Carlos A. Aguilera: Interviú a François Vallée / Todo el peso de una isla
Hace unas semanas le hice la siguiente entrevista al coleccionista y ensayista francés François Vallée para El Nuevo Herald. Como los textos en el periódico tienen un número limitado de palabras (espacio manda), decidí hacer una versión reducida para ENH -que coloco aquí al final- y una versión «inreducida» para inCUBAdora. Verán que la misma -en esta nueva versión- además de muchísimas más palabras, tiene más ideas, más nombres, más escritura, más punch. Disfruten.
Con una colección de más de 400 piezas, el investigador y coleccionista francés François Vallée acaba de abrir en Francia una de las exposiciones más amplias de arte cubano que se hayan realizado en los últimos años en Europa: Tout le poids d’une île. Collectionner l’art cubain (Rennes, 2023). Una exposición con 200 piezas, un monográfico de 16 obras de Segundo Planes, más 3 salas expositivas. Todo el peso de la isla, podría ironizar Ubu Roi, encima del gran huevo de Bretaña.
¿Cuándo comenzó todo, cuál es el ursprung que le da forma a tu colección?
El punto de origen comenzó durante mi primera estancia en Cuba, a principios de los años 1990, cuando ocupé el cargo de profesor de francés en la Alianza Francesa de La Habana, enviado por el ministerio francés de Asuntos exteriores. Esta primera estancia duró dos años, durante los cuales conocí a gente (alumnos míos, por lo general) que trabajaban en el ámbito del arte: artistas, críticos de arte, curadores, profesores en el Instituto superior de arte de La Habana, etcétera. Me fui introduciendo en un medio que por entonces me era ajeno pero que rápidamente se me hizo familiar y tomó una influencia preponderante en mi vida. En realidad, no procedo de una familia adinerada ―acomodada sí, mi padre era médico―, ni muy versada en las artes plásticas. En mi casa había muchos libros de buena literatura y siempre he leído mucho, pero no había arte. Soy antes que nada un apasionado de la literatura; estudié filología hispánica en la Facultad de Letras de Rennes donde hice mi tesis doctoral sobre la literatura fantástica del Río de la Plata, cuyo director fue Juan José Saer. Por cierto, mi inclinación por la lengua española y por la literatura en general se deben a la influencia mayor que ejerció en mí Saer, un insigne profesor y un escritor excepcional, uno de los más eminentes del siglo XX, en mi opinión. Yo creo que quise parecerme a él y adopté inconscientemente su idioma (y su acento argentino que nunca se me quitó) a fin de moverme en un paisaje de conciencia diferente. Así que yo no era muy ducho en las artes plásticas, prefería aturdirme en la literatura o jugar al tenis antes que ir a los museos… Pero al codearme con los artistas cubanos que, en su mayoría, se hicieron amigos míos, se afinó mi óptica y empecé a apasionarme por el arte.
¿Antes de coleccionar arte el concepto colección te interesaba?
El concepto colección no me interesaba para nada, asombrosamente nunca coleccioné nada de niño. Pero, como escribió Ortega y Gasset, “la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre” y, al vivir en Cuba en 1990, cuando el bloque soviético todavía no se había derrumbado (lo hizo un año más tarde, provocando una situación económica catastrófica para los cubanos que, repentinamente, quedaron expuestos a las penurias del “período especial en tiempos de paz”), tuve la suerte inaudita de poder comprar obras de arte excepcionales con mi salario de profesor, y así fue como pude empezar a crear mi colección.
¿Qué significa construir una colección o archivo para ti?
