Jorge Luis Arcos: Configuraciones del trópico. Impresiones y relaciones
Del abismo se levanta
la queja amarga y sonora,
la onda, cuando el viento canta
llora.
Los violines de la bruma
saludan al sol que muere.
Salmodia la blanca espuma:
Miserere.
Rubén Darío, “Tarde del trópico” (1952)
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El trópico es ambivalente, daimónico, fronterizo, con el sentido de poroso, como un borde. Un borde abismático, por aquello que decía Nietzsche, que si miras al abismo, el abismo también te mira. Tiene una constante física: ese “sol de hiel en el centro”, como escribiera en un verso Nicolás Guillén (2002), tan cercano a veces al Virgilio Piñera de La isla en peso. En este importante texto, así como en numerosos poemas de Guillén, se escucha el sonido de los instrumentos musicales, trasvasados por África y una Europa peninsular y fronteriza mezclada con aquella. En cierto modo la península ibérica ya era también África, y María Zambrano llego a decir de España: “ínsula más que península ibérica” (2007). Pero como todo lo ambivalente, el trópico tiene también su lado amable, que José Lezama Lima imaginó con aquella “brisita salvadora” (Vitier, 1997) que lo sanaba de repente de lo claustrofóbico. Lo solar y lo lunar, lo apolíneo y lo dionisiaco, aunque esa polaridad es engañosa. Apolo también fue un dios de la oscuridad, solía presidir las puertas del inframundo. Y Hermes, su hermano, el dios daimónico, podía ser travieso, risueño. Aurora y ocaso, dos horas, dos tempos liminares. Como vio José Gorostiza: no es agua ni arena la orilla del mar (1925). A veces persiste el dualismo cansino de las recepciones académicas: el José Lezama Lima de “Noche insular, jardines invisibles”, y el Piñera de la isla cancerosa. Bien mirados, son dos mitos, dos imaginarios. El de Lezama es nocturno y sumergido, ¿no es cierto? El de Piñera, también convoca al baile, a una alegría salvaje. Lorenzo García Vega decía que Lezama tenía “una alegría salvaje” (2009). Lezama, en su viaje a Jamaica, pudo escuchar “las carcajadas de la naturaleza” (1984). Y fue en Jamaica donde el Extranjero, Colón, fue visitado por el Hurakán, el daimon antillano, y conoció la vulnerabilidad, el vacío de la intemperie, y esta conjuró una visión, una revelación. El Hurakán, el dios taíno, invocado por José María Heredia y por Juan Clemente Zenea, está en el principio y en el final de Naufragios, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, ese conquistador que terminó conquistado por un dios desconocido. Qué curioso que el viajero de las Soledades gongorinas naufrague; como después Sor Juana Inés de la Cruz en una “mental orilla”, en el primer viaje de su “Primero sueño”. Sor Juana, asciende a la oscuridad lunar, onírica, pero cuando desciende, despierta iluminada. Ya se sabe, el sol quema las alas de Ícaro, derrota a Faetón, pero también da el conocimiento, que está en el viaje, en la caída. Y la luna, que tiembla en el espejo, sumerge a Narciso. Lezama, ese chamán insular -que María Zambrano, quien ensayó sobre el mito de las islas en Puerto Rico (2007), e imaginó una isla secreta, prenatal, en Cuba (1996, 2007), llamó órfico (órfica pitagórica, también se reconoció ella misma)-, imaginó sabiamente una unión inaudita que borrara el dualismo, cuando soñó con la fusión del rayo de luz metafórico de Góngora con la noche oscura de San Juan (2014). Pero el cordobés era oscuro, y a San Juan le llamó Ortega y Gasset el frailecillo incandescente. El trópico es exuberante, ciertamente, pero su luz, de tan blanca, ciega. Y su mar ¿no es como un desierto? No es casualidad que el trópico se amiste tanto con el claro oscuro barroco: Saint John Perse, Lezama, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy… Pero Lezama (1984) y Sarduy (Guerrero, 2002) conjuraron también el vacío, la vacuidad. Ya en otro texto (2017) he insinuado un José Martí barroco, en sus hirsutos versos libres, como los vio Miguel de Unamuno, pero también en sus destilados versos sencillos. Martí y Darío, tan dantescos