Manuel Ballagas: La historia de dos pasaportes

Autores | 7 de abril de 2023
©Pasaporte de salida de Cuba

Okey, son cuarenta y tres años. Ese día te apeaste de un bote en Cayo Hueso con el alma en el piso, los bolsillos vacíos y los ojos llenos de asombro y esperanza. Así que, cuatro décadas después, contéstame: ¿Cuán lejos has echado a volar tu alma desde entonces? ¿Cuántos sueños –materiales e inmateriales– has realizado en tantos años? ¿Hablas, al menos, un poco de inglés? ¿Qué pasaporte usas para viajar? ¿Qué patria llevas en el corazón?

Si dudas al contestar a estas alturas, debes concluir que la travesía fue en balde y nada tienes que hacer aquí. Mejor móntate en un bote de regreso o, si lo prefieres, súmate a esas huestes melancólicas que lamentan haber desertado del infierno y mojan cada día su pan en el néctar amargo del llanto y la nostalgia. Eso sí, no cuentes conmigo; porque al cabo de todos estos años sólo tengo tiempo para lamentarme de algo: no haberme largado antes, no haber nacido aquí.

Debo confesar que no soy de esos que se llenan la boca para proclamar que son “marielitos”. ¿A qué viene eso? ¿Acaso hay “camarioquitos”? ¿O “varaderitos”? Yo busqué asilo, con mi esposa e hijo, en la Embajada de Perú en La Habana el 4 de abril de 1980.

Eramos muchos allí, más de 10,000; tantos, que al entrar esa noche no pisamos suelo, sino carne humana: blanda, maleable, acomodaticia. Alguien ha de haberse desplazado, encogido seguramente, para cedernos el minúsculo espacio en que nos quedamos de pie enseguida, casi inmóviles, absorbiendo el fuerte olor a orine, a sudor, a heces y a muerte que empezaba a respirarse.

Allí fuimos apedreados y asediados por esbirros armados. Para animarnos, coreamos la palabra “libertad”; nos alimentamos con cáscaras de patatas hervidas, y para calentarnos, a veces tomamos tisanas de hojas de naranjos y otras plantas menos ilustres. Semanas después, una turba de compatriotas nos sacó empujones de la isla de Cuba. “¡Que se vayan!”, gritaban.

Entre presidiarios y dementes nos condujeron, junto a muchos otros, al Puerto del Mariel y allí, prácticamente a punta de bayoneta, nos montaron en un barco rumbo a Estados Unidos. Que hayamos acabado en Cayo Hueso en vez de Lima es, más que todo, obra de la mala voluntad de Fidel Castro. Mala puntería nuestra, por así decirlo. ¿Por qué habría de jactarme, entonces, de un mote que no me define en absoluto, de la misma manera que no me define aquel otro, el de “escoria”, con que pretendieron ultrajarnos allá?

Con todo, agradezco cada día a Dios –Fidel no obstante– aquel milagro. De otra forma no se puede calificar que zarpes de madrugada de una isla endemoniada para atracar horas después en otro puerto donde no te reciben con los puños cerrados, sino con los brazos y los corazones abiertos. Lo había suplicado sólo semanas antes, de rodillas ante uno de los altares de la Catedral de La Habana, y ya ves: se dio, llegamos. Muchos gritaban, a voz en cuello, al tocar Cayo Hueso: “¡Viva Carter! ¡Viva Estados Unidos!”. ¿Te acuerdas?

Para la mayoría, era el primer encontronazo con un mundo desconocido y satanizado por todos los medios posibles desde que tenían uso de razón: la madriguera del imperialismo y la “contrarrevolución”, una cultura y un idioma distintos que apenas habían percibido a través de revistas prohibidas y canciones escuchadas en la radio extranjera. Para mí, en cambio, era como volver a encontrarme con un viejo amigo; porque, en verdad, no era la primera vez que me hallaba en suelo norteamericano.