Concibo esta colección de arte cubano contemporáneo como un eco, un reflejo de la esencia aglutinadora de la cultura cubana que tanto me cautiva. Las obras que me rodean contienen el pequeño asombro de un mundo encubierto o invisible, la secreta polifonía de lo real y constituyen una comunidad: son mis interlocutores, mis aliados sustanciales; me seducen, me apoyan, me forman, me inspiran, me mejoran. Son los testigos de mi trayectoria vital, una proyección múltiple de imágenes de mí, casi un autorretrato. Me abren un espacio de felicidad meditativa, son un mundo que sólo un elegido convidado a una fiesta puede penetrar, “una fiesta innombrable, un redoble de cortejos y tritones reinando”(Lezama Lima), una fiesta interminable, puesto que el hombre es lo que le falta y una colección siempre necesita una nueva obra; si no se le añade nada más es una colección muerta en sentido estricto. Reconsideran el espacio como la forma de la materia, hacen resonar “el ruido y la germinación del tiempo”(Mandelstam) y constituyen una fuerza de resistencia a cualquier voluntad de negar la vida, un medio de enraizarse en ella ante la amenaza diversificada de la soledad y de la muerte para abrirme los ojos sobre lo esencial: “agotar el campo de lo posible” (Píndaro) recordándome con fuerza el resplandor y la fragilidad de la vida, ese límite inmenso.
Considero que coleccionar es una actividad que no se transmite, no se aprende. Paul Claudel hablaba de cierto “sentido frontal” que nos permite reconocer, sin apenas leerlos, a un buen o mal escritor. Debo de disponer de él en lo que se refiere a los artistas plásticos… Es un don que consiste en descubrir, ayudar, hacer ver, ganar, perder. Un coleccionista, un verdadero y genuino coleccionista, es decir uno que no precisa asesores o ganchos que le dicen qué comprar, que sólo compra lo que le agrada. Coleccionar es asimismo saber hacerse útil, es una misión que consiste en dar a conocer a sus artistas enseñando su trabajo, hablando de él, escribiendo sobre él, pues una obra toma sentido en la mirada de los otros. Esta misión, por tanto, está cercana a la que Horacio atribuía al arte, “docere et delectare”: enseñar, nutrir el espíritu, pero también regocijar, colmar los sentidos. Un coleccionista es un constructor, no le incumbe acumular, sino edificar, despertar.
Dedico toda mi vida, todos mis recursos, a esta reunión de obras de arte o a este trabajo de ensamblaje, a este juego de correlaciones. No se trata para mí de atesorar, sino de ordenar obras que, al responderse mutuamente, dan que pensar. Tengo el designio de construir una estética (Aisthésis = sensación), de elaborar un sistema de referencias visuales, de correspondencias y de resonancias entre artistas de diferentes generaciones, de diferentes estilos, de diferentes espíritus y percepciones. Es como seguir el hilo de Ariadna, una obra lleva a la siguiente, continuamente. Los psicoanalistas mostraron que, a semejanza del niño que se rodea de objetos de sustitución para que le proporcionen consuelo a su soledad, a su vulnerabilidad, el coleccionista reúne incansablemente objetos que transforman su frustración o su angustia en un estado de bienestar. Las piezas de mi colección no son solamente objetos compensatorios, sustitutos que me ofrecen la garantía de un apoyo afectivo, el exutorio a una creatividad reprimida, “el vano placer de las ilusiones”(Leopardi); coleccionar es también y sobre todo una manera de acrecentar y de diversificar una y otra vez la calidad de mis sensaciones, de decantar mi manera de ver el mundo (mirar las cosas desde dentro), y de saltar más allá de mí mismo (hasta “los misteriosos recovecos sin nombre” [San Agustín]). Es una aventura intelectual y emocional, un ensanchamiento de la conciencia, una inyección de inteligencia y belleza, una fusión sensual y afectiva, un proceso experimental y reflexivo que equivale a “renovar el mundo”, como bien lo mostró Walter Benjamin.
En la parte de la colección expuesta hay obras que vienen desde los años 1960 (Milián o Korda, por ejemplo) hasta la actualidad (Hamlet Lavastida, Leandro Feal…), ¿lo expuesto es lo que consideras más representativo de tu archivo?
Sí. Desde luego, una exposición implica una selección, pero globalmente las 200 obras expuestas reflejan lo esencial de la colección. Los tres curadores de la exposición seleccionaron las obras sin conocer el arte cubano, con una mirada virgen, sin preocuparse en absoluto por la fama ni la cotización de los artistas. Esto fue un aspecto muy positivo, seleccionaron las obras sin ningún prejuicio, fundamentándose única y exclusivamente en el valor intrínseco de las obras.