ambos, conocieron lo barroco antes que la llamada recuperación de Góngora por la Generación del 27, como también el primer Machado, el de los espejos, las galerías oníricas, tan cercano a Borges, quien fue gongorino en su primera poesía, pero quevediano siempre. ¿No dijo que Quevedo era la literatura? Y dantescos fueron todos, porque en la furiosa extrañeza de la Comedia, conviven la oscuridad y la luz, como en el trópico. El trópico es como un vaivén entre la oscuridad y la luz. El furioso Hurakán tiene un ojo blanco, calmo. Eichenbronner recuerda en este libro a Ciclón, la revista de José Rodríguez Feo y el poeta de las “Las destrucciones”, Virgilio Piñera. “un ojo con alas”, le llamó Lezama (1984), ese sabio o mago o chamán que hizo del vaivén de lo lejano y lo cercano el pivote de su eros creador. Un ras de mar borra las páginas del libro que escribe (1977). Otro ras de mar secuestra el cadáver que queda insepulto, como fantasma, del Conde Barreto, “ese personaje de azufre y de tempestades bayronianas”, dice oralmente Lezama. Como le sucedió al cadáver de Hernando de Soto, en la Florida. Y Lezama imagina a su esposa vagando insomne en el Castillo de la Fuerza invocando al fantasma de su marido, perdido en las aguas originarias.
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He intentado con estas rápidas imágenes dinamitar algunos estereotipos tropicales. Pero la primera virtud del libro Configuraciones del trópico. Urdimbres y debates en la cultura caribeña es que se aleja de los estereotipos. Urdimbre ya es una palabra barroca, y borgiana. Tenía acaso que ser en Argentina, la patria de Néstor Perlonguer, donde se conformara una poderosa tradición de estudios caribeños. Y tenía acaso que ser en Argentina donde recalara Piñera. Es un acierto de Celina Manzoni la precisión de la conjunción en. El Caribe en América Latina. Ya se conocen las disquisiciones sobre lo barroco de Carpentier, que extiende (algo hiperbólicamente) a toda América Latina. Pero el pasaje acaso más barroco de Borges, en “El atroz redentor Lazarus Morell”, sucede cuando describe un delta en la desembocadura del Mississippi, que podía ser también del Paraná. Acaso como una anticipación del llamado neobarroso. La naturaleza salvaje de la Florida ¿no es barroca, tropical? La conversión, o iniciación, del chamán americano Cabeza de Vaca sucede entonces en un paisaje daimónico, tropical. Viaja de la España barroca a Cuba; de Cuba a la Florida, y después regresa de España, al inextricable Río de la Plata., pero como le sucede al personaje de Los pasos perdidos, no hay una segunda oportunidad, y es devuelto a su origen, aunque ya es otro.
Acierto de Manzoni la frase sobre lo insular como un viaje; lo insular o el Caribe, como “una zona de pasaje”, como un mediterráneo americano, se podría imaginar, fronterizo, poroso, ambivalente, híbrido, heterogéneo, aleatorio, daimónico. Isletas, le dicen en Nicaragua a la mar dulce del lago de Granada, donde en una isleta de ese otro mediterráneo o Caribe nicaragüense. Ernesto Cardenal ensayó otro principio, como recuerda Manzoni en este libro. Ínsulas extrañas, tituló Cardenal su segundo volumen de memorias, donde narra esa experiencia de desposesión radical, esa luminosa noche oscura, imantado por aquella enigmática imagen del “Cántico espiritual”; imagen de esa poética de lo indecible, de lo desconocido. Y ese más que nos rebasa es también lo barroco, como la naturaleza, que ama esconderse, como dijo el Oscuro. Repárese en que con un soporte clasicista, garcilasiano, San Juan despliega un poderoso gesto barroco. El místico hace la Nada para convocar al Todo. Acaso ese es un sentido posible de ese misterioso “espacio gnóstico” americano que aventuró Lezama en La expresión americana (1993) y en su “Imagen de América Latina” (1972). Denise León, en un sugerente ensayo, “El deseo de una voz: poesía y misticismo en la última etapa poética de Sarduy”, convoca en este libro esa nada mística de la última poesía de quien dijo que toda su obra era una nota al pie de la obra de Lezama.
