dos llevan tantos años mandando a matar” (ibíd.) –atestigua Jorge Masetti que expresó De la Guardia frente a él refiriéndose a Fidel y Raúl Castro–.

Consabido es que en los totalitarismos, si un soberano es desleal a su líder absoluto –aunque se trate de asuntos furtivos, perversos, ilícitos o crueles convenidos por ambos–, ello puede generar desconfianza y malestar en la sociedad, por lo cual, su muerte será el mejor antídoto para solventar cualquier perjuicio: solo el efecto curativo de su linchamiento conseguirá vindicar el prestigio del líder; lo que significa, purgar la imagen de la Patria, la Revolución, el Partido y el Pueblo.

También queda claro, como argumenta René Girard (1989: 108), que para asegurarse plenamente de que el hombre designado posee suficiente perversidad, sólo hay una solución: “exigir de él que cometa todos los crímenes atribuidos a sus predecesores”. Estar seguro de tal perversidad, supone para Castro designar nuevos hombres de confianza asignándoles lo que ordenaba a quienes les quitará toda confianza; Castro convoca nuevos victimarios que sustituirán a victimarios predecesores convirtiéndolos en víctimas propiciatorias: Castro deposita una confianza categórica en el fiscal Juan Escalona Reguera y otros militares para ejecutar a De la Guardia y Ochoa –junto a sus respectivos asistentes, el capitán Jorge Martínez Valdés y el mayor Armando Padrón Trujillo–, castigar al resto de los encausados con duras penas de prisión y disuadir a sus familias para que desistan de reclamos humanitarios y políticos.

En algún momento pregunté si el coronel Antonio de la Guardia era o no responsable de la muerte de personas a las que planeó aniquilar o aniquiló en operaciones militares, sometió a persecuciones, hostigamientos, torturas, prisión o mató a sangre fría, o a las que agravió públicamente y destruyó su reputación por pensar diferente a lo que Fidel Castro, otros jefes y él, disponían debía ser el credo y el proceder revolucionarios (léase marxista-leninista, socialista, comunista, internacionalista, patriótico).

De la Guardia fue uno de los gestores inaugurales de la violencia divina que estructura el castrismo y aún lo escuda en tanto sistema totalitario, y dicho sea de paso, de las arbitrariedades e iniquidades que lo instituyen y de las que él mismo terminó siendo víctima. La violencia divina, ese cúmulo de dependencias fácticas, reciprocidades pedagógicas y justificaciones imaginarias entre la violencia revolucionaria y la represiva que conforma los comportamientos sacrificiales de la sociedad cubana, ha sido creada y administrada por jefes castrenses como Antonio de la Guardia y Arnaldo Ochoa.

Resultado de la antedicha potestad sobre la perversidad y la impunidad soberana en las que se amparan las élites militares cubanas, la violencia divina pasa de ser un medio para transformarse en mero objetivo. Violencia que, debido a su carácter transhistórico, no deja de ser aprehendida y sistematizada por la mayoría de la sociedad cubana, cuyos miembros, perteneciendo o no a los organismos represivos y operando como victimarios o padeciendo como víctimas –e inclusive compartiendo ambos perfiles en numerosas ocasiones–, persisten en normalizar sus rituales correctivos y represivos: desde los públicos y habituales mítines de repudio, allanamientos de viviendas y asedios contra opositores, activistas y periodistas independientes, hasta los juicios sumarios a puertas cerradas contra los manifestantes del 11 de julio de 2021 y sus consecuentes encarcelamientos, pasando por las recurrentes expulsiones de centros laborales y escolares de toda persona tildada de poco confiable o mostrar desviación ideológica, y los destierros para las acusadas de atentar contra la seguridad nacional.

Dicha sistematización se apuntala en las sutilezas psicopedagógicas que tienen lugar en el entorno cotidiano: en la idolatría hacia el Partido Comunista y sus líderes, la suspicacia entre amigos y colegas del ámbito laboral o profesional, la intimidación entre congéneres y parientes, la indolencia ante quienes son represaliados, el miedo a disentir y expresarse públicamente, y los prejuicios ante cualquier pensamiento o tendencia de democratización.

En torno a estas experiencias, la sociedad continúa consintiendo, divinizando y espectacularizando la creación de víctimas, a través de las cuales expiar la precariedad material y el déficit democrático engendrados a su vez por el régimen que ha contribuido a instaurar. Se trata de un círculo vicioso hasta ahora difícil de romper, coronado por un arbitrio sacrificial que cíclicamente demanda víctimas expiatorias para promover casos ejemplarizantes, enfocados en advertir una y otra vez la inminencia de crisis políticas.

