Vicente Echerri: Un poeta en busca de Dios, o de sí mismo

Autores | Memoria | 20 de marzo de 2023
©Cañer

Mi recuerdo más antiguo de Heberto Padilla se remonta a una tarde de domingo del año 1977 (o 78) en que asistí a un concierto en el Teatro Auditorio (rebautizado desde hacía años como Amadeo Roldán) de La Habana. Yo acompañaba a Manila Hartman, la mujer del compositor Harold Gramatges, quien, a la salida por una de las puertas laterales, me dijo con visible inquietud:

—Ahí está Padilla —mientras ella caminaba con prisa en dirección contraria.

Movido por la curiosidad, volví la vista hacia el hombre que le suscitaba tantas aprensiones a mi amiga y solo puedo recordar un perfil borroso en el que se destacaban unos gruesos lentes de miope.

Por mucho tiempo, Heberto Padilla había sido para mí un poeta sin rostro, autor de un hermoso libro titulado El justo tiempo humano (1962). En medio de los cambios y traumas que trajo consigo el castrismo (régimen que algunos insisten en llamar «la revolución», y que detesté desde antes de aquel primer día de enero), se produjo un auténtico renacimiento cultural; a pesar de la represión, de la asfixia que iba cercando a los intelectuales y del clima de guerra que la dictadura le impuso a todo el pueblo. El desmoronamiento de la república —tal como los cubanos la habíamos conocido durante poco más de medio siglo— había creado, de pronto, la ilusión de un comienzo que parecía contagiar incluso a los creadores más escépticos. El nuevo régimen, a diferencia de los gobiernos anteriores, se preocupaba, o decía preocuparse, por la cultura. Mientras duró esa ilusión se escribieron y se hicieron muchas cosas —buenas, regulares y malas, como siempre ocurre. El libro de Padilla —el primero para su propia cuenta, pues él no quería tener en su bibliografía, ni por el título, aquel cuaderno de juventud que tituló Las rosas audaces— surge como un hongo de ese magma en el que, al mismo tiempo, se disolvían las instituciones, libertades y tradiciones de la sociedad cubana.

Aún me acuerdo del regocijo que me produjo la lectura de El justo tiempo humano, un libro que, por su propio lenguaje, por su factura, como también por las voces a las que rendía homenaje (William Blake el primero) se distanciaba, por un lado, del enrevesado neobarroco  que, desde los años 40,  encarnaban los poetas de Orígenes, con José Lezama Lima a la cabeza; y, por el otro, de esa poesía ramplona y gacetillera —parodia de Nicanor Parra y cultivada por  los que  se empeñaban en fabricar el canon del posvanguardismo— que encontraba representantes en la excrecencia literaria que se iba nucleando en torno a la Unión de Escritores y a la Casa de las Américas y que tenía en Roberto Fernández Retamar uno de sus  portavoces más enfáticos.  Aunque Padilla no era el único que merecía salvarse, estaba entre unos pocos. Yo recordaba su libro —en el que resonaban algunos de los grandes poetas de la primera mitad del siglo XX: Eliot, Cavafis, Quasimodo, entre otros— como una prueba de la permanencia de la poesía.

Padilla volvió a ser noticia, para mí y para muchos, cuando la premiación y publicación de su libro Fuera del juego en 1968. Yo acababa de ingresar en la cárcel y el escándalo literario llegaba hasta mi encierro con sordina. Traté de conseguir —inútilmente— el poemario. Como es sabido, el Gobierno recogió y destruyó la edición poco después de que el libro saliera a la calle. Una prima mía me contaba cómo vio a una mujer comprar el último ejemplar que quedaba en un estanquillo de la terminal de autobuses de La Habana. Aduciendo no sé que necesidad académica, mi prima trató de que la compradora le cediera ese último ejemplar; pero la mujer rehusó con la suspicacia de la gente de pueblo: «si usted lo quiere debe ser por algo. Yo no se lo doy». Ese incidente contribuyó a que yo no pudiera leer Fuera del juego hasta muchos años después, en una copia mecanográfica que circulaba clandestinamente.

Salí de la cárcel en mayo del 71, cuando el escándalo del «caso Padilla» acababa de tener lugar. Me resulta curioso hoy cómo muchas personas —entre ellas las que, por desafectas al régimen, estaban al tanto de las noticias por la radio extranjera— se atuvieron a la versión oficial, y leyeron y comentaron, con sorpresa, frustración y cólera, la retractación que Padilla recitara en la grotesca ceremonia que el Gobierno le hizo protagonizar en la Unión de Escritores y que dio lugar a la ruptura de numerosos intelectuales de izquierda con el castrismo.