Esta exposición muestra que el arte cubano no se limita a la obra de Wifredo Lam; tampoco es un arte ingenuo, naïf, alegre, coloreado, folclórico, ni mucho menos. Esta exposición sirve en parte para romper los estereotipos sobre Cuba y su arte, la visión simple, reductora y a menudo falsa que los extranjeros tienen de este país y de sus habitantes. Cuba no se reduce al proceso sociopolítico definido como Revolución cubana y la observación ontológica más aguda que se puede hacer respecto a la cubanidad es que esta se opone a cualquier intento de imponer un orden unificador. Además, esta exposición muestra que un pequeño país, cualquiera que sea, puede tener artistas tan brillantes, originales y envidiables como Estados Unidos, Inglaterra, Francia o Alemania. El arte cubano eminente constituye una fuerza de resistencia, posee una estética profunda y original en consonancia con las tendencias más insignes de la modernidad. Por último, mi propósito siempre ha sido romper la polaridad, la dicotomía a través de las cuales presentan sistemáticamente el arte cubano: el de la isla o el del exilio.
¿Qué quedó fuera de esta muestra y con el tiempo te ha parecido injusto no haber incluido?
Una exposición implica una selección drástica, rigurosa, subjetiva, parcial. Yo sufría mucho cuando me decían los curadores que tal o cual obra no les parecía adecuarse, por cualquier razón, a la muestra. Lamenté la ausencia de la obra The book of hours de Gustavo Acosta; una pintura monumental de 1991 de Carlos Rodríguez Cárdenas; tres dibujos de los años 1980 de Tonel; un díptico de Ricardo Rodríguez Brey de la serie que recrea un diario de Humboldt; dos grandes carbonadas de Jesús González de Armas; dos grandes obras tempranas de Michel Pérez Pollo; unos dibujos de Alejandro Aguilera; un dibujo de Luis Gómez; varios dibujos de Pedro Vizcaíno; una pintura de Benito Ortiz, de Armando Mariño, de Yunior Mariño, de Juan Abreu, de Enrique Silvestre, de Vlado Llaguno, de Glexis Novoa, de Osvaldo González; las esculturas de José Antonio Díaz Peláez, de Francisco Antigua, de Andrés Montalván, de Armando Guiller, de Yunior Acosta, de Eliseo Valdés; varias obras de Hilda Vidal, de Guido Llinás; unos dibujos de Raúl Martínez; unos dibujos de Larry; un dibujo de Bernardo Navarro; varias fotos de Chinolope, de Juan-Sí González, de Gory, de Frank Guiller, de Ramón Williams, de Korda; una instalación de Consuelo Castañeda; los retratos que me hicieron a mí y a mi hijito Marcel Raúl Cordero, Eduardo Sarmiento, César Beltrán, Néstor Arenas, Ciro Quintana, Alejandro Aguilera, Noel Morera, Raychel Carrión, Jorge Luis Marrero, Juanma García…
Gran parte de tu colección descansa en los artistas de la generación de los 80 y 90 en Cuba. Si tuvieras que realizar una pequeña colección del mismo periodo pero con artistas cubanoamericanos (o cubanos-otra-cosa), ¿a quiénes escogerías?
