Ramón Fernández Larrea: Erecciones y generales

DD.HH. | 30 de marzo de 2023

En la noche del sábado 25 de marzo tomé la rotunda determinación de no ir a votar en las elecciones del domingo.

Para celebrarlo decidí abrir la cerveza más fría que encontrara en la nevera. Pasé por alto la amenaza que me habían hecho hacía un tiempo: si continuaba con mi comportamiento y mi manera de pensar, me iban a hacer una escultura en el museo de cera de Bayamo, mi pueblo. Entonces caí en la cuenta de dos cosas: hace 23 años que no bebo nada que contenga alcohol y que, desde el año 1995 vivo lejos de Cuba, gracias a Dios, a mi mujer y al clima. Al clima asfixiante de vigilancias y sospechas que hicieron de mi vida en la isla un sucedáneo del yogurt. Respiré también cuando una amiga bayamesa me aclaró que para hacerme un monigote de cera había que tomarme las medidas y para eso tenía que estar allí presente.

Intenté recordar si en algún momento posterior a 1958 yo había ejercido mi sagrado derecho al voto, y no, nunca lo hice. No cuento las veces que me votaron a mí, pero era con “b”, y eso sucedió con vergonzosa frecuencia. Antes de 1958 pude hacerlo, pero no me dejaron porque no había nacido. No tengo memoria de haber tenido una boleta electoral en mis manos. No sé si me hubiera emocionado hasta las lágrimas votar por el candidato que nos sugerían las autoridades. Era fácil hacerlo por ese, porque no te daban otra opción, con lo que salías del colegio electoral sin el cargo de conciencia de no haber confiado en otro candidato.

Hice un esfuerzo y mi memoria me trajo algunos momentos de esas elecciones en la isla cuando en mi casa, como si fuera la embajada del Perú, se refugiaban todos los indeseables del barrio que, como yo, le daban el esquinazo a las urnas. No creían en el evento y pasaban a la clandestinidad por unas horas, evitando exhibir su físico mortal por las calles. Lo curioso del gobierno cubano es que tuvieran la cara tan cementada que calificaran de “elecciones” un evento donde no tienes la libertad de elegir, sino de marcar lo previamente marcado.

Fue allá por los años 70 que inventaron la pantomima de estas “elecciones” que le daba un barniz a la deteriorada sociedad, aunque ya el país tenía comején por dentro. Luego continuaron haciéndolas, cuando deglutíamos qué había pasado en 1980 cuando la estampida del puerto del Mariel, y por qué, si se había pedido a gritos que se fuera la escoria, seguían los mismos tipos en el buró político y en el comité central del Partido Comunista. Entonces uno imaginaba cambios fáciles, como lanzarle un diccionario a Pedro Ross, secretario general de la Central de Trabajadores de Cuba y provocarle un derrame cerebral. Hasta creí en esa época que la comida china tenía gran popularidad porque mucha gente quería arroz frito, y era que había entendido mal. Querían a Ross frito.

El cubano olvidó ya cómo se eligen las cosas. A lo más que se ha llegado en los últimos 60 años es a escoger, que no es elegir, entre lo malo y lo más malo, o entre lo más malo y lo peor. Y todo a dedo, a la cañona, con el tíbiri-tábara de la ideología, el patrioterismo y la enorme y dañina presencia del Delirante en jefe, el sicópata de más labia en América y buena parte del mundo mundial. Un tipo que prometió en 1966 mares de leche de vaca con ocho millones de cabezas de ganado, para terminar sin ganado y sin cabeza. No cumplieron ni siquiera con el vasito que pidió su hermanito, el general achinado.

No fui a votar, pero seguí muy de cerca el proceso desde que el narizón puesto a dedo hizo su comparsa electoral e inundó el éter y la atmósfera con tabarras en forma de consignas indefinidas como “Mi voto unido”, sin aclarar unido a qué iría ese voto, o la otra, más amplia, más aparentemente democrática: “Yo voto todos”, sin decir que ese «todos» son los 470 candidatos que ellos mismos proponían.

Nada de nombres distintos a los que bajaron de arriba, como si fueran dioses, angelitos o un rabo de nube. Hay que elegir a los únicos que el pueblo puede elegir, que son los que el pueblo no propuso, pero quiere elegir, y en ese trabalengua de somos continuidad y Fidel vive, el cubano medio se acerca cada día más al electroshock, si no fuera que la termoeléctrica del Mariel es menos confiable que la termoeléctrica de Santiago de Cuba.

En aquella, la que fuera “la tierra más fermosa que ojos humanos vieron”, han existido, nominalmente, tres presidentes de lo que ellos siguen llamando República, para no decirle “hato” o “hacienda”: Manuel Urrutia Lleó, con el que Fidel Castro tapó jugada, para no asustar a nadie, sobre todo a los Estados Unidos de América. Lo eligió él, y solamente él, porque Urrutia era considerado cristiano, liberal moderado y una persona educada y carismática.

El otro fue Osvaldo Dorticós Torrado, a quien el pueblo, con justicia cariñosa, bautizó “Cucharita”, porque ni pinchaba ni cortaba. Los dos supuestos mandatarios fueron, como el que finge ser presidente ahora, puestos a dedo y solamente a dedo. El mismo dedo que el Delirante en jefe y más tarde su hermano, introdujeron en salva sea la parte al manso pueblo.

Es extraño que nadie en la isla recuerde, porque imagino que lo han borrado por subversivo, el cuento de la Cucarachita Martina, la única en el imaginario popular que ha podido elegir o intentar elegir algo cuando se encuentra una moneda y se pregunta, en voz alta, “¿Qué me compraré, qué me compraré?”, y luego va desestimando objetos. Eso es lo que más se parece a una elección, elegir algo, pero no a alguien.

Pero si una virtud bastante defectuosa tiene la dictadura cubana es su obstinación. Hace las cosas aunque los pronósticos sean negativos y todo indique que va a salir muy mal. No sé si es por autosuficiencia, por soberbia, o porque la gente le importa un bledo. Así que, a pesar de que el aire de Cuba este domingo olía a abstinencia rebelde, dieron, nunca mejor dicho por lo bestias que son, “rienda suelta” a las elecciones, que son en realidad “erecciones” por lo que excitan al poder. 

Y ahora sorprenden los resultados. Huele a Corea, a Venezuela, a la mano del mayor tramposo que ha pasado por nuestra historia, el Fifo Castro. Eso de que votaron poco más de seis millones se lo creen en Santovenia solamente. O en la mesa de Machado Ventura cuando juegan dominó. De todos modos, si en el 2021 habitaban la isla 11.26 millones, podría significar que casi la mitad no se traga ya los cuentos de camino que hacen Díaz-Canel y compañía. Terminada la pantomima electoral, concluido ese juego de simulaciones que es la “democracia” cubana, habrá qué pensar en qué almacén va a guardar la cúpula gobernante a esos 470 candidatos fijos e inamovibles. 

Una noticia desató mi imaginación disparatada: “los funcionarios de varios colegios electorales salieron a buscar a las personas que aún no habían votado en las elecciones». Imaginé al Puesto a Dedo disfrazándose para votar en todos los colegios, acompañado de su Machi. Aquí se ponía un bigote, allá una bata de casa, y en el otro, se hacía pasar por Juana Bacallao.

Publicación original en ADN Cuba / Imagen: ©Tejuca