Ulises Padrón Suárez: ¿Cartografías queer o el cruising a la cubana? Cuerpos, deseos homoeróticos y políticas de resistencia en dos obras

Archivo | Autores | 19 de septiembre de 2023
©Cañibano, serie Travesti.

Continuamos nuestro dosier sobre ‘Sexualidades disidentes’ con este interesante recorrido de Ulises Padrón Suárez por dos (tres) obras emblemáticas del «queeritaje» cubano: la película Batería (2016), de Damián Sainz, la novela Los amores ejemplares (Premio Franz Kafka de Novela 2017 de inCUBAdora) de Nonardo Perea, y Antes que anochezca, madre nutricia junto a otras obras de Reinaldo Arenas del «salpafuera» insular.
Disfruten 😉

En su libro póstumo, Antes que anochezca (1992), Reinaldo Arenas narra sus experiencias sexuales y la de sus amigos con otros hombres en los espacios públicos. La costa o la playa, los carnavales, las paradas de guaguas (buses) o los parques se convierten en escenarios provisionales, tan protagonistas de las relaciones sexuales en sí, que difuminan los límites entre el espacio público y privado heteronormativo; además el inherente peligro a ser descubiertos in fraganti y arrestados en el acto sexual tensiona aún más la aventura. En una de sus narraciones Arenas recrea cómo (se) vive el acto sexual:

A veces uno era víctima también de celos por parte de aquellos hombres o bugarrones, como ellos se llamaban. A veces los celos eran entre los mismos bugarrones. Una vez yo metí a un muchacho guapísimo en una caseta de La Concha y otro, al parecer enamorado de este muchacho, llamó a la policía y le dijo que había dos hombres templando en una caseta. Aquello nos podía costar años de cárcel. Pero aquel muchacho, bien malvado por cierto, nos trajo el policía a la caseta donde nosotros fornicábamos desnudos y empapados en sudor. Nos exigieron que abriéramos la puerta, pues ya nos habían visto trabados por la parte de arriba de la caseta. Todo indicaba que no había ninguna escapatoria: dos hombres completamente desnudos y excitados, metidos dentro de una caseta, no tenían ninguna justificación ante la policía. (121-122)

La transgresión del espacio público para Arenas, en estos relatos, revela los dominación hetero-política que transversaliza el deseo sexual y los cuerpos deseados/deseantes, a la vez que constituyen la ontología homosexual a partir de los actos performativos (Butler) del cruising frente a las nuevas políticas de la Revolución cubana. Estos encuentros los concibe como una estrategia de caza insaciable, individual o colectiva que, como puesta en escena infinita en la escritura febril del escritor cubano, narra las historias como la autoficción de un Don Juan Tenorio maricón en la era de Castro. Sin embargo, la batalla trascendente, la verdadera (su) lucha, el trauma trágico, es el reconocimiento de su identidad sexual disidente en un país socialista, machista y homofóbico, cuyos valores de sexualización intentaban borrar cualquier vestigio de identidades sexodisidentes que contravinieran la implementación ideológica del Hombre Nuevo como estándar de masculinidad revolucionaria. Más complejo aún, lo que está en el fondo de estos relatos, es el poso de la memoria colectiva de prácticas homoeróticas entre hombres gays ‒aunque no son los únicos que realizan estas prácticas en estos espacios‒, bajo determinados contratos sociosexuales de anonimato, silencios y pulsiones sexuales, “no hubo que hablar mucho; ésa era una de las ventajas del flete en Cuba, que se hablaba poco; las cosas se hacían con la mirada” (124), dice Arenas de uno de los encuentros. De este modo, se va tejiendo una cartografía del cruising que subvierte toda moral judeocristiana, heterosexual y socialista en el espacio público resignificado en distintos momentos de la historia de Cuba.