Para muchos de los jóvenes que ya queríamos escribir —o que escribíamos, pero que, por razones políticas, no teníamos la oportunidad de publicar ni una línea— la retractación de Heberto equivalía a una traición. Creíamos que el autor de una denuncia tan contundente como Fuera del juego debía ser el reconocido portaestandarte de la disidencia, el héroe que la literatura cubana necesitaba para continuar existiendo. Y si el poeta no podía ser nuestro héroe, entonces que fuera nuestro mártir, que mucha falta nos hacía un poeta muerto —o en la cárcel— para prestigiar la oposición a un régimen que les negaba a tantos la libertad de expresión.

Pero Heberto Padilla tampoco quiso entrar en nuestro juego, ni desempeñar el papel que la gente como yo le había asignado, y eso vino a completar su ostracismo. El régimen lo marginaba, y para los que nos sentíamos en la oposición se trataba de alguien que había rehusado el liderazgo intelectual que parecía pertenecerle; en fin, un renegado por partida doble, alguien a quien no valía la pena conocer. Por eso nunca procuré que ningún amigo común me acercara a Padilla, mientras ambos vivimos en Cuba. Yo le guardaba un secreto rencor y, por razones opuestas a las de muchos de sus antiguos colegas, me mantuve a distancia.

Nuestra ingenuidad, sojuzgada —quiérase o no— por la ideología totalitaria, había tomado en serio el grotesco espectáculo que la mayoría de los intelectuales del mundo libre supieron interpretar en su sentido más cabal: Padilla les enviaba un mensaje cifrado advirtiéndoles que la Cuba castrista con la que tantos de ellos simpatizaban, no era más que un remedo tropical de la brutalidad de Stalin. Muchos escritores izquierdistas en el exterior reaccionaron en consecuencia y, salvo por algún idiota paniaguado, grandes firmas se pusieron al pie de una carta dirigida a Fidel Castro en que protestaban por el arresto y la humillación del poeta y por el carácter totalitario que asumía la revolución.

En 1980, estando yo en Miami, una noche en que participaba de una tertulia literaria de las que auspiciaba Nancy Pérez Crespo en su librería SIBI, frecuentada por octogenarias personalidades de la literatura cubana —Carlos Montenegro, Rafael Esténger, Guillermo Martínez Márquez, Enrique Labrador Ruiz, Lydia Cabrera (en ocasiones)— Nancy interrumpió nuestro coloquio para anunciar que en Cuba acababan de autorizar la salida de Padilla. Al cabo de unos días, supimos que Heberto viajaría a Canadá para luego seguir a Nueva York. Un viaje directo a Miami —sede de la contrarrevolución más vociferante— quedaba fuera de toda consideración.

Sin embargo, después de aterrizar en Canadá, donde lo esperaba el secretario del senador Ted Kennedy (con un abrigo y 1.000 dólares que le enviaba Bob Silvers, el editor de The New York Review of Books) y de que el propio Kennedy fuera a recibirlo en el aeropuerto que lleva el nombre del presidente asesinado hermano suyo y de pasar por Washington y Gainesville, Heberto y su mujer —la también escritora Belkis Cuza Malé— viajaron finalmente a Miami, sitio que para entonces empezaba a saturarse de cubanos que llegaban por el puente marítimo Mariel-Cayo Hueso. Entre estos últimos se encontraba Reinaldo Arenas, que acompañaría a Heberto en una suerte de conferencia, frente a lo más representativo del exilio cubano, en una amplia sala de la Universidad Internacional de la Florida (FIU).

Heberto acudió a la cita borracho, aunque intentó hilvanar un discurso coherente en la medida en que su disminuida lucidez se lo permitía. Era obvio que se sentía incómodo, acaso porque le parecía, no sin cierta razón, que acudía a rendir cuentas frente al tribunal de la opinión de sus compatriotas exiliados, muchos de los cuales tenían prejuicios en su contra. Si bien me acuerdo, el público se mostró bastante comprensivo y tolerante, pese a que algunas personas allí presentes creyeran que Padilla había sido cómplice del castrismo por demasiado tiempo. Él se había embriagado para poder hacerle frente a esa opinión, aunque la benevolencia primó entre sus oyentes.

Terminado el acto, me acerqué a saludarlo y la simpatía fue mutua, extensiva a su mujer, que en los meses que llevaba fuera de Cuba no había desaprovechado ninguna oportunidad para obtener la liberación de su marido. Belkis se sentía apenada por la torpe ebriedad de Heberto e intentaba sustraerlo de aquel ambiente lo antes posible, de ahí que el intercambio entre nosotros no pasara de unas pocas palabras. Sin embargo, esas pocas palabras bastaron para convencerme de que aquel hombre era una persona sincera y cordial de la que emanaba una bonhomía que nunca habría de desmentir el tiempo.

Berta Hernández, la primera mujer de Heberto, con la cual había tenido tres hijos y quien vivía en Miami y trabajaba para una entidad gubernamental, en cuyas funciones me había atendido en la solución de algún trámite, me dijo en una de nuestras entrevistas, cuando supo que yo tenía planes de irme a vivir a Nueva York:

—No dejes de visitar a Heberto y a Belkis que están muy solos allá arriba.