Luis Cruz Azaceta, por ser una de las figuras más destacadas y eminentes de su generación, la que se dio a conocer en la década de 1980, cuando la modernidad promulgada por Clement Greenberg se situaba para muchos artistas en un callejón sin salida, y cuando se produjo en la pintura una reacción global hostil al conceptualismo y al minimalismo: se recuperaron la figura y lo narrativo, mezclándose con la abstracción, la escritura, el juego con los soportes, los materiales… Azaceta y otros pintores jóvenes, convulsionaron el panorama artístico y se destacaron por sus temas libres; por la exploración de su pasado histórico nacional reflejado en cuestiones míticas o literarias; por su pintura de gran tamaño rebosante de color, de textura; por la libertad de sus lenguajes y las soluciones formales como la cita, el eclecticismo estilístico; por una nueva forma de aprehender la pintura a partir de las ruinas de la modernidad. La trayectoria artística y estética de Luis Cruz Azaceta es muy amplia, y difícilmente abarcable o clasificable. Se trata de un artista múltiple, paradójico, a contracorriente, cuya obra oscila entre la figuración y la abstracción, fundiéndolas incluso. Una obra entre la geometría y las formas orgánicas, entre lo lindo y lo feo, en una cacofonía visual que interpreta la tragedia de la condición del exiliado, su desarraigo, su soledad, su marginación, su mutilación, su trauma; la violencia y el caos que imperan en las urbes contemporáneas posindustriales; el drama del medio ambiente con las catástrofes naturales o la propagación de epidemias, etcétera. Azaceta es un pintor auténtico, genuino, honesto, persistente, ajeno al dictado del mercado del arte. Su pintura refleja la necesidad visceral que siente por cartografiar su paisaje interior y exterior, su geografía y su historia, luminosas y a la vez oscuras. Su pintura, por su constante metamorfosis, traduce la multiplicidad y el polimorfismo de un ser que es, en unidad de esencia y de existencia, lo que todos los seres somos.
Enrique Martínez Celaya, por estar muy arraigado en la pintura y defender sus inagotables posibilidades y misterios, pero tratándola sin ningún parti pris, en esa impalpable irradiación que hace de su obra la confidente silenciosa de un encuentro particular. Como todas las formas de la representación ya fueron experimentadas a lo largo de la historia del arte, Martínez Celaya optó por un arte distanciado que aligera la pintura de su peso aplastante y le abre nuevas posibilidades: una herramienta de conocimiento, la esfera encantada de lo íntimo. El ojo de Martínez Celaya deja de mirar el mundo con un significado preestablecido y busca en él el secreto de su relación perceptiva. Su pintura no representa una vuelta al pasado, sino el cumplimiento de una posibilidad que la pintura contiene. Va más allá de la noción histórica de jerarquía de los géneros, pero como Martínez Celaya los conoce al dedillo, propone una pintura de síntesis y de destrucción; combate la idea obsoleta, pero todavía extendida, de que la pintura representaría una fórmula pasadista que ya no puede formar parte de la creación contemporánea; encuentra los medios de demostrar la vitalidad y la eficacia de la imagen pintada, su singularidad en un contexto en que todo es “imagen”. Sus paisajes, sus bodegones, sus retratos, no conforman una categoría, sino una unidad de géneros convocados sin la menor exclusividad. Martínez Celaya le devuelve a la naturaleza su visibilidad, su presencia y su enigma; la eleva a su condición figural. Mirar sus cuadros es exhumar recuerdos de intensidades posibles, abrir la maravilla de los imperios del mundo, este mundo flotante de “los comienzos innombrables” (Foucault).
Julio Larraz, por cuanto su obra es de notable complejidad iconográfica y temática que desacraliza y desmitifica la noción de poder, de cultura, de identidad… para someterlos a una mirada y a un gesto contemporáneos, a una tensión entre la tradición y la modernidad.
Félix González-Torres, porque su trabajo artístico, que se sitúa en la prolongación del arte conceptual y minimalista de los años sesenta, recupera sus estrategias, pero infundiendo en sus postulados formales y analíticos un contenido emocional; construye un diálogo y una experiencia afectiva con el público. De manera sutil y casi imperceptible, nos hace reflexionar sobre temáticas sociales y políticas desde la experiencia íntima. Su obra se inscribe en un contexto particular y concibe el espacio expositivo como un lugar de conflicto para llevar a cabo obras y proyectos que ambicionan propiciar el desarrollo de un activismo cultural, una empresa sociológica y política. Pone en escena, de manera aguda y mordaz, la esencia de nuestra relación con el mundo, sin limitarnos a la contemplación visual de la obra. Su expresión creativa se construye con soportes muy diversos a partir de una gran simplicidad formal y nos invita a prestar mayor atención a nuestros diferentes espacios de vida, ya que tocan el corazón de la experiencia humana: la dimensión sensible.
