Manuel Ballagas: Confesiones de un joven viejo / ¿Quién voló El Puente? (Final)
Contada así, mi vida de aquellos tiempos puede parecerles una novela. No los culpo. La multitud de hechos extraordinarios y giros rocambolescos de mi existencia de ese entonces parecen, al cabo de los años, más frutos de la imaginación que partes del simple destino de un muchacho pretencioso y rebelde.
No en balde una sicóloga a la que acudí por aquel entonces en busca de introspección y sosiego, me tuvo por cómico demente hasta que alguien en mi familia confirmó varias de mis espeluznantes aserciones. Después, por precaución muy propia de esa época, me pidió que no me presentara más en su consulta.
Y es que pocos pueden contar que a los diecisiete años andaban ya metidos en semejantes vericuetos existenciales y literarios, ni mucho menos enfrentando tales adversidades.
Por supuesto, era poco lo que podía hacer yo entonces para escapar a la continua vigilancia a que estaba sometido desde que el poeta norteamericano Allen Ginsberg había sido expulsado del país y, sobre todo, desde que mi libro de cuentos Con temor había sido elevado a las más altas instancias represivas y políticas del país por un par de sabandijas nombradas Fayad Jamís y Onelio Jorge Cardoso.
De modo que al mediodía, sin ocultarme demasiado, me trepaba a un ómnibus que tenía una parada frente a mi casa y me dirigía en él a la sede de la Unión de Escritores, contemplando divertido cómo los segurosos que me seguían se convertían en una silenciosa caravana de la ruta 74.
Llegado yo caminando a la esquina de 17 y H, en el vecindario de El Vedado, donde está la Unión, se reunía este séquito con el que desde el barrio de Marianao seguía a José Mario, y los dos misteriosos y hocicudos carros se plantaban entonces frente a la sede de la Unión, esperando a que nos fuéramos, para continuar siguiéndonos. Supongo que alguien, adentro, se encargaría de “atendernos” con mayor discreción.
Ya para entonces el llamado Poeta Nacional, Nicolás Guillén, había tenido tiempo de reunirse con José Mario. Sin embargo, no fue mucho lo que le explicó sobre el destino de los libros de las Ediciones El Puente, y de hecho, le mintió con absoluto descaro al decirle que estos probablemente “se habían traspapelado” en la imprenta.
De igual manera José Mario me contó que Guillén le había hecho preguntas muy raras que podrían indicar que actuaba por cuenta de la Seguridad del Estado. Preguntas como si conservábamos copias de los manuscritos o si alguno de los libros había sido enviado a alguna editorial extranjera.
Cuando José Mario le notificó que hacía semanas que él y yo éramos vigilados por autos sospechosos, con chapas oficiales, Guillén se negó a creerlo. Hasta se echó a reír cuando José Mario le llevó afuera del edificio y le señaló los autos, parqueados, y muy visibles, en la misma calle H, al lado del edificio.
–Vamos a ver qué se puede hacer –le dijo Guillén, enfrentado a la evidencia, pero mostrándose divertido. Y en efecto, la vigilancia cesó al siguiente día, aunque sólo de forma temporal. Quién sabe si nos vigilaban de otra manera.
Qué asco de régimen y qué asco de gente, por Dios.
La verdad es que nuestro «caso» se abría paso poco a poco en las entretelas del establishment cultural, y pronto estallaría en los predios universitarios, gracias a los buenos oficios de la Comisaria Pestilente, que confabulada con el asesino comandante René Rodríguez conspiraba a diario contra nosotros. Mi amigo de la universidad, ligado a los organismos estudiantiles, me mantenía al tanto de estas maniobras.
Nos enteramos, por esos días y a través de una fuente diferente, de otra graciosa historia.
Al parecer, La Grulla –aterrada de verse envuelta en un escándalo y perder su preciosa «carrera»– había acudido a la Unión de Jóvenes Comunistas de la Universidad de La Habana para fijar con ellos su posición sobre nosotros y denunciar nuevamente a las Ediciones.
Al no ser atendido como pretendía, comenzó a llorar y dar gritos histéricos, y a romper en pedazos la copia de un libro de poemas suyo, publicado un par de años antes por El Puente. Sufrió un ataque de nervios tal, que tuvieron que conducirlo en camilla de allí a la sala de emergencias del cercano Hospital Calixto García.
–¡Soy revolucionario! ¡Creo en Fidel! ¡Suéltenme, cochinos! –chillaba mientras los enfermeros hacían lo imposible por sujetar a aquel resbaladizo energúmeno y clavarle una inyección de calmante en las nalgas.