Había vivido aquí muchos años antes, siendo un niño. En Nueva York, en Wisconsin –donde me pilló el triunfo de la “revolución” de Castro- y hasta en Miami, cuyo rostro prehispano conocí en la década de los 50, cuando muchos cubanos ni soñaban con exiliarse. Un Miami donde todavía había letreros de “Spanish spoken” y donde el único restaurante español de la ciudad estaba entonces en Biscayne Boulevard y se llamaba Toledo, si mal no recuerdo. Ya había caminado por la calle Flagler y conocía el llamado “Parque de las Palomas”. También hablabla perfectamente inglés cuando me apeé del bote aquel primero de mayo, tan bien que la agente de inmigración que me entrevistó a poca distancia del muelle se creyó obligada a preguntarme: “Have you ever been deported?”

Yo no hubiera querido llegar así, con los pies mojados. Hubiera preferido venir en avión y traer estampado en mi pasaporte el permiso de entrada que requiere un viaje tan definitivo.

Pero parece que huir de prisa es algo que me viene de familia: un pariente lejano mío por la vía materna, el novelista Cirilo Villaverde, escapó de una cárcel colonial en Cuba, a mediados del siglo XIX, para dirigirse a Estados Unidos a bordo de una goleta. Era un perseguido político, como yo. Le acusaban de conspirar contra la Corona Española. No sé si trajo pasaporte, pero el que yo traje conmigo es una reliquia que conservo todavía y me ha servido de inspiración en algunos de los malos momentos que he pasado desde que me expulsaron de Cuba. Cada vez que he debido enfrentar adversidades y ponderar mi suerte aquí, lo he comparado con el otro, más nuevo, que ostento ahora como ciudadano estadounidense. De hecho, esta es la historia de esos dos pasaportes, más que el simple recuento de mi fuga.

Aún recuerdo cómo me expidieron aquel documento de viaje. Fue apresuradamente, en el centro playero Gerardo Abreu Fontán, rodeado de militares de rostros hoscos y miradas despreciativas. Acabábamos de salir de la embajada y yo no tenía siquiera camisa. Parecía un esqueleto, ni más ni menos. Tuvieron que prestarme una, negra y arrugada, para hacerme la foto instantánea que fijaron después con un sello seco en una de las primeras páginas del pasaporte.

Contemplo ese rostro ahora mismo y me pregunto si puedo ser yo, o si sólo lo imagino. Sin duda, era más joven entonces, pero en comparación con la cara que exhibo en mi pasaporte de ahora, el de Estados Unidos, parezco un anciano demacrado y bigotudo, con las mejillas hundidas y la mirada teñida de angustia.

Recuerdo que miré el lente de la Polaroid, preguntándome si saldríamos de aquella trampa ilesos o al menos con vida; si afuera, más allá de aquellas paredes, nos esperaría alguna turba de energúmenos que, armados de palos y cabillas, nos harían pagar caro la audacia de querer vivir lejos de aquel infierno. Recuerdo también que en una de las últimas páginas del pasaporte estamparon cuidadosamente un cuño, una sola letra grande: “E”. Todavía está en el mismo lugar; no se ha ido, la acabo de ver. Alguien me dijo que era por “escoria”. Quizás se equivocaron y quisieron decir “esclavo”.

Pero, ¿por qué he de recordar tanta porquería? ¿Por qué mirar atrás y correr el riesgo de convertirme en una estatua de sal, como les ha pasado a muchos?

Cuando salí de la embajada pesaba apenas 99 libras. Cuarenta años después, peso 60 libras más; todas se las debo a mis esfuerzos y a la bondad del Tío Sam, que me acogió como un buen samaritano y abrió para mí todo un universo de sueños que hasta ese momento hubiera supuesto inalcanzables.

Las 60 libras trascienden, por lo demás, la simple masa corpórea; he crecido también, sin duda, en otros órdenes menos pedestres. El rostro en mi nuevo pasaporte es el de un ser humano más gordito pero igualmente realizado, satisfecho, que ha alcanzado cumbres profesionales envidiables y ha echado raíces en una tierra generosa donde el arduo trabajo tiene recompensas que nunca hubiera podido siquiera concebir en la patria de sus ancestros.

Me viene enseguida a la mente lo que escribió mi lejano pariente, Villaverde, en el prólogo de su novela Cecilia Valdés, que publicó por primera vez en su exilio de Nueva York: “Fuera de Cuba, reformé mi género de vida: troqué mis gustos literarios por más altos pensamientos; pasé del mundo de las ilusiones, al mundo de las realidades; abandoné, en fin, las frívolas ocupaciones del esclavo en tierra esclava, para tomar parte en las empresas del hombre libre en tierra libre”.