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Se ha especulado algunas veces sobre el sintomático extrañamiento de Cuba con respecto al Caribe. En Cuba no se emplea mucho la palabra trópico. Ya fue una rareza el título de la novela de Guillermo Cabrera Infante, Vista del amanecer en el trópico. Acaso es la imposibilidad de verse a sí misma con la lucidez despiadada del autoconocimiento, o con la lejanía que provoca el distanciamiento. Es sintomático, insisto, porque en esa isla se escribieron los diarios de Martí, El reino de este mundo, El Siglo de las Luces, La isla en peso, Paradiso, Oppiano Licario, Tres tristes tigres, El color del verano, etcétera. De lo más general, el trópico, se prefiere decir el Caribe, a veces las Antillas, y, en Cuba, la Isla (como si fuera ella sola). Ínsula, gustaba decir Lezama. Ya se conoce que tanto Gastón Baquero como Cintio Vitier criticaron que Virgilio Piñera antillanizara la isla (Vitier, 1998). Anoto esto solo como una inquietud. Incluso ahora se habla peyorativamente de la haitinización de Cuba. Pero también, por cierto, he escuchado que se les dice a los cubanos los argentinos del Caribe. Otro síntoma más, que incluye a los argentos. Acaso nunca se es más profundamente isleño que cuando se niega esa condición. Ya se sabe, como recuerda Eichenbronner en su incitante ensayo “Aguas por todas partes; reescrituras piñerianas en la Cuba del siglo XXI” (“cajas de agua”, dice Lezama en “Rapsodia para el mulo”), que Lezama intentó en su delirante Coloquio con Juan Ramón Jiménez (1981) una suerte de teleología insular, que también enfatiza en una carta a Vitier (2001), desplegando el mito de la insularidad. El estupefacto Juan Ramón Jiménez agradeció finalmente su imaginación, tal vez porque ya conocía la isla, y luego viviría en Puerto Rico, y porque también especuló él mismo en algún escrito sobre los que viven hacia adentro o quieren proyectarse hacia afuera, como dos actitudes antinómicas del isleño (1981). Con su dinámica frase en “Razón que sea”, Lezama acaso intentó buscar una solución unitiva: “La ínsula indistinta en el cosmos, o, lo que es lo mismo, la ínsula distinta en el cosmos”, como también cita oportunamente Eichenbronner. Solución poética, imaginal, de Lezama, quien acaso quería escapar del complejo de marginalidad del insulano, aunque también podía caer en el otro extremo.
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El ensayo collage “Islas como nubes. Un atlas de la literatura latinoamericana”, de Manzoni, dentro de la sugerente dinámica del Caribe en América Latina, me provocó un sinfín de resonancias, de incesantes relaciones. Es lo más valioso que puede provocar un texto: activar la imaginación. Por ejemplo: islas como nubes. Recordaba el pasaje de un ensayo de Serge Gruzinsky (2000), donde diserta, a propósito de la incisiva deconstrucción o relativización de los conceptos, entre otros, de mezcla, mestizaje, transculturación, etc., sobre su teoría de la nube, a partir de la teoría del caos. Lo aleatorio, lo imprevisible, lo heterogéneo, donde coincide con Antonio Cornejo Polar, por lo de la “armonía imposible” (2013). Pero ¿hay algo más barroco que esa tensión oximorónica? Recordaba también la sugerente frase de María Zambrano sobre que hay que leer la Historia en la forma de las nubes. Y cuando leía las interesantes transcripciones que hace Manzoni de las crónicas de Sarmiento sobre el clima tropical, encontraba su antípoda en los versos de Heredia sobre lo hiriente del frío del Norte (2004). E, incluso, una afinidad más entre ambos: cuando Sarmiento expresa sus quejas sobre la para él incorrecta pronunciación del castellano, recordaba los versos de Heredia sobre cómo hería su hiperestésica sensibilidad de poeta escuchar “de extranjero idioma / los bárbaros sonidos” (2004) (el inglés). Es la constatación de una extrañeza, pero también un síntoma de la reticencia a aceptar al otro, lo otro. Ya se sabe, la insularidad de Heredia era tenaz, como cuando intercala “las palmas ¡ay!, las palmas deliciosas…” (2004), casi como un exabrupto afectivo, en medio de su elocuente poema al Niágara, porque dentro del lleno siente un vacío, y con su imaginación lejaniza, completa la realidad. Es todo un tópico barroco por lo de exuberante y lo extraño. Pero, ¿acaso el propio Sarmiento no era profundamente barroco? También, en el ensayo de Manzoni, cuando describe al ámbito caribeño como “una zona como de paso”, me