En esos días, también, recibí una visita insólita mientras me hallaba en la UNEAC. Era una señora mayor, de aspecto muy serio y severo. Vestía casi completamente de negro y llevaba el pelo gris anudado en un moño.
Nunca la había visto, pero ella parecía saber de mí. Me estuvo esperando horas en uno de los portales de la institución. Cuando se presentó, comprendí que se trataba de una vieja amiga de mi madre, hermana de un fallecido líder universitario de los años 40.
Apretaba contra su pecho un amarillento sobre de manila y supuse que sería una de tantas ancianas aburridas que aspiraban a publicar sus poesías. Pero no. Sólo quería entregarme aquellos «materiales», para que los diera a conocer cuando lo considerara posible.
–Son importantísimos… y muy delicados –me dijo.
Cuando fui a abrir el sobre, la señora me rogó que no lo hiciera hasta que ella se hubiera ido. Le di entonces las gracias y ella se marchó. Pero no tuve tiempo de abrir el sobre de inmediato. En ese mismo momento José Mario trasponía la verja de la UNEAC. Lo vi venir, casi corriendo, hasta donde yo estaba.
–Algo se cocina para esta noche. Prepárate, Manolito –fue lo único que me dijo. Nunca lo había visto tan preocupado. A él, que todo parecía resbalarle como llovizna sobre piel de aceite.
Sin embargo, esa vez no pasó nada. Amargados por los augurios, esperamos en vano al pie de unas cervezas en la cafetería de la UNEAC, conversando con este o con aquel, sin que nadie nos trajera noticias. De cuando en cuando, un pianista borrachín llamado Juventino se nos acercaba para descargar y hablar tonterías. Total, nada.
Pero en Cuba las desgracias no avisan. A diferencia de los huracanes, llegan de sorpresa, como el poeta Guillermo Rodríguez Rivera varias noches después. Llegada sospechosa, me atrevo a decir, considerando el papel jugado por él posteriormente en El Caimán Barbudo.
¿Estaría preparándose él mismo el terreno?
No conjeturemos sobre lo obvio. Nada de lo que Rodríguez Rivera le contó a José Mario fue sorpresa para mí, por razones que pronto explicaré. Básteme decir que aquel gordo con rostro de simio se prestó a una maniobra orquestada por la Seguridad del Estado, que aspiraba a propagar su propia versión sobre la «voladura» de El Puente.
La versión, que el propio José Mario calificó en algún momento de «rumor», buscaba restar importancia al cierre de El Puente, y sobre todo, al motivo que lo detonó. Quizás debí desmentirla hace tiempo, pero lo cierto es que no lo hice. No me pareció que tenía importancia. Ahora me toca enmendar ese error.
Lo que pocos saben, porque nunca lo había dicho, ni siquiera a José Mario, es que yo estuve allí aquella noche, cuando Castro atacó a El Puente, no en la Escuela de Filosofía, como quiso hacer ver Guillermo Rodríguez Rivera, sino en la misma Plaza Cadenas, adonde me citó el amigo universitario que me mantenía al tanto de las maniobras de la Comisaria Pestilente y también de las continuas traiciones de La Grulla.
Fui un testigo embozado de toda aquella infamia. Pude ver actuar a sus principales protagonistas. Ellos no me vieron, pero yo los vi. Rodríguez Rivera estaba entre ellos, por cierto. Y ahora voy a relatar exactamente lo que ocurrió.
Todo fue un show bien montado. Castro, como siempre, monologó; pero tuvo ayudantes en medio de la pequeña congregación de estudiantes, curiosos y profesores. Yo los vi, medio oculto, maniobrar y servirle de “pala” al dictador. Más claro ni el agua.
Estaban la Comisaria Pestilente y Jesús Díaz, hombro con hombro, y Rodríguez Rivera, al otro extremo del círculo. Fayad Jamís y Onelio Jorge Cardoso ya habían hecho lo suyo, al entregarle al comandante René Rodríguez las pruebas de galera y el manuscrito de mi libro, que Castro guardaba ya en uno de sus sobacos al tiempo que pontificaba, para empezar, sobre la educación, la agricultura y sus memorias juveniles.
Pensé que nunca iba a acabar. Pero de pronto, siguiendo un gesto imperceptible, casi un tic, del sicópata asesino René Rodríguez, la Comisaria Pestilente y Díaz se dirigen al dictador.
–Fidel, ¿y qué pasa con la cultura? –preguntó la Comisaria.
–¿Qué pasa con la UNEAC, Fidel? ¿Qué pasa con Guillén? –indagó el futuro fundador de El Caimán Barbudo.