Ana Mendieta, por su inclinación a explorar a través de sus performances, sus fotografías o sus videos temas que sobrepasaban los límites étnicos, sexuales, morales, religiosos y políticos. La obra de Mendietaestá entre las más originales, intensas y fascinantes dentro de la producción contemporánea. Su andadura conceptual y estética se fundamenta en el aspecto antropológico, religioso, mítico, sagrado; así como en el contenido narrativo y simbólico de los temas que aborda: la relación entre subjetividad y materia, espiritualidad y cuerpo. Posee una dimensión universal que interroga las relaciones del individuo con el mundo, la religión, la mitología; se basa en la construcción de lo invisible y de lo oculto como presencias efectivas.
Carlos Alfonso, por representar en sus obras la realidad mágica del arte a través de su interpretación de la mitología afrocubana, por considerar la pintura como una ceremonia, un ritual simbólico que abre la obra hacia el cosmos.
Jorge Pardo, por mezclar, en un desfase perfectamente dominado y una profunda libertad, el universo de la cultura popular con las referencias más sofisticadas y eruditas. Explora numerosos campos artísticos como el dibujo, la pintura, la escultura, el objeto, la instalación… combinándolos con otros ámbitos de la creación como el diseño o la arquitectura, para elaborar una visualidad indisociable de una reflexión sobre el estatuto de la representación y de sus implicaciones ideológicas. Se trata de un espacio de creación híbrido y ambivalente que se interesa en las ramificaciones formales y en la noción freudiana de “inquietante extrañeza”, la cual se convierte en su obra en un sentimiento liberador, ya que se opone a la sensibilidad reduccionista de los preceptos incorpóreos del arte conceptual.
A la vez que coleccionista eres un estudioso del arte cubano, como demuestra esta misma conversación. ¿Cuáles son las zonas que a tu entender quedan privilegiadas (por volumen de artistas y obras) en tu colección actual y en cuáles debes continuar trabajando (o te gustaría continuar trabajando) para que puedan convertirse también en un punto de referencia futura?
La red de amigos que construí en el mundo del arte cubano me permite adquirir obras de artistas prestigiosos que forman parte de los más grandes museos del mundo como el MOMA, la Tate Modern o el Centro Georges Pompidou, pero también de artistas poco conocidos y ausentes de las instituciones cuya obra posee sin embargo una fuerza poco común, una estética superior. No establezco ninguna jerarquía, no tengo ideas preconcebidas, sigo una línea subjetiva, interior, que no es ni formal ni histórica, sino que se extiende por todas las direcciones, fuera de los caminos trillados.
Sin embargo, como lo subrayaste, mi colección le concede una particular importancia a la generación mítica de los años 1980, formados por la revolución cubana. Cuando vi sus obras en Cuba, estuve encantado por la calidad de su arte, un arte desprovisto de cualquier propósito mercantil o especulativo, un arte de ideas añadido a una dimensión alegórica, paródica, conceptual, antropológica y posmoderna. Se trataba de una generación de artistas que, influenciados por el expresionismo sombrío, irreverente, grotesco, violento de las figuras mayores del arte cubano de los años 1960 como Santiago Armada (Chago), Umberto Peña, Antonia Eiriz, Raúl Martínez, Jesús González de Armas, Manuel Vidal… transformó profundamente el arte académico, conservador, activista y moralista de la década anterior (“la década gris”), fundamentado en la ideología marxista-leninista, la lucha revolucionaria, el dogma estereotipado de la identidad nacional; una generación que renovó la escena cultural cubana y, cosa extraordinaria, la cultura de este país al llevar el arte más allá del arte. Estos artistas entendieron que exigir que el arte tuviera una utilidad social, por muy revolucionaria que fuera, equivalía a negarla en su aspecto más específico: la afirmación de la libertad. Lograron elaborar un arte sin restricciones, imposiciones o consignas utilizando los lenguajes y las metodologías desarrolladas desde los años 1960 en Occidente, esto es, abriéndose al mundo a la par que defendiendo una autonomía y una ética de su producción artística. Jürgen Harten estimaba que esta generación de artistas cubanos era la más viva y dinámica de Latinoamérica, Lucy R. Lippard encontraba su trabajo más fresco y vanguardista que todo lo que podía ver en las galerías neoyorquinas de aquel entonces, Gerardo Mosquera la consideraba como “la edad de oro” del arte cubano, un período de intensa energía creadora que engendró, tras el éxodo de sus principales componentes a causa de las innumerables tensiones con el sistema institucional y político llevado a cabo por el régimen castrista, una nueva generación de artistas, la de los años 1990. Ante una situación económica de pura subsistencia, esos nuevos artistas supieron conservar la solidaridad grupal de la generación anterior, su espíritu innovador y contestatario. Su principal designio fue la deconstrucción de las retóricas del imaginario de la revolución institucionalizada y consiguieron seguir abriendo un espacio de resistencia ante el régimen autoritario de turno. Esta generación de artistas hizo entrar el arte cubano en la escena internacional, gracias a la calidad admirable de varios de sus representantes y a la nueva política cultural del Estado cubano, que reorganizó el sistema de galerías, ensanchó la bienal de La Habana y creó un organismo que permitió la promoción, la difusión y la venta del arte de la isla, tanto en forma de subastas como dejándolo participar en las ferias internacionales de arte contemporáneo.