hizo pensar en la clásica porosidad o ambivalencia, o simultaneidad oximorónica, o daimónica, entre los extremos, que, ya se sabe, se tocan, o se trasvasan. O, por ejemplo, en el imaginario de lo genésico del llamado “descubrimiento”, como imagen de lo naciente, y la inevitable tentación utópica, con su fin, o fracaso. Me preguntaba, como otras veces, sin acceder a una respuesta satisfactoria (porque acaso no la hay), por qué se han producido en la isla de Cuba esos monstruos, esas singularidades barrocas: el Manuel de Zequeira de “La ronda”, Martí, Lezama, Carpentier, Sarduy, Cabrera Infante, hasta el Eliseo Diego de En la Calzada de Jesús del Monte. Los tópicos de la hipérbole, lo genésico, lo extraño, lo utópico, lo ambivalente, son persistentes, y hasta el tópico del desencanto, del sarcasmo, del reverso, como en Piñera y en Lorenzo García Vega. Incluso en García Vega hay una “barroca” crítica radical del “bailongo barroco” lezamiano. Asimismo, pensaba que, por ese profundo sincronismo mítico entre el anverso y el reverso, Piñera terminó imaginándose renacer como una isla (1998) al final de su vida. Y Lezama le recordaba, al final también, que lo lúdico es lo agónico (1984). Por cierto, la tensión, o ansiedad o angustia, de Piñera con Lezama (que recuerda la de Quevedo con Góngora), no puede ser sino de raíz barroca…
El síntoma, ya aludido, de cómo Cuba se ve a sí misma como una furiosa singularidad (aunque habrá que reconocer, que, como se dice, para mal y para bien, lo es, en cierto modo, por conocidas razones históricas, con respecto a América Latina, y al propio Caribe), a la vez que se extraña del Caribe, y se proyecta como española o como norteamericana (eso sucede, a veces consciente y, otras, lo que es más profundo, inconscientemente, como le oí decir en un congreso en Casa de las Américas a Roberto Fernández Retamar) o incluso como de “tierra firme”, me recordaba ese pasaje del diario de Colón, donde parece anticipar simbólicamente ese síntoma. Me refiero a cuando quiso, quijotescamente, con la redacción de un documento, obligar a que su tripulación aceptara que la isla de Cuba era su imaginada tierra firme (Catay), por fin hallada, para que la realidad coincidiera con su imaginación… Ya se sabe que Colón suplantaba lo literal con su imaginación. Solo veía lo que imaginaba. Y los equívocos, las paradojas de raíz barroca, fueron tan frecuente y tenaces en él. Hasta la voz caribe era un equívoco para él, porque creyó que esos vikingos eran las avanzadas del Gran Kan. No es extraño entonces que en las disparatadas “Décimas”del extraño Manuel de Zequeira, se diga: “Carlos XII, rey de China” (2002). Es que el Caribe ha sido una mala lectura desde su revelación para el colonizador. Es que en cierto modo somos eso, “una mala lectura”, en la que se reconvierte Eduardo Lalo, como se describe en el interesante ensayo no por casualidad titulado “De huracanes y restos”, de María Virginia González. Por cierto, cuando leía este ensayo, al principio sentí cierta incomodidad, por cierta saturación de lo político que, como una cicatriz, tenemos los argentinos del Caribe, pero después me sucedió lo contrario cuando me percaté de que la consecuencia de la gravedad histórica en el sujeto (o de la ingravidez, es lo mismo en el fondo como síntoma) era similar en Cuba y en Puerto Rico, con historias y destinos finales tan diferentes en apariencia. Ella habla de las sucesivas marcas imperiales en el sujeto de Puerto Rico, la española y la norteamericana, y de la terrible complicidad de una zona de sus correligionarios. Pero en Cuba, además del imperio español y el norteamericano, tenemos la marca del soviético, y hasta de la vocación imperial de una zona de nuestros correligionarios. Y entonces sentí, digo de nuevo, para mal y para bien, una profunda marca psicosocial común. Hasta el propio término quedados, además de las conocidas denominaciones de insilio y exilio, me hizo recordar que cuando vivía en Cuba unos amigos teníamos como un lenguaje cifrado para nombrar lo innombrable, por esa sensación de no ser del todo una cosa u otra, o tal vez ser ambas a la vez. Y entonces decíamos, sin comentar nada después, unos versos que resignificábamos de Juan Gelman: “hay que aprender a resistir, ni a irse ni a quedarse: a resistir”, pero para no ser enfáticamente masoquistas eludíamos su continuación tangueada: “aunque después habrá penas y olvido”, o lo sentíamos en silencio.