–Nicolás está en huelga –dijo Castro entonces, provocando la risa burlona del grupo. Y la cultura, bien, gracias.
–Los jóvenes no están en huelga, Fidel –gritó entonces el gordo Rodríguez Rivera.
Y con esto, la puesta en escena quedó completa; el camino allanado por estos elementos provocadores infiltrados entre los estudiantes. Algunos sicofantes empezaron a aplaudir. El sanguinario comandante Rodríguez sonrió, satisfecho.
–La juventud siempre a la vanguardia –declaró Castro enseguida- Pero no todos son iguales, ¿eh?.
–¡El Puente, Fidel, El Puente! –chilló la Comisaria Pestilente.
El dictador alzó de pronto la papelería de mi libro, Con temor, como si mostrara a todos los despojos de un animal muerto. La alzó sobre su cabeza.
–Esto lo escribió uno de ellos, uno de los más jóvenes –dijo. ¡Hasta un cuento contra el servicio militar! ¡Socavando la defensa de la Patria!
–¡Contrarrevolucionario! ¡Gusano! –chilló la Comisaria.
–No sólo eso –prosiguió el Comandante. También intolerablemente morboso. ¡Aquí habla de una mujer que se clava un punzón en el sexo! ¿Esto qué cosa es? ¿Creen que estamos en Francia?
Se oyeron gritos de NO NO NO NO….
–¿Qué vamos a hacer con El Puente? –gritó la Comisaria.
–¡Ese puente lo vuelo yo! –repuso Castro, con firmeza.
Y allí mismo, para sorpresa, de todos, empezó a romper en pedazos las pruebas de galera y el manuscrito de mi libro. Los trozos de papel volaban por el aire como gruesos copos de nieve mientras Castro rasgaba y rompía, y el grupito prorrumpía en gritos y aplausos. Para entonces, la boca del dictador estaba cubierta de baba y espuma.
Trágame, tierra, pensé, porque aquello era casi un epitafio para mí. También para las Ediciones El Puente. Pero a mí esas me tenían ya sin cuidado. Discretamente, me despedí de mi amigo y me escabullí del lugar.
Deambulé largo rato esa noche, ponderando lo que debía hacer. Contemplé el mar, contemplé también el suicidio. Pero al fin me decidí por lo mejor: poner a buen recaudo mis textos e incluso los ajenos. Todavía tenía en mi poder, recuerden, la novela que Reinaldo Arenas me había confiado.
Nuestra casa había sido objeto de un registro más o menos solapado. Mi madre halló cosas suyas mal colocadas; mi abuela, enemiga del desorden, se percató enseguida de que alguien había andado en su escaparate. Mi mesa de trabajo acusaba también las huellas de un descarado registro. Faltaban sobres, papeles, folios. Afortunadamente, lo mío estaba bien escondido. Tan bien escondido, que ni ahora voy a decir dónde.
De manera que corrí a recuperar los papeles que la Seguridad del Estado buscaba con tanto empeño: una copia de mi libro Con temor, otra de Celestino antes del alba, y el misterioso sobre que la amiga de mi madre me había entregado en la UNEAC.
¿Qué podía contener este? En cuando lo abrí, me quedé helado. Una sencilla libreta, llena de textos escritos a mano, con muy mala letra, a manera de un diario sentimental, y una fotografía tan comprometedora que me hubiera podido costar la vida enseñarla a cualquiera.
Escondí todo aquello dentro de mi camisa y pedí permiso a los vecinos de los bajos para atravesar su patio y escabullirme por su puerta trasera. En aquellos caserones viejos de la Víbora siempre había algún pasillo lateral y un patio enorme por donde escaparse. Me metí por uno de ellos y al final, salí por otra calle, una cuadra más abajo. Los estúpidos que montaban guardia frente a mi casa ni cuenta se dieron.
Pasé primero por la Biblioteca Nacional, donde devolví a Reinaldo su excelente novela, sin poder explicarle por qué no la íbamos a publicar. De ahí, salí corriendo, y no paré hasta llegar muy lejos, a la calle Ayestarán, y de ahí, con gran sigilo, caminé poco a poco hasta Carlos Tercero, por donde seguí camino hasta que esta se convirtió en la calle Reina.
Todavía me preguntaba qué hacer. Si me registraban, podía perder mi libro. Pero si me encontraban encima el contenido del sobre no iba a hacer el cuento. Aquella foto implicaba a una altísima figura del régimen.
