Ulises Padrón Suárez: De un negro, maricón y feo. Apuntes para subvertir la epistemología racista

Autores | DD.HH. | 5 de junio de 2023
©Fragmento de Biografía de un cimarrón en Siglo XXI Editores

Durante el Preuniversitario, en medio de una discusión, un compañero de mi aula ‒al que llamaré René‒ me gritó que “no se podía ser negro, maricón y feo a la vez”. En ese momento no encontré las palabras para ripostar y me guardé ‒he guardado hasta hoy‒ un coraje amorfo y silencioso que me carcomía. En lo más hondo de mí sentía que todo aquello que me había gritado delante de una veintena de muchaches de la misma edad, “negro, maricón y feo”, era lo que realmente me definía. La sociedad me lo había dicho tantas veces que me lo creía, incluso en ese entonces, lo consideraba una de mis verdades más profundas.

En un país en el que se promueve la blanquitud a toda costa, o el mestizaje como forma light del racismo, ser negro es una maldición. Desde peques se nos alienta a “adelantar la raza” como marca de éxito para les que poseemos la tez oscura. Mantener una relación estable con una persona blanca es signo de haber progresado en la vida. Por su parte, los medios de comunicación estereotipan y criminalizan los roles de las personas negras y racializadas, en limitados espacios de representación que van de delincuentes a domésticas, sin mucha variación, legitimando la subordinación de la raza. Ya esto estaba en el primer Ortiz.

En un país que penalizó a las personas sexodisidentes, etiquetar a alguien de “maricón”, “pájaro” o “loca de carroza” era maldecir en vida, pues no solo recaía en sí el peso moral, sino también en la familia. El estigma social y patológico le perseguiría de por vida. Las redadas policiales en lugares de encuentro, el trato criminal por parte de la policía, la “parametración”, las experiencias en los campos de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), condicionaban la salida de cualquier adolescente. Existía un miedo intrínseco que muchas veces paralizaba cualquier contacto con otra persona gay, lesbiana, ni hablar de trans, en la búsqueda de referencias. Si los homosexuales blancos poseían un cierto heteropassing, las personas negras éramos constantemente cuestionadas por nuestra virilidad, inflexión de la voz o ademanes, a través de chistes, medidas correctivas o disciplinarias en el espacio público. Durante mi niñez, las personas LGTBIQ+ no eran humanas, eran patos, pajáros, flojos. Los gestos y muecas del hablante denotaban lo innombrable en su performance homofóbica.

Lo de feo, al referirse a mis características físicas, era tal vez la ofensa más subjetiva que mi compañero me había lanzado, como dardos que volvían a él. Respondía más bien a su patrón de belleza blanqueado. René, heterosexual y negro como yo, con rasgos fenotípicos parecidos a los míos, tenía una novia blanca. A diferencia de mí, él era heterosexual, lo que lo colocaba en un estatus sociorracial superior, según su cosmovisión. Aunque nuestras familias fueran obreras y procediéramos de barrios marginados, su injuria era la medida de todo lo que conocía y en ella estaba que, negro, maricón y feo, era la peor de las aberraciones posibles que alguien pudiera ser. En ese momento René la tenía de frente, es decir, a mí.

Hace unos días, en un taller sobre antirracismo en Espacio Afro, en Madrid, el ponente me preguntó cuándo había comenzado a realizar activismo antirracista. Le contesté que, en el 2018, cuando me dejé crecer el pelo. Hasta ese momento, toda mi experiencia con el cabello pasaba por un laberinto de autoagresiones: que si eran “pasas”, “pelo malo”, “de color cucaracha”, indefinido, y no valía para lucirlo largo. Mi necesidad de anclar, desde la lucha antirracista, mi activismo LGBTIQ+, se proyectó generando pequeños y continuos cambios: en mi modo de observarme frente al espejo y el de mirar, desde otro sitio, a las personas negras y racializadas, fuera del paradigma blanco y racista en el que estaba moldeado.

El racismo, al decir del maestro Rogelio Martínez Furé, es proteico, y se desliza sutilmente en las relaciones por las que uno transita. Uso continuamente un ejercicio visual: contar las personas negras y racializadas, y observar los roles que ocupan en los grupos o espacios a los que asisto. Ello me ha permitido comprender el lugar desde dónde se nos mira y cómo, que las ausencias son parte del sistema y que los lugares que ocupamos, de subalternidad en la mayoría, responden al ejercicio de invisibilización de la hegemonía blanca. Para algunas feministas y activimos es muy cómodo hablar desde un Yo ‒universal, blanco, cisheterosexual‒, cuando no han sufrido las violencias históricas que se evidencian en las asimetrías del día a día.