Una preocupación que dictaba el cariño más noble, en el que no quedaba ni un rescoldo de rencor por la ruptura que él había propiciado antes de conocer a Belkis. Esa encomienda me llevó a visitar a la pareja no mucho después de llegar a Manhattan en julio de 1980.

Heberto y Belkis habían pasado un tiempo en Washington donde, por recomendación de Mario Vargas Llosa, le habían otorgado a él la beca Wilson y donde incluso había sido recibido en la Casa Blanca por el presidente Carter; pero, meses después, ambos se habían instalado en Elizabeth, donde vivía Alberto Martínez Herrera, viejo amigo de Heberto que se empeñaba en escribir sin mucho éxito. La estada en este pueblo más bien feo y algo deprimido, que está en los límites de la llamada área metropolitana de Nueva York, duró muy poco, pues Belkis se enamoró de Princeton, la ciudad universitaria que se encuentra al sur de Nueva Jersey, y allí vivieron —con algunos hiatos y en varias casas— por más de una década.

Para entonces Seix Barral le había publicado a Heberto su poemario El hombre junto al mar —del cual conservo el ejemplar que me autografió la noche misma en que leí algunos de mis poemas en la Biblioteca Pública de Newark, donde él hizo mi presentación— y yo había renunciado del todo a mis antiguos recelos, abandonándome a una amistad que, desde entonces, se sustentó en el diálogo con la persona —no con el autor— que era Padilla.  El cambio definitivo vino, sin embargo, por la poesía y, en particular, por ese libro, El hombre junto al mar, del cual Heberto, unas semanas antes de reunirnos en Newark, había leído algunos textos en una librería de Manhattan. Entre los poemas que él eligió en esa ocasión, estaba «Por la borda», uno de los más conmovedores del libro. Recuerdo la sinceridad que había en su voz mientras leía este poema en el que afirmaba su necesidad de deshacerse del peso de una historia que lo agobiaba. En ese momento yo opté por su liberación, por su deseo de seguir adelante, sin que los demás tuviéramos que exigirle rendiciones de cuentas. Ese sería el comienzo de una amistad que no imponía condiciones y que se ofrecía sin reservas.

A partir de que Heberto me presentara en la biblioteca de Newark, haciendo de mí y de mi poesía unos elogios desmedidos que dictaba su generosidad, nuestro trato se hizo más frecuente. Aunque a veces nos reuníamos en Nueva York —preferiblemente en la librería Las Américas, o en mi estudio— casi siempre era yo quien viajaba hasta Princeton en tren: un viaje que lograba evadirme de mis rutinas y obligaciones y entregarme por entero al paisaje —sobre todo en otoño. Heberto solía esperarme en la estación del pueblo, o bien lo llamaba por teléfono al llegar. Muchas veces yo llevaba una cesta de mimbre llena de frutas (como él recordaría años después en un artículo) y alguna botella de vino. Si era fiesta (Día de Acción de Gracias, o Navidad) ya Belkis tenía el asado en el horno y la conversación se iba alargando y enrevesando mientras esperábamos.

Política, religión y literatura eran los temas dominantes de nuestro diálogo y, al menos en los dos primeros, Heberto y yo solíamos discrepar. Aunque víctima de la dictadura de Castro, que lo había empujado al exilio, él provenía de la fe revolucionaria y antiimperialista que nutrió la vida política cubana por varias generaciones antes de que los guerrilleros llegaran al poder en 1959. El castrismo era una aberración y así también el dogmatismo comunista que él rechazaba; pero esas desviaciones no lograban atenuar su rencor contra las oligarquías explotadoras y sus cómplices gringos. Contradictoriamente, su visión occidental y eurocéntrica (suya es la frase «Europa es el mundo, lo demás son los suburbios de la historia») le llevaba a sentir un profundo desprecio por las estructuras sociales y el abigarrado mestizaje de América Latina; pero sin poder prescindir de la «fe» en un cierto credo de redención social que había sido parte esencial de su formación ideológica. Grecia e Israel, es decir, el diálogo eterno entre la libertad y la justicia, que tan bien resumiera Thomas Mann en La montaña mágica, se disputaron durante muchos años su conciencia sin lograr conciliarse.