Atendiendo a las enseñanzas de Achille Mbembe, la categoría de necropolítica encaja en los análisis de realidades donde el estado de excepción es normalizado por el gobierno, y donde la figura del soberano se vale de la confianza que le cede la sociedad para instrumentalizar su existencia, apelando repetidamente a dichas crisis políticas y sus correspondientes tipificaciones fantasmáticas del enemigo externo e interno.

Hablar de la excepcionalidad de Cuba, es aceptar que la misma se consolida con representaciones de peregrinaje político como la Revolución de los brazos abiertos, la verdadera conmoción continua, la proa del Tercer Mundo, el magnífico fenómeno humano o el orgasmo continuo revolucionario. La hierofanía que imponen estas representaciones distingue a Cuba como meca del revolucionarismo, atribuyéndole un sentido de lugar privilegiado en el cual reencontrarse como parte de una comunidad de izquierda políticamente culta e ideológicamente concienciada; lugar que todavía en el siglo XXI y sin miramientos respecto a la decadencia del bloque bolivariano que inspiró y asistió en su organización, sigue gozando de la celebración y complacencia de las izquierdas latinoamericanas, estadounidenses y europeas para con su tradición antidemocrática: sigue siendo pensada e imaginada como utopía y teniendo poder de convocatoria para académicos, intelectuales, activistas y políticos que precisan la certidumbre de la posibilidad revolucionaria.

En esto consiste –foucaultianamente hablando– la tecnología del poder revolucionario y su arraigo totalitario: en hacer del espectáculo de lo ejemplarizante el mejor evento si de institucionalizar el terror se trata, de igual manera que la espectacularización del terror reside en llenar el vacío de pluralidad; en hacer vivible que cualquier persona que intente llenar dicho vacío abogando por derechos humanos legítimos o proponiendo ideas democráticas, pueda tornarse desechable sin dejar lugar a mediaciones ni reconciliaciones ciudadanas para con ella que no sean las que respondan a las normas totalizantes; en hacer patente que la llamada soberanía del pueblo se concreta en la dominación de los militantes del partido único y en la superioridad del líder absoluto –aún después de muerto–, encargados de definir quienes merecen convivir con la sociedad; en hacer de la inminencia de la crisis una razón de Estado a raíz de la cual reproducir asiduamente las antedichas tipificaciones enemigas y trazar el futuro como una construcción invariable, en la que líder absoluto, soberanos castrenses y militantes del partido tienen la exclusividad de tomar decisiones con relación a la convivencia y la supervivencia ciudadanas; en hacer racional que asumir la precariedad extrema como modo de vida no solo es un gesto de heroicidad colectiva, sino que es un valor indispensable para ser seres humanos más dignos; en hacer creer a la opinión internacional y a las organizaciones pertinentes que en Cuba no existen presos de conciencia, quienes son procesados con falsas causas de delincuentes y sus casos sumados a las estadísticas de reos comunes; en hacer de las legislaciones opresoras, las anuencias violentas y las permisibilidades encabezadas por exclusiones políticas e ideológicas, un dispositivo de dominio efectivo que controla y proscribe la vida humana y cívica cubana.

Enumerar estos necrohábitos sobre los que se fija la soberanía del castrismo y que día por día renuevan su hegemonía fáctica e imaginaria, es presentar un modelo específico de estado de excepción.

Por todo esto, hablar de Antonio de la Guardia es referirse a soberanos que, al igual que su líder absoluto Fidel Castro, ostentaban una autoridad moral y capacidad militar para disponer quién podía permanecer vivo o tenía que morir –incluyendo la lapidación de la individualidad y el desempeño cívico, que suelen ser tan letales como la muerte física–, no solo en el contexto cubano, sino en otras geografías a las cuales exportaba el castrismo en tanto modelo, que va desde el guerrillerismo enaltecido y teorizado por peregrinos políticos iniciáticos como Jean Paul Sartre y Régis Debray respectivamente, hasta los paradigmas de antiimperialismo y democracia de partido único defendidos en la actualidad por partidarios como Frei Betto y Boaventura de Sousa Santos.

II

Una vez firmado por Sudáfrica, Cuba y Angola en 1988 el término de la Guerra Civil de esta última nación, con el que además de independizar a Namibia concluían los quince años de misión militar cubana en África, después del fusilamiento de Antonio de la Guardia y Arnaldo Ochoa, en diciembre de 1989 el gobierno cubano devuelve a suelo insular  sus víctimas de guerra: los restos enterrados en los cementerios de guerra africanos desde la década de 1970, fueron exhumados, los óseos depositados en urnas y los que aún estaban en fase de descomposición en ataúdes.