Por mucho tiempo, durante mi adolescencia, normalicé que la policía me detuviera en la vía pública, en más ocasiones que a mis amigues de piel blanca, era común que le sucediera a gente de mi entorno. Luego supe que, desde el periodo colonial, la mayoría de los rasgos fenotípicos de les negres conforman una lista de perfiles proclives a delinquir, para les agentes del orden. De ese periodo también son los textos que construyen el relato del negro como vago.

Más tarde, con 20 o 25, me preguntaban si era bailarín. Al ser delgado, alto y pájaro, encajaba en el estereotipo del bailarín. En el imaginario social colectivo cubano, las personas negras ocupamos tres oficios o profesiones de éxito: bailarín (sobre todo de danzas afrocubanas), deportistas y músicos. Salirse de esas casillas implica una extrañeza para muches, incluso desde la sospecha. Una pareja me confesó, mucho tiempo después, que supuso que yo mantenía una relación con un extranjero porque vestía muy bien para los estándares de una persona negra. O cuando te sueltan, sin ton ni son, que eres el primer negro o la primera negra con quien han estado; que nuestro olor es único; o que el sexo con nosotres es mejor que con les blanques. En fin.

Todos estos fetiches o relatos racistas constituyen parte de la experiencia de las personas racializadas en la mayoría de los espacios LGBTIQ+, que deberían ser seguros e inclusivos. El racismo transversaliza, en conjunto con la clase, el género y la sexualidad, nuestras vidas. El racismo, el machismo, el sexismo, la homo/transfobia, en muchos espacios LGBTIQ+, son alimentados y aupados por quienes dicen enfrentarse a ellos.

Para el escritor Alberto Abreu Arcia, en su artículo “Soy, me pienso y hablo como homosexual negro”, ello se debe a que en

el imaginario occidental-colonial [se] construyó un mito sobre la supuesta virilidad del hombre africano y su descendencia: las proporciones descomunales de su miembro y su ardor sexual, casi primitivo, capaz de transgredir los límites de toda moral y prohibición y que históricamente ha estimulado la ansiedad sexual del hombre y la mujer blanca. El imaginario popular, durante mucho tiempo, se ha encargado de alimentar con toda clase de chistes esta representación sexual del hombre negro. Dicha percepción forma parte de los mitos fundacionales de la nación cubana.

El feminismo decolonial afirma que el origen de la homo/transfobia radica en el racismo mismo, que al operar sus mecanismos de dominación sobre sujetos sexodisidentes fragmenta aún más la propia identidad hasta vaciarla de radicalidad política. Desde otra perspectiva problemática a este argumento, ser una persona homosexual o trans no mitiga el racismo interiorizado; como tampoco una persona negra asegura la unión a las luchas de los colectivos LGBTIQ+. Las diferentes formas de opresión han alienado en el individuo la potencialidad de autorreconocerse en la multiplicidad identitaria, como, a su vez, la de politizar las diferencias sexuales, de género, raciales o de clases. Para derribar esas fronteras epistemológicas hay que derribar al sistema capitalista en su esencia.

La carencia de referencias sobre racialidad e identidades sexodisidentes en Cuba, refleja la estereotipación con que se suele tratar el tema. La temática se instala de forma marginal en la academia o entre activistas, con sesgos que conllevan la invisibilización de las múltiples violencias que sufren las personas racializadas, dentro y fuera de los colectivos LGBTIQ+. No existen estadísticas que propicien un panorama a la complejidad de las relaciones sexo-erótico-afectivas, o las identidades políticas que emergen de las interrelaciones y sociabilidad sexopolítica racializada. Que se plantee la orientación sexual y la identidad de género, separadas del racismo, es consecuencia de los vacíos epistemológicos para abordar este fenómeno en la sociedad cubana.

Por lo general, ambas variables se separan, hombre-negro-homosexual/gay-blanco-culto. El Diego de Fresa y Chocolate es el mejor ejemplo, pues se nutre de la extensa tradición literaria, del cine y las artes en general. Pero cuando se unifican dan al traste con la figura del “bugarrón”, “propi[o] de la lógica sexual binaria sobre la que descasan el relato histórico y el mapa cultural de la modernidad”, según Abreu Arcia.


La ambigüedad del bugarrón, la manifestación del deseo heterosexual oculto o negado por el sujeto homosexual, expresan los límites binarios sexorraciales en el contexto homofóbico y racista en el que se circunscribe, por lo general, desde la precariedad económica o carcelaria. Es el caso de Pascasio Speek de Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, que se enamora del recluso Andrés Pinel, a causa de la privación de relaciones sexuales con mujeres, y por ende heterosexuales, al estar en prisión. La construcción de ambos personajes, Pascasio, negro heterosexual masculino, en contraste con Andrés, blanco, joven, afeminado, alimenta las obsesiones por la transgresión del hombre negro en el cuerpo de la persona blanca.

