Manuel Ballagas: Confesiones de un joven viejo / ¿Quién voló El Puente? (II)

Archivo | Autores | 26 de febrero de 2023
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III

Lo que está por pasar, sucede. Es el destino, la providencia. O la casualidad, si prefieren. El hecho es que aquella noche de mediados de enero de 1965 nosotros no andábamos buscando al célebre autor del poema Howl [Aullido], qué va, pero sin querer lo encontramos.

Lo que sí andábamos buscando era una botella de ron barata. En Cuba, como se sabe, no hay diversión sin borrachera. José Mario conocía a alguien que las vendía a trasmano en un tugurio que había cerca del Habana Libre; pero esa noche no tenía. Así que nos dimos un salto por la barra del Hotel Colina, donde una loca limpiapisos también vendía botellas de ron en el mercado negro, y esta vez sí dimos en el blanco: José Mario emergió triunfal de un rincón con la anhelada botellita escondida en un cartucho. Nos costó ocho pesos, un dineral en ese entonces.

No éramos muchos. Creo que José Mario, Heberto Norman, Mayi y su marido Roger, y yo. Pero con una botella entre manos alguien se nos iba a pegar tarde o temprano. Y así fue. Minutos después, caminando por la acera del Habana Libre, éramos ya como ocho. No recuerdo quiénes se nos habían sumado. Algún actor, un poetastro quizás, al menos un par de esnobistas, estoy seguro.

Y en eso lo veo venir.

No podía ser otro que él, porque a esas alturas, en La Habana, a nadie se le hubiera ocurrido andar con semejante facha, por temor a que lo fusilaran. Pelo larguísimo, una barba copiosa, sandalias franciscanas y un sarape por abrigo. Ya tú sabes. Yo apenas lo había visto en algunas fotos viejas, pero enseguida lo reconocí, me le metí en el camino y lo detuve con un gesto.

Are you Allen Ginsberg? –le pregunté.

I sure am –contestó él, sorprendido–. And who are you?

Me puse a explicarle, pero otros se adelantaron a decirle que éramos jóvenes escritores, admiradores de su obra. No hubo que decir más. Empezamos enseguida a presentarnos y estrecharnos las manos, y Allen, al ver la botellita semioculta en el cartucho, nos preguntó si traíamos vino. El hablaba un poco de español.

Le contestamos que era ron, y él pareció feliz. Pero antes de seguir con nosotros necesitaba que le ayudáramos a conseguir una medicina para curarse las ladillas que había contraído en México («ladrías», las llamaba él). Todos nos echamos a reír y le llevamos a una farmacia a buscar Ungüento del Soldado.

No tengo que decir que Ginsberg era ya una de mis lecturas preferidas, y que estaba incluso traduciendo un largo poema suyo titulado Kaddish, con la idea de publicarlo en una revista que íbamos a sacar, Resumen Literario El Puente.

Llámenme «yanquista», pero a diferencia de los otros «puenteros», mis influencias literarias eran casi todas norteamericanas. Yo había vivido en Estados Unidos algunos años y hablaba perfectamente inglés. Los beats me fascinaban, en particular Jack Kerouac y William Burroughs. Hubiera podido recitar de memoria los párrafos finales de On the Road y el comienzo de Naked Lunch.

Pasamos, pues, casi toda aquella noche conversando y compartiendo buchecitos de ron con una leyenda viva de la poesía, en un parque del Vedado. Todos parecían tener una queja que poner a sus pies: la estrechez política de los dirigentes culturales, la falta de acceso a libros e información que no provinieran del bloque soviético, y sobre todo, la persecución a los homosexuales y a cualquiera que pareciera serlo.

El poeta norteamericano pareció asombrado, incluso perplejo. Se echaba de ver que esperaba otro panorama, y que para él la revolución cubana era ni más ni menos que la realización concreta de todas sus utopías.

–¿Y la revolución no ha legalizado la marihuana? –preguntó en algún momento.

