Ramón Fernández Larrea: Los aretes que le faltan a la luna
Muchos habitantes de la extinta Unión Soviética llegaron a padecer escoliosis y tortícolis porque se pasaban la noche mirando a la luna, o al lugar donde debía estar la luna.
Se les había quedado la manía de mirar hacia arriba desde que desapareció Yuri Gagarin. Otros parece que estaban esperando el regreso de la perra Laika, que pusieron en órbita para salir de ella, por razones científicas; y muchos Ivanes y Serguéis agradecieron que la era espacial hubiera comenzado después de que Pepe Stalin hubiera muerto, porque si no, el método de desaparecer a sus enemigos políticos montados en un sputnik habría llenado el cosmos.
Pero desde el 20 de julio de 1969 los nietos de Lenin habían dejado de mirar a la luna con romanticismo. Lo hacían con rabia, porque los norteamericanos habían posado sus toscos pies en el satélite antes de que la URSS estuviera en condiciones de hacerlo. Pensaban que esos cowboys la profanaban llenándola de chicles y salsa de hamburguesas, pero la economía soviética no daba para eso, pues tenían que echar a perder a medio mundo con su obsesión del socialismo, que era la manera más rápida de viajar hacia el sistema feudal de nuevo.
Lo más cerca que estuvieron en la competencia con la NASA fue cuando mandaron al espacio a Yuri Romanenko acompañado por el mulato guantanamero Arnaldo Tamayo, a quien no dejaron tocar allá arriba ningún botón. Fue un acto simbólico, porque Tamayo siempre estaba en la luna. O cerca.
Volar a la luna era una espinita clavada en cada konsomol, en todos los koljoses, y en cada uno de los militantes del PCUS, aunque no los vigilara la KGB. Viajar allá, poner algo que identificara al país de los soviets, por ejemplo, una lavadora Aurika, o un reloj Poljots, o cámaras Smena, o un aparato de radio VEF 206, de aquellos que llegaron a Cuba que ya llevaban un aditamento que hacía que la música norteamericana se oyera mal, pero que sintonizaba a la perfección “Noches de Moscú”.
Y no solamente los rusos de entonces, que todavía eran soviéticos, aunque parecieran kirguises, ucranianos, bielorrusos, azerbaiyanos, kazajos, estonios o uzbekos; los que miraban hacia la luna. Los cubanos también, porque estábamos locos por irnos de aquella isla, aunque fuera para el planeta más lejano. Pero había uno que se relamía de gusto cuando pensaba en aquellas expediciones que partían del cosmódromo de Baikonur y ansiaba que le enviaran a Cuba cualquier trasbordador, aunque estuviera fuera de circulación, para adaptarlo como transporte público Marianao-Alamar: El Delirante en jefe Fidel Castro.
El Delirante soñaba que los soviéticos le confiaran la misión de conquistar el cosmos. Nadie como él tenía las energías suficientes para conducir, hasta el espacio sideral, lo mismo un globo que un cohete, o las cifras de la educación y la economía. Sólo esperaba que los muchachos de Moscú dijeran “Da”, para llenar la luna de caña de azúcar, y enviar tropas, maestros, médicos, dirigentes de cualquier nivel y agentes de la seguridad del estado. Le complacía pensar que Cuba iba a desplazar a los yankis, y cosmonauta americano que capturaran en el espacio exterior sería canjeado por compotas. Pero no pudo ser.
La URSS hacía aguas y nadie pudo taparle los huequitos. Y para colmo, se derrumbó el Muro de Berlín, demostrando que el material usado no era bueno, o lo que es peor, que era una verdadera mierdaza, y que nadie quería más muros, ni más soviéticos. Y lo mismo pensaba el traidor de Gorbachov, que puso en peligro el avance glorioso de Cuba hacia el socialismo, que desde entonces empezó a demorar más de la cuenta, haciendo que miles de cubanos se fueran, no a la luna, sino a cualquier parte desde donde se viera con más claridad.
Y el Delirante se convirtió más tarde en el mismo material que habían usado para aquel muro de la ignominia, que en alemán suena más feo; y con el desmerengamiento los soviéticos se hicieron azerbaiyanos, kirguises, kazajos brujos, estonios, ucranianos, uzbekos y fundamentalmente rusos, que se sentían desplazados y acomplejados porque ya no podían meter las paticas en muchos lugares donde antes sí lo hacían.
Y hubo luego una especie de renacimiento que le dio esperanzas a los que habían quedado encargados de completar el hundimiento de Cuba, tarea a la que se sumaron los rusos con mucha ilusión. Pero ya los eslavos eran eslavos sin pan, aunque le perdonaran todas las deudas a esa deteriorada y calurosa isla del caribe, donde se podrían volver a instalar bases de espionaje y otras diversiones. Pero ya no era lo mismo.
Los rusos decidieron que por fin había llegado la hora de darse un salto hasta la luna, que seguía allá arriba, desafiante, y que olía todavía a salsa de hamburguesas desde la profanación de los americanos; y posiblemente ya existirían Mc Donalds, agencias de seguro y oficinas del FBI o de la CIA. Y sacaron cuentas y las cuentas le daban para financiar un viaje a la luna, no muy lujoso ni tan nutrido, pero algo es algo; y podían quitarse la picazón como país e instalar allá arriba al menos un letrero en cirílico que dijera “Cirílico con su tré”, para que el mundo volviera a respetarlos, y a adorar a Putin, ese caudillo que no miraba de frente. Y, sobre todo, para pararles los amarillos pieses a los chinos, que tal vez soñaban con fundar en la luna unos laboratorios para producir COVID y nuevos virus.
Y allá fueron los rusos en una nave con un módulo que parecía más bien un nódulo, en lo que era “la primera misión del Kremlin a la luna en casi 50 años”. Ya no era Baikonur, sino Vostochny, y estaba previsto que se posara en el polo sur selenita “antes de que una sonda de la India llegara a esa región”. La idea era recoger muestras de polvo y piedras para luego venderlos en las subastas de la tierra, y así recaudar fondos con los que un día pudieran construir un cohete que sirviera; y a lo mejor hasta mandaban a algunos cubanos que seguían loquitos por irse de su país.
Pero tampoco pudo ser, pues “la nave Luna-25 quedó fuera de control y se estrelló contra el satélite tras un problema en la preparación de la órbita previa al alunizaje”. Y Vladimir Putin agarró un berro terrenal y monumental, y le dio por invadir Ucrania, pero le recordaron que ya estaba invadida sin muchos resultados favorables. Y el apuesto y narizón presidente cubano, “El Encargao” Díaz-Canel, lo llamó y le habló en inglés y luego en ruso; y Putin no entendió ninguna de las dos.
Y al Putinesco le volvió a subir la presión cuando le dijeron que la nave de la India sí había llegado, y ya hasta se veían vacas allá arriba. Ahora sí será posible que se pudiesen enviar cubanos a la luna en naves de otros países, con la promesa de que podrán comerse las vacas que encuentren.
Publicación fuente ‘ADN Cuba’
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