Maite Díaz González: Homenaje a Antonia Eiriz

Artes visuales | 28 de abril de 2023
©Eiriz en su casa de El Juanelo, La Habana, circa 1980.

A la pregunta, ¿por qué Antonia Eiriz dejó de pintar durante tantos años?, solo podría responder la artista.

Durante los años que vivió después de la decisión de no pintar y su salida de Cuba hacia Estados Unidos, en pleno Periodo Especial en los primeros años noventa, no sé si alguien, dentro del periodismo oficial se atrevió a hacerle la pregunta. Alrededor de Antonia Eiriz flotaba un mito, Antonia era un electrón libre y esto a los oficialistas y funcionarios de las instituciones como el Museo de Bellas Artes los mantuvo siempre a distancia. Por su obra no se preocupó nadie y su cuadro «La Tribuna» estuvo en los depósitos durante décadas. La cobardía ha sido una constante, la falta de criterio y el oportunismo de críticos y especialistas ha dejado escapar documentación, información y testimonios fundamentales de la historia de la cultura en aquellos años en Cuba.

Antonia Eiriz en Estados Unidos, viviendo en casa de su sobrina Susana Barciela con la ayuda de Gómez, su esposo, volvió a trabajar y a exponer en la Florida.  Estos son los hechos relativos a los periodos de trabajo creativo de Antonia Eiriz.

Si la decisión de abandonar la pintura fue meditada y asumida como un corte, o si fue un efecto inconsciente que definió un alejamiento, una autocensura, un suicidio creativo o una huelga frente a los burócratas e ideólogos de la cultura oficial de aquellos años «de combate», es tarea de un análisis más profundo y experto desde el punto de vista psicológico y de las circunstancias personales de la artista.

Recordando las conversaciones que mantuvimos en muchas ocasiones sobre temas como la pintura y la expresión, los maestros, los museos, la vanidad, la política y el compromiso, el lugar de un creador y de un ser humano en la sociedad, pero, sobre todo, el recuerdo como una confesión entrecortada de la impresión al escuchar en un acto público las palabras críticas de José Antonio Portuondo sobre su trabajo en la inauguración de una exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes en los años sesenta. Aquel acto definió una actitud frente a la institución que mantuvo hasta que se marchó de Cuba.

En 1991, mientras la ayudamos a recuperar una serie de piezas y a restaurarlas para la exposición en la Galería de Galiano, muestra que organizó en paralelo a su tesis en la Universidad de La Habana Silvia Margarita del Valle, se rescataron del estudio de Antonio Vidal y Guido Llinás en el Vedado la mayor parte de sus ensamblajes y otras obras que restauró para la exhibición. En aquella ocasión Antonia Eiriz dejó claro que no quería recibir ningún homenaje ni que su obra fuera objeto de una gran exposición retrospectiva en el Museo de Bellas Artes. Antonia pidió que el catálogo reprodujera las palabras que había escrito Roberto Fernández Retamar para la última exposición que había realizado antes de dejar de pintar. Quienes la conocimos bien, sabemos que esta decisión era en parte el fruto de su carácter, aunque también, una reivindicación justa frente a la injusticia del crítico animado por sus propósitos de ideólogo oficialista.

Es posible que en los años sesenta para la nueva estética marxista y el nuevo paraíso revolucionario las obras de Antonia Eiriz concentradas en el dolor, en la monstruosidad del mundo y su violencia, herederas de la mejor tradición de la pintura española y de un realismo expresionista descarnado fueran recibidas como bofetadas. Antonia no trabaja para gustar, muestra la crueldad y retrata a la sociedad desde los registros de las élites y el pueblo, esos dos conceptos que dibujan el espacio político que de tan alejados, se convierten en una relación de espejos. Volviendo sobre sus obras no queda duda que retratan las épocas convulsas en que demagogia y populismo ocupan todo el espacio de los periódicos. Así, su «Muerte en pelota», «La Tribuna» o sus retablos con podiums, micrófonos, banderas, y, al fondo, esa masa amorfa y temible. O la federada, la mujer monstruosa que podía decidir la vida de cualquier persona con un simple informe. Antonia nos ha dejado una crónica con personajes que todos conocimos, fue su talento y su agudeza, también su coraje y su valentía las virtudes que la pusieron en primera línea. También es muy probable que el regaño dirigido a Antonia Eiriz fuera una advertencia colectiva al gremio crítico de los artistas plásticos antes del Congreso de Educación y Cultura de 1971.