Todos nos miramos, pensando que debía estar loco. Y así, poco a poco, al escucharnos empezó a percatarse que no había desembarcado precisamente en el paraíso.

A Ginsberg le interesó mucho que yo estuviera traduciendo Kaddish, porque quería publicar el poema en español en la revista mexicana El Corno Emplumado. Así que quedamos en vernos para discutir la traducción y también la posibilidad de publicarla simultáneamente en México, La Habana y otras capitales latinoamericanas.

José Mario se puso que no le cabía un alpiste en el culo.

–Ya nadie nos puede ignorar, Manolito –sentenciaba. En Venezuela es El Techo de la Ballena; en México, El Corno Emplumado; en Bogotá están los nadaístas; en Estados Unidos, los beatniks. Y en Cuba, ¡Ediciones El Puente!

Cuántos delirios. Pero así éramos entonces. Así soñábamos, en un medio que se hacía cada vez más hostil. Los síntomas estaban ya por todas partes –la policía pidiendo documentos, las redadas, la vigilancia en cada cuadra, los libros sometidos a intenso escrutinio–, pero a veces, me parecía que yo era el único que se daba cuenta.

Mientras tanto, a través de la secretaria de Nicolás Guillén, José Mario supo que la comisaria pestilente había acudido a la UNEAC días antes para denunciar nuestras debilidades ideológicas y pedir que no se diera curso a los libros de El Puente que estaban pendientes de publicación.

Yo suponía que todo aquello tenía que ver con mi libro y aquel cuentecito que no retiré de él, desoyendo una instrucción de José Mario. Quizás me equivocaba, porque la comisaria no lo había siquiera visto por encima, pero de todas formas el futuro de las Ediciones –y de la libertad de creación en general en aquel país– no pintaba nada bien.

Por ese entonces, se desarrollaba una intensa purga en la Escuela Nacional de Arte. Depuraban a homosexuales, extravagantes y «contrarrevolucionarios». Bastaba usar pantalones levemente ajustados o escuchar música extranjera para caer en cualquiera de esas tremebundas categorías. Decenas habían sido expulsados ya. Lo mismo pasaba en la Universidad de La Habana, donde habían tenido lugar incluso suicidios.

Llegó el momento en que andábamos con Ginsberg a toda hora. Desde que nos conoció a José Mario y a mí, no quería despegarse de nosotros y nos consultaba cualquier cosa que fuera a decir, a veces las más delicadas. Nos citábamos por la mañana en cualquier sitio y lo acompañábamos a reuniones y entrevistas durante el día. También coincidíamos con otros invitados extranjeros de Casa de las Américas: Nicanor Parra, Miguel Grinberg, Elmo Valente y otros más. Esto no pasó inadvertido.

Una tarde, después de despedirnos de él en la calle G, cerca de la UNEAC, un hombre vestido de civil se nos acercó, nos dijo que estábamos detenidos y nos conminó a montar en un coche oscuro que estaba aparcado cerca.

–¿Y cómo sabemos que usted es quien dice que es? –le preguntó José Mario con ánimo ligeramente desafiante.

–¿Qué tú dice? –repuso el personaje, empinándose y sacando una pistola. ¿CÓMO TÚ DICE, MARICÓN?

Al mismo tiempo, otros dos esbirros saltaron del auto, armas en mano, con los ojos echando chispas. «¿Qué pasa aquí?», vociferó uno de ellos, pegándome el cañón de su pistola en la cabeza. José Mario y yo alzamos los brazos, aterrados, pero de todas formas aquellos energúmenos nos metieron a patadas y empujones en el auto, que enseguida arrancó y se alejó de allí con nosotros, a toda velocidad.

IV

«Esto no puede pasar de aquí. Ya basta, José Mario, Manolito. Basta ya de payasadas, que aquí hay demasiado en juego, por Dios».