Dichos restos se llevaron a sus respectivas provincias y barriadas de origen para recibir el tributo de familiares y gente de pueblo. Téngase en cuenta que prácticamente todas las familias cubanas tienen algún pariente que ha sido internacionalista, e incluso que ha servido como militar aunque no cuente como víctima mortal o parcialmente traumada por la guerra.

Sonia, cuyo esposo es una de las víctimas de las misiones militares desplegadas en Etiopía durante 1978, describe en el Episodio negro de mi serie documental Cuentos cortos (Perceval Press, 2008), que “al municipio habanero El Cerro llevaron dieciséis cajitas chiquitas, más cuatro grandes y dos desaparecidos”: “los retratos fueron colocados encima de las cajitas […] y el público estuvo pasando por ahí […] Cada familia de mártir podía llevar cuatro coronas de flores”.

Cualquier dolor políticamente administrado equivale a castigo, o cuando menos a un tirón de orejas preventivo e intimidatorio. A esto se debe que el imaginario dolorífero cubano, a tono con las circunstancias de desconfianza popular suscitadas por la Causa número 1 de 1989 y el advenimiento del Periodo Especial, pasara de cultivar la convivencia con el martirio ajeno –el promovido alrededor de las manos embalsamadas y el rostro museificado del Che–, a espectacularizar la resignación de sentir el martirio en carne propia: “El dolor que uno siente, lo que se lleva por dentro, eso no tiene cura jamás. Ningún médico cura esto, ni el pasar de los años tampoco, porque han pasado años y esto no tiene cura” –continúa relatando Sonia a propósito del desencanto que le provocara el abandono moral del presidente etíope Mengistu Haile Mariam para con las víctimas cubanas–.

Tal resignación se materializa en la introducción del legado del dolor político y su exaltación, en los sentimientos y sitios más íntimos de la sociedad; al inducir la santificación simultánea de cada víctima por su familia correspondiente en algún rincón hogareño museísticamente preparado, el totalitarismo castrista reanima la violencia de la renuncia, consiguiendo colectivizar el ejercicio hagiográfico y marcar el trauma de la pérdida en otros cuerpos: “a mi mamá le dio un infarto, vinieron amigos que se dieron cabezazos contra la pared cuando supieron la noticia de la muerte de él, y a mí hasta el vitíligo me dio porque me puse muy mal, muy mal de los nervios” –recuerda Sonia.

Las hijas de Sonia pertenecen al porcentaje de víctimas secundarias de las guerras cubanas en África, que ha suspendido el orgullo patrio para ir a por una dignidad más personal: más propia; extraordinaria. Como consecuencia –concluye Sonia– ellas nunca van al nicho oficial del padre localizado en el Panteón de los Caídos por la Defensa: “Cuando su papá cumple años y cuando llega el día de los padres, ellas le ponen flores en su casa”.

La institucionalización del dolor y su aprobación en tanto emoción indulgente que espolea la contingencia política, forma parte de la intimidad e identidad –individual y colectiva, espiritual y corporal– de la sociedad cubana, vivan sus miembros en la isla o en la diáspora. Por mucho que se haya generalizado dicha suspensión del orgullo y tal búsqueda de la dignidad, las mismas no igualan los buenos resultados obtenidos por la usanza burocrática de colectivizar el dolor y la versión hagiográfica del mismo en cada hogar.

Hacer propensa al dolor político a una persona, una familia o una sociedad, encepa en ellas el dominio de quien lo origina, de quien lo gestiona, sea como artilugio de culto y obediencia, o sea como artilugio de empatía y solidaridad. En uno y otro caso, el dolor se inculca como un medio de superación ascética y como perito de la moral; de la misma manera, en ambos asuntos, funciona como dispositivo de control.

Similar a Fidel Castro, quien a partir del fracaso de la Zafra de los Diez Millones en 1970 afianza el dolor político como culto y obediencia, hoy Ileana de la Guardia, concibiendo un proyecto para la democratización de Cuba y centrada en la búsqueda de justicia por la condena a muerte de su padre Antonio de la Guardia, revaloriza el mismo dolor en calidad de empatía y solidaridad.

