Jorge Luis Arcos: Regresar a Fina / Fragmentos

Archivo | Autores | 15 de septiembre de 2023
©Desde la izquierda: J. L. Arcos, Fina García-Marruz y Cintio Vitier en la boda del primero, 1997.

Finalizamos el dosier Fina García-Marruz cumple 100 años con este impagable texto de Jorge Luis Arcos sobre la mirada, la vida, la dicción de la autora de Los Rembrandt de l’Hermitage.
Disfruten.

&

[…] mi memoria prepara su sorpresa
JLL, “Una oscura pradera me convida”, Enemigo rumor

Volver a escribir sobre Fina García-Marruz (y a releerla sobre todo), después de más de treinta años de hacerlo por primera vez, es una experiencia última [1]. En cierto modo, es como regresar (algo imposible) a mis primeras lecturas de Las miradas perdidas y Visitaciones a principios de los años ochenta. De Orígenes, yo había leído mucho a Eliseo Diego, aquella antología: Nombrar las cosas[2], que me dedicó con su letra prolija y diminuta. Pero leer a Fina fue una experiencia radical. En cierto modo, en mi caso, solo comparable a cuando descubrí a Rainer Maria Rilke en la antología que preparó Enrique Saínz[3]. Leí un verso, al azar, al abrir el libro en casa de un amigo, y fue como un rayo que me fulminó…

Un joven poeta en formación está abierto a todo tipo de tonos poéticos (que –creo– es algo fundamental en poesía, como sabía muy bien César Vallejo[4]); esto, además de inevitable, es ambivalente y hasta peligroso, si después no podemos sepultar, esconder, cambiar, eludir ese tono en nuestra propia poesía.

A pesar de que hay notorias comunidades entre Eliseo Diego y García-Marruz, dentro de la llamada segunda promoción del grupo Orígenes (especialmente por la rememoración poética), también hay significativas diferencias, o diferentes pulsaciones. Lo anoto rápidamente: la poesía de Fina es acaso la más metafísica de toda la tradición insular. Uno piensa enseguida en la de su descomunal maestro, José Lezama Lima, pero las diferencias entre ambos son notables, sobre todo en sus primeros libros. Todavía el verbo de Lezama, el de “Muerte de Narciso” y Enemigo rumor, estaba hasta cierto punto demediado por su incorporación del tono de la poesía clásica de la lengua; todavía no había roto esa filiación, como hizo después, aun a expensas de cierta calidad de su expresión, para adentrarse en un camino, en una gnosis poética sin paralelo en el ámbito del idioma. Sin embargo, la de Fina es más visiblemente enfática, en aquel sentido que destaco, desde el principio y, sobre todo, en Las miradas perdidas y en una amplia zona de Visitaciones, algo que podría intentar explicar ulteriormente.

Sólo puede encontrarse, acaso, un antecedente remoto de esa su densidad metafísica (pero en la recepción de poesía el tiempo no existe): “Primero sueño”, de Sor Juana Inés de la Cruz, a quien Fina dedicará después un dilatado ensayo[5], y, por entonces, un significativo poema[6]. La otra influencia silenciosa en la de Fina es la de Francisco de Quevedo[7] –como en el primer Jorge Luis Borges– (que también está presente en la de la monja mexicana); y acaso la del poeta filósofo Antonio Machado[8]. Se pensará enseguida, como yo mismo hice al principio, en la impronta de la poesía de Juan Ramón Jiménez[9], pero esta operó de otro modo, más infusamente, no tan visible en la expresión. Claro que Fina leyó, junto a Cintio Vitier, muy joven, la primera poesía de Lezama, pero hay que destacar enseguida que, a pesar de ello, la poesía de Las miradas perdidas ya tiene un tono propio y un conceptismo que remarca su propia fisonomía (tanto estilística como metapoéticamente). Otro poeta que leyó entonces (que leyeron juntos Cintio y ella) fue Vallejo[10]. Aunque nunca hablamos de esto, no puede no haber leído a Rilke (de tanta intensidad metafísica) en su juventud, que era entonces una lectura esencial para su primer maestro, Gastón Baquero. Sólo anoto lecturas esenciales, y de las que ella misma ha dado testimonio, porque, por ejemplo, habría que pensar en las importantes lecturas que hizo Fina de los románticos ingleses, por ejemplo: Keats[11], Shelley[12], etcétera, a quienes leyó no en traducciones, como tampoco Vitier leía a los poetas franceses, y creo que no tengo que insistir en lo importante que es esto para un poeta. Su lectura poética de Keats vale lo mismo, o más, que cualquier penetrante ensayo sobre el poeta. Y claro que su lectura de José Martí fue también esencial[13].

Pero regresemos al tono y a lo metafísico. Acaso baste leer en alta voz (descarto que también en modo y momento adecuado) el primer poema del cuaderno «Las oscuras tardes»[14] de Las miradas perdidas, “Una dulce nevada está cayendo” (que, por cierto, se conserva en su voz) para intentar apreciar ese su tono característico, único. Basta leer, por ejemplo, los primeros versos de algunos sonetos de la monja mexicana para escuchar su tono. Escuchemos el de Fina:

Una dulce nevada está cayendo
detrás de cada cosa, cada amante,
una dulce nevada comprendiendo
lo que la vida tiene de distante.
Un monólogo lento de diamante
calla detrás de lo que voy diciendo,
un actor su papel mal repitiendo
sin fin, en soledad gesticulante.
Una suave nevada me convierte
ante los ojos, ironistas sobrios
al dogma del paisaje que me advierte
una voz, algún coche apareciendo,
mientras en lo que miro y lo que toco
siento que algo muy lejos se va huyendo

¿Cuántas veces habré leído ese poema que me sé de memoria y digo en alta voz? Ya en mis primeros textos sobre su poesía me detengo muchas veces en él[15]; pero nunca fue una intelección que me satisficiera. Sentía que lo que me trasmitía el poema y que no podía explicar, era suficiente (acaso por esto la propia Fina nos recuerda la socorrida frase de Archibald MacLeish: “Un poema no significa, es”[16]). Claro que esto que escribo ahora tampoco me parece suficiente, aunque acaso está bien que sea así. Pienso y escribo mucho últimamente sobre lo que llamo la poética de lo indecible (sobre ello se ha escrito mucho, por ejemplo, Octavio Paz, George Steiner, Guillermo Sucre, etc., etc., incluso Ricardo Piglia, por aquello de su noción, que tampoco es del todo suya, de “lo omitido”), pero como no puedo abordar aquí este tópico esencial pero interminable, haré entonces una anécdota reciente.

Volví a ver la otra noche una película, Her, de Spike Jonze –y ya esto de volver a ver quiere decir que la primera vez que la vi no me sucedió lo que ahora relato, lo cual ya es de por sí sintomático–. En un momento tuve una epifanía (una epifanía que después fue desplegándose en el filme y confirmando mi súbita revelación), cuando dije en alta voz: “El Universo”. Quería decir para mí: el universo es consciente, o es el Alma del Mundo, o es eso que llamamos Dios. Y recordé enseguida mis lecturas recientes del poema de Parménides, donde se afirma: “Pues lo mismo es pensar y ser”. Y entonces, como en una infinita rememoración, o aleph, desfilaron por mí mente: el “Romance del Conde Arnaldos” (“Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va”); Dante (sobre todo el sentido profundo que puede tener la desaparición final de Beatriz en el Paraíso, enigmática sonrisa mediante); San Juan de la Cruz (“la música callada”, “la soledad sonora”, “las ínsulas extrañas”), y hasta lo afásico que acompaña a toda mística escrita; el otro mundo (por tantos poetas entrevisto o añorado): Arthur Rimbaud[17] (y su significativo silencio final), Julián del Casal, Juan Clemente Zenea, toda la llamada poesía pura, Rilke, Vallejo, Lezama, Lorenzo García Vega, etc., etc.); en fin, ya dije que esto es un aleph, ¿no?. O un caleidoscopio. Acaso baste una frase atribuida a Mariano Brull (que no por casualidad cita Fina): “La prosa se hace con lo que conocemos; la poesía, con lo que desconocemos”[18]. Y hasta algunas descomunales nociones que siempre cito de Vitier en Poética:

Ciertas nociones negativas tienen otra dimensión de totalidad positiva, de presencia. Así lo invisible no es sólo aquello no-visible, sino que, por su propia sustancia, reside en otro plano ajeno a la negación. Del mismo modo, cuando digo “imposible” no quiero decir “no posible”, sino que aludo a unas cualidad constitutiva de las cosas reales (…)[19]

Y esta otra:

Lo desconocido no puede llegar nunca a ser “conocido”. Lo desconocido se conoce como desconocido; se manifiesta como desconocido. Lo oculto se descubre como oculto. Desconocido y oculto no son nociones negativas, términos de una búsqueda, sino presencias.[20]

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Hay una fe (y una certidumbre) en el otro mundo en el poema de Fina. Curiosamente, no como en Casal y Zenea. Ignoto, como en Gustavo Adolfo Bécquer, en el primero, o, situado en otro tiempo, en el segundo. Es otro mundo a la vez trascendente e inmanente. El cuarto verso de la primera cuarteta: “lo que la vida tiene de distante”, ¿qué intenta decir? ¿Distante de qué? De Dios –respondería Fina–. Pero el lector puede pensar: ¿del Alma del Mundo, de una esencia trascendente, del Espíritu Absoluto hegeliano, de una Conciencia cósmica, del Ser parmenideano?… No está aquí Fina para respondernos, aunque se puede colegir su respuesta. Pero ¿no hay una cierta contradicción en la existencia de esa distancia, esa distancia que primero llamó “mágica” y que después prefirió llamar misteriosa? Acaso toda su poesía existe para tratar de iluminar esa distancia que siente como dolorosa. Sí, no está aquí Fina para respondernos, pero aunque su respuesta pueda ser hasta cierto punto previsible, la índole de su respuesta –¿hay una respuesta?–, lamentablemente no. Ya me contaba ella misma en una cartica que el propio Cintio a veces se cohibía de confrontarle una duda, porque entonces salía con dos. En una carta que me escribe Enrique Saínz cuando le dedicaron a Fina una semana de homenaje en Casa de las Américas, cuando le dieron el Premio Reina Sofía, me cuenta que ella, conversando informalmente, les hizo una anécdota, riéndose mucho: que en una ocasión, cuando me dio a leer una copia de su libro todavía inédito sobre Quevedo, tenía una duda que la angustiaba mucho, por una frase, según ella, un poco dura para con el autor de los Sueños, y me decía que quería explicarla más, y que yo le contesté enseguida, conociéndola: Mejor déjela así, Fina, porque tal vez si trata de explicarla puede ser peor. Y fue lo que hizo.

Pero volvamos a las consecuencias de esa distancia tremenda, de ese desgarramiento que puede ser –y a veces es descrito, sentido así en su poesía– trágico. Acaso por eso ¿no somos todos “ese actor su papel mal repitiendo / sin fin, en soledad gesticulante”, como insiste después?