Estábamos los tres sentados en una mesa en un discreto rincón del restaurante La Roca y quien así hablaba era nada menos que José Rodríguez Feo, un burguesón mediocre con ínfulas de intelectual que se abrió paso en la cultura cubana a puro golpe de billetera, y que en aquel tiempo era uno de varios capitostes en la revista Unión. También era, ante nosotros, y en aquel preciso momento, un emisario del poder. Y el que pagaría la cuente de la comida, por supuesto.

Horas antes, como aquel que dice, en la madrugada de aquel mismo día, habíamos sido sacados del calabozo inmundo en que estábamos metidos, en la estación de policía de la esquina de Zapata y C, y advertidos muy seriamente de que la próxima vez no habría «paños calientes» con nosotros. Cuando preguntamos por qué habíamos sido detenidos casi veinticuatro horas el jefe de aquella unidad policial se echó a reír estrepitosamente en nuestras caras.

Toda la tarde y la noche anterior aquel esbirro se la había pasado conminándonos a que firmáramos sendas declaratorias en que acusábamos a Allen Ginsberg de proponernos cambiar dólares en el mercado negro, y en el caso mío, de abuso sexual de menores. Nos negamos rotundamente a suscribir tales infamias, por lo que fuimos continuamente amenazados con la cárcel y finalmente colocados en un calabozo pestilente repleto de delincuentes comunes y enfermos mentales. De cuando en cuando, nos decían que tenían «otros métodos» para obligarnos a firmar.

–¿Y qué es eso que está en juego, si se puede saber? –pregunté yo entonces, haciéndome el bobito y saboreando muy despacio una porción del filete uruguayo que había pedido en aquel lujoso restaurante.

–El prestigio de la revolución. ¿Les parece poco? –contestó Pepe Rodríguez sin pensarlo demasiado y con mucha naturalidad, mientras masticaba un pedacito de pargo meunier.

Y bien en juego que está esa mierda de prestigio, pensé yo, divertidamente. Porque al parecer nuestro brutal arresto no había pasado inadvertido, y alguien –un alma buena, sin duda– tuvo a bien hacerle saber enseguida a Ginsberg lo ocurrido. Y un rato más tarde el poeta norteamericano había formado una verdadera revuelta entre los jurados del Concurso Casa de las Américas, que amenazaron con hacer sus maletas e irse al aeropuerto si no se nos ponía en libertad de inmediato. Qué lío se armó. La bestia, pues, tuvo que abrir sus fauces y dejarnos ir.

Me contaron tiempo después que a la heroína de la revolución Haydée Santamaría, presidenta nominal de la Casa, le había dado un ataque de nervios que había culminado en una de sus habituales borracheras.

–Este escándalo acaba hoy, aquí mismo, entre nosotros –insistió Pepe, entre bocado y bocado–. Para eso me mandaron a hablarles y de aquí no me voy sin la promesa de ustedes de que no van a ver más a Ginsberg, y de que se acabaron los paseítos privados y todas esas conversaciones.

José Mario y yo cruzamos miradas.

–A mí no puede importarme menos el americano ese; ni siquiera me gusta –dijo José, encogiéndose de hombros, mientras acometía la pechuga de pollo que había en su plato–. Me importa su poesía, claro, pero esa ya la tenemos y la vamos a publicar. Así que…

No podía creer que José Mario no estuviese tan indignado como yo. Después de tantos malos tratos, tantas humillaciones, hubiera sido de esperar. Pero quizás no debí sorprenderme demasiado. Esas actitudes ambiguas y timoratas eran comunes entre la gente de El Puente, y en general, entre los intelectuales cubanos de esa época. A la postre, como se sabe, serían su perdición.

–Me alegro que piensen así, es lo más sensato. Le diré a María Rosa –sentenció Pepe luego.

