Ignacio del Valle-Dávila: El realismo socialista en el cine de ficción cubano de los años sesenta

Autores | Cine | 8 de junio de 2023
©Cartel húngaro de Cuba 58 (1962) de Jorge Fraga y José Miguel García Ascot.

Introducción: Lo que dicen los textos… lo que dicen los filmes

El realismo socialista no tuvo espacio en el cine cubano. Esta afirmación domina ampliamente la bibliografía especializada sobre las producciones del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Las fuentes escritas de la época así parecerían confirmarlo. Son abundantes las declaraciones y artículos firmados por las autoridades del Instituto, a comenzar por su director, Alfredo Guevara, y sus principales cineastas como Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa, donde se critican los convencionalismos y estereotipos que habían dominado el cine soviético durante el estalinismo. En 1963 Guevara escribía:

[…] se presenta como realista y socialista un arte muchas veces reaccionario, arte-opio, adormecedor o excitante, en el que se proponen a los espectadores y lectores, arquetipos abstractos –realmente abstractos– que pueden competir en falsedad e irrealidad con los mejores personajes de Corín Tellado, o la imagen habitual de “supermanes” de todo tipo. Es un cine adulto, complejo, dirigido al hombre integral, y por lo tanto también al intelecto [en cambio], el que tratamos de programar en las salas cinematográficas (Guevara, 1998: 205).

En la cita Guevara no escatima críticas hacia el realismo socialista, incluyendo comparaciones irónicas con productos masivos del mercado de bienes culturales capitalista. Parece querer rechazar cualquier aproximación con la estética que había dominado las artes en la Unión Soviética desde comienzos de los años treinta. Bajo el impulso del ministro Andréi Zhdánov, el realismo socialista había puesto un fin drástico a las vanguardias artísticas del decenio anterior substituyéndolas por una relectura conservadora del academicismo del siglo XIX. Como explica Jacques Aumont (1990: 161), ese pretendido realismo buscaba acercar el arte al “ideal” socialista, lo que significaba la imposición de cánones temáticos que privilegiaban las escenas campesinas, las asambleas de trabajadores y las reuniones de dirigentes. Asimismo, se destacaban las figuras humanas resueltas, decididas y heroicas, recurriendo a personajes inspirados en tipos sociales específicos siguiendo un didactismo marxista. En el campo del cine se impuso la transparencia del montaje, la estructura dramática clásica y una grandilocuencia estilística que tendía a la monumentalización de los conflictos representados. El propósito fue proponer historias fácilmente comprensibles para el público masivo, con una drástica separación entre el bien y el mal, y peripecias de las que siempre se extraía una moraleja revolucionaria.

Lejos de querer esas fórmulas para el cine de la isla, a principios de los años sesenta Guevara promovió una aproximación a los nuevos cines europeos y latinoamericanos, intentando hacer coincidir los principios del cine de autor con una concepción de los cineastas como intelectuales comprometidos. Asimismo, es innegable que el interés por el realismo de parte de algunos de los directores del ICAIC, encontraba su sustento teórico en vertientes soviéticas anteriores al realismo socialista y, en mayor medida, en los debates intelectuales de la Italia de la posguerra (Salazkina, 2012).

Tradicionalmente se considera que solo a comienzos de los años setenta, la política cultural cubana experimentaría un giro hacia posiciones dogmáticas durante el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura arrastrando la producción artística a lo que Ambrosio Fornet llamó –con cierta prudencia– el “quinquenio gris”. Durante ese periodo de fuerte limitación de la libertad creativa, el ICAIC intentó mantener su independencia inicial, pero con el costo de limitar su diversidad estética y dar cabida a expresiones cercanas al realismo socialista.

En líneas generales, esa evaluación sobre el rechazo del ICAIC al realismo socialista es válida; sin embargo, puede ser matizada. En este texto pretendo mostrar, a partir del análisis de algunos largometrajes, las “zonas grises” de la relación cubana con la tradición estética del realismo socialista durante los años sesenta, tradicionalmente considerados como la época dorada del ICAIC. Más allá de los editoriales, artículos, declaraciones y polémicas públicas, ¿qué rastros del realismo socialista existieron efectivamente en el cine cubano? ¿Qué formas de hibridación y de transferencias culturales entabló el cine cubano con esa tradición estética que rechazaba oficialmente?

Uno de los primeros problemas que enfrenta cualquier investigador que se aproxime al cine cubano es que los primeros recuentos históricos sobre esa cinematografía fueron llevados a cabo por algunos de sus protagonistas. En este como en otros tantos casos, las fuentes de época se guiaron por sus propios objetivos programáticos, buscaron reinterpretar o justificar algunas de sus propias acciones o, en el mejor de los casos, carecieron de suficiente distanciamiento crítico para evaluarlas. La memoria subjetiva y la historia se confunden en sus relatos. Por ello es necesario acercarse a esos textos con prudencia.

En las declaraciones contra el realismo socialista que he expuesto anteriormente se mezclan cuestiones de diversa índole. Hay, desde luego, una reticencia estética de parte de algunos productores y directores cubanos más sensibles a otros movimientos y escuelas cinematográficas occidentales. También cabría mencionar una lucha por mantener la independencia del instituto cinematográfico dentro de la política cultural de la isla y en particular respecto de los sectores prosoviéticos. Finalmente, no podemos olvidarnos de un tercer factor que está relacionado con la omnipresente búsqueda de la novedad de la generación que creó el ICAIC en los primeros meses después de la entrada de Fidel Castro en La Habana. El reverso de la moneda de la búsqueda del “cine nuevo” para el “hombre nuevo” es una actitud que consiste en querer partir de cero, hacer tábula rasa con el pasado y no reconocer ninguna herencia, ninguna escuela o, en el mejor de los casos, hacer una lectura selectiva de los pasados dignos de ser llevados en cuenta como antecedentes del cine revolucionario cubano. En ese sentido, reconocer la impronta del realismo socialista como estética oficial del ICAIC, habría significado situar al Instituto bajo la esfera de la tradición formal soviética negándole cualquier originalidad al cine cubano, cualquier novedad y, por extensión, negándosela también a la revolución que discurría ante el objetivo de sus cámaras.