Incluso, en este primer poema del cuaderno «Las oscuras tardes», ¿no está implícita esa noción posterior de Lezama del Eros de la lejanía, ese vaivén entre lo lejano y lo cercano, hasta cierto punto uno de los centros de su sistema poético del mundo, tan cercano también a su noción de la “doble visión”? Este término lo utiliza también Patrick Harpur, citando a William Blake en El fuego secreto de los filósofos. Una historia de la imaginación[21]

En una carta que, como otras de Lezama a Fina, o como otras entre Lezama y María Zambrano, puede hacernos dudar del sentido habitual que le conferimos a nuestra vida (aunque también nos comuniquen una enorme e inexplicable esperanza), Lezama le escribe (transcribo solo un fragmento) a propósito del ensayo de Fina sobre Dador:

Lo que queremos siempre es reproducir la casa completa en el valle de Osiris, el de la muerte. Si nos morimos en la muerte, es la enseñanza de los egipcios, volvemos a vivir. El que está muerto en la muerte, vive, pero el que está muerto en la vida, es la única forma para mí conocida de la vida en su turbión, en su escala musical, en su fuego cortado. Así, una amiga como usted, me da la visión doble[22], la presencia dual absoluta donde estamos muertos en lo que hemos visto, pero hemos visto. Lo que hemos visto en esa región, relámpago de cacería. Esa penetración, aunque sea en la costumbre, es su plenitud anillada. Es el momento en que la ardilla blanca sube por el árbol azul, cuando el ciervo y el faisán ven absortos saltar el delfín. Ahí, Dios se sabe más cerca del hombre. El precio de la eternidad es ese silencio en que Dios no puede conversar con el hombre. Sorprender también ese silencio. Apuntalarlo en la nieve. Todo detrás de la lluvia, ese algo. Se mueve la poesía, oscuro movimiento de ese algo[23].

En la poesía de Fina abundan esas visiones, como en Blake, donde hay una doble visión simultánea, donde una no sustituye a la otra. Por ejemplo, en “Oisive jeunesse”, de Visitaciones:

Yo veía desde el cuarto interior, ropa tendida.
Y escribía: los mirlos pasan cantando.
Desde luego, no había mirlos.
Yo nunca había visto esos pájaros.
Yo miraba pasar los tranvías amarillos.
Desde el balcón, la vidriera de las corbatas.
Señoras jóvenes vestidas de mantecado y punzó.
Y escribía: Praderas azules! Púrpura absoluta de mi tumba!
O en su poema “El hipopótamo”, donde comienza describiendo prolijamente a esa bestia conocida, pero, de repente, todo se transfigura en su visión, y escribe:
¿De dónde, pues, aquel surgir de diosa
de las aguas?
¡Eras allí, hipopótamo,
otra vez Venus! Tras su cara de gárgola
el egipcio vio un dios! Por un instante
también yo vi caer la doble máscara
que te cubre, y, surgiendo, como un mito,
vi el leve parpadear de tus fresca inocencia,
virgen conocedora del abismo
de las aguas amándola, poniendo
el blanco pie sobre la valva rosa.
Sobre la oscura tierra, madre nuestra,
establecías el vínculo.[24]

Leída bien, toda la poesía de Fina está recorrida por esta dinámica poética y metafísica. Dice: “porque en lo que miro y en lo que toco / siento que algo muy lejos se va huyendo”[25].

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Yo decía que podía haber una cierta contradicción, porque desde la perspectiva del misterio –o poética, si prefieren– de la encarnación, idealmente no debería sentirse esa distancia como algo trágico, pero no es lo mismo la conciencia de esa noción, que sentir, vivir su necesidad. Por eso decía que toda su poesía, sobre todo la anterior a Habana del Centro, está escrita muchas veces desde la vivencia inexplicable, indecible, de ese desgarramiento. Es cierto que no acaece tan sombríamente como en la poesía de Eliseo Diego, donde la conciencia trágica del hombre como criatura caída lo acompañó hasta el final, aunque en Fina su dilucidación poética es más ardua y profunda.

En la última poesía de Fina parece haber un notorio cambio al respecto. Salvo excepciones, ya no se demora tanto en esa distancia dolorosa… ¿A qué se debió ese cambio? Releyendo algunos de sus ensayos sobre la poesía de Martí, sobre todo tres (de distintas épocas)[26], ella va relatando, describiendo, con mucha prolijidad y agudeza, el cambio que hay entre Versos libres y Versos sencillos. Acaso algo similar acaeció en su última poesía. Es una conjetura, para mí, bastante plausible. Tengo que confesar que, no obstante esta posible simetría, incluso, ¿por qué no, sobre todo en su caso, consustanciación profunda?, yo prefiero, amén de que acepte la “madurez” metafísica de la última poesía de Martí, como su sabiduría última, como fin de un proceso, etcétera, prefiero la primera época de la poesía de Fina que la última.

Este es un tema muy complejo para abordar aquí y ahora, porque en el caso de Fina puede estar complejamente relacionado también con dos épocas diferentes: la de la República y la de la Revolución, la de su juventud y la de su madurez. Aunque la lucidez poética no necesariamente tiene que coincidir con el tiempo de la vida y mucho menos con el de la Historia. Acaso aborde en otro momento posterior este delicado asunto. Sin embargo, hay dos poemas de Fina que nos pueden hacer pensar, «Mudada (Arroyo)»: “Desmantelan / la casa. / Nos desmantelan / a todos / el alma”·, escribe en un fragmento, y en otro: “Salgan al aire, / heridas, / las entrañas / de la res, / antaño cálidas!”[27]. Y en otro poema, muy autobiográfico, “Pepita”, de Habana del centro, escribe en un pasaje:

(…)
Y muchos años después, me espetó una joven señora en una playa, no sé si como elogio o como regaño:
–¡Pajarito contemplón! Eso parece ésta.
(…)
De nuevo, en otro tiempo, oía la palabra en reproche (…)
(…)
Y ya definitivamente adultos la volví a oír una y otra vez. Nos reprochaban el no haber hecho nada por el país, tan afrentado, que fuésemos unos “contemplativos” y no gente de acción, y todo en un país en que Martí había enseñado que ser poeta no era hacer versos y ver pasar las nubes, sino “sangrar y morir por nuestro decoro de hombres”, por el decoro patrio…
¡Pajarito contemplón! ¡Pajarito contemplón!
(…) y qué sé yo cuántas cosas. Y era verdad que yo no había hecho nada, nada, o a lo sumo había sido como el pájaro, de la especie cantora, y sólo por ello disculpable, pepita de oro de una mina encontrada por un niño, que luego resultó piedra gris, lloviznada y pisada tanto tiempo, hasta que alguien la alzó, alegre de encontrarla, y la guardó cerca de su pecho, que era lo que ella esperaba, esperaba, “encantada” y sin sentir ya las lágrimas, que era lo que ella siempre estuvo esperando, sin saberlo.[28]

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Y aquí, discúlpeme el paciente lector, quiero hacer otra anécdota personal. En el último congreso de la UNEAC al que asistí, poco antes de exiliarme en Madrid, estábamos sentados juntos al fondo de la sala, Reina María Rodríguez, Antón Arrufat y yo escuchando las diversas intervenciones, cuando, de pronto irrumpió (¿cómo si no?) en la sala Fidel Castro, y a partir de ese momento tomó la palabra interminablemente. No recuerdo por qué de repente comenzó a disminuir a Martí como político, porque argumentaba que sus discursos eran poéticos, que no comunicaban directamente un mensaje eficaz para la causa revolucionaria, etc. Reina María Rodríguez pidió la palabra y muy prudentemente comenzó a disentir. Entonces yo le susurré a Antón que le recordara a Reina la anécdota famosa de un tabaquero de Tampa, cuando confesó que ellos no entendían del todo los discursos de Martí, pero que al escucharlos sentían que estaban dispuestos a morir por él… Claro que ni Antón ni yo nos atrevimos a decirle nada a Reina, porque Él nos hubiera visto hacerlo. La sesión se interrumpió enseguida por Abel Prieto, quien llamó a Reina al estrado en el receso como para apaciguar la tensión. Inmediatamente después, aprovechando esa pausa, los tres abandonamos el Congreso en el coche de Antón. Silenciosos. No comentamos nada. Claro, Reina, por ejemplo, habría podido recordar, a propósito, el final de Versos sencillos: “Verso, o nos condenan juntos, / O nos salvamos los dos!”. Pero éramos, somos, unos pajaritos contemplones… Aunque Reina, sin duda, fue más valiente que nosotros…

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A diferencia de Vitier, que en Testimonios (1968) abordó explícitamente el conflicto profundo con algunos aspectos centrales de la cosmovisión de la Revolución (el ateísmo sería un problema primordial, aunque no el único, y que, como ya es conocido, motivó que, a inicios de la Revolución, las dos familias –la de Cintio y Fina, y la de Eliseo Diego y Bella– decidieran abandonar el país) y su difícil inserción en ella a la luz de parámetros que evidentemente no compartían, más los ataques que padecieron sin derecho a réplica (esto me lo puntualizó muchas veces Cintio: me enseñó incluso una respuesta suya, devuelta, tachada en rojo) desde el suplemento Lunes de Revolución del periódico Revolución, y otras muchas anécdotas similares, llama la atención la ausencia más manifiesta de esos desencuentros profundos en la poesía de Fina, aunque no ausentes del todo, como ya indicamos… Justamente en Testimonios, Vitier expresó en varios textos sus conflictos de conciencia (que compartía seguramente Fina, como es previsible)[29]. Como en un eco coincidente con Cintio, escribió Fina en “Los contrarios (A la imagen de Cristo entre los dos ladrones)”:

Ladrón es quien está de un solo lado,
quien izquierdo o derecho el ser divide,
yo el ladrón quiero ser que te ha mirado
siquiera en el morir. Por otras lindes
vida o muerte, quehaceres o porfías
fáciles van ¡que es fácil la querella
que se divide en líneas enemigas
sin desgarrarse en cruz! Ay, cómo ellas
se reparten y juegan los vestidos
de aquel que está en el medio, cada una
tiras de su verdad flameando al viento!
Mientras que callas tú en el centro vivo
de todo, en ese punto que entrecruza
lo enemigo y lo torna sufrimiento[30]

(En el libro que imagino escribir, abordaré otras aristas de este delicado asunto, memoria personal mediante.)

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Prosigamos, pues, con la poesía de Fina. La sabiduría (o “la imaginación de un sentimiento”[31]) que nos trasmiten muchos de sus poemas, son el poema. Es de cierta manera inútil, por insuficiente, tratar de explicarla, como algunas veces he intentado hacer. Pero sabemos que ahí está, retándonos, como un árbol, un astro, una persona. Por ejemplo, cuando Harpur nos dice finalmente: “También nosotros somos daimónicos”[32], en fulgurante intuición, y luego sugiere que este mundo y el otro mundo, que nosotros y los daimones nos necesitamos mutuamente; que, en cierta forma, nos complementamos, todo está dicho. Sí, todo está dicho y, a la vez, todo está por decir. Cuando Fina escribe: “la luz es ilusión, también locura”[33], ¿qué nos comunica? Claro, uno puede acudir al platonismo, por ejemplo (ella, que leyó tanto al neoplatónico Plotino[34]), pero uno sospecha una y otra y otra vez, que no sería suficiente. Sí, ya sabemos, “la naturaleza ama esconderse”, como decía el Obscuro. Y regresamos a esa nube, a esa frase vaga y, a la vez, tremenda, a ese misterio a la vez abierto y cerrado, el “Universo” (Alma del mundo, Imaginación, Dios, Dioses, Poesía, Inframundo, etc., o, incluso Conciencia- es curioso cómo utiliza Fina este último término en su carta a María Zambrano sobre Antígona…).