María Rosa era, por supuesto, María Rosa Almendros, una funcionaria de la Casa que se las daba de liberal pero vigilaba de cerca los pasos de Ginsberg por cuenta de la Seguridad del Estado. Casi me pongo de pie y viro la mesa al revés, con todo lo sabroso que tenía encima. Tenía ganas de vomitar, pero me dije que era mejor traslucir conformidad que revelar mis cartas belicosas antes de tiempo. No hay nada más útil que una cara de comemierda bien administrada. De modo que seguí disfrutando aquella comida sin decir palabra.

Fue un bocado difícil de tragar, desde luego… y no me refiero al filete uruguayo precisamente. Hice gran acopio de paciencia, pero… ¡qué mal me caía aquella yegua vieja y arrastrada…! Bien pronto, sin embargo, me iba a estar burlando de ella, como se merecía. ¡Y de qué manera!

V

Si el infeliz de José Mario creyó que al aceptar las admoniciones de la yegua vieja y distanciarse del conflictivo Allen Ginsberg iba a conseguir salvar a las Ediciones El Puente, y además, su propio pellejo literario y personal, estaba muy equivocado.

Al día siguiente de aquella suculenta comida en La Roca, y de plegarse a las exigencias del régimen, se enteró de que habían desaparecido de la imprenta no sólo mi libro de cuentos, sino todos los manuscritos de los libros de El Puente. Acudió a la imprenta y lo que se encontró fue con un gerente hermético y un cajón vacío donde debieron haber estado los libros. Ni idea tenía, el pobre, de lo que estaba pasando.

Había más, un montón de otros detalles siniestros que yo conocía, pero claro, no se los referí. Para entonces no confiaba ya en José Mario. Qué demonios iba a confiar, si se portaba como un puro pendejo. Como todos los demás, es justo decirlo.

Un amiguete en el segundo piso de la Unión de Escritores me había contado que El Moro Fayita había recurrido a Onelio Jorge Cardoso –un cuentista campesino mediocre y acomplejado– para trasladar a las más elevadas esferas, es decir, a Fidel Castro, una copia de mi libro, como muestra de la «basura inmoral y contrarrevolucionaria» que pretendía publicar El Puente.

Cardoso era compinche de putas y borracheras del comandante René Rodríguez, en ese entonces director de la Sección Fílmica de las Fuerzas Armadas, y gran amigo del odioso dictador. El comandante Rodríguez era, además, un sicópata asesino, a quien puede verse en varias fotos publicadas a comienzos de la revolución salpicado de sangre y sesos dando el tiro de gracia a prisioneros acabados de fusilar.

Todas estas maniobras las había efectuado Fayad Jamís a espaldas de Nicolás Guillén, cuyo poder en la UNEAC trataba de socavar creándole conflictos políticos inesperados. De paso, quería acabar con todo lo que oliera a joven literatura. La traición y la puñalada trapera andaban, como se ve, a la orden del día en aquella inútil institución que supuestamente representaba a los intelectuales cubanos. Daba asco.

Mientras tanto, yo no había cesado de reunirme con Ginsberg, aunque desde que Rodríguez Feo nos había hecho aquellas amenazas, yo trataba de encontrarme con él lejos de sitios oficiales o demasiado visibles. ¿Para qué facilitar la tarea a nuestros adversarios?

Ginsberg, aquí entre nosotros, era igual que los demás intelectuales de izquierda norteamericanos. Todavía estaba en pleno romance con el régimen de Castro. Y titubeaba, el pobre, cada vez que le hablaba de sacar a la luz pública los desmanes que cometían contra nosotros, no fuera que el «imperialismo» y sus medios fueran a aprovechar estos errores para hacer propaganda

¿Se imaginan que incluso escribió en uno de sus diarios de esa época que en su cuarto del hotel Riviera se masturbaba pensando en un Che joven y un valiente Fidel Castro? Qué clase de comemierda, por Dios. También se negó a entrevistarse con un corresponsal extranjero que me ofreció dar a conocer al mundo toda la vigilancia y las detenciones que rodeaban en ese momento la visita de Ginsberg a Cuba.