Ah… Por más que me empeñara, nunca hubiera podido expresarlo mejor. Flashforward: Dieciocho años después recuerdo esa cita de Villaverde, mi lejano pariente, sentado en mi oficina de The Wall Street Journal, contemplando por la ventana el paisaje variopinto del Bajo Manhattan, el hormigueo de los transeúntes, las Torres Gemelas que todavía arrojan su sombra sobre nuestro edificio.

Soy el jefe de redacción de la edición latinoamericana de ese diario. Cada mañana acudo a la reunión de pauta del Journal, para estar al tanto de lo que al día siguiente se publicará en sus páginas: artículos y reportajes que en ocasiones harán que la bolsa se tambalee, que tiemblen los gigantes empresariales.

¿Cómo pude llegar aquí? ¿Cómo pude saltar de aquel bote y caer de pie en esta, la catedral del periodismo económico global, sin partirme el pescuezo ni romperme la cabeza? Flashforward: Observo una canoa deportiva que se impulsa, veloz, siguiendo el curso del río Hillsborough, desde otra oficina más amplia, en Tampa, donde fundé y dirigí durante varios años la primera publicación en español de The Tampa Tribune.

¿Será posible? ¿O acaso es el delirio de ese perro indefenso, acosado, inerme que dejé atrás, el mismo que con ojos temerosos y angustiados encaró la Polaroid y ni siquiera intentó sonreír para aquel archivado pasaporte?

Henos aquí, pues, cuarenta años después. ¿Qué has hecho de tu vida? ¿Has aprovechado la maravillosa oportunidad que Dios te dio de rehacerte, de reconstruirte? No sé tú, pero yo pasé, ciertamente, “del mundo de las ilusiones, al mundo de las realidades”, pero sobre todo, “abandoné las frívolas ocupaciones del esclavo en tierra esclava”. Tomé parte “en las empresas del hombre libre en tierra libre”, y ya ves, tengo mucho que contar en el 2020, y no sólo en monedas.

Próximo ya al invierno de mi existencia, voy dando los últimos toques a una exitosa carrera profesional. He publicado incluso dos libros (uno de ellos en inglés, el idioma predominante en mi nueva patria). Nada mal para alguien que, al momento de ser expulsado de la tierra donde nació, apenas calificaba para un puesto de peón de albañil o simple lleva-y-trae en una fábrica de recipientes de acero. Nada mal para alguien a quien la policía vigilaba estrechamente y a quien sus vecinos desdeñaban por ser un “elemento antisocial”, y a quien incluso las autoridades negaban el derecho a votar en sus amañadas elecciones.

Y es que patria es felicidad, amigo, y no la que te dicta un acta de nacimiento. Patria es donde levantas un hogar decente y encuentras la cuota de prosperidad que mereces y el reconocimiento que te ganas. Patria es la que eliges de corazón y no la que se te impone por decreto.

“¿Cómo se puede dejar de ser cubano?”, me preguntó una vez, con explicable asombro, una joven escritora recién llegada al exilio.

Prueba a que tus “compatriotas” te expulsen a patadas del país en que naciste, le dije. Prueba después a sepultar un hijo y una madre en la tierra que te acoge con amor y compasión. Aprende a compartir las penas y alegrías de esa tierra: el horror del 11 de septiembre, el orgullo de las medallas olímpicas, la incertidumbre de las recesiones, la responsabilidad de afiliarte a un partido y elegir a quienes te representan sin pretender suplantar tu voz. Acostúmbrate a que te digan un simple welcome home cuando regresas de un largo viaje por otra parte del mundo y presentas tu nuevo pasaporte, y sobre todo, siéntelo: éste es tu hogar, tu casa, tu destino al fin.

¿Quién lo iba a decir? Yo no me propuse esto cuando pisé el muelle de Cayo Hueso, pero soy ahora otro, muy distinto: ¿Un “americano” que habla español como primer idioma? Claro que sí. O como dijo un poeta amigo que murió en Cuba: “De su patria verdadera / uno nunca sabe nada”… hasta que la encuentra, agrego yo.