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Alguna vez referí a mis estudiantes un evento que me ocurrió en 1994. Dentro de una profunda crisis existencial, visité una noche a mi amiga Maggi (Margarita) Mateo; hablamos, bebimos mucho y avanzada la madrugada me acosté a dormir en su casa. Pero ¿me dormí? Sin duda, porque según el reloj habían transcurrido unas horas cuando desperté, y era ya de día. Pero no soñé (siempre sueño o sé que sueño), es decir, cerré los ojos e inmediatamente los abrí. Para mí (y eso es lo importante) no había transcurrido el tiempo. Luego intenté apresar esa sensación en un breve poema: “Sueño sin imágenes. Y un soplo. / El tiempo derrotado. El dulce arder. / Como un alba sin ojos, sin memoria / velas eternas, puro renacer. / Y un viento, enamorado, las aviva. / El Espíritu Santo, y el atardecer”[35]. Alguna vez Fina me comentó en una carta inédita, medio en broma, medio en serio, no quieres poco (refiriéndose a la frase “El Espíritu Santo”)[36]. Yo la escribí así porque así acaeció. No creo que difiera de los otros términos ya mencionados (Alma del Mundo, Universo, Conciencia, etc.). Además, no soy católico, no profeso ninguna religión; en cierto modo soy anticlerical, como Martí, aunque como Martí soy un hombre religioso (o espiritual o metafísico): creo en el otro mundo. Soy, además, muy agnóstico en el fondo (y ya en eso no soy tan martiano). Siempre le tuve cierta sana envidia a Enrique, tan convencido de sus creencias trascendentes, las que canalizaba a través de una religión concreta. Recuerdo una tarde, con buenos humos, en casa de Omar Pérez, junto a Emilio García Montiel, que nos pusimos metafísicos sobre este tema, y que yo les decía que lo importante era encontrar un punto, un punto de despegue[37]; que no importaba cual fuera ese punto…

Pero regreso al evento referido. Salí de casa de Maggi hacia ningún lugar, estaba como borrado. Por el camino, ya cerca del mediodía, se me ocurrió ir a casa de otra amiga, donde su madre me hizo un almuerzo cualquiera (en otro poema lo describo[38]), pero entonces, de repente, acaeció lo inaudito: sentí que esos plátanos eran a la vez físicos y espirituales. Como en la “doble visión” de Blake (y de Lezama), todo era, simultáneamente (y esto es lo decisivo), ambas cosas (o mejor, la misma cosa). Como sucede en la Poesía, ni más ni menos. Cuando salí de casa de mi amiga, sentí que esa epifanía, que ese estado como de gracia iba a cesar, acaso porque, como escribe Valéry en “La poesía pura”: “las regiones de la más alta serenidad están necesariamente desiertas”[39], es decir, no podemos permanecer en ellas, acaso a costa de desaparecer. Pero supe también que nunca iba a olvidar esa extraña sensación que inexorablemente me transformaba cuando me abandonara. Fue una iniciación. Entonces, en esa improvisada peregrinación hice algo “incorrecto”. Cintio y Fina siempre recibían a partir de las cinco de la tarde (porque la siesta para Cintio era sagrada), por lo que Enrique y yo siempre íbamos a esa hora cuando los visitábamos, pero ese día me dejé llevar por una intuición, o un irrefrenable anhelo, y me dirigí como a las dos o tres de la tarde hacia su casa. Me recibió Fina (Cintio dormía). No hice más que sentarme frente a ella en aquella escueta salita cuando, sin preámbulo alguno, me preguntó: ¿has leído la correspondencia entre Paul Claudel y los Maritain? Se refería a la conversión católica de esos esposos a partir del escritor católico francés. ¿Fue casualidad? No creo en las casualidades. Lo que conversamos a partir de entonces ¿lo olvidé? Esa fue una de las pocas veces que pude conversar a solas con ella, como yo apetecía secretamente, porque Cintio siempre solía acaparar la conversación mientras ella se retiraba a su “dilatada sombra”.

Pero esta anécdota me conduce ahora a algo que sentí muy profundamente cuando leí hace muy poco una parte de las recientes memorias de Fina [40], y que cita Ernesto Hernández Busto [41], sobre la tardía conversión de Fina (y Cintio) al catolicismo. Yo sabía esto, pero siempre había creído que esta había sucedido dentro de unos cauces estrictamente católicos. Transcribo ese párrafo:

Profundo es todo lo que no puede elegirse. No elegimos nuestro padre ni nuestra madre, la tierra en que nacimos ni el momento en que habremos de morir. No hemos elegido nuestro cuerpo ni nuestra alma, y el amor siempre tendrá la falla de nuestra elección y sólo será profundo en la medida en que prescindamos de ella, sobreviniendo como un destino. Yo no había escogido tampoco, entre otras posibilidades y después de algún género de deliberación, la fe en que me despertaba de pronto como en un mar en que braceaba ya abajo, ya arriba, cuyo signo era no poder ser eludido, estar en medio, entre mi vida y mi muerte, exigiéndome un movimiento necesario que no me habían enseñado y que era ahora imprescindible hacer.[42]

Aquí hay algo más, sin duda. Algo que tiene que ver con esa conciencia profunda y vigilante que se muestra en muchos de sus poemas cercanos a aquella conversión. La que leía a Plotino…Hubo un punto desconocido en Fina, una víspera incluso, que encarnó en la conversión católica, que, aunque con ser después tan intensa (ay, y acaso demasiado enfática a veces, a diferencia de la catolicidad de Lezama o de la Zambrano), como suele sucederle a los conversos, rebasa, en la lectura de muchos de sus poemas no explícita y confesionalmente católicos, esa filiación concreta, y que, más allá de esa como sobredeterminación, o a priori [43], perdurará siempre, inquietándonos y sospecho que rebasándola a ella misma. Quien me dijo aquella única vez a solas que ella prefería escribir por la mañana aunque sabía que la noche era “la hora de la alta videncia”, fue consecuente con la noción de límite y obediencia que estudio en mi libro sobre su pensamiento poético. Uno puede sentir, como yo lo he sentido a veces, una como nostalgia de textos suyos escritos (o imaginados) en aquella hora, sobre todo al leer algunos poemas suyos [44], pero es lo que hay. Después de todo, la región de lo indecible, en cualquier persona, es insondable. Pero ella escribió: “Denme el conocimiento de un límite y la más simple frase melódica nos puede llevar de la mano a lo insondable” [45].

Cuando uno lee “Y sin embargo sé que son tinieblas”, o, sobre todo, “No puedo olvidar que el tiempo soplaba con impaciencia y furia”, poemas que parecen escritos desde (o en) aquella hora, entonces uno comprende, por ejemplo, lo que dice Agamben sobre el poeta como veedor de las tinieblas de lo contemporáneo[46]. Igual que lo desconocido, no es lo no conocido; igual que el misterio y lo invisible tienen entidad propia, sustantiva, como arguye Vitier, las tinieblas no son simplemente la ausencia de luz. “Oscura realidad cual luz oscura”, escribe en “Lo oscuro”[47]. Fina era capaz de ver desde esas tinieblas no solo la sombra del mundo, sino la sombra que todos tenemos, como afirmaba Jung. Por eso acaso me inquietaba tanto su mirada, que a veces rehuía, porque sentía que era capaz de verme por dentro. Alguna vez jugué a imaginar que ella era como una reencarnación de la Lizaveta de Sender, la de su novela Las criaturas saturnianas, aquella princesa rusa que tiene tantas iniciaciones, las últimas a la vera del oscuro Cagliostro. Alguna vez sentí también, que Fina era como un personaje de Dostoievski…

Acaso esto que comento rápidamente ahora pueda servir también para aproximarnos a su verso: “la luz es ilusión, también locura”, aunque tampoco agote su irradiación, y aunque ese verso continúe preservando su misterio, más allá incluso de toda obvia o profunda consideración filosófica. En última instancia, ella misma invoca, en Habana del centro, “el viejo son oscuro del Universo”[48]… Bueno, si hubo alguien que pudo mirar profundamente desde esas tinieblas, esos profundos, esos ínferos, fue su “maestra” María Zambrano. Y no es casualidad que en su conocido ensayo “La Cuba secreta” (otra manera también de ver, sentir, lo invisible), excepcionara la índole de la poesía de Fina [49]… Pero, ¿qué son, en última instancia, sus “las miradas perdidas” que ella devuelve, regresa, imagina, desde la oscuridad a la luz? Porque las tinieblas (las tinieblas del ser, adonde viajó Parménides para encontrar la sabiduría, como todo chamán, a través de la mano derecha de Perséfone), no implican necesariamente algo negativo, sino también una plenitud, aunque sea precisamente la plenitud del Inframundo, o reino del Alma del Mundo, o de la Imaginación, o de la Poesía. Esa ambivalencia daimónica de los llamados “ínferos” por su maestra o “guía” en esa senda innombrable se describe así:

Hay que dormirse arriba en la luz.
Hay que estar despierto abajo en la oscuridad intraterrestre, intracorporal de los diversos cuerpos que el hombre terrestre habita: el de la tierra, el del universo, el suyo propio.
Allá en los “profundos”, en los ínferos el corazón vela, se desvela, se reenciende en sí mismo.
Arriba, en la luz, el corazón se abandona, se entrega. Se recoge. Se aduerme al fin ya sin pena. En la luz que acoge donde no se parece violencia alguna, pues que se ha llegado allí, a esa luz, sin forzar ninguna puerta y aun sin abrirla, sin haber atravesado dinteles de luz y de sombra, sin esfuerzo y sin protección [50].

Sí, María Zambrano buscó esa su “razón poética”, y descendió para ello a los profundos, a lo sumergido, a esa víspera, a lo informe incluso, al reino de la Medusa[51], la poesía de Fina, en muchos momentos privilegiados, nos interpela desde esa oscura plenitud. Por eso ella pudo, por ejemplo, más que nadie, aproximarse y comprender “La ronda” de Zequeira. Por eso ella pudo, en un poema de Las miradas…, escribir: “Respiro a Casal” [52].

“Oscura plenitud”, dije, pero ¿no es más bien como un claroscuro barroco?, si desean este adjetivo literario. Porque esa fue también su raíz. Como en el Rubén Darío de “Coloquio de los centauros”; como en el Martí de Versos libres, como el Borges esencial; para no hablar de su Maestro, el de “Una oscura pradera me convida”; o de su Sor Juana entrañable… Ya advertía Fina en su extraordinario ensayo sobre Dador que “Donde hallemos un poeta con ojo para lo paradisíaco hallaremos también un poeta de descenso a los infiernos (Ejemplos mayores: Dante, Rimbaud)”[53]

Sí, Fina tenía algo de bruja ancestral –como Reina María Rodríguez[54], por ejemplo, y de ahí también que la poesía de Reina tenga tantas afinidades secretas con la de Fina, acaso porque ambas son capaces de mirar desde esos “páramos” del ser… Fina vio como nadie ese “olvidado y fiero paraíso” donde queda el niño, en uno de sus más visionarios poemas:

Tus pequeñas pisadas en la arena


Thy little footsteps on the sand of a remote and lonely shore…
Shelley

¿Adónde fuiste tú, niño de oro,
que sonreías a una madre joven
que ya no existe? ¿Podrán acaso
tus brazos rodearla como entonces
o tus palabras ser cual el silencio
de tu callada confianza?
Oh qué sola
la has dejado por siempre, tú que fuiste
la perfecta ventura de su alma.
¿Ni quién podrá acercarse a ese cerrado
misterio de la madre con su niño,
sin que entre los dos falte ya nada!
Por las piernas desnudas, sostenido
te lleva, y no lo sientes. Creces,
te alejas ¿dónde, dónde quedas?
No te guarda la muerte ni la vida.
¿Y dónde irías tú, niño de oro
en dónde te quedaste sonriendo,
en dónde sin tu madre que te busca,
en qué olvidado y fiero paraíso? [55]

&

Como no quiero escribir, en esta evocación, acaso postrera, un texto literalmente “académico” (en todo caso esto lo dejo para las notas al pie), me permito ciertas asociaciones. Prosigo. Alguna vez sentí también que Fina podía significar para mí esa suerte de Diosa Blanca que tanto he asediado en mi poesía a partir del estímulo inicial de Robert Graves. Ah, sí, “La Belle Dame sans Merci”, de su amado Keats. Y repárese en que en la poesía de Graves, la diosa blanca terminó por manifestarse como una diosa negra

&

Ah, la noche escura del alma del “frailecillo incandescente”… Porque la poesía de Fina, su mirada, tiene mucho que ver con la desposesión, de ahí también su pobreza esencial –secreto de su estilo–. Esa su poesía como “deslavazada”[56], rota, herida, desaliñada, inacabada, abierta… No por gusto su segunda poética explícita en prosa poética (la primera fue “Lo Exterior en la poesía”[57], más discursiva, aunque no menos importante para comprender su poética predominante), “Hablar de la poesía”, comienza así:

Lo primero fue sentir una oquedad: algo faltaba, sencillamente. Pero, de pronto, todo podía dar un giro, y las cosas, sin abandonar su sitio, empezaban ya a estar en otro. La poesía no estaba para mí en lo nuevo desconocido, sino en una dimensión nueva de lo conocido, o acaso, en una dimensión desconocida de lo evidente. Entonces trataba de reconstruir, a partir de aquella oquedad, el trasluz entrevisto, anunciador. Relámpago del todo en lo fragmentario, aparecía y cerraba de pronto, como el relámpago[58].