Pero así y todo, el autor de Howl no podía desprenderse de sus instintos libertarios. Los llevaba en la sangre, al parecer. Así, fui testigo de cómo una mañana llegó a la UNEAC y pidió a Guillén, a José Antonio Portuondo y Félix Pita Rodríguez que exigieran a Castro que legalizara la marihuana, como método de lucha revolucionaria.

También, en un coctel del Concurso Casa de las Américas, después de conversar un ratico con la heroína Haydée Santamaría, y de criticar la forma implacable con que se perseguía a los homosexuales, le dio una sonora nalgada que nos dejó a todos estupefactos, y en particular a ella, que hacía rato que no sentía una nalgada, y menos en público.

En la ciudad de Matanzas, adonde se llevó a los jurados del concurso a una ceremonia santera, Ginsberg saltó como un fauno, al son de los tambores batá, mostrando collares rituales que según él lo protegían de quienes lo vigilaban, y sobre todo, de la temible Sección de Lacras Sociales del Ministerio del Interior. La ceremonia acabó invadida por la policía, y con Ginsberg haciéndoles burlescas muecas y gritando contra el uso de la pena de muerte en Cuba.

Peor todavía: en una visita a una unidad militar criticó que no se permitiera a los homosexuales estar en el ejército. Caramba, razonó, si hasta el jefe de las Fuerzas Armadas, el mismito Raúl Castro, es maricón…

Era claramente demasiado. A partir de entonces, hasta el camarero que le servía un vaso de agua a Ginsberg en un restaurante terminaba interrogado.

Una noche, caminábamos el poeta y yo por el Malecón, un poco más allá de la Calle 23, rumbo a La Habana Vieja, cuando me detuve y le apunté en dirección al Morro.

–¿Sabe qué es eso? –pregunté.

–Una vieja fortaleza –contestó él.

–Y una cárcel también –repuse.

Se extrañó mucho.

–Cientos de presos políticos están allí –proseguí–. A algunos se les fusila. Pasa a diario.

Ginsberg parecía cada vez más sorprendido de que la pintoresca imagen del Morro Castle escondiera algo semejante. Pensaba, me dijo, que los contrarrevolucionarios ya se habían ido todos a Miami.

–¿Y sabe qué? –agregué. A algunos incluso les extraen la sangre antes de fusilarlos…

Seguimos caminando sin hablar más del asunto, pero el poeta pareció abatido.

Al rato, cuando alcanzamos el Paseo Martí, nos despedimos. «Es muy triste», me dijo al estrecharme la mano, «verse atrapado uno en la historia en un lugar tan pequeño». Ginsberg abordó entonces un taxi y yo seguí mi camino a pie.

Se había hecho ya de noche y en cuanto me vi solo, miré hacia atrás, como era mi costumbre. Me percaté enseguida de que alguien, un hombre vestido de traje oscuro, caminaba precisamente sobre mis pasos.

No era un simple transeúnte. El resto de la poca gente que deambulaba por el Prado a esas horas ni me miraba. Caminaban tranquilamente, sin rumbo fijo. Aquel señor, no. Parecía conocer su rumbo con exactitud. Y claramente su rumbo era el mío.

Salí del Prado, caminando hacia la calle Virtudes, cerca de donde estaban los rastros de una zona de burdeles, y él hizo lo mismo enseguida. Doblé a mano derecha en Virtudes, y al ratito, cuando me volví para mirar, él estaba allí, caminando con bríos detrás de mí. No se me despegaba.

Apuré el paso y él hizo lo mismo. Poco a poco, sin darme cuenta, empecé a correr. Desde las ventanucas de las casas, detrás de las típicas rejas de hierro forjado, la gente me miraba azorada. Pensarían que yo era un ladrón o un rascabucheador, de los que abundaban por allí. Sólo faltaba que alguien vociferara el consabido «ataja».