Sin embargo, si en lugar de centrarnos en las declaraciones de las autoridades cinematográficas dirigiésemos nuestra atención a la práctica cinematográfica veríamos que las cosas no siempre fueron tan claras. Al mirar la producción fílmica de los años sesenta veremos que el realismo socialista no fue una estética totalmente ajena al cine del ICAIC. Es indiscutible que los filmes de ficción más famosos de la época se alejaron de ese tipo de fórmulas. No las hay en Lucía (Humberto Solás, 1968), Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), La primera carga al machete (Manuel Octavio Gómez, 1969), La última cena (Tomás Gutiérrez Alea, 1976). Algunos filmes de Tomás Gutiérrez Alea –el más crítico y singular de los directores de ficción cubanos– llegan a hacer una sátira del realismo socialista, es el caso de Las doce sillas (1962) y, sobre todo, La muerte de un burócrata (1966), donde un escultor consumido por el productivismo cultural hace bustos de Lenin en serie. Tampoco hay trazos de realismo socialista en los mejores documentales y noticieros de Santiago Álvarez. En ellos prima la experimentación formal y el diálogo –nunca admitido– con Eisenstein, Vertov y las vanguardias soviéticas de los años veinte que fueron barridas por el estalinismo. Evidentemente, sería impensable tachar de realismo socialista la obra de otros documentalistas que hicieron una obra más crítica con la oficialidad como Sara Gómez o Nicolás Guillén Landrián.

¿Pero, es eso lo único que debemos observar? Diría que no. En paralelo a esos filmes existió una producción menos conocida actualmente, donde los trazos del realismo socialista sí se hicieron presentes, en muchos casos de manera evidente. En 1964, el ICAIC estrenó dos largometrajes que, de acuerdo con Emmanuel Vincenot, tienen algunos elementos cercanos con esa corriente. Se trata de En días como estos de Jorge Fraga y La decisión de José Massip. Aunque ambos parecen inspirados por la Nueva Ola francesa y, de modo general, se inscriben dentro de la renovación de la puesta en escena propia de los nuevos cines, su estructura dramática presenta la progresiva toma de conciencia revolucionaria de sus protagonistas, a través de los cuales se pretende incidir en la educación política del público siguiendo las fórmulas del cine estalinista (Vincenot, 2013: 163).

También hay elementos que recuerdan al realismo socialista en Realengo 18 dirigido en 1961 por Óscar Torres con colaboración de Eduardo Manet. Entre ellos cabría citar el ensalzamiento de una comunidad campesina organizada; la pureza e integridad del personaje de la madre; la división drástica del bien y del mal; la condena moral de los personajes renegados; el entrelazamiento del conflicto del filme con la lógica de la lucha de clases y la asociación entre el imperialismo norteamericano y el vicio. A pesar de ello, el filme también trabaja con la identidad nacional. Ya en su momento fue considerado como una de las primeras producciones del ICAIC que logró acercarse a la cubanidad, desde la perspectiva de los campesinos orientales. En gran medida ello se debió al trabajo de interpretación de la actriz protagónica, Teté Vergara, y a la música de Enrique Ubieta.   

Aventuras de Juan Quinquín, el mayor éxito de público de la década y una de las películas más vistas de la historia de Cuba, tiene un protagonista que sigue buena parte de los preceptos del héroe positivo. Mediante un lenguaje sencillo, con vocación abiertamente popular, la comedia presenta las andanzas de Juan Quinquín y su amigo Jachero, dos campesinos de corazón tan puro como inocente, que atraviesan por las más variadas peripecias para ganarse la vida y, de paso, ayudar a la comunidad. En el camino ganan progresivamente conciencia revolucionaria, hasta que Juan se hace guerrillero. Estrenada en 1968, la película echa mano del humor con el objetivo de instruir al público sobre cuestiones tan serias como la toma de conciencia, los riesgos de la alienación religiosa, las virtudes del sacrificio individual y el advenimiento del hombre nuevo[1].

A pesar de los ejemplos que hemos mencionado hasta ahora, la proximidad con el realismo socialista es más expresiva en otro tipo de filmes de ficción. Como veremos a continuación, puede rastrearse en algunas de las coproducciones que realizó el ICAIC con países del campo socialista a comienzos de los años sesenta. También es perceptible en los largometrajes cubanos que narraron el origen de la revolución –en particular, la guerrilla en la Sierra Maestra– y las guerras de Independencia.

Las coproducciones con el campo socialista

A comienzos de los años sesenta el recién fundado ICAIC puso en marcha un ambicioso plan de posicionamiento internacional. Fueron invitados a Cuba un amplio número de cineastas procedentes de Europa occidental, Europa del este y América Latina para realizar películas en la isla. Se pretendía, con ello, contribuir a la formación técnica y artística de los miembros del ICAIC y, a la vez, valerse del cine para dar a conocer en el exterior los cambios producidos por la revolución cubana. En el contexto de esos intercambios el Instituto realizó tres largometrajes de ficción coproducidos con países del campo socialista: Para quién baila la Habana, coproducción con Checoslovaquia, dirigida por Vladimir Cech en 1963; Soy Cuba, coproducción con la URSS, dirigida por Mijail Kalatozov en 1964, y Preludio 11, coproducción con la República Democrática Alemana, realizada por Kurt Maetzig en 1964. Aunque de manera muy diferenciada, las dos últimas presentan rasgos característicos del realismo socialista.