De ahí que acaso pueda vislumbrarse por qué le dediqué este extraño soneto, que ahora comparto aquí:

El sol que no miente

a Fina García-Marruz


Hambre de ti sin ti como un deseo melancólico
Recuerdo que ya declina de colores más brillantes
Sospecha de una mirada no estrenada todavía
Y la esperanza platónica de una carne diferente
Oh cuerpo, en ti busco en vano esa huraña melodía
La sed que sacia, la prisa serena, la visión que ciega
Del placer, el corazón, de la nada, la simiente
La luz que borra la belleza absorta de la oscura fuente
¿Del otro lado está Dios? ¿Tu propio rostro? ¿La muerte?
¿La profecía? ¿La víspera? ¿La oscura luz?
¡No me tientes con otro conocimiento! La soledad de la mente
La vulva abierta, la nieve que arde, el sol que no miente
Medusa que tiembla, ventosa que abrasa, la culpa inocente
La luz que borra la belleza absorta de la oscura fuente [59]

&

La capacidad visionaria de su poesía (y de muchos momentos de sus ensayos) está por comentarse todavía. De sus ensayos, rescato una intuición memorable, en su ensayo “La poesía es un caracol nocturno”, sobre Lezama:

Esta poesía tachada de oscura, de hiperbólica, de excesiva, nos da de pronto algo poco frecuente en los predios abusivamente líricos de la poesía: la corporeidad de las cosas. Las vemos con una netitud que parece que se toca. No su interpretación, no su comentario, sino un cuerpo que no precisa ser comprendido. ¿Quién comprende a una silla, a un frutero, a un astro? La costumbre de verlas nos hace olvidar que a veces ellas son una mancha de color para nosotros, el comienzo de un pensamiento que no les concierne o una forma que no significa. En realidad las cosas son endemoniadamente oscuras. A veces nos alargan un brazo, un color o una indiferencia, otras un exceso, una jocosidad inatendida[60].

&

El otro poema que me reta siempre es “Ama la superficie casta y triste”:

Sé el que eres.
Píndaro

Ama la superficie casta y triste.
Lo profundo es lo que se manifiesta.
La playa lila, el traje aquel, la fiesta
pobre y dichosa de lo que ahora existe
Sé el que eres, que es ser el que tú eras,
al ayer, no al mañana, el tiempo insiste,
sé sabiendo que cuando nada seas
de ti se ha de quedar lo que quisiste.
No mira Dios al que tú sabes que eres
—la luz es ilusión, también locura—
sino la imagen tuya que prefieres,
que lo que amas torna valedera,
y puesto que es así, sólo procura
que tu máscara sea verdadera.[61]

Es un cuerpo viviente, un oráculo. Aunque puede intentarse, por supuesto, su comentario, como ya he intentado algunas veces, nunca se agotará.

Hagamos una excepción y comentemos –solo comentemos, y desde mi lectura personal, desde luego– el poema “Ama la superficie casta y triste”. Está precedido por una significativa sentencia de Píndaro, que ella retoma en el poema: “Sé el que eres”. Ya esa sola frase se muestra y se oculta, y puede remitirnos al autoconocimiento. Concuerdo con Valéry, quien pensaba que el autoconocimiento es el sentido último de la literatura. Pero la frase puede presuponer que hay una esencia inalterable, o previa, ¿dada?, en cada criatura (eso que llamamos alma, o conciencia, si queremos). También puede infusamente indicar que en cada criatura hay un mito suyo, único, por desplegarse… Y aquí habría que recurrir a la psicología profunda, o mítica o arquetipal, de Carl Jung y de James Hillman, por ejemplo. Lecturas, por supuesto, para nada presentes en Fina. Claro que en Fina esa frase, su resonancia, tiene otras fuentes, obviamente cristianas (porque ese el punto de Fina, aunque no el único), pero esto para mí no es lo decisivo, porque me atengo en mi lectura a la frase en sí. El poema comienza no abordando directamente la frase pindárica: “Ama la superficie casta y triste”. ¿Por qué casta y a la vez triste? ¿Por qué la inocencia es triste? (“Oh, lo bello y lo triste”, escribirá en el primer poema de “Sonetos a la lluvia”, que nos puede remitir también a su noción de la hermosura dolorosa). Hay algo oximorónico aquí, típico de su barroco quevediano (y vallejiano), que no tiene, en última instancia, otra fuente que la poética de lo indecible. En un poema muy posterior despliega esa sabiduría de la íntima comprensión de la piedad (la piedad como conocimiento), cuando hace un conmovedor relato en “Retrato de una virgen”[62]. Pero está hablándonos de las apariencias ¿no? Las apariencias –o sus superficies– son inocentes pero a la vez tristes. Bueno, aquí, si queremos, podemos pensar en el platonismo (muy singularmente incorporado –no literalmente, claro– a su cosmovisión cristiana). Acaso la gran contienda que ha librado siempre la razón poética (digo adrede con frase paradigmática de María Zambrano) ha sido la de salvar las apariencias (que desdeñaba, en última instancia, Platón). Claro que el misterio de la encarnación, según el mito cristiano que incorpora el Nuevo Testamento, salva las apariencias… Ya en mi libro inicial, En torno la obra poética de Fina García Marruz, hice mucho hincapié en su poética de la encarnación (también explícitamente presente en la cosmovisión poética de Lezama, como también asedié en La solución unitiva[63]). Pero convengamos, como trato de explicar siempre a mis alumnos, que el mito de la encarnación (que aunque revela su sentido último para con el hombre caído en el Nuevo Testamento, ya está presente en la primera frase del Génesis, y hasta en el mito de Lucifer-Satanás) tiene una equivalencia con la noción misma de la imagen poética (y artística), pues es en este singular (y acaso el más poderoso) modo de conocimiento unitivo (y simbólico) donde ocurren las nupcias inextricables de lo particular y lo general, algo que Vitier aprehende en su librito Poética, acaso a la vera de las lecciones de su maestra María Zambrano, como él mismo ya había advertido en Experiencia de la poesía… Y no debe olvidarse esto, porque la joven Fina cumplió su formación poética (y hasta su conversión católica) en el tiempo que escuchaba y leía a la sibila de Málaga[64]. Recuérdese, por ejemplo, que la edición que leyó Fina (y Cintio, y Lezama [65]…) de Filosofía y poesía[66], la primera (porque inexplicablemente desapareció de las siguientes ediciones), estaba significativamente presidida por esta cita que hace Louis Massignon:

Un teólogo musulmán, Hallach, paseaba un día con sus discípulos por una de las calles de Bagdad cuando lo sorprendió el sonido de una flauta exquisita. “¿Qué es eso?”, le preguntó uno de sus discípulos y él responde: “Es la voz de Satán que llora sobre el mundo”, Satán llora sobre el mundo porque quiere hacerlo sobrevivir a la destrucción; llora por las cosas que pasan; quiere reanimarlas, mientras caen y solo Dios permanece. Satán ha sido condenado a enamorarse de las cosas que pasan y por eso llora.

Este tópico de la inocencia y de la criatura caída está muy presente también en toda la infusa cosmovisión poética de Eliseo Diego, como comento en un ensayo [67]. Sólo indico interpretaciones posibles, más que intentar fijar alguna discursivamente, para no hacer este texto interminable, y porque sólo quiero ahora tratar de situarme en la percepción más general de cualquier lector.

Pero en el verso siguiente ya se produce un énfasis tremendo: “Lo profundo es lo que se manifiesta”, que nos remite enseguida a otro de un poema posterior: “Toda apariencia es una misteriosa aparición” [68]. Claro que aquí es ineludible, como se comenta en este mismo ensayo, complementar esto con la noción de William Blake (y de Lezama) de la doble visión, ya varias veces mencionada. Esencia y apariencia como un solo cuerpo inextricable. Y la noción de Martí: “todo lo real es simbólico”, que la propia Fina tendrá muy presente siempre [69]. Pero aquí está en juego también el problema de la percepción, que ya había resuelto el mago de Anatolia (“Pues es lo mismo pensar y ser”). La propia Fina, en otro poema de este cuaderno, «Las oscuras tardes», se explaya en esto: “¡Dichoso tú que a un mismo tiempo eres / el soñador y el sueño, casta ley / en las nupcias del ojo y lo mirado!”, escribe en “Oh parque del otoño”[70]. En “Madrugada, piedras, pájaros” es más precisa: “parece que bastara con mirar para ser” [71].

Prosigamos. Inmediatamente, agrega dos versos a modo de sinécdoque: “La playa lila, el traje aquel, la fiesta / pobre y dichosa de lo que ahora existe”. De nuevo otra identidad aparentemente contradictoria, otra tensión en la simultaneidad: “pobre y dichosa”. Entonces, luego de esta importante introducción, aborda la frase pindárica directamente:

Sé el que eres, que es ser el que tú eras,
al ayer, no al mañana, el tiempo insiste,
sé sabiendo que cuando nada seas
de ti se ha de quedar lo que quisiste.

Frase que obviamente interpreta (“que es ser el que tú eras”), como también cualquier lector puede hacer, desde su singular cosmovisión. No debería leerse esta extraordinaria especulación metafísica sin tomar en consideración otros poemas de Las miradas perdidas y de Visitaciones. Porque el viaje hacia el pasado y la noción misma de pasado (el viaje de la rememoración, que no es lo mismo que recordar, porque implica un movimiento de la imaginación recreadora) es uno de los tópicos –como en Borges, por cierto– centrales de toda su percepción poética.

En fin, la conclusión de la cuarteta no puede ser más hermosa: el alma preserva el deseo o mito primordial de cada quien. Es mi interpretación, aclaro. Omito adrede cualquier intento de especulación metafísica, porque, aunque pudiera hacerse, no agotaría la irradiación simbólica de sus versos, su indefinible eco o resonancia.

El terceto siguiente es acaso más complejo:

No mira Dios al que tú sabes que eres
–la luz es ilusión, también locura–
sino la imagen tuya que prefieres […]

El alma sabe siempre quién es. Todo lo que empaña, vela, eso, es ilusión o delirio. De ahí, acaso también, la tristeza que acompaña a la vida, o su enorme nostalgia inexplicable. Porque la vida se cumple inexorablemente a través de esa ilusión o delirio de la luz (esa apariencia), aunque se sienta siempre el latido de su sombra acompañante. La oscura raíz. El tuétano velado del ser.

Aquí está, de paso, muy presente, la misericordia de ese Dios en la relación con su criatura. También hay otro tema implícito enorme: la relación entre la necesidad y el libre albedrío. Pero continuemos. Reparemos en que se dice “la imagen tuya que prefieres”. La imagen… María Zambrano dijo de los mitos, de los dioses (en plural, notemos) griegos: “poéticas esencias fijadas en imágenes, revelaciones directas de la «fysis», instantáneas del paraíso y también del infierno”[72], acaso una de las visiones más profundas, más completas que conozco de los Mitos y de la misma Poesía. Poesía, esencia e imagen. ¿No es esto el centro de toda razón poética? Aunque, debe agregarse también: ¿No es esto el centro de la Vida misma? Porque, más allá de cualquier interpretación metafísica o teológica (o teleológica, si se quiere también, o antrópica incluso), lo que está en juego aquí es el sentido último del mundo de las apariencias… Por eso concluye (de esa imagen, de esa superficie, de esa apariencia viva):

que lo que amas torna valedera,
y puesto que es así, sólo procura
que tu máscara sea verdadera.