Regresando al ensayo caleidoscópico de Manzoni, son muy interesantes las impresiones tropicales de Darío (un espíritu más inclusivo, poético en suma, que Sarmiento), y lo relacionaba con aquellos versos suyos: “Buey que vi en mi niñez echando vaho un día bajo el nicaragüense sol de encendidos oros” (1952). Y pensaba en su visita a Cuba para conocer a Julián del Casal. Y en el poema en reverso barroco de Casal sobre Rubén Darío (2001). Y en el abrazo en Nueva York con su admirado y “raro” (de nuevo la poética barroca de la extrañeza) Martí, y las frases simbólicas: maestro / hijo…, donde está el tema del heredero del neobarroco sarduyano. Asimismo, son fascinantes las relaciones que destaca Manzoni en los comentarios de Darío entre lo nicaragüense y lo árabe, pero recordar que Martí también imaginó lo árabe en Abdala y en Ismaelillo, y hasta pensé en la extraña piedad de Eliseo Diego por Boabdil, el último rey árabe, “el rey vencido” (1942). Pensaba entonces en la afinidad, dentro de la llamada por Octavio Paz, barroca poética de la extrañeza y el llamado exotismo modernista, acaso de raíz barroca, y, a la vez, lo relacionaba con ese turbio síntoma del caribeño de proyectarse hacia lo otro, lo extraño, tan casaliano también, tan lezamiano. Pero ¿acaso no hay una proyección semejante en Carpentier? Quizás esa sea justamente una forma del imponderable ser caribeño (¿y latinoamericano?)
Es muy sabio el método de Manzoni de exponer, sin necesidad de juzgar, cuando transcribe impresiones muy sintomáticas de Martí, de Roberto Arlt, hasta de Miguel Cané, quien parece darle la razón, en reverso, a La isla en peso de Virgilio. Un acierto, sin duda, fue recurrir a las crónicas, los relatos de viaje, para desnudar las percepciones de lo otro, que terminan develando más del que mira que de lo mirado.
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En el ensayo ya aludido de Eichenbronner sobre la descendencia creadora de Piñera en Margarita Mateo (una profunda lectora, por cierto, de la literatura caribeña) y Ena Lucía Portela (y en esta, también, de Reinaldo Arenas, y este, a la vez, del gesto virgiliano), desde un conocimiento profundo de la poética piñeriana, la ensayista pone de manifiesto la conformación contemporánea de una notable tradición literaria que parece continuar prolongándose en otros escritores más recientes: Jorge E. Lage, Ahmel Echevarría, Marcial Gala (al que comenta), Legna Rodríguez, Oscar Cruz, Ahmel Echevarría, et al. El por qué ha sucedido y sucede esto, implicaría especulaciones muy vastas y profundas que atañen a la “singularidad” insular (con una fuerte impronta de la esclavitud, el racismo estructural, el ateísmo, la homofobia, y, en, fin, el totalitarismo de un partido único, y una filosofía de la violencia) de la llamada época de la Revolución (aunque también por coexistencia con una suerte de espíritu de época: posboom, posmodernidad, neobarrocos y neovanguardismos, entre otras constantes generales), sobre decisivos factores extraliterarios, contextuales, aunque también por revulsiones propiamente textuales. Quiero decir, en suma, que para responder esto habría que terminar de deconstruir el imaginario o relato de la llamada Revolución, la cual podría ser denominada, digo parafraseando a Martí, en alusión a España, como una “civilización [Revolución en este caso] devastadora” (1877). Pero en otros ensayos de este libro se pueden leer otros exponentes de este pavoroso problema de recepción, como en el ensayo de Guadalupe Silva, “Teoría del alma china de Carlos A. Aguilera: un viaje al interior del artefacto totalitario”, y en el de Mariela Escobar, “Tensiones entre biografía y ficción”, que relaciona a Carlos Victoria, Reynaldo Arenas y Guillermo Rosales.