Soy Cuba fue el resultado de un costoso proceso de producción que duró más de dos años, en el que participaron el ICAIC y Mosfilm. El largometraje fue dirigido por Mijail Kalatozov, uno de los más prestigiosos directores del cine soviético de esa época, ganador de la Palma de Oro del Festival de Cannes por la película Cuando pasan las cigüeñas (1958). El guion fue escrito por Yevgueni Yevtushenko con la colaboración del cubano Enrique Pineda Barnet. La dirección de fotografía, sin duda el aspecto más destacado del filme, estuvo a cargo de Serguei Urusevski, habitual colaborador de Kalatozov.

El filme, que puede inscribirse dentro de la diplomacia cultural, pretendía inaugurar de manera grandilocuente las relaciones cinematográficas entre la URSS y Cuba, poco después de que la revolución encabezada por Castro hubiera declarado su carácter socialista. No se escatimaron medios para ello: las filmaciones se extendieron durante meses, se movilizaron cientos de efectivos de las fuerzas armadas de Cuba para participar como extras y se empleó, en varias secuencias, una costosa película infrarroja desarrollada por el ejército soviético, que sirvió para hacer brillar las imágenes del paisaje cubano (García Borrero, 2007; Villaça, 2011). El proyecto poseyó características de superproducción que lo alejaban drásticamente del común de las películas cubanas, filmadas en pocos meses, con un presupuesto limitado y orientadas por el imperativo de la urgencia revolucionaria. Soy Cuba también se diferenciaba por su duración: los primeros largometrajes cubanos difícilmente lograban llegar a los 90 minutos, muy por debajo de los 141 minutos de la película de Kalatozov.

El director era uno de los más famosos exponentes del deshielo soviético, nombre con el que se conoce a la renovación estética emprendida tras la muerte de Stalin. Por ello, cabría esperar que el filme se acercara al proceso revolucionario cubano a partir de una visión innovadora, con rasgos autorales, que se alejaran de los convencionalismos que desde los años treinta habían lastrado al cine soviético. Sin embargo, en la película, el virtuosismo formal del tándem Kalatozov-Urusevski –con algunos sorprendentes planos secuencia– se mezcló con fórmulas típicas del realismo socialista (Villaça, 2011; Vincenot, 2013). El filme se divide en tres episodios independientes situados en los años inmediatamente anteriores a la revolución y ordenados cronológicamente. En su conjunto, esos episodios siguen una teleología revolucionaria que representa simbólicamente la toma de conciencia de la sociedad cubana en su camino hacia la liberación. La primera historia describe la decadencia moral de la burguesía durante la dictadura de Batista, la explotación sexual de las mujeres y la alienación del pueblo, pero deja entrever en las clases populares un germen de orgullo del que brotará una futura conciencia. La segunda y tercera historia representan esos procesos de surgimiento de la conciencia revolucionaria, respectivamente, en la ciudad y en el campo, así como su paso de la protesta pacífica inicial –de resultados limitados– a la lucha armada final.

Muchos de los aspectos temáticos recurrentes en el realismo socialista aparecen en estas dos últimas historias: el joven inquieto cuyo espontaneísmo debe ser moldeado ideológicamente por el partido; el militante experimentado que contribuirá a la formación ideológica; el culto al sacrificio individual; la fuerza transformadora del colectivo concientizado, etc. La puesta en escena busca monumentalizar constantemente al pueblo cubano, tanto al mostrarlo como masa en movimiento como al individualizarlo en figuras anónimas, como puede verse en la escena de la protesta en la escalinata de la Universidad de La Habana y en el plano secuencia del funeral-manifestación del joven mártir revolucionario que protagoniza la segunda historia. La música, compuesta por Carlos Fariñas, también cumple esa función, otorgándole una fuerte solemnidad a las secuencias de mayor peso dramático. Un último elemento, que contribuyó a sellar esa estética sobrecargada, fue la incorporación de una narradora femenina que, al comienzo y al final de los episodios, se presenta como voz o conciencia de una Cuba personificada que relata su propio proceso de liberación. A pesar de la presencia de numerosos actores naturales, la estilización del filme llega a tal punto que acaba impidiendo cualquier atisbo de espontaneidad y se aleja fuertemente de la autopercepción cubana. Estos aspectos, como veremos, pesarían en la evaluación negativa que tuvo el filme.

Aunque Preludio 11 se aleja de la grandilocuencia del largometraje de Kalatozov, tal vez sea el filme con participación cubana que más se aproxima a las fórmulas estereotipadas del último realismo socialista. Se trató de una coproducción entre el ICAIC y la DEFA (Deutsche Film-Aktiengesellschaft) de la República Democrática Alemana. Su producción se enmarcó dentro de la política de solidaridad transnacional con la isla que pusieron en marcha instituciones y directores de izquierdas a ambos lados del telón de acero, como una forma de promocionar la revolución. El peso de la producción de la película recayó principalmente en la parte europea, desde el punto de vista económico, creativo y logístico, mientras que el equipo cubano que se integró a la cinta ejerció sobre todo funciones de asistencia técnica –entre los asistentes de dirección se cuenta Pastor Vega, futuro realizador del ICAIC. Por su parte, el guion estuvo a cargo del escritor alemán Wolfgang Schreyer, quien contó con la colaboración del cubano José Soler Puig (Smith Mesa, 2011: 114). El director del filme, Kurt Maetzig, contaba con una amplia trayectoria en el cine de Alemania oriental y muchas de sus películas anteriores se inscribían dentro de la estética del socialismo realista. De acuerdo con Cyril Buffet (2019: 28), en los años cincuenta “Kurt Maetzig era especialista en los filmes de encargo grandilocuentes” inspirados en el cine estalinista.