Primero corrí a lento ritmo, y después, a toda carrera. Mi perseguidor no paraba. Corría, corría más que yo. De lejos, le vi que sacaba algo de dentro de su saco, sin dejar de correr… ¿Qué sería? ¿Un arma? Me apuré más. El aire no me daba. Me ahogaba…

–¡Párate ahí, coño! –le oí gritar, más cerca de mí ahora.

VI

Quise hablar, pero me faltaba el aire. Era como si me hubieran pegado un fuerte puñetazo en plena barriga y hasta me costaba trabajo abrir la boca. La verdad es que nunca había sido buen corredor; me faltaba lo que la gente llama «resistencia». Mis pulmones no daban. Me ahogaba. Por eso, después de tanto huir, me desplomé en la acera.

–Tú no escarmientas, Manuel –le oí decir a mi perseguidor mientras metía la llave, encendía el carro, daba un giro a la palanca de cambios y apretaba el acelerador.

El Triumph descapotable arrancó y salió como un bólido, sacándonos enseguida de aquel laberinto de callejuelas viejas y sucias cercanas al barrio de Colón. Al timón iba Michel, un personaje trabadito, de baja estatura y amplio bigote, gafas medio oscuras, y también uno de los más antiguos corresponsales extranjeros destacados en La Habana. Amigo mío, por cierto. Y pensar que había estado huyendo de él, en veloz carrera, sin reconocerle, apenas minutos antes. Tuvo que levantarme en peso y arrastrarme él mismo hasta el carro…

–¿Por qué lo dices? –pregunté no bien recuperé el aliento.

–Sigues viéndote con Ginsberg y hablando con él de cualquier cosa sin pensar en las consecuencias –dijo Michel, sin quitar la vista de la calle Galiano, por la que ahora transitábamos a velocidad más razonable–. Si no vengo yo, hubieran cargado contigo otra vez, y quién sabe. ¿No notaste que había cuatro que les seguían por el Prado?

Me encogí de hombros.

–Vas a tener que ponerte espejuelos, muchachito –dijo Michel entonces, mirando por el espejo retrovisor. Y tu amigo el poeta también. No sé por qué me meto en estos líos, coño.

–¿Nos siguen todavía? –le pregunté.

–Na –repuso Michel. Parece que los pobres no tienen carro para esta tareíta. Pero ya lo tendrán, no te apures. ¿Qué te dijo Allen?

–Que no –contesté. No quiere hablar de nada. Dice que tu agencia es una agencia capitalista y lo va a tergiversar todo para perjudicar a la revolución. Te jodiste.

–Imbécil, ahora sí está frito, no sabe lo que le están preparando –dijo Michel.

Me llamó la atención esa frase, porque aquel personaje –Michel, el enanito de las perennes camisas de náilon y el carrito deportivo– nunca hablaba por gusto y tenía más informantes que Fidel Castro en aquel cabrón país. No dudaba de que estuviera dándole a Ginsberg una voz de alerta a través de mí. Puede que me haya visto cara de mensajero.

Así que al día siguiente, tempranito, llamé al hotel Riviera para contarle a Allen lo que había pasado y lo que Michel me había dado a entender, pero nadie contestó en la habitación, cosa insólita a esa hora. Qué raro, pensé. A no ser que esté dormido todavía.

Llamé otra vez un par de horas después y contestó un hombre que me dijo que Allen no estaba y me preguntó si tenía un recado para él. Podía dárselo en cuanto llegara, agregó, muy solícito. Le agradecí y colgué el teléfono inmediatamente. Pensé en ir personalmente al hotel más tarde; aquello ya me tenía alarmado. Seguramente hubiese ido si al rato no suena el teléfono de mi casa. Era José R. Brene, más misterioso que nunca.

–Flaco, se acabó el pan de piquito –fue lo que me dijo sin esperar a saludarme ni anunciar que era él.

–¿Cómo tú dices? –le pregunté.