Hay un indudable puente literario, y hasta una semejante cosmovisión, en las relaciones que pueden establecerse entre la llamada ficción y la llamada realidad que ilustran las obras de Margarita Mateo, y las novelas de los autores anteriormente citados. Las afinidades entre la cosmovisión posmoderna de Ella escribía poscrítica y Desde los blancos manicomios, y algunas prácticas escriturales, y la literatura de la generación del Mariel, la del Grupo Diáspora(s), y la de las llamadas más generalmente como generaciones de los años ochenta y noventa, así como la más reciente, la de la denominada Generación 0, o la de algunas poderosas singularidades creadoras (que es a la postre lo que termina por importar más allá de las relatividad de las generaciones), son notorias. De la última novela de Mateo, ya escribí un texto hace años (2010). De los poetas de los 80 y 90, que nombré entonces como posconversacionales, también escribí dos ensayos (1995, 1999). De Diáspora(s), esos llamados por Carlos A. Aguilera como poetas de “la clase muerta”, también he dado mi testimonio (2013). Sobre García Vega cometí un dilatado libro (2012), donde relaciono el sentido de su obra con el de los escritores de Diáspora(s) y con otros escritores de esas mencionadas generaciones, e incluso con escritores contemporáneos latinoamericanos, que delatan una comunidad de gestos epocales. Sobre la obra de Antonio J. Ponte he escrito varios textos (2016, 2017). Así que no voy a insistir en ello. Brillante es la exégesis de Guadalupe Silva sobre la obra de Aguilera, “Teoría del alma china de Carlos A. Aguilera: un viaje al interior del artefacto totalitario”, además de constituir, desde ya, un texto representativo e imprescindible de esa mencionada deconstrucción, donde también describe muy inteligentemente el sentido último y hasta la forma de la poética de Aguilera.
En el ensayo sobre los escritores del Mariel, “Tensiones entre biografía y ficción. Reinaldo Arenas, Guillermo Rosales y Carlos Victoria: personajes de cuentos”, de Mariela Escobar, la porosidad que desnuda con prolijidad analítica entre la realidad y la ficción, es sencillamente conmovedor. Evoca la imagen de una intertextualidad infernal; o la imagen de Foción, enloquecido, en un infierno circular. Esas obras son también como el testimonio de los restos, la ruinas, incluso enfáticamente histriónicas (como en el caso de Aguilera), de esa revolución devastadora. Es curioso que María Zambrano le hablara en carta a Piñera sobre la experiencia de las catacumbas (2009), sobre las que escribió un penetrante ensayo que publicó en La Habana (2007). En cierto modo, dijo, que las catacumbas eran era su vocación, desde el fracaso de la República española y la devastadora experiencia de la historia mundial, cuando estaba exiliada en la ciudad del Etrusco de la Habana Vieja. Después llegó a decir que acaso el exilio era su verdadera patria. Contrabando de sombras, de Antonio José Ponte, se desenvuelve en las catacumbas de un cementerio habanero. Pero esos restos encarnan algunas de las fulguraciones más poderosas de la literatura del Caribe y de Latinoamericana, o, mejor decir, de la literatura contemporánea: una suerte de mezcla vocacional de “oficio de perder” y de “íncipit vita nuova” dantesco. La evocación que hace Reinaldo Arenas de la luna al final de Antes que anochezca es uno de los textos que más me han impresionado; y es paradigmático en este sentido: despedida agónica para permanecer.