Esta disputa interna —que tal vez no es más que otro momento de la retórica clásica— tenía su paralelo en el terreno religioso. Heberto era un agnóstico que, al igual que Unamuno, necesitaba creer o, al menos, deploraba no poder hacerlo. Para él, creer era recuperar la confianza en Dios que había tenido alguna vez, de niño, cuando se acercaba a comulgar en su iglesia de pueblo mientras el coro cantaba: «Oh buen Jesús yo creo firmemente/ que por mi bien estás en el altar» y él pensaba que su pequeña humanidad estaba amparada por la mano protectora de Cristo. Conciliar esa fe con los testimonios pavorosos de la maldad humana y con su propia desolación interior era causa de incesante conflicto. La antinomia se podría plantear en estos términos: ¿cómo poder creer en un Dios que consiente en los monstruosos sufrimientos de sus criaturas? versus ¿cómo renunciar a ese Dios y, en consecuencia, aceptar nuestra soledad sin redención y sin sentido frente al universo?

Yo, que hace mucho he aprendido a armonizar esos extremos con la práctica de una convención religiosa y una cierta dosis de cinismo o de estoicismo frente al absurdo de la vida, no conseguía más que irritarlo. Para Heberto, yo era un hombre feliz que había sido tocado por la gracia, por la revelación; o, en su defecto, un ateo enmascarado que había escindido la vida del espíritu y se había conformado con su miserable mortalidad. Trataba de convencerlo de que, si bien con mucha menos angustia —acaso porque la angustia no es un ingrediente de mi química neuronal—, también tenía mis contradicciones y debates internos. Tal vez me salvaba, y aún me salva, el sentido del deber, de lo que tenemos que hacer mientras dura la vida. Heberto rechazaba mis argumentos al tiempo que pugnaba por recuperar la crédula ingenuidad de la niñez; por eso, muchas veces, al encontrarnos, su primer saludo era más bien un clamor angustioso:

—¡Un obispo, necesito un obispo!

Él sabía de mi comercio social con algunos obispos, y hasta había llegado a conocer a un par de ellos en algunas fiestas o comidas en casa.  Aunque dicho con un dejo de sorna, esa reiterada petición de ser escuchado por un obispo conllevaba la secreta esperanza de que alguien que supiera —¿quién mejor que un doctor de la Iglesia?— le ofreciera la seguridad, las muletas que necesitaba para entender el orden del mundo, una seguridad que su razón agnóstica rechazaba. Aunque nunca me lo dijo con estas palabras, sé que llegar a un acuerdo intelectual que lo tranquilizara, que pusiera en buenos términos su pasión con su razón, debió parecerle un fraude o un énfasis propio de la adolescencia. Todos los caminos desembocaban para él en la angustiosa existencia que necesita de Dios; pero ese Dios no hacía más que esquivarnos y nos dejaba a solas con el pesaroso misterio de la vida.

En el terreno de la literatura nuestras opiniones siempre fueron más afines. Pese a haber dicho en un poema sobre Góngora: «Yo no soy de la raza de los que te denigran», ambos lo detestábamos — por responsabilizarlo de haber enfermado la lengua castellana hasta el día de hoy— así como a los neobarrocos contemporáneos, los discípulos que Góngora siempre se conseguía en todas las generaciones de escritores de habla hispana. Aunque Heberto había sido amigo de Lezama Lima y reconocía la voluntad del autor de Paradiso de construirse un universo literario casi sin referentes, la continua búsqueda de lo indirecto y oscuro en Lezama le parecía de una torpe vacuidad: el quehacer de un provinciano cursi venido a más, la apoteosis del «negrito catedrático». Los origenistas —y los neo-origenistas, que son peores como toda parodia— deben haberlo odiado.

Yo hacía —y aún hago— distingos entre algunos de ellos: por ejemplo, me gustan algunos libros, algunos poemas, de Eliseo Diego y también de Fina García Marruz. Heberto creía que Diego resultaba peor porque pasaba por lo que no era, porque podía engañar a gente poco avisada; para él, En la Calzada de Jesús del Monte, por ejemplo, era un vergonzoso remedo de Fervor de Buenos Aires, un libro pretencioso que no aportaba nada original. Con excepción de Gastón Baquero, a quien de veras admiraba, y de algunos poemas primeros del propio Lezama y de Justo Rodríguez Santos, al resto lo liquidaba con una frase lapidaria: «eso es mierda».

En el verano de 1991, Belkis me hizo el mejor regalo que me hayan hecho en toda mi vida: un gatito recién nacido que había encontrado abandonado en un portal de Princeton y que resultó ser un Maine Coon (que en español llamaríamos un angora americano), una raza bella y noble de gatos. Stewart, como lo llamé desde recién llegado, me acompañó fielmente durante 18 años.

En muchas ocasiones, cuando Heberto venía a visitarme solía decir, mirando a Stewart: «Belkis te regaló el gato más bello que pasó por la casa y se quedó con los feos». Yo, desde luego, me sentía obligado a defender la generosidad de Belkis que tan feliz me hacía. Otras veces, viendo al gato que dormitaba sobre algún almohadón y que, por un instante, levantaba la cabeza para mirarlo, Heberto hacía una rotunda declaración de principios: «quisiera ser como ese gato: estar siempre durmiendo sobre una bandeja y una vez al año escribir un poema».