–Lo montaron en un avión –respondió, dando las señas sin mencionar el santo, algo muy sabio de su parte.

–Ya tú sabes –dije.

–Bien temprano, de madrugada; no le dieron tiempo ni a lavarse los dientes –dijo Brene.

–¿Sabes adónde?

–Ni idea, flaco –dijo.

Una semana después me enteraría de que Ginsberg había sido deportado a Praga sin mayores contemplaciones. Cuando preguntó el motivo a los policías que lo condujeron al aeropuerto le dijeron que por «violar leyes cubanas», aunque no especificaron cuáles. Registraron su equipaje de punta a cabo. También alertaron a los segurosos checos, que al cabo de unas semanas, expulsaron a Allen de su país.

Pero lo cierto es que, al enterarse aquel día de la expulsión de Allen, José Mario pareció aliviado de que el poeta norteamericano ya no estuviera entre nosotros. Como si se hubiera quitado un peso de encima. Y no lo culpo. Todavía no tenía idea de qué había sido de los libros de El Puente sustraídos de la imprenta, y eso le preocupaba más, por supuesto. Nicolás Guillén había quedado en reunirse con él, pero siempre le daba largas al encuentro, alegando que estaba demasiado «ocupado».

–Aquí hay gato encerrado –me dijo José, que ya sabía de algunos de los manejos de Fayad Jamís, aunque no todos seguramente–. ¿Nadie te ha contado algún chisme?

Le contesté que no. Los únicos chismes que se oían entonces eran los referentes a Ginsberg y «la gente de El Puente». Eso sí, un amigo que estudiaba en la Escuela de Letras me había hablado de «movidas extrañas» durante esos días en la jefatura de la Unión de Jóvenes Comunistas, y de secreteos entre la Comisaria Pestilente y Nicanor, el entonces presidente de la UJC en esa escuela. También alguien había visto a La Grulla reunida en una oficina con la Comisaria, sin razón aparente, murmurándole cosas al oído.

¿Qué concluir de todo aquello?

Fue Walterio Carbonell, un brillante ensayista negro y exdiplomático cercano a Fidel Castro, quien rompió la burbuja de silencio y se acercó una tarde a José Mario y a mí en la cafetería de la Unión de Escritores, para invitarnos a una cervecita y soplarnos que se preparaba «algo serio» contra nosotros. Coño.

Walterio era un viejo conspirador y le gustaba rodear a cualquier cosa de hondo misterio aunque no lo tuviera precisamente; pero esta vez no parecía estar exagerando.

–¿Muy serio? –indagué yo.

–Seriesísimo –dijo él.

–¿Qué podrá ser? –se preguntó José Mario.

–Desviaciones políticas, me han informado –dijo Walterio en voz muy baja, pero con absoluta certeza–. La bola anda rodando por la Universidad, que hay un libro contrarrevolucionario de por medio. ¿Tienen algún libro así ustedes?

–¿Tú sabes algo de eso, Manolito? –me preguntó José, azorado.

–¿¿Yo?? –respondí, haciéndome el bobito, algo en lo que ya me había vuelto un experto. Sabía que todos no tardarían en enterarse de mi travesura, pero tenía que ganar tiempo de alguna manera. El cuentecito del recluta no había pasado, por lo visto, inadvertido.

Fue por esos días también que empecé a ver un carro largo, negro y hocicudo parqueado continuamente a los pies de mi casa en la Víbora. Un Oldsmobile de los buenos tiempos. Y sus ocupantes, con los ojos apuntando hacia arriba, hacia el balcón de la casa en que vivía con mi mamá y mi abuela. Como si esto fuera poco, mi madre también me contó que Conga, la presidenta del Comité de Defensa de aquella cuadra, se había presentado un día a preguntarle dónde yo trabajaba. Nunca en su vida Conga se había interesado por mí. Y eso en Cuba no pasaba por gusto.

[Continuará]

Para leer la parte I.