El filme cubano Fátima o El Parque de la Fraternidad (2015), inspirado en el cuento homónimo de Miguel Barnet, recrea la relación entre Fátima, mujer trans, y su pareja Vaselina/Andrés. La visión del amor entre una mujer trans/homosexual y un hombre negro/bugarrón es la más socorrida en el imaginario colectivo. La ausencia de negros maricones, pájaras y locas de carroza son aún más alarmantes.

Por otra parte, el desconocimiento de las historias que conformaron a nuestres ancestres, hasta el presente, es congruente con el borrado sistemático de nuestros saberes colectivos, dentro de los cuales las sexualidades no heteronormativas tendrían su propio relato. Ante de la entrada de los británicos a Nigeria, nos recuerda Oyèronké Oyěwùmí, las relaciones sociales no eran determinadas por el género ‒masculino o femenino‒, sino que estaban constituidas por el principio de “senioridad”, como “la dimensión de mayoridad por edad relativa como eje articulador de la jerarquía social en la vida cotidiana”. En las religiones afrocubanas, y en la Regla de Osha en particular, se evidencia dentro de las prácticas y ceremonias en la religión. Aunque, en la actualidad, advierte el antropólogo Adonis Sánchez Cervera,

existe una subordinación del género femenino al masculino en casi todos los niveles de la vida ritual. Su estructura de género no permite la igualdad de funciones entre hombres y mujeres en la práctica religiosa, sustentada en la tradición oral (mitos, leyendas, tabúes, cantos, rezos, etc.), en la que la contribución de la subordinación femenina a la dominación masculina es innata e ineludible”

el “respeto a los mayores” y la posición de privilegio ceremonial que ocupan les santeres agba-lagba es herencia de la transplantación de la cosmovisión yoruba en la Isla.

Desde estos presupuestos es posible deconstruir la historia oficial racista y homofóbica, y desmitificar episodios que legitiman la subordinación de los sujetos racializados a la blanquitud hegemónica, a la par traer al presente las voces de personajes sexodisidentes racializados, ocultos u olvidados, desde las instituciones públicas.

En Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet, Esteban Montejo narra cómo era la vida de les cimarrones que mantenían relaciones entre elles, en los palenques:

Otros hacían el sexo entre ellos y no querían saber nada de las mujeres. Esa era su vida: la sodomía. Lavaban la ropa y si tenían algún marido también le cocinaban. Eran buenos trabajadores y se ocupaban de sembrar conucos. Les daban los frutos a sus maridos para que los vendieran a los guajiros. Después de la esclavitud fue que vino esa palabra de afeminado, porque ese asunto siguió. Para mí que no vino de África; a los viejos no les gustaba nada. Se llevaban de fuera a fuera con ellos. A mí, para ser sincero, no me importó nunca. Yo tengo la consideración de que cada uno hace de su barriga un tambor.

Este relato, al reconstruir la vida en el palenque de personas negras, al margen del sistema esclavista, de/en resistencia, fuera del halo de la «civilización» colonial-occidental, describe cómo establecen sus propios códigos de convivencia. Lo interesante, desde mi punto de vista, es cómo el narrador (Esteban/testimoniante o Barnet/autor) reajusta a su foco las experiencias de negres sexodisidentes –marido, afeminado, espacios feminizados– para que el poder despliegue cierta inteligibilidad sobre un fenómeno que desborda la visión del amo, el discurso binario heterosexual colonial.

La subversión de la triada negro, maricón y feo, no es el rechazo a priori de la densidad identitaria, una negación ontológica, sino que cuando se realiza con conciencia crítica antirracista, feminista y contra homo/transfóbica, se exponen las trampas de la epistemología cisheterosexual blanca, incapaz de reproducir el discurso de los sujetos que transgreden estos saberes. Trampas que invisibilizan las múltiples intersecciones que conforman nuestras cuerpas, sexualidades y biografías. La transgresión que genera estos cruces, reafirma nuestra existencia a pesar de la consecución y sofisticación del poder y sus diversas manifestaciones para borrar o blanquear nuestras historias. Desde ella, manifiesto y reivindico mi cuerpo racializado, mi deseo homoerótico y mi fealdad antiblanca, herencia de mis ancentres negres que desafiaron al patriarcado y la heteronormativad racista.

Publicación original en SubAlternas