La película presenta varias particularidades dentro de las coproducciones en las que participó el ICAIC en esos años. Aunque los exteriores se hicieron en Cuba, parte de las escenas situadas en interiores se realizaron en Potsdam, lo que minó considerablemente la verosimilitud del resultado final, ya que algunas secuencias, incluyendo la base contrarrevolucionaria, fueron claramente filmadas en estudio. Por otro lado, la gran mayoría de los actores principales procedían de Alemania oriental, y algunos de ellos eran bastante conocidos para el público de ese país, como Armin Mueller-Stahl. La gran excepción fue la protagonista femenina, encarnada por Aurora Depestre (Hosek, 2012: 72). La selección del elenco hace pensar que la película muy probablemente fue concebida pensando sobre todo en satisfacer los gustos del público alemán, aunque también contó con una versión doblada al español que se exhibió en Cuba.

Un cartel al comienzo del filme nos indica que la historia se inspira en la situación de Cuba “poco antes de la invasión y derrota de los mercenarios en Playa Girón”, aunque no pretende reflejar acontecimientos específicos. La trama gira en torno a un grupo de contrarrevolucionarios que desembarcan en Cuba con el apoyo de la CIA. Uno de ellos es el exmarido de Daniela, una joven miliciana mulata, alfabetizadora y madre soltera. Ella está enamorada de Ramón Quintana, oficial del Ejército Rebelde y encargado de terminar con los invasores. El conflicto, bastante sencillo, sirve como sustento para una película que se aproxima más al cine de aventuras que al drama bélico. En ella se reúnen algunos clichés del realismo socialista. Los personajes son especialmente maniqueos y se limitan a encarnar tipos sociales: la heroína de clase obrera, el militar revolucionario, el traidor renegado, el burgués corrupto y los malvados agentes del imperialismo. Hay espacio incluso para un cura contrarrevolucionario. De fondo, decorando todos los interiores, abundan los afiches con la efigie monumentalizada de Fidel, Camilo y Frank País, las banderas cubanas y los carteles sobre la campaña de alfabetización. Como coro, un pueblo cubano unido y alegre donde abundan los grupos de bellas jóvenes vestidas con vestidos ajustados que entonan la Marcha del 26 de Julio.

Como explica Vladimir Alexander Smith Mesa, el filme presentó al público europeo al personaje de la miliciana cubana. En ese sentido, su protagonista puede ser vista como heredera de la larga tradición de mujeres soldados y jóvenes partisanas típicas del cine soviético durante el estalinismo (Smith Mesa, 2011: 117). Sin embargo, la investigadora Jennifer Ruth Hosek (2012), también ha llamado la atención sobre la hipersexualización del personaje. Es bastante notoria la dimensión erótica y el exotismo que entra en juego en la representación de la protagonista, un aspecto que no difiere mucho de las fantasías sobre las mujeres cubanas, en especial las mulatas como Depestre, que pueblan el imaginario masculino occidental sobre la isla.

Dentro de la propuesta estereotipada del filme, no sorprende en absoluto que los contrarrevolucionarios sean pendencieros, ineficaces, sudorosos y bebedores de alcohol, mientras que los revolucionarios mantienen siempre la compostura. Lo que sorprende, como un lapsus que rasga la cohesión de la representación, es el personaje del revolucionario renegado. Con el fin de mostrar cabalmente su perdición moral, se lo presenta como un adicto a la cocaína, que traiciona la causa en gran parte debido a ese vicio secreto. Sin embargo, en su afán por impactar, el filme acaba ofreciendo una de las imágenes más inusitadas y estrambóticas del cine revolucionario cubano: un capitán barbudo, vestido con el uniforme verde olivo, esnifando en la soledad de su despacho. Hoy en día, esas imágenes resultan llamativas por su potencia iconoclasta, una cuestión totalmente ajena a los objetivos propagandísticos originales que tenía el filme.

Tanto Soy Cuba como Preludio 11 no gozaron de buena recepción en los países que los produjeron. En la Unión Soviética y en Alemania, respectivamente, se consideró que no satisfacían los objetivos de solidaridad internacional, en parte por su falta de verosimilitud. Es posible que haya pesado también en esas críticas la tentadora sensualidad con la que se retrata la decadencia del capitalismo en Soy Cuba y el exceso de atención dramática concedido a los contrarrevolucionarios en Preludio 11. En cuanto a la recepción cubana, la crítica especializada acusó a ambos filmes de desconocer la historia, la idiosincrasia y la identidad nacionales, ofreciendo una imagen postiza de la isla y su revolución (Hosek, 2012; Villaça, 2011). Las proezas formales que la cinefilia contemporánea aplaude en Soy Cuba no despertaron ningún entusiasmo entre los cubanos, que vieron en el largometraje un retrato deformador e impostado.

No puede negarse la importancia de las diferencias culturales, pero en el caso del ICAIC la incomodidad que causaron esos filmes está relacionada también con otros factores. En primer lugar, la presencia de varios rasgos estilísticos del realismo socialista resultaba problemática en un momento en que el ICAIC defendía su autonomía institucional y su independencia estética, frente a sectores del comunismo cubano más ortodoxo, que defendían ese tipo de realismo y había criticado al Instituto por exhibir en las salas filmes de autores como Federico Fellini, considerados decadentes. Esa polémica sobre la relación entre la modernidad artística y los objetivos programáticos de la revolución, había generado una larga serie de artículos, réplicas y acusaciones cruzadas en las páginas de las revistas culturales en 1963. El estreno de las dos coproducciones que hemos analizado se producía, por lo tanto, en un contexto desfavorable para ellas. En segundo lugar, como explica Mariana Villaça (2011) hay que tomar también en consideración que las relaciones entre Cuba y el bloque soviético se habían enfriado tras la Crisis de los Misiles de 1962. Así, los filmes de “solidaridad” procedentes de esa parte del mundo ya no eran recibidos con la misma simpatía.     