En esa breve declaración yo detectaba un elemento exótico y gratuito: la bandeja. Stewart no dormía en bandeja alguna y, hasta donde sé, no es un lugar donde los gatos suelen echarse a dormir: una superficie lisa —y fría, en el caso de las bandejas metálicas—  está en las antípodas de los sitios cálidos y muelles a que parece inclinarse un animal en el que predomina la molicie. ¿Por qué Padilla soñaba con la anomalía de esa bandeja?

Nunca llegué a preguntárselo, pero ahora, al meditar en esa frase —ingeniosa y rotunda como casi todas las suyas— descubro una voluntad de exposición, que contrasta con su deseo (expresado en el mismo pensamiento) de ser librado, casi por completo, de las responsabilidades cotidianas. En la cultura occidental no podemos mencionar la palabra «bandeja» sin aludir, aunque no seamos conscientes de ello, a la cabeza sangrante de Juan el Bautista, precursor del Mesías, a la que un régimen corrupto transformara en un sempiterno trofeo. La cabeza del Bautista cercenada y servida en bandeja es, hasta el día de hoy, una denuncia contra la tiranía.

De suerte que Padilla, el hombre que se reconoce inepto para la vida práctica, quiere evadirse en un sueño de gato; pero, al mismo tiempo, verse expuesto de tal manera que ese sueño y su ejercicio poético solemne (en su acepción literal de acontecimiento que ocurre una vez al año) sea una permanente acusación contra el «orden» que niega la poesía y que le hace ver el mundo como una confrontación entre dos irreductibles absolutos. La «Canción del juglar», uno de los más hermosos poemas de El hombre junto al mar, arranca con dos versos que definen este conflicto: «General, hay un combate/ entre sus órdenes y mis canciones». Este combate asimétrico —para decirlo en jerga militar—, entre los poderes fácticos y la aparente indefensión de la poesía, no garantiza el avasallamiento de esta última, como se atreve a pronosticar Heberto al final de ese mismo texto: «general…. cada noche alguna de sus órdenes muere/ sin ser cumplida/ y queda invicta alguna de mis canciones».

Por otra parte, el gato Padilla solo necesita de un poema al año para justificar su labor de poeta. Si el promedio de vida útil de un escritor es de 50 años; al ritmo propuesto por él, un poeta escribiría alrededor de medio centenar de poemas en toda su vida, lo cual, creo yo, bastarían, si tienen merito, para justificar una carrera. Por eso, cuando Heberto formula este anhelo de hibernación y obra anual está haciendo una parábola que contiene un desafiante oxímoron, el de la inutilidad-eficiente o eficaz, al tiempo que echa las bases de algo que siempre se negó a definir de manera formal: una poética.

En verdad, nunca escribió un ensayo, que yo recuerde, donde intentara explicar los móviles que lo llevaban a la poesía, las directrices íntimas que gobernaban su escritura. Uno puede deducirlas, más bien, por sus fobias, por el prontuario de las cosas que abominaba.  Era prolijo, en ocasiones, sobre todo en la conversación, en señalar lo que la poesía no era o, en su criterio, no debía ser: «ese reinado de la metáfora donde toda aproximación oblicua era considerada una excelencia», como dice en el prólogo a mi primer poemario. Se trataba, puede deducir uno, de un decir regido por la claridad; estructura donde el poema se daba en una atmósfera creada con las palabras más simples de la lengua, pero que nunca prescindía de la música que en al verso libre castellano le imparten algunos metros clásicos, el pentasílabo, el heptasílabo, el endecasílabo, el alejandrino. Aunque en español había poetas de su predilección —Borges, Cernuda, Paz— en los que no encontraba la mácula del barroco que lo contaminaba todo; fue en el inglés donde halló sus modelos definitivos: Eliot, Auden, Dylan Thomas, Wallace Stevens… Aspiraba a que el español se despojara de la retórica que lo enfermaba desde tiempos de Góngora y que rehuyera, al mismo tiempo, de los fáciles tipicismos que siempre están prestos a mancillar toda literatura.

