Alejandro Anreus: Mirando dos cuadros de Arturo Rodríguez

Artes visuales | 23 de abril de 2023
©Arturo Rodríguez, «Terra Incognita/Variation on Courbet (The Meeting VI)», 2021.

   A la memoria de Juan A. Martínez


Estamos en la segunda década del siglo XXI, y hace bastante tiempo que aquellos jóvenes pintores, escultores y fotógrafos cubanoamericanos (nacidos en Cuba y criados/educados en EEUU) que aparecieron a finales de los 70 y principios de los 80 como «promesas», son maestros con mayúsculas. No solo son parte de la extensión del arte cubano más allá de la Isla, son parte del arte contemporáneo de EEUU, y también de lo que la ultima moda llama «Latinx Art».

Me refiero a figuras con una trayectoria impresionante de obra original y rigurosa, exposiciones, premios y becas importantes, al igual que colecciones públicas. Aquí están sin duda alguna Luis Cruz Azaceta, María Brito, Julio Larraz, Arturo Rodríguez, Tony Mendoza, Miguel Padura, los difuntos Juan González y Mario Algaze y, entre los más jóvenes, Teresita Fernández, María Martínez Cañas, y la siempre extraordinaria Juana Valdés. Debemos de prestarle atención a su trabajo más allá del mercado y los pronunciamientos de los «curadores estrellas», debemos detenernos a ver la obra en serio. Siempre recordando aquella frase de Machado en su Juan de Mairena: «Los novedosos apedrean a los originales».

Hoy quiero hacer una pausa frente a la obra de Arturo Rodríguez. Tomarme mi tiempo con dos óleos de su producción reciente. Rodríguez pertenece cronológicamente a la llamada Miami Generation, aunque siempre lo han dejado fuera de las exposiciones con ese marco generacional y geográfico. Quizás sea por ignorancia o envidia… o ambas. En fin, su pintura —porque Arturo es pintor y con mayúscula— tiene una trayectoria fascinante.

En sus comienzos (finales de los 70 y principios de los 80) era obvia su deuda con Francis Bacon y los alemanes Otto Dix y Max Beckmann. Pero esta deuda era transformada siempre en un lenguaje propio, arriesgado en su dibujo orgánico y su pintura expresiva. Desde entonces ha llovido mucho, como decían los viejos. Ahí están sus poderosas series de exilados, manicomios, archipiélagos fantasmagóricos, sus conversaciones pictóricas con Giorgione y Caravaggio, sus aeropuertos llenos de gente y siempre vacíos, su homenaje a Rimbaud, etc. La lista es larga y la calidad e intensidad de su trabajo es solo comparable entre sus compatriotas a Cruz Azaceta y María Brito, y más allá  de nuestro ámbito inmediato, con pintores de la talla de un Frank Auerbach o el difunto R.B. Kitaj.

El año pasado, entre los meses de febrero y abril, Arturo Rodríguez exhibió una serie de telas en la galería L&S, de Coconut Grove, bajo el titulo Terra Incógnita. Anteriormente, poco antes de la pandemia exhibió en el mismo espacio otro grupo de obras (óleos, dibujos y acuarelas) con el nombre de Archimboldo’s Ghosts. Hacia unos diez años que no tenía una muestra personal en la ciudad donde trabaja y vive desde tiempo inmemorial.

Me atrevo a escribir que en ambas exposiciones el pintor probó lo que ya sabíamos muchos (el difunto Juan Martínez, Lynette Bosch, Bruce Weber, entre historiadores de arte; Fernando Trueba, Jorge Ulla y Jorge Moya entre cineastas) desde hace tiempo: es un pintor en plenos poderes, con una madurez sabia que solo existe como el producto de años batallando frente a un lienzo día tras día. Estas telas de los últimos años son ejemplos de que el tipo es un Mozart que decide tirar el piano por la ventana y hacer su música sin tecnicismos virtuosos, los cuales fueron conquistados hace rato. Rodríguez se las juega todas y sale ganando. Esto se ve específicamente en dos telas como «Terra Incognita/ Heart of Darkness», 2020-2021, y «Terra Incognita/Variation on Courbet (The Meeting VI)», 2021. Ambas obras son óleos de grandes proporciones: 1,70 x 1,42 metros el primero; el segundo 1,78 x 2,29 metros.

En la primera tela, el pintor hace referencia a uno de los tres libros que más han influido en su visión artística y del mundo: El corazón de las tinieblas del polaco-inglés Joseph Conrad (los otros dos son Moby Dick de Melville y Largo viaje hacia el fin de la noche de Céline). Esta tela vertical es un juego feroz entre paisaje, figura y objetos. Rodríguez esta pintando en medio de la composición con un pincel enorme que es a su vez una especie de lanza. A su alrededor una mezcolanza seudocubista es construida con casitas con chimeneas humeantes, en pequeño barco como el de la novela de Conrad, dos hombres enmascarados, un gato negro, un automóvil, la mujer del artista, lienzos, la ballena blanca de Melville dentro de un cuadro, caballos, el virus del Covid, un río y yerbazal denso dentro del cual hay una loma de cráneos de calaveras.

El color en todo el cuadro posee una intensidad deslumbrante: los verdes salpicados por rojos, los azules cruzándose con los amarillos y convirtiéndose en verdes viridianos y olivos. Como en las pinturas de Turner, esta tela de Rodríguez nos desorienta con su simetría orgánica y atípica. La complejidad cromática nos recuerda a Seurat, pero lo importante de este trabajo es como el pintor utiliza el idioma visual para provocar un cuestionamiento. ¿Qué es la pintura, porque existe, cual es su lugar en el mundo?

Como el narrador de la novela de Conrad, Rodríguez se pierde en el río de la pintura, con todos sus misterios y terrores, y en el proceso mismo del cuadro, dentro de la locura pictórica, encuentra su destino.

«Terra Incognita/Variation on Courbet (The Meeting VI)» es otra cosa. En una en enorme tela horizontal Arturo se convierte en Courbet (ese feroz apóstol de un realismo brutal en el siglo XIX) y el campo original donde el francés se encontraba con su mecenas Bruyas, su sirviente y su perro, es ahora un mar verde que fácilmente se transforma en la bahía de Biscayne con rascacielos en la distancia. Lienzos flotantes crean el camino de la pintura y el pintor es un peregrino cuyo pincel es un cayado que también sirve de lanza. La mujer del artista, Bruyas y su perro, un niño con pantalones cortos (sutil homenaje a una foto de Arbus), sombras fantasmagóricas aquí y allá, el barco de Conrad y la ballena de Melville, son los elementos que construyen una iconografía de la obsesión: vivir para pintar/pintar para vivir. La pintura es densa y transparente, chorreada y empastada, moviendo los intensos colores (verdes, azules y violetas, pardos y grises) por toda la superficie del lienzo, creando una movilidad casi fílmica (el cine, otra obsesión de Rodríguez). Su dibujo mantiene una articulación expresionista, la cual esta enraizada en una práctica profunda. Este cuadro es sencillamente una carta de amor a la pintura. ¿Qué más se puede decir?

Estos dos cuadros son claros testamentos de que Arturo Rodríguez es, como me escribió no hace mucho el cineasta Jorge Ulla, «nuestro El Greco, nuestro Kokoschka en su intensidad emocional». Sí, es eso y mucho más.  Es un pintor de peso completo y en plenos poderes.

Publicación original en ‘Diario de Cuba’