Desesperado, transpuse el umbral de la iglesia del Sagrado Corazón. Hacía años que no entraba a un templo. Esta iglesia, de un falso gótico, y con vitrales que describen momentos en la vida de San Ignacio, siempre se me antojó un poco sombría; pero me pareció el lugar más apropiado para recuperar fuerzas y meditar qué hacer con lo que llevaba encima.
Así que entré, y casi sin proponérmelo, me arrodillé en uno de los primeros asientos, frente al altar mayor. Bajé la cabeza, cerré los ojos. ¿Necesitaría acaso rezar? Lentamente, sin saber cómo, me escuché recitar, para mis adentros, una oración que no había olvidado del todo, el Padre nuestro. Mis temores se fueron aplacando; no así mi confusión. Los papeles que me había metido dentro de la camisa me pesaban más.
«¿Qué coño voy a hacer, Dios mío?», me pregunté.
Y entonces, de repente, escuché una voz familiar. No celestial, ni de ultratumba; sólo la voz de alguien a quien conocía bastante bien.
–Estate quieto y no te vires, Manolito –me dijo.
No era otro que Michel, el corresponsal de la agencia de prensa extranjera que me había rescatado y llevado en su auto días antes. Lo reconocí por su tono y acento, pero siguiendo sus instrucciones, no me moví.
–Dame lo que tienes ahora mismo –dijo él entonces.
Lo pensé un poco, pero la realidad es que tenía pocas alternativas. Sobre todo aquel diario manuscrito y la comprometedora foto merecían salvarse. El libro quizás valía la pena, pero a fin de cuentas siempre podía escribir otro.
–¡Pronto! –insistió él.
Con mucho cuidado, casi sin moverme, extraje de entre mi camisa aquellos papeles y, todavía sin virarme, con una mano vuelta hacia atrás, se los pasé a la chita callando.
–Esta misma semana los va a tener Ginsberg –me susurró él entonces. No te preocupes más. Y suerte.
Minutos después, salía de la iglesia mucho más tranquilo, como aliviado del enorme peso de aquellos papeles, y por alguna razón, seguro de que nada peor podía pasarme.
Y así fue. El Puente se deshizo. ¿Quién lo voló? Fidel Castro en persona. Pero fui yo quien le dio la dinamita, es decir, mi libro.
José Mario fue a parar a un campo de trabajos, y de ahí, al exilio. Todos le abandonaron, empezando por La Grulla, que todavía, desde el extranjero, se lleva muy bien con la Comisaria. Los demás, más o menos acomodándose, encontraron caminos poco comprometedores. Algunos se largaron a tiempo, gracias a Dios. Nancy Morejón escribió ensayos laudatorios a Nicolás Guillén; Gerardo Fulleda León se sumó a las brigadas de trabajo en la Zafra de 1970. Y yo, valiéndome de una vieja amistad del Partido Comunista, encontré empleo en la radio, en el Instituto Cubano de Radiodifusión. Me acomodé también… en apariencia.
A las pocas semanas de empezar a trabajar escribiendo guiones y haciendo críticas de cine, unos incendios sospechosos estallaron en los baños de los estudios de CMQ, ahora llamada pomposamente «Radio Liberación», pero nadie me los atribuyó. Allí seguí trabajando hasta mi arresto en 1973. Me condenaron sólo por escribir textos “contrarrevolucionarios”.
A mi llegada a Estados Unidos en 1980 hice contacto con Allen Ginsberg y este me envió finalmente el paquete de papeles que guardaba para mí desde hacía tantos años. Al releer mi primer libro de cuentos al cabo del tiempo, me sorprendió lo bien escrito que estaba, su incipiente profundidad, pese a ser una obra adolescente. Quizás pronto lo publique con un prólogo que narre sus peripecias.
En cuanto al diario sentimental y la foto comprometedora, quiero hacer saber a la Seguridad del Estado que su divulgación tendría efectos devastadores para el gobierno cubano, en especial para su actual jefe, el general Raúl Castro. Por lo que advierto que, de ocurrirnos algo a mí o a los míos, hay instrucciones precisas de enviar estos materiales y sus copias a cuanto periódico y publicación importantes hay en el mundo civilizado. Serán inevitablemente difundidos y se sabrá por fin a ciencia cierta por qué Mariela Castro defiende tanto a los maricones y las tortilleras.
Así que ya saben, cabrones.
Para leer la Parte I y Parte II de este texto.
(*) Fotocopia completa de la condena a 6 años de privación de libertad a Manuel Ballagas por «escribir obras literarias de carácter contrarrevolucionario…». (Causa No. 178 de 1973).
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