Es interesante constatar que Kalatozov y Maetzig junto a otros cineastas cubanos y extranjeros participaron de la mesa ¿Qué es lo moderno en el arte?, organizada por el ICAIC en octubre de 1962. El evento sirvió como defensa de la innovación artística y de la libertad creativa preconizada por el ICAIC. Sin embargo, ambos filmes muestran que la práctica cinematográfica no siempre acompañó el espíritu renovador de las declaraciones públicas. Podría argüirse que la influencia del realismo socialista se limitó a esos filmes extranjeros y no llegó a tener mayores consecuencias en la producción fílmica cubana. A continuación, intentaré mostrar que esa percepción es inexacta.     

Los relatos fundacionales de la revolución

La lucha armada contra Batista es un motivo recurrente en los largometrajes de los primeros años del ICAIC, en gran medida porque se buscó difundir de manera masiva, a través del cine, el relato fundacional de una revolución triunfante. Debido a la importancia que tenía ese proceso para el discurso de autolegitimación del régimen, ese tipo de filmes suele revestirse de un halo de solemnidad, heroísmo y épica. En ellos se produce una monumentalización del pasado que los hace particularmente proclives a acercarse a las fórmulas del realismo socialista. No es el caso de todos los filmes con esas temáticas, pero sí de un buen número de ellos, como veremos a continuación.

En buena parte de esas películas también es claramente perceptible la huella del neorrealismo italiano. Ello se explica por razones tanto estéticas como biográficas. Comencemos por las segundas: Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea habían estudiado cine en el Centro Experimental de Roma a comienzos de los años cincuenta, cuando el movimiento neorrealista aún estaba en marcha, aunque ya entrando en declive. No solo eso, antes del triunfo de la revolución, esos dos cineastas, junto a Alfredo Guevara, habían mantenido contactos con Cesare Zavattini, principal guionista del neorrealismo. Zavattini llegó a viajar a Cuba en los años cincuenta invitado por ellos.

Algunos de los rasgos estilísticos típicos del neorrealismo parecían especialmente adecuados para Cuba, precisamente porque permitían un cine realista, comprometido y relativamente barato. Entre ellos se podrían mencionar el interés por las historias del proletariado y del campesinado, el empleo de una estructura dramática sencilla, la estética despojada, la iluminación cruda, la filmación fuera de los estudios y la utilización de actores naturales. No solo en Cuba, sino también en el resto de América Latina y en países tan diversos como Irán o Polonia, hubo una generación de jóvenes cineastas que durante los años cincuenta y sesenta intentó adaptar a los contextos locales la clave representacional del neorrealismo.

En el caso de los primeros largometrajes del ICAIC, el principal modelo de inspiración fue Paisà (1946), de Roberto Rossellini, un filme episódico sobre los combates de partisanos y aliados contra los fascistas durante la liberación de Italia. La película era atractiva por varios motivos. En primer lugar, para los cineastas cubanos era fácil establecer relaciones entre la lucha antifascista en Italia y los combates contra la dictadura de Batista. En segundo lugar, la estructura episódica permitía mostrar diferentes perspectivas de esa lucha en un mismo filme. En tercer lugar, esa misma estructura, donde la película se componía de segmentos independientes, facilitaba las cosas para los jóvenes directores cubanos, bastante inexpertos.

Dos filmes cubanos de los primeros años siguieron esa organización episódica de inspiración neorrealista: Historias de la revolución (1960), de Tomás Gutiérrez Alea, primer largometraje de ficción estrenado por el ICAIC, y Cuba’58 (1962), de Jorge Fraga y de Jomí García Ascot, director español exiliado en México. Pero la impronta neorrealista está presente también en un tercer filme sobre el mismo tema: El joven rebelde (1961), segundo largometraje de Julio García Espinosa. Los tres contaron con la participación de italianos. Otelo Martelli dirigió la fotografía de varios de los episodios de los dos primeros filmes. Al momento de llegar a Cuba su fama lo precedía como director de fotografía de Fellini y –más importante para el ICAIC– de Rossellini en Paisà. Por su parte, Cesare Zavattini escribió el guion de El joven rebelde.

Tanto la crítica de la época como los historiadores del cine cubano coincidimos en destacar la fuerte impronta neorrealista de todas ellas. Sin embargo, también hay varios elementos que las aproximan al realismo soviético, sobre los que convendría detenerse con atención. Es más, me parece posible sostener que existió en esas tres películas una hibridación entre el realismo soviético y el neorrealismo, presente también en filmes como Realengo 18.

El caso más claro es El joven rebelde, de Julio García Espinosa, que narra la historia de un joven campesino, impulsivo e inmaduro, que abandona su hogar para unirse al Ejército Rebelde y, gracias al ejemplo y la autoridad de sus líderes, adquiere progresivamente conciencia revolucionaria. Curiosamente, la película más cercana a las fórmulas del realismo socialista contó con un guion firmado por el propio Cesare Zavattini. Sin embargo, el proceso de creación de la historia estuvo marcado por malentendidos y desencuentros entre el italiano, los coguionistas cubanos y las autoridades del ICAIC. Más de cuarenta años después de realizado el filme, Julio García Espinosa aún se lamentaba de esa falta de sintonía: “Cuando leí el guion, la historia no me resultó interesante, o más bien no me interesó la forma en que estaba narrada. La sentía totalmente ajena a mi sensibilidad. Pero, ¿cómo desdeñar un guion de Zavattini?” (Espinosa, 2003: 84).