Aquí irrumpe otra noción vastísima: la tácita identidad entre el Amor y la Verdad, además de la imagen de la máscara como sinónimo de apariencia. Quiera o no, no puede dejar de moverse Fina desde la noción platónica de las ideas absolutas, transfiguradas por el credo cristiano (incluso neoplatónico) posterior. El propio tópico de la transfiguración, que no la metamorfosis grecolatina, aunque no la niegue, es interesante desde la perspectiva, tanto de la encarnación o de la imagen unitiva, como desde la “doble visión”. No creo que tenga que aclarar que el Amor es sinónimo de energía creadora o de ese logos spermatikos tan caro a Lezama, por ejemplo. O tampoco recordar otra identidad correlativa a su amado Keats: “Beauty es truth, truth beauty”.

Todo lo que aquí se ha sugerido ¿agota la lectura, la vivencia de este poema? Por supuesto que no. Todo, al cabo, es una forma de aludir a lo indecible. Pero lo indecible, como esencia positiva que es (como el misterio, como lo desconocido —y como la misma realidad), puede no explicarse, pero sí sentirse.

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En algunos de estos primeros poemas hay una manifiesta oscuridad a contrapelo de lo transparente de los enunciados. Hay un estrato y varios substratos, incluso dependiendo del lector. No son poemas “católicos”, aunque pueda aludirse a Dios. Hay una acendrada metafísica poética, un pensar o razón poéticos, más allá de que puedan ser leídos desde una interpretación cristiana. Después de todo, en la escolástica y teología medievales hubo una refinadísima especulación teológica de fuente filosófica. Pero, más allá de esto, algunos de estos poemas perduran por sí mismos. La oscuridad de sentido aludida remite también al conceptismo quevediano (y hasta gracianesco), tan caros a Fina. Su libro posterior sobre Quevedo [73] es ya un clásico dentro de las exégesis sobre el autor de la “sangrienta luna”. Es curioso que Fina coincida en esta filiación con el primer Borges, tan clamorosamente quevediano, sobre todo en la ponderación de la forma misma.

Por cierto, en este ensayo, Fina, cuando trata los llamados sonetos del amor y de la muerte de Quevedo, especialmente el más famoso de todos, cita una reflexión de una carta de Pablo Neruda que comenta ampliamente, muy significativa:

Si al nacer empezamos a morir, si cada día nos acerca a un límite indeterminado, si la vida misma es una etapa patética de la muerte, si el minuto de brotar avanza hacia el desgaste el cual la hora final es solo la culminación de este transcurrir ¿no integramos la muerte en nuestra cotidiana existencia, no somos parte perpetua de la muerte, no somos lo más audaz, lo que ya salió de la muerte? ¿No es lo más mortal lo más viviente, por su mismo misterio…?[74]

Repárese en que en los poemas comentados, y en muchos otros, la realidad es mirada, sentida, desde una simultaneidad aparentemente contradictoria, a veces oximorónica, que impide una lectura literal o una sola intelección. Pero esto no sucede, como en el primer Lezama, por aquella “rauda cetrería de metáforas”, como señalara Gaztelu [75]. No sucede solamente por la utilización del símbolo tradicional ni por la presencia de la imagen afectiva. Parece como si fuera la realidad misma la que se muestra oscura, compleja, inextricablemente simbólica, infinitamente alusiva. Pero esa densidad de sentidos que sorprende en la realidad corresponde también a la compleja urdimbre de su mirada, tal vez porque, como advirtiera Parménides, “es lo mismo pensar y ser”. Acaso nunca fue tan profunda Fina como en muchos de sus primeros poemas. Muchos de ellos, además, constreñidos a una forma clásica, el soneto. Ni antes ni después en la tradición insular se ha escrito así. Después, su poesía se remansó mucho, sin perder por esto intensidad ni poder de conmover al lector. Se hizo menos especulativa, sin duda. Esas décadas del cuarenta y cincuenta fueron únicas en su poesía y en la poesía insular (y en la de la lengua)

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Siempre recordaré lo que me comentaba Enrique Saínz cuando hablábamos de ella. Como jugando, pero también en el fondo en serio, me decía: cuando Fina pone sólo la fecha en una carta…, ya eso es superior a las obras completas de tantos escritores insulares… Se refería sobre todo a muchos escritores de la llamada Generación del cincuenta (no voy a decir nombres, imagínelo el lector: hay para escoger). Fue, en su mayoría (siempre hay excepciones: Roberto Friol, una de ellas, y algunas más, que no especifico ahora, para no herir susceptibilidades y para no desviarme de lo que ahora me interesa…) una generación lastrada por el síndrome del castrismo (aunque este, qué duda cabe, dejara su huella en todos los que lo vivimos…). Entre sus muchos síntomas (tampoco quiero detenerme en esto ahora, por supuesto), hubo uno muy significativo (no el más lamentable, sin duda, pero sí muy sintomático, casi una curiosidad). De repente, algunos de ellos hicieron un lobby para que la poeta Dulce María Loynaz (una notable poeta, sin duda, sobre la que FGM escribió un elogioso texto sobre su poesía y su novela, Jardín, también muy apreciable) ganara el Premio Cervantes, y lo obtuvo. Era una personalidad mítica, legendaria, a diferencia de la vocación de ocultamiento sagrado que siempre caracterizó a Fina. Luego, la auparon hasta más no poder: estaban arrobados con esa venerable anciana aristocrática. Qué curioso ¿verdad? Ellos, los poetas conversacionales, los escritores de la narrativa de la violencia, etc. Fue una de esas rarezas antropológicas de la época de la Revolución. Nunca supe qué purgaban a través de ella, qué oscuro síndrome se manifestaba con esa rara actitud [76]. A Fina, sencillamente (me consta) no la toleraban algunos de ellos. Fina fue nominada varias veces a ese premio, aunque no creo que le interesaran mucho los premios. No concedía entrevistas. Nunca quería hacer vida pública. Nunca deseaba sobresalir. No hacía vida literaria. Una vez me escribió: vida literaria, insoportable miseria [77] Acaso uno de sus versos arquetípicos (que recuerda otros de Sor Juana) es: “Quiero escribir con el silencio vivo…”[78].

Quiero escribir con el silencio vivo.
Quiero decir lo que la mano dice.
Porque tú lees mejor el texto vivo
y el alma, en su guerrear callado, escribe.
A veces la ola blanca da en la roca
de espumeantes cavernas y sus fauces
orla con su girón que hace y deshace
letras que tú descifras. Que la boca
calle y entre a lo blanco en la esforzada
faena que se pierde. La luz poca,
mi alejarme de ti de cada día,
pausas son del sentido, inacabadas
imágenes de mí. La línea tosca
salta y completa tú la melodía.

En su casa, cuando la visitaba a menudo con Enrique, cedía todo el protagonismo a Cintio, quien le pedía amablemente: Fina, ¿por qué no haces café?

Dulce María Loynaz fue una excelente escritora, pero Fina –y si es que, en última instancia, tiene algún sentido hacer estas comparaciones– estuvo siempre y estará (como dijo Bergman de Tarkovski) –y me disculpan los fervorosos lectores de la Loynaz– en un cuarto a la que aquella no tuvo acceso… Hay incluso en ambas un estoicismo profundo que las acerca en algunos aspectos, y recuérdese cómo el estoicismo y el ascetismo cristiano se mezclan, en determinado tiempo, de una manera muy significativa, como ha apreciado muy profundamente María Zambrano [79]; y porque, además, el estoicismo en cierta forma es atemporal.

Fina estaba como en otra dimensión de lo real.

Sí, la paloma de hierro, es verdad, como la nombró Gastón Baquero (a quien ella adoraba); sí, a quien le pidió Lezama (nada menos) que lo defendiera siempre… El propio Cintio nos comentaba que era muy pudorosa, muy modesta, muy reservada; que cuando difería de algún juicio de alguien, comenzaba ponderando, elogiando incluso al otro, mas, ay, cuando de repente decía: pero…, entonces se podía esperar cualquier cosa, y de ahí proviene seguramente el mote de Gastón… Su proverbial humildad no le impedía ser no sólo endemoniadamente inteligente sino tampoco tener juicios muy definidos (en los que podía equivocarse, sin duda). A veces era preferible no discutir con ella. En una ocasión, un poco para provocarla, dada su casi fanática devoción por Martí, le dije: pero Martí escribió que la inteligencia no es lo mejor del hombre. Se quedó pensando un momento antes de afirmar: Tiene razón, pero la inteligencia es muy importante…, me dijo alargando la última vocal. Recuerdo otra vez que, ante las insistentes murmuraciones de un escritor de la Generación del cincuenta (Antón Arrufat), concluyó: yo lo que deseo con esa persona es no tener ni una buena ni una mala relación, sino la no relación. Fue una lección inolvidable.

Pero acaso una de mis anécdotas preferidas –que ya relaté en una entrevista y ahora reitero–, es la siguiente: en una visita que les hicimos Enrique Saínz y yo, hacia principios del nuevo siglo, Cintio expresó que Fidel era como un niño. Ese día Enrique perdió la paciencia, y, de pie, le preguntó: ¿cómo usted puede decir eso, usted que es un lector de las Sagradas Escrituras, que tiene una noción tan profunda de la Historia, etcétera? Pero mientras ellos discutían, acaso por primera y última vez, yo, que estaba sentado frente a Fina, le dije bajito, como buscando un argumento que no fuera discutible: A mí lo que me sucede con esa persona es que no me gusta. Ella entonces se inclinó un poco y me preguntó: ¿Por qué tú crees que yo nunca he escrito ese nombre? El innombrable, le decía María Zambrano a Franco. Sin comentarios.

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Hay otro “problema” con Fina –bueno, al menos mío–, que implica también centralmente y sobre todo a Cintio, que no sé si abordaré alguna vez. En una carta dirigida a Enrique Saínz, y otra a Enrique y a Fefé (Josefina) Diego, ambas de cuando ya vivía en Madrid, abordo trágicamente ese asunto. En una de ellas expreso que esa experiencia encarna una de las lecciones más profundas de toda mi vida. Es el referido a la paulatina pero inexorable, y trágica y no exenta de laberintos, conversión de Cintio y Fina al “castrismo”. Acaso lo haré en el libro futuro ya varias veces mencionado, porque, además de poder hacer, como cualquiera, un intento de interpretación, puedo aportar vivencias personales a través de un dilatado tiempo, muy significativas, y acaso en parte esclarecedoras, aunque no dejen de ser, en última instancia, mis conjeturas, porque nadie puede estar dentro de la mente de nadie.