Respecto al segundo aspecto de tu pregunta, relativa al futuro de mi colección, la verdad es que no sé. Dejaré que el azar, el azar concurrente, este azar poético y mágico que no dejó de perseguir al poeta cubano José Lezama Lima, siga rigiendo mi vida. El arte no cambia la vida, sino la sensibilidad con la que la afrontamos y espero que muchas obras de arte sigan aumentando en mí y en mi pequeño hijo Marcel el placer y la alegría de estar vivos, que sigan siendo pulsión de vida por distender el tiempo, que sigan convirtiendo el sueño en vida y la vida en sueño, que sigan disipando el caos, embelleciendo lo feo, eternizando el instante y llevándonos al paraíso perfumado de la pura voluptuosidad.
Desgraciadamente, siempre habrá artistas y obras que se quedarán al margen de mi vida, como si me observaran con un aire escéptico, dando a entender que tal vez yo no tenga las fuerzas, la percepción ni la disciplina necesarias para apreciar su obra en su justo valor. Sin embargo, la verdad es que donde mejor me siento es en los estudios de mis amigos artistas. Me divierto mucho, aprendo mucho, y creo que nuestra amistad pasa por el reconocimiento de nuestra extrañeza común; es libre, lúdica, y nunca especulativa ni ostentosa ni solemne.
¿Abrirá por fin algún día tu propia galería o museo o Búnker Art Pacé –como le has bautizado?
El Búnker (Búnker Art Pacé, como lo nombró Carlos Rodríguez Cárdenas en el primer logo que hizo de él) es la casa que mandé a construir en la ciudad de Pacé, situada a cinco kilómetros de la capital de Bretaña, Rennes. Un arquitecto diseñó los planos y obtuvo el permiso de construcción, el cual fue muy difícil de obtener, ya que se ubica el terreno al lado de un puente medieval, lo que hace la zona arquitectónicamente protegida. Pero mi arquitecto logró imponer su proyecto. La idea era construir un espacio que pudiera recibir y cobijar mi colección de arte y a la vez, en el sótano, hacer exposiciones de artistas cubanos. O sea, no lo concebí como centro de arte, sino como una casa privada donde todos los amigos míos artistas pudieran exponer sus obras y donde un público seleccionado pudiera verlas. Lo malo es que en el momento en que casi estaba terminada la construcción, tuve que demandar a varios constructores y al maestro de obra por defectos de ejecución del edificio. Hace nueve años de eso y todavía los jueces no los han condenado a terminar el Búnker. La impericia y la incuria de “aquel inmenso organismo judicial que se encuentra en posición eternamente vacilante” (Kafka) son aterradoras.
Le llamé Búnker porque será un lugar de protección, de refugio (Bretaña es una región llena de búnkeres alemanes de la Segunda Guerra Mundial), contra el filisteísmo invasor, la estupidez institucionalizada, “el esnobismo de la canalla” (Proust), la prepotencia del orden mercantil que anega cualquier singularidad de sensación o de pensamiento. ¡Ojalá pueda refugiarme en él pronto!
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