Recuerdo que por aquellos años Antonia Eiriz había recibido una beca y viajado por Europa, la recuerdo joven y bella a su regreso contando en casa aquel viaje. Las impresiones en los museos de España, Francia e Italia. Algunos artistas recibieron becas de diferentes organizaciones internacionales, se trataba de promover y ayudar a un país que planteaba nuevos proyectos sociales y, sobre todo, educativos. En el momento de la crítica de Portuondo, Antonia era profesora en las escuelas de instructores de arte y en la Escuela Nacional de Arte donde su labor fue decisiva en la formación de muchos artistas. Dejó su trabajo como profesora y se recluyó en su casa.

Rememorando anécdotas sobre la atmósfera de aquella época y sobre las presiones y represiones que padeció aquella generación es obvio que el poder político ejercía un chantaje. El proyecto revolucionario exigía entrega total y una lealtad perruna. Que una artista decidiera ser crítica era intolerable, si ocurría, el poder y sus gendarmes de la oficialidad se encargaban de lanzar las acusaciones de «traición» o de «desviaciones pequeño burguesas» de personas incapaces de un «compromiso», alejadas de la realidad política del país.

No sé si con estas palabras he podido reproducir la prosa política de aquellos años, los juicios y expresiones que pública o privadamente podían decidir si un creador desaparecía de la escena o era promovido por los mecanismos oficiales de la cultura, o, si directamente perdía su trabajo.

Del grupo de sus amigos más cercanos algunos ya se habían marchado o estaban en trámites para hacerlo, son los casos de Guido Llinás, Hugo Consuegra y Tomás Oliva que comenzaba su calvario en aquellos años para poder irse.

Su labor pedagógica y curativa en su barrio tampoco fue un acto premeditado y organizado como respuesta a la agresión oficialista. Fue el resultado de su relación con sus vecinos y de su talento pedagógico marcado por su generosidad. Los talleres de papier maché que organizó e impartió en su barrio y en varios de la ciudad, se convirtieron en la terapia creativa de mucha gente y en una forma de resolver la precaria economía doméstica.

En los años ochenta algunos jóvenes que la admiraban pedían conocerla y visitarla en la intimidad de su casa pero no lograban franquear la verja. No le interesaban los focos y se protegía de quienes pudieran manipular sus actos, sus actitudes y su vida. Antonia era un espíritu libre, tenía un carácter flexible y comprensivo, un sentido de la justicia y del bien al prójimo, era bondadosa y no escatimaba tiempo o esfuerzo cuando sabía que podía ayudar a alguien o que su consejo y su acción podían ser decisivos en la vida o en un momento de la vida de una persona.

Era una creadora, cuando terminó sus estudios en San Alejandro, me contaba que pensó dedicarse a la moda. A las artes aplicadas también dedicó atención, enseñó a muchas personas a entintar telas, a reciclar tejidos y paños para hacerlos más bellos. Sabía que el arte era un camino para disfrutar y comunicar y que la creación era una posibilidad asequible a todos.

Recuerdo un día en su casa conversando en la mesa del comedor, Antonia, mi madre y yo, tenía delante unos viejos periódicos y comenzó, mientras hablaba, a modelar con ellos de manera natural; de pronto, se paró para hacer una broma sobre aquella obsesión con la música de los papeles y se fue a la cocina a preparar una deliciosa champola con las guanábanas que cultivaba en su jardín.

Abril, 2017.

(*) Se reproduce íntegro el texto que la autora escribió sobre Antonia Eiriz –a petición de Sandra Ceballos– para el catálogo Malditos de la Postguerra, y el cual por razones de espacio no pudo reproducirse completo.