Pero, en última instancia, a veces pienso ¿es indispensable esto? Al menos, para leer su poesía sobre todo, no del todo. Acaso para algunos de sus ensayos finales, quizás un poco más… ¿Cómo fue visto el Dante por sus contemporáneos diversos? Ya, ay, no nos importa saber quién tenía razón, si los güelfos blancos y negros, si los gibelinos (y Dante, para colmo, se trasvasó a veces entre estas opciones). Claro que a los contemporáneos de Fina sí nos importa, pero ¿hasta qué punto? Para leer la Comedia, estéticamente, que es como finalmente se lee cada vez más (por ejemplo, como la lee Borges o Bloom o Steiner), ya esto no es indispensable. A veces he pensado incluso que puede ser mejor no conocer personalmente a los escritores que admiramos y leerlos a todos como uno lee al Dante, a Homero, a Shakespeare… Bueno, Bloom cita a Nietzsche cuando este dice que solo podemos escribir sobre lo que ya está muerto en nuestros corazones… Frase ambivalente, si las hay. En fin… Pero no extrememos las cosas, porque esto vale no solo para Cintio y Fina, sino, por ejemplo, para Carpentier, para Guillén, y para cierto Lezama, e incluso hasta para cierto Piñera (¡y hasta para cierto Lorenzo!), y etcétera, y etcétera, y etcétera, y por supuesto, para muchos de nosotros mismos… Fuimos y somos y seremos, abrumadoramente perecederos… Por eso son tan hermosos los versos de Fina ya comentados: “sé sabiendo que cuando nada seas / de ti se ha de quedar lo que quisiste”… Me detengo (por ahora) aquí.

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A veces se tiene una comprensión primaria de lo que puede significar decir (como yo expresé tantas veces en mi libro, cuando intenté comprenderla, porque para eso se escriben los libros ¿no?) que la poesía de Fina aborda los misterios de la fe (como nadie ha hecho), de la fe católica, y se tiende a confinarla a ese tópico que sobre todo el no creyente, o el que profesa otro credo, o ninguno, puede minimizar. Pero lo importante aquí, lo decisivo, es su expresión desde una sabiduría poética. Después de todo (como comentan Steiner o Bloom, para nada católicos) las Sagradas Escrituras son un libro sapiencial. Lo que se asume desde las entrañas mismas del ser, sea lo que sea, y se expresa desde la comunión poética y nos conmueve, es perdurable.

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Hago otra anécdota personal. Una tarde, solo, en mi cuarto en La Habana, vi la película La pasión de Cristo. Todo era conocido. Y, sin embargo, avanzada la película, lo que ella infusamente me trasmitió, acaso a partir (y esto es acaso lo más importante) de ese ejemplo particular, de eso que le acaecía a ese hombre concreto, me provocó un llanto irrefrenable, profundo, como creo que nunca antes ni después he sentido. Claro que esa experiencia no me hizo convertirme al catolicismo. Esa es la experiencia (la sabiduría) que nos comunica la poesía, y esa es la manera en que yo leo esa llamada poesía católica de Fina, o, en general, toda su poesía; o esa es la manera en que yo leo cualquier poesía, más allá de su tema explícito. Quizás el término religare, tan consustancial a la poesía, lo aclare todo. Me afilio, pues, al término de Bloom, poesía sapiencial. Ya argüía Steiner [80] que la poesía y la filosofía son los dos pilares de la sabiduría, pero que cuando el filósofo no encuentra palabras para sus indagaciones últimas (de nuevo la sombra de lo indecible), recurre a la poesía… Después de todo, hubo un tiempo en que ni siquiera existía aquella distinción: Heráclito, Parménides, Empédocles… Incluso Platón. Cuando ellos escribían y pensaban como desde otro lugar.

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Con Fina podía pasar algo semejante a lo que le sucedió al agnóstico Cioran con María Zambrano:

¿Quién, más que ella, tiene el don, adelantándose a nuestra Inquietud, a nuestra búsqueda, de dejar caer el vocablo imprevisible y decisivo, la respuesta a los prolongamientos sutiles? Y es por esto que uno quisiera consultarla al giro de una vida, en el umbral de una conversión, de una ruptura, de una traición, en el momento de las confidencias últimas, vergonzosas y comprometedoras, porque ella nos revela y nos explica a nosotros mismos; porque nos dispensa de algún modo una absolución especulativa, y nos reconcilia tanto con nuestras impurezas como con nuestros dilemas y nuestros estupores.[81]

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Y ahora que está de moda el discurso de género, con su necesidad ineludible pero también con su inevitable oportunismo circunstancial, habría que recordar que ya en la república insular, aunque de otro modo, este existía (como existió siempre, porque ¿no lo hay en el Quijote o en la Vita nova y en la Comedia dantesca, o en la “Respuesta a Sor Filotea”, incluso hasta en el “Poema sobre la naturaleza”, de Parménides, tan femenino?). En su ensayo, tan temprano y clarividente, sobre Espacios métricos, de Silvina Ocampo [82], Fina ya aborda el tema de lo femenino y lo masculino, con su metafísica de la mano y la mirada, el alma y el espíritu. Sí, Fina era muy “femenina”, no desdeñaba su propia naturaleza; al contrario, la asumía como un don. Pero sería menoscabar su poesía hacerlo desde este único mirador. En última instancia, lo que ella veía no tenía género, o no estaba predeterminado por este. Entraba siempre muy “adentro en la espesura”, y desde allí miraba. Desde cierta perspectiva dualista, tan socorrida siempre, podía ser muy masculina; como Martí, por ejemplo, podía ser muy femenino. “Quiero decir lo que la mano dice” [83], escribe en un verso de su poema memorable, afirmando su feminidad metafísica y natural.

Pero aquí me detengo, porque ya dije que el mito de la diosa blanca es muy importante para mí, ambivalencia del mito mediante.

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A veces sentía esa presencia indecible a través de su poesía: de la sabiduría que me trasmitía, pero que tiene un precio. Era como acceder a un espacio y tiempo otros donde se comprometía todo mi ser, una intemperie visceral. Leerla era muchas veces quedar expuesto, vulnerable, roto… Lo que decía Nietzsche del abismo… Pero, a la vez, agradecido. Porque en esos momentos uno siente que el alma se ensancha y participa de algo que, a la vez que nos interpela, nos trasciende. Uno queda, como ella escribió, “no en lo que permanece siempre huyendo, / sino entre lo que, huyendo, permanece” [84]. Algo semejante volví a sentir después, cuando me adentré en el universo de María Zambrano, pero convengamos en que la trasmisión de la sabiduría a través de la poesía es más directa, se confunde más con una vivencia personal. Sucede como en los sueños: lo sentimos (sabemos) todo en un instante, ay, inapresable…

Uno puede leer su poesía “católica” como se lee un mito, un mito que ella hace suyo, y un mito donde nosotros también participamos. Siempre cito a Salustio, al que a su vez siempre cita Patrick Harpur, cuando refiriéndose a los mitos griegos (pero puede ser cualquier mito) escribió: “Esas historias nunca ocurrieron pero siempre están sucediendo”.

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Si hay un centro perdurable en su poesía es la rememoración del pasado. El pasado como umbral (portal) de lo desconocido (o la vida trascendente, para ella). Qué curioso que Borges, Diego, García Vega, poetas tan diferentes entre sí, coincidan en esa significación del pasado. Acaso es por el poderoso procedimiento poético de la rememoración, que imagina y recrea el pasado, como si este fuera un incesante aleph, pero también por convicciones metafísicas, incluso diferentes. Si tuviera que elegir algún texto de Fina, entre tantos, con esa recurrencia, además de “Visitaciones”, del libro homónimo, muy extenso para transcribirlo, y que no por casualidad da título al libro (y que curiosamente está inspirado en parte en la rememoración del joven Gastón Baquero, como también “El distinto”, de Las miradas…), sería “Canción de otoño”[85]. Con un tono como “de balada muy vieja”, Fina despliega también allí su poética de la rememoración. Es, al menos para mí, un texto inolvidable. Es cierto que avanzado el tiempo, Fina comenzó a valorar más el “hoy humilde”, pero, al menos para mí, es la otra constante la que quedará como uno de los centros primordiales de su visión poética. Después de todo, como ella misma escribió, “más importante que lo que un poeta piensa, o cree que piensa, es lo que piensa su poesía” [86].

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Todo el libro Las miradas perdidas, como buena parte de Visitaciones, (donde aparecen muchísimos poemas escritos en la misma época de Las miradas…, o inmediatamente posteriores, de la década del cincuenta), revelan una contienda tremenda. Contienda, me gusta esa palabra con la que comienza La Celestina. Pero si la contienda de La Celestina acaeció sobre todo en un mundo gobernado por la avidez material y carnal, en los poemas de Fina acaece en un mundo interior, un mundo espiritual y sagrado. Son poemas de una tensión espiritual última, donde casi siempre expresan un borde. Quiero decir que en muchos poemas de Fina la fe está puesta a prueba: no se da como algo ya cumplido, sino como algo siempre vivo, a veces hasta contradictorio, como algo difícil de alcanzar o mantener. Eso hace que parezca que esos poemas se estén escribiendo siempre ahora mismo, como si fuesen el eterno e inacabado diálogo de Job, la criatura, con su creador…[87] Entre tantos, podemos seleccionar uno, “Qué extraña criatura”:

Qué extraña criatura es esta, Señor, que cobijaste
bajo el opaco cielo, entre las mudas piedras,
que no sabe qué hacer con la lluvia que corre,
con los muros tan grises, las cenicientas yerbas.
Qué extraño rostro diste al hombre, tu criatura,
qué soledad en sus ojos bellos e impenetrables,
y qué extraña su voz en la mudez inmensa
de las bestias antiguas, de las lejanas aves.
Qué extraña criatura es ésta, Señor, que en el deseo
satisfecho, se queda al fondo, deseando,
y al cabo, de su risa se defrauda
un poco, y en la pena deja despierto el cuándo.[88]

Pero los ejemplos podrían multiplicarse… La otra faceta interesante es su preservación del mundo de lo sagrado, a pesar de su opción por lo divino. Aunque es muy difícil separar estas dos instancias, como el alma y el espíritu, o como lo dionisíaco y lo apolíneo, en la poesía de Fina suele expresarse el mundo de lo sagrado (el mundo de los dioses, el alma del mundo, el inframundo diverso, “almado”, que es, en última instancia, el mundo o el otro mundo de que puede dar cuenta la Poesía). Por eso comparecen junto a sus grandes textos cristianos, “Transfiguración de Jesús en el Monte”, “Fresco de Abel”, de Las miradas…, o “Teresa y Teresita”, de Visitaciones, otros textos donde se repara en lo nimio, en lo pequeño, en lo pobre, en lo anónimo incluso… En esto aprendió la lección de su maestra María Zambrano, o tuvo una afinidad radical con ese extraño mirador, el de la razón poética, ese logos que se apiada de las apariencias, que quiere salvarlas, comprenderlas. A veces en la poesía de Fina se mira (se sufre, se padece) desde ese lugar y no otro, lo que permite una lectura mucho más amplia que la que le confiere la exposición de un mito cristiano concreto. Aunque quizás esta división indicada exprese solo un matiz, porque su texto “Teresa y Teresita”, inspirado en las santas de Ávila y Liseux, contiene un verso que pudiera iluminar esta suerte de descendimiento (esa piedad, esa misericordia) comentado, pero que podría presidir también toda su poesía: “Ama su vida ordinaria, su participación en lo común, como el más levantado misterio” [89].