Como “El Acabose”, sintetizaba el implacable y lúcido Lorenzo García Vega este fenómeno. La descendencia creadora que ha secretado la obra del autor de Los años de Orígenes, es parte de esta misma problemática. Ese libro inclasificable es una de las calas más profundas que se hayan hecho en Latinoamérica de esa insularidad, de esa llamada identidad nacional, de esa “triste tierra, como tierra tiranizada y de señorío”, que dijera Miguel Velázquez ya en el siglo XVI (1975: 11), y que no atañe solo a la isla de Cuba, sino a todos los países del Caribe, e incluso a esas llamadas por Martí como “nuestras dolorosas repúblicas de América”. Pero las obras que se están publicando incesantemente desde hace casi cuarenta años, y que ya conforman un poderoso corpus literario, dan fe de un nuevo imaginario y de una incesante, inevitable deconstrucción. Pero no es suficiente deconstruir, si no es para buscar “orígenes nuevos”, como decía Lezama en “Mann o el fin de la grandeza” (2014). Nuevas publicaciones insulares (la insularidad no es precisamente física), como Rialta Magazine, o Hypermedia Magazine, La noria, la sección “De leer”, de Diario de Cuba, y no son las únicas, también escenifican una nueva sensibilidad y percepción de la realidad. Es curioso que un grupo cívico independiente muy importante se llame Archipiélago.
En “De isla en isla: sobre la reescritura en L empreinte a Crusoe de Patrick Chamoiseau”, Francisco Atello despliega un tema fascinante: Robinson Crusoe, y las reescrituras intertextuales con que es revisitado.
En el interesante ensayo “Hotel momentáneo. Elizam Escobar: pensamiento y práctica carcelaria”, de Elsa Noya, sobre el diario de creación de este autor, encuentro interesantes relaciones con los diarios de García Vega.
El ensayo de María Fernández Pampín, “Lecturas emersonianas en la genealogía latinoamericanista de José Martí”, me hizo pensar en un tema que me interesa mucho, el del llamado “Hombre Verdadero”, de Zambrano, quien escribiera sendos textos herméticos sobre Lezama cuando murió su amigo (2007); calificativo con el cual designó antes a Martí, en su “José Martí, camino de su muerte” (2007), al leer su diario final. Hombre Verdadero, o seres de la Aurora -o bienaventurados-, como nombró, muy significativamente, a su maestro, Nietzsche; porque ese hombre natural invocado por Emerson, u hombre representativo, tiene un fondo, un substrato común, muy profundo con aquellas denominaciones, por la semejante apuesta por una sabiduría antigua de raíz poética, donde un singular vitalismo es primordial.
Sólo como un apunte para un texto futuro, se podría considerar la ontología y la metafísica poéticas que se desprenden, muy especialmente, de la poesía de Lezama y de su misterioso espacio gnóstico, y de La isla en peso, de Piñera, pero también de la poesía, los diarios y del pensamiento poético de Martí, para complementar lo anteriormente esbozado. No es casualidad que en el grupo Orígenes, tuviera una recepción significativa aquel “paisaje invisible”, de Eduardo Mallea (Vitier, 2001), que puede amistarse con el gesto especulativo de Zambrano en “La Cuba secreta”. En mi introducción a Islas (2007), compilación de algunos los textos publicados por la sibila de Málaga durante su larga estancia en el Caribe (o inspirados por esa experiencia), atendí, por ejemplo, a la resonancia que tuvo un fenómeno físico de esa latitud geográfica, el rayo verde, en el sujeto que habita ese paisaje; y además traté de aproximarme a algunas de las claves de sus dos textos herméticos sobre el Hombre Verdadero, inspirados en Lezama. Ello sería interesante para comprender a ese sujeto que mira desde el Caribe una realidad inapresable. Porque el lugar desde donde se mira no es baladí. En su introducción a la edición crítica de Paradiso, Zambrano lo dejó muy claro cuando escribió del Etrusco de La Habana Vieja: “Él era de La Habana como Santo Tomás lo era de Aquino y Sócrates de Atenas. Él creyó en su ciudad” (2007).
San Carlos de Bariloche, noviembre, 2021.
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[*] Texto leído para la presentación de VV. AA. (2021). Configuraciones del trópico. Urdimbres y debates en la cultura caribeña. Compilación y prólogo de Celina Manzoni. Buenos Aires: Katatay.
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