Tengo presente una tarde en que, invitado no podría decir ahora por qué institución o entidad, Heberto participó, con otros dos autores de lo que bien podría haberse llamado «Poesía del Tercer Mundo». El acto tenía lugar en uno de los hoteles Sheraton de Manhattan y Belkis lo acompañaba. El panel estaba compuesto por una chica tailandesa, en representación del Asia, un negro sudafricano que encarnaba la literatura de África, y Heberto que era la cara de América Latina: una especie de Tricontinental en verso. La tailandesa, vestida con un traje típico de su país, leyó unos poemas en que abundaban las pagodas, los estanques con lotos y nenúfares y la búsqueda de una apacible trascendencia que los occidentales siempre esperan les llegue del Oriente. El sudafricano, envuelto en un manto de colores atroces —como podría haber dicho Borges— cantó a las lanzas guerrilleras que luchaban contra el apartheid y el colonialismo, acompañándose por un cierto lenguaje corporal en el que siempre se advertía un amago de danza. Heberto, de traje y corbata, con esa descuidada elegancia que lo acercaba a la estampa de un profesor inglés, leyó la mejor poesía de esa tarde y recibió la menor cantidad de aplausos. Él se dio cuenta de la frustración del público, que acaso esperaba que se hubiera aparecido allí con el poncho de Juan Valdés y prodigara los lugares comunes del latinoamericano militante: la inhumana conquista, las chabolas, Machu Picchu y el Che. Cuando todo acabó, y entendiendo lo que había sucedido, nos dijo, a Belkis y a mí, «qué le vamos a hacer si somos Gran Bretaña».

Coincidíamos también en el amor a Borges, con quien él se había reunido en Argentina en 1985, y cuya obra conocía desde joven. A veces, cuando Heberto venía por casa, leíamos en alta voz a Borges; otras, en que llegaba y yo no podía atenderlo de inmediato, él tomaba un volumen manoseado de sus obras completas y me esperaba con esa compañía. Era una manera de afirmarse en su estética, una estética que yo compartí siempre, pero que ese largo diálogo con él ayudó, ciertamente, a acendrar.

En ocasiones, le mostraba algunas de las cosas que escribía, relatos o poemas, de estos últimos cada vez menos según nos acercábamos al fin del siglo. Recuerdo que llegó a casa una tarde de mediados de los noventa, cansado y agobiado por numerosos problemas. En ánimo de distraerlo, le di a leer un poema recién escrito que, de inmediato, captó su atención. En uno de los versos, yo había usado el verbo «barrer» referido a la acción del tiempo. Lo vi extraer la pluma y tachar ese verbo, al tiempo que me decía: «¿por qué no borrar, en lugar de barrer? No le tengas miedo al lugar común, el tiempo borra, es acción tan eterna como el nombre del mar o de la rosa».   

***

Me acuerdo de un día en que se había quedado solo en Princeton (Belkis había viajado con su hijo a Miami para asistir a un funeral), Heberto me llamó a media mañana para decirme, sin preámbulos, que había estado a punto de suicidarse:

—Ya tenía el frasco de pastillas en la mano cuando me llamó por teléfono un amigo y, aunque no lo enteré de nada, esa llamada me frenó el impulso.

Me quedé sobrecogido. Supongo que debo haberle dicho que me alegraba su cambio de determinación. Un par de horas después volvía a llamarme, esta vez para contarme que, mientras paseaba al perro, había sufrido un desvanecimiento (no puedo precisar ahora quién había acudido a socorrerlo) debido a una subida de la tensión arterial. En esta ocasión le aconsejé que reposara y se tomara un hipotensor si ya no lo había hecho. A media tarde, Belkis me telefoneaba desde Miami para compartir su preocupación por Heberto y pedirme que, si era posible, le «diera una vuelta».

Se me ocurrió entonces hacer un arroz con pollo (uno de los platos de mi especialidad) y proponerle a Adrián G. Montoro —que enseñaba y vivía en Stony Brook (Long Island) y quien era un entusiasta de cualquier aventura— que pasara por mí para ir a cenar con Padilla que estaba solo en Princeton.

Adrián se apuntó de inmediato, pero, por estar a un par de horas en auto de donde yo vivía, llegó bien pasadas las 7:00PM. Para esa hora ya había llamado a Heberto y lo había impuesto de nuestros planes al tiempo de pedirle que nos esperara para cenar, si bien advirtiéndole que no era posible que estuviéramos en Princeton antes de las 9:00. Él se mostró de acuerdo y, por mi parte, ya tenía el arroz con pollo listo cuando Adrián arribó, de modo que no tardamos en seguir viaje.

Eran más de las 9:00 cuando llegamos a Princeton. Heberto vivía entonces en una casa de dos plantas, en un barrio de sobria distinción, con jardín, traspatio y garaje al fondo. La casa estaba del todo iluminada, pero nadie respondió al timbre ni a nuestros golpes y voces a la puerta. Adrián y yo no sabíamos muy bien qué hacer y volvimos al centro del pueblo en busca de un teléfono. Pensé llamar a Belkis, pero sólo tenía el número de la funeraria donde había asistido a un velatorio la noche anterior. Llamé entonces a Ileana Fuentes, una amiga común que vivía relativamente cerca, en Highland Park, y le expliqué la situación en que nos encontrábamos. Ileana me dijo que era prudente que avisáramos a la policía porque no sabíamos qué le había pasado a Heberto y acaso estábamos contribuyendo a salvarle la vida. Al final de nuestra breve plática ella se ofreció a hacerlo.