El análisis de esos desencuentros es bastante útil para entender la proximidad que acabaría teniendo la película con el modelo cinematográfico soviético. Zavattini había propuesto que el personaje protagonista debía carecer originalmente de conciencia política. Su decisión de abandonar el hogar para unirse a los barbudos debía estar guiada por el afán de aventuras y, sobre todo, por el despecho amoroso, al ver que la joven que le gustaba salía con un soldado de Batista. La propuesta fue rechazada por los cubanos, que querían que el protagonista tuviese desde un principio cierta conciencia social y que el filme sirviera para representar el pasado reciente y mostrar una suerte de pedagogía revolucionaria a través del personaje (Ruffinelli, 2003: 103-104).

En la correspondencia entre Zavattini y Guevara, el italiano expresa reiteradamente sus reticencias ante el punto de vista de los cubanos, ya que podría acercar a la película al didactismo y, peor aún, acabar instrumentalizando el arte, poniéndolo al servicio de una visión preconcebida de la historia. Así, en pleno proceso de creación, le advierte a Guevara en una carta de agosto de 1960: “Se puede, en suma caer en un error de perspectiva artística no habiendo fallado en aquella [perspectiva] histórica” (Guevara, Zavattini, 2003: 82). Enseguida, agrega en referencia a su versión del guion y la versión de los cubanos: “Ahora nuestra tarea es obviamente aquella de buscar el equilibrio entre los dos guiones. La versión actual es pálida, es débil, respecto a la exigencia histórica y debemos ser tan valientes como para ser capaces de corregir el defecto sin minimizar la susodicha regla del arte” (Guevara, Zavattini, 2003: 82). Un mes más tarde, en una nueva carta dirigida a Guevara, reitera su posición de forma bastante explícita: “Busquemos, en suma, la justa medida entre mi demasiado poca y vuestra demasía en cuanto a propaganda” (Guevara, Zavattini, 2003: 95).

Ese “justo equilibrio” parecería no haberse alcanzado en la película. La falta de entusiasmo de los jóvenes rebeldes del ICAIC ante el guion del viejo Zavattini suele citarse como una muestra de la superación del modelo neorrealista por parte de los primeros. Sin embargo, lo que se aprecia en el resultado final es que las recetas neorrealistas pecan más por defecto que por exceso. Es precisamente el análisis narratológico del filme lo que llevó a Emmanuel Vincenot (2013: 162) a destacar sus conexiones con el realismo socialista, con el cual compartiría aspectos como el despertar de la conciencia del héroe individual, la fuerza del colectivo organizado y la ética del sacrificio. Aunque no lo considere un exponente en sentido estricto de esa doctrina estética, el investigador francés ha destacado las similitudes entre la película y algunos largometrajes del realismo socialista chino anteriores a la revolución cultural, en especial El destacamento rojo de mujeres (Xie Jin, 1961).

Más allá de la fábula de la película, la puesta en escena también se acerca al realismo socialista. La concepción escénica y el montaje son bastante convencionales, probablemente para favorecer una fácil comprensión por parte del público, y tienen como principal rasgo estilístico un reiterado ensalzamiento de los cuerpos de los rebeldes. En los momentos de mayor tensión dramática, la cámara se acerca a sus rostros y los filma en contrapicado para engrandecer sus figuras. Al mismo tiempo, los actores se mueven pausadamente y adoptan posturas hieráticas, mientras el claroscuro de la fotografía contribuye a destacar el volumen de sus cuerpos, como si los cincelaran con luces y sombras. Con el semblante siempre serio, los personajes hablan lentamente y con tono declamatorio, permanentemente conscientes del peso histórico de sus palabras.

En menor medida, algunos de esos rasgos estilísticos también pueden percibirse en Historias de la revolución y Cuba ‘58. El proyecto original era realizar un solo filme con cinco historias, tres de las cuales serían filmadas por Tomás Gutiérrez Alea y las otras dos por el español Jomi García Ascot. Sin embargo, el exceso de duración del proyecto llevó a la realización de dos películas diferentes. Los capítulos realizados por Gutiérrez Alea conformaron el primer filme, mientras que el segundo estuvo compuesto por las dos historias de García Ascot, a las que se añadió un cortometraje de Jorge Fraga.

Es precisamente en los trabajos de Gutiérrez Alea y de García Ascot donde se perciben más claramente los trazos del realismo socialista. En los capítulos “Rebeldes” y “Santa Clara”, de Historias de la Revolución, hay una exaltación de la figura del mártir revolucionario. En el caso del último capítulo, es la comunidad organizada y guiada por los guerrilleros la que lucha unida contra la dictadura. Entre los líderes rebeldes se destaca Julio, un héroe positivo que lleva su compromiso con la revolución hasta las últimas consecuencias. La muerte en combate del joven, en los últimos minutos, se reviste de una solemnidad patriótica que acaba monumentalizándolo y que puede interpretarse como un homenaje a los caídos en la lucha contra Batista. Las secuencias finales se caracterizan por una estilización que convierte esa muerte en el sacrificio definitivo que posibilita el advenimiento de una nueva era. Las campanas tañen celebrando la victoria del Ejército Rebelde en Santa Clara, los vecinos salen a celebrar masivamente, pero se cruzan con el todoterreno que traslada el cuerpo de Julio, como si fuera una carroza fúnebre. Su novia lo reconoce y comienza a seguir al coche. La algarabía se transforma en un solemne cortejo formado por una multitud que parecería servir como metonimia de la nación. En la banda sonora, la música extradiegética del capítulo, compuesta por Leo Brouwer, se entremezcla con fragmentos de la Marcha del Movimiento 26 de Julio. En las últimas imágenes del filme, la novia del caído se seca las lágrimas, yergue la cabeza y mira con decisión y orgullo hacia adelante.