Con respecto a su mirada desde el mundo de lo sagrado, esa suerte de descendimiento y extrañamiento radicales, bastaría leer, entre muchos, de Las miradas…: “La demente en la puerta de la iglesia”, “Canción para la extraña flor”, “Versos para un dormido”, “Retrato de una doncella siciliana”, “La máscara”, etcétera; y de Visitaciones, entre tantos (sólo hago una brevísima relación): “El enfermo”, “El ahorcado”, “El joven”, “Visión del borracho”, “Retrato de un joven poeta”, “Biografía de un sabio”, “Retrato de una virgen”, “La que sirve”, “El barredor”, y especialmente dos, que releo tanto, “Hombre sin oración en el lecho de muerte”, y “Hombre con niño pequeño”, que transcribo y que también puede escucharse en su voz [90], porque me produce siempre una sensación similar a la lectura de “La ventana”, de Rilke (ese poder apresar una verdad exacta, exterior [91], rotunda); está presidido por un refrán popular: “Cariño de niño, / agua en cestiño”:

El mayor que sirve al más pequeño
es a Dios a quien sirve.
Porque el pequeño olvida, el niño
queda atrás en un recinto encantado.
El niño se evapora como un perfume
y no se le puede buscar después
y ni siquiera se puede encontrar él mismo.
El mayor que sirve al más pequeño
sirve al que no lo puede acompañar.
Con las manos vacías no irá al Padre
cuando le muestre, entre sus horas,
aquellas en que sostuvo
sus manos débiles como patas de pájaro,
sus ojos que no vieron su cansancio.
Escucha: un niño, una mariposa,
alguien que va a desaparecer, no se sabe
dónde, te nombra, te ama.
La dádiva de ese tiempo en ese niño
Pertenece a lo hundido, a la raíz,
a lo que no tendrá nunca recompensa.
Su sucesión no la recoge el tiempo.
De ahí la indecible belleza de ese diálogo,
como de peregrinos en una posada,
como de aves que se cruzan.[92]

&

Cuando hice la antología de su poesía para el Fondo de Cultura Económica en 2002, al entregar el primer borrador, me dijeron de la editorial que podía agregar cien páginas más. Entonces se lo comenté a Fina, para que agregara los que quisiera. Pero fue Cintio quien hizo una lista de textos posibles. Fina solo me escribió esta cartica abogando, sobre todo, por uno en especial:

Jorge Luis:

[…] Esta lista (que Cintio me ayudó a elegir) no es para incluirla entera, desde luego, sino para que tú elijas lo que se podría añadir, dado que me dices que puedes disponer de cien páginas más. Los poemas no llegan a tantos, sobre todo si tienes en cuenta que los que forman “series” pequeñas como “Diario de un niño” o más grandes (como las “Viejas Melodías” o los “Créditos de Charlot”) deben ir tres o cuatro, por lo menos, en cada página. Te marco, como quedamos, con una hachita, los que sí preferiría que no quedaran fuera, porque por motivos, más bien personales que “antológicos” me resultan inseparables de ciertas épocas. Preferiría también incluir (entre los textos religiosos) más que otro texto largo, ese breve de “El pollino”, porque el lector necesita descansar, y porque me gusta ese poemita más que otros poemones acaso harto claudelianos, aunque esa sombra me sea querida. Pero decide eso tú, claro. Esta lista tan larga es solo fruto de mis indecisiones y de que tanto Cintio como yo estamos bastante cansados. Yo detesto el trabajo de elegir y Cintio dice que cuando me consulta una duda sale con dos. Tengo que confesarte que tengo cierta debilidad por un librito tan poco preferido por mis escasos lectores como las “Nociones elementales y algunas elegías” y que lo creo de difícil comprensión si no aparecen las explicaciones (más largas que el librito) del prólogo –que pensé fragmentar para añadirlo- con desaprobación sensata de Cintio, que no cree que debe interrumpirse con crítica tan extensa el libro. Ahora que debo hacer mi antología aprecio más la excelente que me hiciste. / En fin, utiliza con toda libertad todo esto, que prefiero que me comprendan a que me hagan caso. Y gracias, siempre. / Fina

Transcribo “El Pollino”[93]:

«hijo de animal de yugo»

Sus enormes orejas de terciopelo
nunca oyeron sino: Anda!
Maltrecho, gris, animal
hecho a yugo. Para sus ijares
se hizo el palo, para sus cascos
la piedra. No otra madre
que la soga corta: sólo, única amiga,
una gota de rocío por el belfo húmedo.
Pero a veces sucede lo extraordinario.
Hoy vinieron a desatarlo unos hombres rudos.
Esperaba el halón, el grito zafio.
Y sólo oyó que respondían a su dueño:
El Señor lo necesita.
(Domingo de Ramos)


&

Y aquí interrumpo mi texto provisorio, fragmentado, roto, desparramado (como le gusta a Ponte decirme con razón de algunos de mis ensayos, aludiendo a lo deslavazado de Fina)…, a la espera de una reescritura posterior, aunque sienta que, como escribió Fina (y esta es acaso su certidumbre definitiva): “porque tan solo tú, pasado, me entrarás en la luz definitiva”

San Carlos de Bariloche, 11 de agosto, 2023


[1] Este texto, algo personal, debe sufrir significativas ampliaciones en el futuro. Escrito expresamente para el dosier de InCUBAdora con motivo del centenario del nacimiento de FGM, acompañará también el libro híbrido que preparo con toda la correspondencia entre FGM y yo (y algunas cartas de Cintio Vitier también). Aclaro esto último porque, además de alguna carta escrita y firmada por CV, muchas están firmadas por ambos, aunque hayan sido escritas por FGM. Ese librito que ahora hago (pues transcribo las cartas escritas a mano ardua y pacientemente) contendrá las cartas de FGM y las mías, pero irán acompañadas de cuantiosos comentarios, y este ensayo algo extraño, entre nueva intelección y memoria, que continuaré escribiendo. Ya es una rareza que, a pesar de que, primero, Raquel Mendieta y yo, y, después, Enrique Saínz y yo, visitábamos frecuentemente a ambos en sus dos últimas casas, Fina prefiriera entregarme personalmente sus comentarios de diversa índole escritos a mano. Lo mismo hizo, por cierto, Raúl Hernández Novás con dos importantes cartas que me envió poco antes de morir y que ya he publicado. Esta rareza, por supuesto, merecerá un comentario ulterior en el libro que preparo e imagino ahora. Conservo, incluso, otras cartas de Fina, como la ya publicada a María Zambrano, dirigidas a otros destinatarios, las cuales parece que quería que yo las conociera y las conservara, por razones que también podría intentar explicar. En la versión actual de este texto sobre la poesía de FGM, mezclado a veces con mis memorias personales, me he centrado sobre todo en Las miradas perdidas y en Visitaciones, aunque considere eventualmente algún poema aparecido en Habana del Centro, pero escrito en la época de sus dos primeros libros. Cuando decía al principio de esta nota que el texto presente es algo personal, no sé bien qué digo (o sí, pero no es este el momento de explicarlo). Todo texto es personal, o debería serlo. Después de todo, cuando Lezama escribió en el primer editorial de Orígenes: “vivir la literatura” y “literaturizar la vida”, además de oponerse al dualismo de que habían sido acusadas las revistas anteriores a Orígenes por el primer editorial de Gaceta del Caribe (1944, escrito por Mirta Aguirre, el mismo año del primer número de la revista homónima), daba por sentado las nupcias indiscernibles entre ambas instancias. Me disculpan por la prolijidad de algunas notas, pero es con vistas al libro en preparación.

[2] Diego, Eliseo, Nombrar las cosas, La Habana: Unión, 1973.

[3] Rilke, Rainer Maria, Poesía, Selección y prólogo de Enrique Saínz, La Habana: Arte y Literatura, 1979.

[4] Cit. por Vitier, Cintio, “Notas en el centenario de César Vallejo”, Obras, 1. Poética, La Habana: Letras Cubanas, 1997. La cita de Vallejo: “Lo que me importa principalmente en un poema es el tono con que se dice una cosa y, secundariamente, lo que se dice. Lo que se dice, en efecto, es susceptible de pasar a otro idioma, pero el tono con que eso se dice, no. El tono queda inamovible en las palabras del idioma original en el que fue concebido y creado (…) se traducen las grandes ideas, pero no se traducen los grandes movimientos animales, los grandes números del alma, las oscuras nebulosas de la vida, que residen en el juego del lenguaje, en una tournure, en fin, en los imponderables del verbo”, p. 273.

[5] García-Marruz, Fina, “Sor Juana Inés de la Cruz” [1973], Hablar de la poesía, La Habana: Letras Cubanas, 1986.

[6] García-Marruz, Fina, “A Sor Juana, en su celda y privada de lecturas, mirando jugar a niñas el trompo”, Las miradas perdidas, 1944-1950, La Habana: Úcar García, S. A., 1951. El final del segundo soneto, dice: “Lo sabe antes del cuerpo y su medida, / no en lo que permanece siempre huyendo, / sino entre lo que huyendo, permanece”, p. 24. Este poemario de Fina, que conservo en su edición original, tiene una dedicatoria, que me hizo en 2002, que dice: “Para Jorge Luis, por la lectura única que ha hecho de mis versos, hechos, más allá de la letra, desde la poesía, y siempre con ella, y por su compañía, ya de las indispensables. Fina”.

[7] En su breve prólogo a García-Marruz, Fina, Quevedo, México: Fondo de Cultura económica, 2003, la autora dice textualmente que “la primera lectura [de Quevedo] la hice en la adolescencia”. Este texto tiene una versión anterior en la Revista de la Universidad de La Habana. El ejemplar que conservo tiene la siguiente dedicatoria: “A Jorge Luis, que deja en la lectura de poesía ajena tanto de la suya, recóndita, y lo sentimos siempre cerca, aun cuando no está. Todo el cariño, de sus Cintio y Fina. Octubre/ 03. Recuerdos a María del Carmen. Por Enrique, hemos sabido de ti, y que ya estás mejor de las manos, y de tus clases. ¡Buen año para ustedes! Les desean, C y F.” La presencia de Quevedo en la poesía de FGM merecería un estudio aparte.

[8] García-Marruz, Fina, “Carta a Antonio Machado”, Las miradas perdidas, Ed. cit.

[9] En una carta inédita Fina me hace un pormenorizado comentario sobre sus lecturas tempranas de JRJ, donde me confiesa un “secretillo” al respecto.

[10] García-Marruz, Fina, “Carta a César Vallejo”, Las miradas perdidas, Ed. cit.

[11] Son numerosas las referencias a Keats en la poesía de Fina, pero su poema “Homenaje a Keats”, Visitaciones, La Habana: Contemporáneos, 1970, es primordial.

[12] Uno de mis poemas preferidos de FGM, “Tus pequeñas pisadas en la arena”, de Visitaciones, está presidido por dos versos de Shelley: “Thy Little footsteps on the sands / on a remote and lonely shore”.

[13] Aunque algo comentaré sobre esto en este ensayo, la imbricación de toda la obra de Martí con su pensamiento y con su poesía merecería un estudio aparte.

[14] Las miradas perdidas está presidido por estos versos de Martí, José, “Y las oscuras / Tardes me atraen, cual si mi patria fuera / La dilatada sombra”, «Hierro», Poesía completa, Madrid: Alianza, 1995. Y, aunque no lo puedo comentar aquí, solo la elección de estos versos para nombrar a su primer cuaderno bastaría para escribir un largo ensayo.

[15] Arcos, Jorge Luis, En torno a la obra poética de Fina García Marruz, La Habana: Unión, 1990.

[16] García-Marruz, Fina, “Hablar de la poesía”, Hablar de la poesía, Edic. citada.

[17] Son muchas las referencias a Rimbaud en los ensayos de FGM. Pero hay un poema de Fina, “Joven con dama gris”, de Visitaciones, que siempre me lo recuerda.

[18] García-Marruz, Fina, “Hablar de la poesía”, Ob. cit.

[19] Vitier, Cintio, “Raíz diaria”, «La luz del imposible», Obras, 1, Poética, Ed. cit., p. 179.

[20] Idem, p. 181.

[21] Harpur, Patrick, El fuego secreto de los filósofos. Una historia de la imaginación, Girona: Atalanta, 2006.

[22] El subrayado es mío.

[23] Lezama Lima, José, Como las cartas no llegan…, La Habana: Unión, 2000, pp. 95-96. [La Habana, junio, 1961].

[24] García-Marruz, Fina, Visitaciones, Ed. cit.

[25] García-Marruz, Fina, “A Sor Juana, en su celda…”, Las miradas perdidas, Ed. cit., p. 24.

[26] García-Marruz, Fina, “José Martí” [1953], Ensayos, La Habana: 2003; “Los Versos sencillos” [1995], Ensayos, Ed. cit.; “Los versos de Martí” [1964], Vitier, Cintio; García-Marruz, Fina, Temas martianos, La Habana: Biblioteca Nacional José Martí, 1969.