Cuando Adrián y yo regresábamos en el auto a casa de Padilla, parecía que toda la policía de Princeton, además de bomberos y paramédicos, con ensordecedor estruendo de sirenas, convergía hacia nuestro destino. Al llegar, nos encontramos con la típica parafernalia de un inmenso despliegue policial, sin excluir un par de pastores alemanes entrenados en búsqueda y hallazgo.  Los reflectores de los patrulleros parecían convertir todo el entorno en la escena espeluznante de un crimen. Los vecinos de aquel barrio tranquilo empezaban a asomarse con discreción a las ventanas.

Ante la imposibilidad de entrar en la casa, el jefe de la operación —con quien me identifiqué como la persona que había solicitado su intervención— me pidió permiso para ingresar en la vivienda. Consentí en ello y, el oficial, en la mejor tradición del cine, sacó la pistola, golpeó con el cabo el vidrio de la puerta trasera y todos penetramos en la casa. El oficial nos pidió a Adrián y a mí —tal vez por evitarnos alguna sorpresa desagradable— que esperáramos en la planta baja y subió con su gente rumbo a los dormitorios.

Heberto, que se había tomado un litro de vodka acompañado por algunos somníferos, despertó, completamente desnudo, rodeado por una muchedumbre de policías y bomberos (mujeres y hombres). Un momento después, todos bajaron las escaleras y se fueron sin ceremonia y sin que los paramédicos ni siquiera llegaran atender a Heberto, pese a haberles advertido que él había sufrido un desmayo horas antes debido a su hipertensión. Al parecer, se sintieron ofendidos por haberse movilizado para socorro de un borracho.

Adrián y yo permanecimos en la planta baja y Heberto descendió al rato, ya vestido, aunque todavía algo aturdido. Calenté el arroz con pollo y nos sentamos a cenar los tres. Para entonces, eran bastante más de las 10:00. La cena transcurrió sin incidentes, aunque Heberto estaba menos locuaz que de costumbre. Al final, sin embargo, cuando intentó levantarse de la mesa, el cuerpo no lo acompañó y terminó andando a gatas mientras Adrián y yo, uno por cada lado, lo íbamos conduciendo hasta uno de los sofás de la sala donde se tendió desfallecido. Belkis llamó poco después y nos pidió que nos quedáramos a acompañarlo esa noche, algo a lo que no tuvimos objeción. Por la mañana, nuestro anfitrión nos hizo desayuno; para entonces parecía haber recobrado su humor habitual, como si toda la escena de la noche anterior no hubiera sido más que una borrosa pesadilla.

En esos 20 años que vivió en el exilio, Heberto mudó varias veces de domicilio, de ciudad e incluso de país (teniendo en cuenta una temporada de mediados de los 80 en Madrid). Sin embargo, la ciudad de Princeton, al sur de Nueva Jersey, sería su lugar de residencia más permanente, pese a que nunca estuvo asociado a su prestigiosa universidad y a que esta ni siquiera llegó a reconocer allí su presencia. Si es verdad, como dicen en Estados Unidos, que tres mudanzas equivalen a un incendio, a Heberto y Belkis se les quemó la casa más de una vez.

Aunque estoy seguro de que Belkis fue el gran amor de su vida, la fidelidad sexual no se contaba en el repertorio de sus virtudes. La lista de mujeres que pasaron por sus manos —jóvenes y mayores, delgadas y rollizas, solteras y casadas— es en verdad muy larga. Si bien no era un hombre guapo, ejercía una seducción especial en toda clase de mujeres. Una vez en que nos reunimos para cenar en un restaurante del Village, Heberto acudió a la cita con cara de preocupación. Acababa de llegar de Madrid y me contó que, en su breve estada en esa ciudad, se había acostado con las mujeres de dos amigos suyos, cuyos nombres no me reveló. No era un alarde, pues me lo decía con pena; además, por desembarazarse de la culpa, había tenido la audacia de confesarle a Belkis estos deslices provocando la furiosa reacción que era de esperar. En esa plática estaba cuando entró en el salón donde nos encontrábamos (el restaurante tenía varios salones) una mujer cuarentona de cara bonita y carnes firmes que, al parecer, andaba en busca de alguien. Heberto, movido por una pícara galantería le dijo:

Are you looking for us?

La mujer se sonrío y prosiguió con su búsqueda por otros salones. Al cabo de unos minutos, regresó y, sin mediar palabra, le dio a Padilla un apasionado beso en la boca y se marchó sin despedirse. Si yo no lo hubiera visto, nunca lo habría creído. Supongo que él exudaba una peculiar sexualidad que las mujeres detectaban.