A pesar de ello, como hemos visto, Gutiérrez Alea sería en lo sucesivo uno de los críticos más decididos del realismo socialista, al que no dudó en parodiar en algunos de sus siguientes filmes. Sus películas de ficción no volverían a aproximarse a la solemnidad y monumentalidad que caracterizan al final de Historias de la Revolución. El cineasta parece haber sido consciente de la rigidez formal de ese filme, en el que, según su propio testimonio, no logró dar rienda suelta a su capacidad creativa.

Solo cuando se logra un clima de libertad y de audacia se puede encontrar placer en lo que se hace. Eso marca Las doce sillas [segundo largometraje de Alea] y hace que la considere realmente mi primer filme. Historias de la revolución fue un problema que tuve que resolver, no una película que pude disfrutar haciéndola. […] La siento realmente más mía que Historias de la revolución, pude experimentar más libremente con un gran espíritu de aventura (Gutiérrez Alea citado en García Borrero, 2007: 214-215).    

En lo que respecta a la película Cuba ‘58, los capítulos “Un día de trabajo” y “Los novios”, dirigidos por Jomí García Ascot, se caracterizan por una separación clara y drástica entre el bien y el mal, lo que permite contrastar, con ciertos matices pedagógicos, las acciones de las fuerzas policiales de Batista y los rebeldes. El patrullero que protagoniza el primer segmento es gordo, bajo, tosco, sudoroso y repulsivo. Desde el inicio, aparece asociado con los clubes de prostitución, los bajos fondos, el vicio, la represión violenta y, de manera general, la oscuridad. Tanto el título del capítulo como los diálogos del propio personaje ponen de relieve que el ejercicio de la extorsión y los apremios ilegítimos no son para él más que una forma como cualquier otra de ganarse la vida siguiendo órdenes. El carácter burocrático con el que reviste a su actividad de perpetrador lo arroja de lleno a la esfera de la “banalidad del mal” de Hannah Arendt.

Su imagen contrasta fuertemente con la representación de los opositores a Batista, quienes se asocian con la luz. En “Día de trabajo”, los estudiantes que descienden solemnemente las escalinatas de la Universidad de La Habana, con una pancarta en la que se lee “Abajo la Tiranía, FEU”, portan antorchas, un símbolo evidente de la revolución, y llevan ropa clara. Abajo los esperan las siluetas negras de los policías que descargarán sobre ellos chorros de agua. La oposición entre represores y rebeldes se transforma en una tensión entre sombras y luces dentro de una escena fuertemente estilizada. Llama la atención el parecido entre esa escena y la secuencia del descenso de las escalinatas de Soy Cuba, filmada tres años después. En ambos casos, se repite la localización y la presencia de estudiantes que son reprimidos por las fuerzas policiales con chorros de agua. Si bien resulta claro que los dos filmes están haciendo una referencia a la escena de las escalinatas de El Acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925), es curioso que Kalatozov y, sobre todo, el ICAIC, hayan querido filmar una escena con los mismos elementos de la que había sido realizada por Jomí García Ascot muy poco tiempo antes. El objetivo de monumentalizar la resistencia estudiantil parece haber pesado más que el riesgo de reiteración.

Si la luz era el elemento que caracterizaba a los estudiantes de “Día de trabajo”, en “Los novios” se vuelve totalmente dominante. El capítulo es casi completamente diurno y buena parte transcurre en exteriores. La fotografía bastante contrastada hace brillar las calles y el vestido de la protagonista femenina, que parece blanco como si fuera el de una novia real. Metafóricamente, ese blanco intenso alude a la pureza moral e ideológica de María y Julián, dos jóvenes que se han visto obligados a aparentar un noviazgo en nombre de la revolución. Siguiendo los moldes del realismo socialista, el capítulo muestra una jornada iniciática que tiene la particularidad de ser doble: ella está en su primera misión clandestina e irá adquiriendo una progresiva toma de conciencia que tendrá como mentor a Julián; para él se trata de su último día en la ciudad, antes de partir a la lucha en la sierra. Aunque son dos héroes individuales, el filme se preocupa por mostrar que tienen como sustento imprescindible toda una red de rebeldes que funcionan como organización revolucionaria. La rectitud moral de Julián, que duerme en el sillón para no compartir la cama con María –el nombre alude a la virginidad–, contrasta fuertemente con la sordidez del policía del primer segmento. También destaca la candidez de la chica que se queda paralizada al verse obligada a besar a Julián, llora al tener que dormir en un motel de parejas, y termina declarando que participa en la revolución para que en el futuro “haya novios de verdad”. Sin embargo, ese puritanismo no va de la mano con falta de compromiso o debilidad ideológica. Julián logra encauzar el altruismo de la joven al iniciarla en la lucha subversiva, y ella misma nunca cesa en su empeño por contribuir con la revolución.

Seis años más tarde, en 1968, el ICAIC presentó el ciclo de Los cien años de lucha para conmemorar el centenario de la Guerra Larga (1868-1878). Esta serie de largometrajes, mediometrajes y documentales sobre las guerras de independencia cubana relacionaban explícitamente ese proceso histórico con la revolución de 1959, siguiendo el discurso oficial del régimen. Aunque estas películas evocaban los relatos fundacionales de la nación, su interpretación de la historia estaba orientada hacia el futuro. La historia nacional, desde la independencia hasta el presente, fue interpretada como una prolongada lucha por la liberación, en primer lugar contra los españoles y posteriormente contra los estadounidenses.