[27] García-Marruz, Fina, “Mudada”, Visitaciones, Ed. cit., pp. 215-216.

[28] García-Marruz, Fina, “Pepita”, Habana del centro, La Habana: Unión, 1997, p. 71.

[29] Véase: Vitier Cintio, “La balanza y la cruz”, “Examen del maniqueo”, “Respuesta al examen del maniqueo”, “No me pidas”, entre otros, en Antología poética, México: FCE, 2002.

[30] García-Marruz, Fina, Visitaciones., Ed. cit. Este poema continúa en una segunda parte, «2».

[31] Pero ¿qué cosa es la imaginación de un sentimiento?

[32] Harpur, Patrick, El fuego secreto de los filósofos. Ed. cit.

[33] García-Marruz, Fina, “Ama la superficie casta y triste”, Las miradas perdidas, Ed. cit.

[34] García-Marruz, Fina, “En la confusa adolescencia” [1954], Habana del centro, Ed. cit., p. 17.

[35] Arcos, Jorge Luis, «IX», De los ínferos, La Habana: Unión, 1999.

[36] García-Marruz, Fina, Carta inédita a JLA.

[37] Pero ese punto ¿se busca, acaece? No lo sé. Además, según mi experiencia, una vez que miramos desde un punto, el universo parece corresponder y todo comienza a vibrar desde ese punto. Todo se corresponde, y comienzan a acaecer los sincronismos. A ¿acaecer? Más bien a manifestarse, a develarse.

[38] Arcos, Jorge Luis, “XI. Monserga cubana”, De los ínferos, Ed. cit.

[39] Valery, Paul, “Poesía pura”, La política del espíritu, Buenos Aires: Losada, 1945.

[40] García-Marruz, Fina, Pequeñas memorias, México: Huso, 2023,

[41] Hernández Busto, Ernesto, “’En el perdido parque del recuerdo’: memorias de Fina García Marruz”, Hypermedia Magazine, 29 de mayo, 2023.

[42] “Necesario será si ha sucedido”, escribe en “4” de «Ánima viva», de Visitaciones, Ed. cit., p. 244.

[43] El a priori más obvio, que lo es tanto que a veces se olvida, es la creencia (y entonces vivencia de) en lo invisible, u otro mundo. Por eso Jung decía: yo no creo que Dios existe, lo sé.

[44] Véase, por ejemplo, “Y sin embargo sé que son tinieblas”, Las miradas perdidas, Ed. cit., y, entre muchos otros, “No puedo olvidar que el tiempo soplaba con impaciencia y furia”, Visitaciones, Ed. cit.

[45] García-Marruz, Fina, “Hablar de la poesía”, Ob. cit.

[46] Agamben, Giorgio, “Contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo”, Calle del Orco, 28 de agosto, 2023.

[47] García-Marruz, Fina, “Lo oscuro”, Las miradas perdidas, Ed. cit.

[48] García-Marruz, Fina, “El viejo son oscuro”, Habana del centro, Ed. cit.

[49] Zambrano, María, “La Cuba secreta”, Islas, Edición de Jorge Luis Arcos, Madrid: Verbum, 2007.

[50] Zambrano, María, “Método”, Claros del bosque, Barcelona: Seix Barral, 1993.

[51] Idem, “La Medusa”

[52] García-Marruz, Fina, “Sonetos a la lluvia, 2”, Las miradas perdidas, Ed. cit.

[53] García-Marruz, Fina, “Por Dador de José Lezama Lima”, VV.AA., Recopilación de textos sobre José Lezama Lima, La Habana: Casa de las Américas, 1970.

[54] Véase: Hernández, Ibrahim, “Un susurro intraducible: RMR, poeta rusa (apunte)” (Academia.edu).

[55] García-Marruz, Fina, Visitaciones, Ed. cit.

[56] “Versos a los descampados”, Visitaciones, Ed. cit.

[57] García-Marruz, Fina, “Lo Exterior en la poesía”, Orígenes, La Habana, (16), invierno, 1947.

[58] Garcia-Marruz, Fina, “Hablar de la poesía”, Hablar de la poesía, Ed. cit.

[59] Arcos, Jorge Luis, “El sol que no miente”, El libro de las conversiones imaginarias, Madrid: Betania, 2014.

[60] García-Marruz, Fina, “La poesía es un caracol nocturno”, Ensayos, Edic. citada. En la dedicatoria que me hizo de estos ensayos, escribió: “A Jorge Luis, al que he complacido incluyendo estos dos viejos ensayos, que me pidió, muy cariñosamente. Siempre es su deudora su amiga Fina, Abril/03. Se refiere a “José Martí” y a “Lo Exterior en la poesía”.

[61] García-Marruz, Fina, “Ama la superficie casta y triste”, Las miradas perdidas, Ed. cit.

[62] García-Marruz, Fina, “Retrato de una virgen”, Visitaciones, Ed. citada.

[63] Arcos, Jorge Luis, La solución unitiva. Sobre el pensamiento poético de José Lezama Lima, La Habana: Academia, 1990.

[64] Véase: García-Marruz, Fina, María Zambrano. Entre el alba y la aurora, La Habana: Vivarium, 2004.

[65] Como se comprueba en su ensayo “Juan Clemente Zenea”, de La cantidad hechizada, donde incorpora la cita de Louis Massignon para su intelección profunda de Zenea.

[66] Zambrano, María, Filosofía y poesía, México, 1939.

[67] Arcos, Jorge Luis, “Eliseo Diego y Borges. Notas sobre el barroco (y Dante)”, InCUBAdora, 7 de febrero, 2023.

[68] García-Marruz, Fina, “Y lo real es lo que aún no ha sido”, Visitaciones, Ed. citada.

[69] García-Marruz, Fina, “El escritor”, Temas martianos, La Habana: Biblioteca Nacional José Martí, 1969.

[70] García-Marruz, Fina, Las miradas perdidas, Ed. cit.

[71] Garcúa-Marruz, Fina, Las miradas perdidas, Ed. cit.

[72] Zambrano, María, El hombre y lo divino, México: FCE, 1955.

[73] García-Marruz, Fina, Quevedo, México: Fondo de Cultura Económica, 2003

[74] Idem, p. 146.

[75] Gaztelu, Ángel, “Muerte de Narciso, rauda cetrería de metáforas”, VV. AA., Recopilación de textos sobre José Lezama Lima, La Habana: Casa de las Américas, 1995.

[76] En realidad, sí creo saber la respuesta. En ese sistema penitenciario nacional que se instauró en Cuba en 1959 (la “isla cárcel”, se dice ahora, con más perspectiva), todo el mundo era, es, un recluso. Todo el mundo padece la psicología de un recluso. Hay sólo diferencias de grado, matices personales, en la conciencia o autoconciencia de esta situación, poderosa gravedad inconsciente mediante, según el tempo o el desenvolvimiento particular de la vida de cada persona. Hay una mezcla consciente e inconsciente de esta condición carcelaria y, según cada quien, una diferente manifestación. Desde la lucidez radical de un Reinaldo Arenas, por ejemplo, sobre esta condición, hasta la misma conciencia, aunque desde otro lugar, de un Roberto Fernández Retamar, toda la cultura insular estuvo y está demediada por este hecho. Lezama, por ejemplo, acuño su autoconciencia de esta situación con su verso “el barroco carcelario”, así como en muchas de sus cartas, o en algunos poemas finales. El “miedo”, que sintió Virgilio muy temprano, y que también reflejó en muchos poemas posteriores… Nadie escapó ni escapará de esta condición, ni siquiera el que abandona el país, con su psiquis ya dañada por su experiencia carcelaria. Pero esto, que pudiera provocar una enorme dilucidación en un vasto ensayo o, incluso, mejor, en una novela, en el caso del premio a Dulce María Loynaz pudiera interpretarse como una ventanita, o una persiana, de la cárcel, que se entreabrió un poco para, en este caso, algunos de los reclusos de la Generación del cincuenta (Antón Arrufat, César López, Pablo Armando Fernández, Reinaldo González, et al). El hecho primordial de esta conciencia, aunque no el único, fue el caso Padilla, y sus consecuencias en la psiquis de cada quien. Muchos de ellos vivieron esa ilusión de alguna luz compensatoria a través de la resurrección de Dulce María, quien, paradójicamente, ya se sentía como una reclusa desde antes de 1959. En otro momento comentaré (imaginaré) cómo se vivió esa experiencia por Cintio y Fina. Porque, como ya dije, cada vivencia de la historia carcelaria es diferente. El libro famoso de Víktor Frankl, El hombre en busca de sentido, podría servir para comprender muchas facetas de esta experiencia radical. Pero claro que esta experiencia traumática, incluso antropológica, como también se ha dicho, puede rebasar el hecho puntual de la Revolución carcelaria insular, desde una perspectiva ontológica o metafísica más profunda, sin suplantar la anterior más particular. Algo ya sintió Piñera desde la claustrofobia de La isla en peso, por ejemplo. Fina escribe en “Monólogos”: “Al nacer, ya caímos / en la trampa. A sufrir, a errar”, o lo siente en “Sonetos del penitente, 2”, entre otros muchos ejemplos, de Visitaciones. Yo, ahora mismo, en San Carlos de Bariloche, después de haber abandonado el país hace casi veinte años, después de haber vivido en Cuba (pero también en este planeta) cuarenta y ocho años, tengo la psicología del recluso, sufro ese castigo.

[77] Carta inédita a J. L. A.

[78] García-Marruz, Fina, “Quiero escribir con el silencio vivo”, Visitaciones, Ed. citada.

[79] Zambrano, María, Pensamiento y poesía en la vida española, México, 1939.

[80] Steiner, George, Lecciones de los maestros, Madrid: Siruela, 2016.

[81] Cioran Emil, “María Zambrano: una presencia decisiva”, en Tabío, Juan Manuel, “Cioran: Borges y María Zambrano”, Rialta, 28 de julio, 2017.

[82] García-Marruz, Fina, “Nota sobre Espacios métricos de Silvina Ocampo”, Orígenes, (11), otoño, 1946.

[83] García-Marruz, Fina, “Quiero escribir con el silencio vivo”, Ed. Cit.

[84] García-Marruz, Fina, “Sitio”, Visitaciones, Ed. citada.

[85] García-Marruz, Fina, “Canción de otoño”, Las miradas perdidas, Ed. cit.

[86] García-Marruz, Fina, “Hablar de la poesía, en Ob. cit.

[87] Véase, por ejemplo su ensayo El libro de Job, Matanzas: Ediciones Vigía, 2000. Este librito que conservo tiene esta dedicatoria: “Para Jorge Luis y María del Carmen, unidos en la poesía y el amor que nos impulsó desde el Principio y ojalá al fin nos guarde. Los quieren, Fina y Cintio, mayo/2000. En la Palma de la Resurrección”. En su introducción, Fina aclara que fue escrito “hace ya más de treinta años”, “para tratar de ayudar a nuestro fraterno Samuel Feijóo. Que por entones pasaba por una dolorosa crisis de fe”.

[88] García-Marruz, Fina, “Qué extraña criatura”, Las miradas perdidas, Ed. cit.

[89] García-Marruz, Fina, “Teresa y Teresita”, Visitaciones, ed. cit., p. 382.

[90] Ver Visitaciones. Voz de la autora. Amazon, enero, 2022.

[91] “Oh lo Exterior al fin, oh lo Ofrecido, / como una luz inmensamente afuera…”, escribe FGM en “Gloria de Dios”, Las miradas perdidas, Ed. cit.

[92] García-Marruz, Fina, Visitaciones, Ed. cit.

[93] García-Marruz, Fina, Visitaciones, Ed. cit.