En mayo de 1994, Heberto participó en un encuentro de poetas cubanos, provenientes de Cuba y del exilio, que tuvo lugar en Estocolmo auspiciado por el Instituto Olof Palme. El encuentro duró cuatro días y terminó con la desangelada «Declaración de Estocolmo», sin ningún otro resultado que valiera la pena, pese a la presencia de algunos poetas que contaban con el respaldo de una trayectoria, como Manuel Díaz Martínez, José Triana, Pablo Armando Fernández y el propio Heberto. Para este último, el único resultado de una cierta importancia fue el comienzo de una relación adúltera con Lourdes Gil, autora de unos versos muy torpes que logró —sabrá Dios por qué espuria recomendación— contarse entre los invitados a la cita de Suecia. El fornicio entre ambos empezó en el mismo hotel de Estocolmo donde se hospedaban y se prolongó durante varios años, con algunos altibajos, hasta la muerte de Heberto en 2000 y dio lugar a su divorcio con Belkis  —que para entonces ya vivía en Texas.

Haciendo bueno el refrán de que «más halan dos tetas que 100 carretas», esta relación logró el milagro de que Heberto empezara a encontrarle méritos a la poesía de Lourdes que hasta ese momento consideraba detestable y de la cual más de una vez nos reímos a dúo cuando yo, con ánimo de provocarlo, le leyera versos de ella en algunas de nuestras largas conversaciones por teléfono. De repente, las absurdas metáforas, el léxico alambicado y los tropiezos de un ritmo caótico se convirtieron en propuestas «interesantes y prometedoras». Yo no podía creerlo, pero me daba cuenta de que tal vez era lo único que él podía aportar a aquella relación que de alguna manera lo rejuvenecía.

Sin embargo, no faltaron grandes escollos y desencuentros en ese maridaje. El era un hombre fatigado, en quien la depresión y el alcoholismo, obrando a la par, iban acentuando un declive que lo distanciaba, en todo sentido, de las apetencias de su nueva pareja. Ella no solo aspiraba a que él cumpliera con celo el débito conyugal, sino a que se sentara a trabajar y produjera nuevas obras que, de seguro, encontrarían el auspicio de grandes casas editoriales, al tiempo que servirían para enaltecer el ego de su musa. Me consta que él puso su mejor empeño en responder a estas demandas. Respecto a la primera, un día llegó a casa con un elegante maletín diplomático que, al abrirlo, descubría una verdadera panoplia de consoladores de diversos tamaños. Se justificó, diciéndome:

—El apetito de esta mujer es insaciable. Hago lo que puedo.

Yo deduje que, entre la depresión, los psicofármacos y el alcohol su empeño en ese terreno debía ser prácticamente nulo y que dependía casi por completo de los juguetes que portaba en aquel maletín.

En cuanto a su producción literaria, ya era incapaz de crear algo nuevo. Más de una vez me esbozó el proyecto de una novela que tenía en su cabeza y que creía poder concluir en el trayecto de unas pocas semanas; pero esa tarea estaba más allá de sus fuerzas. En el mejor de los casos, no creo que hubiera podido pasar de unas cuantas cuartillas.

El desarraigo, que tanto agrede a los artistas, fue acentuándole, con el tiempo, la depresión que, intermitentemente, intentaba aliviarse con alcohol. Nunca he visto a una persona beber con mayor apremio, como si en verdad estuviera tomando un antídoto del cual dependiera su salvación. El alcohol se fue haciendo en él una segunda naturaleza, legitimado por la acción terapéutica que le ofrecía frente a la depresión. Aunque esta acción era transitoria —y sus secuelas terminaban por deprimirle aún más—, los efectos inmediatos resultaban tan liberadores que él no podía evitarlo. Según me explicó en más de una ocasión, solía vivir con una insoportable opresión interior que el alcohol tenía la virtud de romper o de zafar (luego de beberse de un tirón un vaso de ocho onzas de vodka sin mezclar, solía decir: «¡Ah, se me ha roto el eslabón!»). Desde luego, la frecuencia de este hábito liberador acentuó su dependencia del remedio que, como un siniestro círculo vicioso, ayudaba a empeorarle su mal. Así fueron apareciendo y hundiéndose multitud de proyectos que habrían significado una mayor seguridad y asidero, pero que él terminaba por abandonar ya que, semejante a lo que cuenta al comienzo de La mala memoria, «había cortado amarras con las cosas» y, al parecer, una fuerza interior lo empujaba a navegar a la deriva.

Agradezco «al eterno laberinto de los efectos y de las causas» el haber conocido a la persona singular que fue Heberto Padilla, y haber tenido el privilegio de conversar con él, en medio de su borrascosa existencia, durante cientos de horas; así como el haber estado juntos en muchas ocasiones en que nuestra común vocación de cubanos nos obligaba a pronunciarnos —casi siempre con puntos de vista diferentes— sobre el país al que no podíamos renunciar. Largo diálogo que contribuyó a hacer mejor y más rica mi vida.

Este texto pertenece a un libro en preparación. Publicación original en DDC.