Hablo de invertir el significado del dolor político; esto entraña, para Ileana de la Guardia: borrar la imagen de narcotraficante y traidor a la patria por la que fue condenado su padre durante la Causa número 1 de 1989; aludir continuamente que su padre llamaba loco a Fidel Castro y discrepaba de su autoritarismo; aclarar que su familia disfrutaba de un estatus privilegiado pero que ella tenía y pensaba lo mismo que sus compañeros universitarios no favorecidos; advertir que su padre y su tío Patricio de la Guardia –uno de los condenados a prisión en dicha Causa número 1– eran pintores egresados de una academia estadounidense antes de convertirse en militares; y pedir que la llamen víctima de la revolución y no hija de ésta.

Últimamente, cada vez que converso con algún colega sobre si se debe ser clemente al reflexionar sobre los funcionarios totalitarios, termino parafraseando al intelectual Primo Levi: comprender no es justificar. Seguidamente, anoto que la construcción mítica suele invertir la verdad para absolver a los victimarios; que quienes han ostentado prepotencia y pierden la capacidad de ejercerla por la razón que sea, suelen reemplazar la liturgia perversa por una noble: logran lavar su perfil poniendo las buenas intenciones como principio de su obediencia y animadversión totalitarias.

Por supuesto que es de aplaudir la dialéctica humana y política que muestran Ileana de la Guardia y Jorge Masetti, si bien todo indica que no es hasta la condena a muerte de Antonio de la Guardia y Arnaldo Ochoa, que comienzan a darse cuenta de que en Cuba impera un autoritarismo asentado en la indiferenciación del individuo, regulada por arbitrariedades de toda índole y su terror consecuente.

Comprender el dolor político que desde hace más de treinta años siente Ileana de la Guardia por el fusilamiento de su padre, no quiere decir expiar o aliviar nuestro enojo por el totalitarismo que habita en Cuba, inculpando a Fidel Castro por ser más sanguinario que Antonio de la Guardia, o sea, absolviendo a este por la violencia que instituyó, justificando que fue saturninamente devorado por su líder absoluto; ni quiere decir reproducir la hagiografía de endriagos como De la Guardia –pensando sayakianamente– solapando su ascensión revolucionaria a golpe de determinar necroprácticas y necroempoderamientos, repitiendo que disentía del sistema y abogaba por una apertura estilo perestroika; no puede llevarnos a atender o seguir –sin dejar espacio a la duda– los consejos políticos y el proyecto de democratización de Ileana de la Guardia y Jorge Masetti porque sean considerados las víctimas de las víctimas (y aunque el caso de la familia De la Guardia represente para el castrismo la tipología del chivo primordial); tampoco puede impulsarnos a acomodar la mítica trágica y bendita en un linchamiento –por muy despótico que sea– cuya víctima ordenaba y extendía el mal totalitario, puesto que no tendríamos donde situar la tragedia que significa para Sonia la pérdida de su esposo, ni lo sagrado que resulta para sus hijas no compartir su congoja con la cosmogonía del dolor político.

Referencias

Aguado, Ladislao, 2022, Norberto Fuentes: “Never Say Die”, en Hypermedia Magazine [online].

Avignolo, María Laura, 2019, “El fusilamiento de Tony de la Guardia y otros crímenes en nombre de la Revolución Cubana”, en Clarín [online].

Castro, Fidel, 1970, “Discurso pronunciado en el acto conmemorativo del XVII Aniversario del Asalto al Cuartel Moncada celebrado en la Plaza de la Revolución en La Habana el 26 de julio de 1970”, en MINREX [online].

Girard, René, 1989, La ruta antigua de los hombres perversos, Barcelona: Anagrama.

Hernández, Henry Eric, 2008, Otra isla para Miguel, Santa Mónica: Perceval Press.

— 2017, Mártir, líder y pachanga. El cine de peregrinaje político hacia la Revolución cubana, Leiden: Almenara Press.

Zambrano, María, 1996, Persona y democracia, Madrid: Siruela.


[1] En la entrevista “Ileana de la Guardia: ‘El fusilamiento de mi padre es un shock terrible’”, publicada en La Prensa el 14 de julio de 2001, De la Guardia especifica que Departamento de Inteligencia MC “no quiere decir Moneda Convertible, sino siglas de Comunicación Militar”. Sin embargo, en las entrevistas “En Cuba tenía una especie de trabajo: ocultar ciertas comodidades que teníamos” y “El fusilamiento de Tony de la Guardia y otros crímenes en nombre de la Revolución Cubana”, publicadas respectivamente en Clarín el 9 de octubre de 2017 y el 26 de julio de 2019, Ileana de la Guardia responde recurriendo a dichas siglas como “Departamento MC (Moneda Convertible)”.