La producción de los filmes del ciclo de Los cien años de lucha se llevó a cabo durante la Ofensiva Revolucionaria, un periodo caracterizado por un mayor control de la libertad de expresión y un acercamiento a la Unión Soviética. Mientras que el resto del mundo se veía sacudido por la “gran recusa” del Mayo Francés y la Primavera de Praga, en Cuba el año 1968 se destacó por el apoyo de Fidel Castro a la invasión soviética de Checoslovaquia y el inicio del proceso contra Heberto Padilla. Tres años después, el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura puso fin definitivamente a la década dorada del cine cubano, iniciando los grises años setenta.

Forman parte de ese ciclo de cine histórico algunos de los filmes más emblemáticos del periodo, como Lucía y La última carga al machete; sin embargo, también hubo películas formalmente convencionales que se enmarcaron en una tendencia cinematográfica preocupada por alcanzar de manera efectiva a un público masivo, mediante historias fácilmente asimilables y de alto contenido didáctico. Lejos tanto de la experimentación formal como del realismo crítico, esos filmes ya anunciaban las tesis sobre el arte que impondrían los intelectuales comunistas más dogmáticos en los años sucesivos. Dentro de esa producción convencional, destaca particularmente La odisea del general José, realizada en 1968 por Jorge Fraga.

La película narra un episodio histórico poco relevante de la tercera guerra de independencia cubana en el que José Maceo, hermano del célebre Antonio Maceo, queda perdido en una jungla del Oriente de la isla tras un ataque español. El protagonista encarna las virtudes del héroe positivo del realismo socialista: resolución, valor, confianza, pureza, proactividad y capacidad de sacrificio. Se presenta ante el público como un ejemplo a imitar, haciendo del filme una auténtica hagiografía a partir de la cual se propone un modelo para acercarse al Hombre Nuevo.

La fotografía realista del filme, que en ocasiones roza el documental, no esconde la artificialidad de la trama. La estructura de La odisea del general José tiene una clara función didáctica y busca una comunicación fácil con el público a través del empleo de dos procedimientos narrativos que conectan con una tradición milenaria: la jornada del héroe y el reconocimiento (anagnórisis) (Juan-Navarro, 2013). La noción del viaje del héroe ya presente en el título se presenta como la serie de peripecias que enfrenta el general para alcanzar el objetivo de retomar contacto con el ejército. Cada una de esas pruebas simboliza su crecimiento interior y su templanza. Asimismo, tiene una particular importancia la relación entre el líder y un guajiro, quien lo ayuda sin saber quién es. El encuentro entre ambos se utiliza para mostrar la toma de conciencia revolucionaria del segundo, antiguo mambí que había perdido la fe en la causa de la independencia. Al final del filme, el clímax dramático se alcanza en el momento del reconocimiento del líder por parte del guajiro que es planteado como una anagnórisis clásica, en la que el campesino recupera su capacidad de “ver” –es decir, su conciencia ideológica– y, junto con ello, retoma su compromiso con la lucha. La representación estereotipada de los personajes los transforma en simples tipos sociales destinados a transmitir de la forma más clara posible la moraleja revolucionaria.

Reflexiones finales

A pesar de las fuertes críticas que suscitó en discusiones de tenor teórico, algunos rasgos del realismo socialista sí estuvieron presentes en filmes de ficción cubanos durante los años sesenta. Las películas que hemos analizado son una minoría de la producción, pero no pueden ser ignoradas ni su peso relativo despreciado si tenemos en cuenta que en sus primeros diez años de vida el ICAIC produjo menos de cuarenta largometrajes de ficción. Cada uno de ellos suponía un esfuerzo considerable para el Instituto en términos económicos y logísticos. Por otro lado, entre los casos estudiados se encuentran algunos filmes fundacionales del ICAIC como Historias de la Revolución y El joven rebelde.

Si bien el realismo socialista no fue una estética dominante, tampoco fue tan ajeno al cine de ficción cubano como suele pretenderse. Sería absurdo ver en las películas cubanas un epígono del cine estalinista de los años treinta o cuarenta. Sin embargo, algunas de las fórmulas del realismo socialista sí se hibridaron con otras corrientes estéticas en el acelerado proceso de transferencias culturales por las que atravesó el cine cubano en los años sesenta. Esas hibridaciones son particularmente evidentes en películas que tuvieron como objetivo ofrecer un relato monumental de los orígenes de la revolución. En ese relato triunfante encontraba sus límites la actitud “hereje”, “antidogmática”, “inconformista” y fundamentalmente “crítica” que Alfredo Guevara defendía para el cine y los cineastas cubanos en sus textos programáticos de comienzos de los años sesenta (Guevara, 1998: 111-113). Esos herejes perdían espacio cuando los temas a ser tratados exigían mostrar fidelidad a la memoria oficial, didactismo revolucionario y loas a un pueblo en marcha que seguía el ejemplo de sus mártires y la dirección de sus héroes.

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[1] Desde el punto de vista de la distribución habría que decir que el público cubano no fue ajeno a la estética del realismo socialista ruso. En 1961 el propio ICAIC organizó el ciclo “Treinta años de cine soviético”, una extensa muestra de filmes de la URSS entre los que se incluían algunos de los principales exponentes de esa tendencia en distintos géneros como el drama histórico, el cine bélico, la comedia y el documental (Cine Cubano 6, 1962: 73-76).