Las nociones de espacio público y privado provienen como categorías dicotómicas emergentes de la modernidad occidental, y se refieren a los ámbitos de actuación política, simbólica, de género y fisiológica de los sujetos; se entrelazan para conformar los límites actanciales de los sujetos o los colectivos, a la vez que contribuye a crear un trazado simbólico, representacional y urbano bajo los códigos de esta sociabilidad. Tanto para Foucault como para Preciado, son tecnologías del poder para la producción de subjetividades al operar desde la espacialización y el desplazamiento.

La producción de sujetos desviados en la modernidad es inseparable de la modificación del tejido urbano, de la fabricación de arquitecturas políticas específicas en la que estos circulan, se domestican o resisten a la normalización. La centralidad de las nuevas estrategias de producción de saber sobre el sexo (la medicina, la psiquiatría, la justicia penal, la demografía) no existe sin sus exo-esqueletos técnicos respectivos, sin lo que podríamos llamar el despliegue de una architectura sexualis: el sillón ginecológico, la camisa de fuerza, la celda, el pupitre, el edificio social, etc. Se organizan agenciamientos específicos de arquitecturas de sexualización que funcionan como redes de placeres-poderes articulados en puntos múltiples: surgen el ama de casa burguesa y la intimidad doméstica; las nuevas normas de higiene y la canalización de desechos; la pareja heterosexual maltusiana y la cama de matrimonio; la separación del dormitorio de los padres y de los hijos; la histérica y el vibrador médico; la feminidad pública y el burdel; el niño masturbador y sus rituales de pedagogía, vigilancia y ocultación; la prostituta y los barrios chinos, el homosexual y los puertos y las cárceles; la masculinidad heterosexual y el espacio público como lugar de debate, organización y producción de discurso y visibilidad social. (10)[1]

De igual manera, funcionan como dispositivos de poder para controlar, dividir, vigilar y jerarquizar las relaciones sociales, dentro del sistema capitalista que optimiza las relaciones de producción del capital. Por ejemplo, el espacio público vinculado históricamente a la producción del poder, la política, la razón, la norma, el centro, representa lo masculino, mientras el espacio privado se vincula con la reproducción de las mujeres, lo doméstico, las emociones, la periferia y lo femenino. Por tanto, “estamos ante un proceso de producción cultural de los cuerpos y las identidades sociales, al establecer formas de acceso y encierro, al definir cuáles son las miradas permitidas y cuáles no y al pautar las formas de relacionamiento y circulación en los espacios” (24)[2].

Desde luego estas concepciones atraviesan a los sujetos, moldeando las identidades sexogenéricas y los desplazamientos espaciales. Salirse de estos constructos sociosimbólicos constituye una transgresión punible y castigada con la exclusión del espacio público. Cuando las mujeres, personas homosexuales, trans e identidades queer y no binarias violan los límites de los espacios e identidades asignados, se les recluye/expulsa del espacio público, a la vez que mediante el disciplinamiento, la reformación o el castigo en el espacio privado –según Foucault en Vigilar y castigar— son corregidos a través de la medicina, la psiquiatría, la demografía o la justicia penal. Al habitar estos intersticios espaciales que subvierten roles de género, deseos y afectos, como discontinuidad de la producción simbólica de los espacios, el cruising genera zonas ambiguas o superpuestas (heterotópicas) que permiten leer la desterritorialización sexogenérica de la ciudad desde otros prismas. Pero como bien nos alerta Paul B. Preciado, esta cartografía “no [actúa] simplemente como una técnica de representación de las subjetividades políticas dadas, sino […] como una auténtica práctica revolucionaria de transformación estética y política.”[3]

Cuando hablamos de cruising (anglicismo que significa “cruzar”) nos referimos a las prácticas de tener sexo con desconocidos entre hombres gays en espacios públicos, cuya opacidad desestabiliza la heteronorma del locus en cuestión (no por azar se llega a estos lugares, sino por medio de códigos, lenguajes que los enuncian/esconden) como producción de sentido heterosexual. Por supuesto, estas heterotopías sexuales constituyen, a causa de la homofobia y la represión policial, una manera otra de relación reprimida y vigilada constantemente, pues al escapar de las estructuras de poder invierte las reglas entre lo sabido y lo escondido sobre el cuerpo, la sexualidad y el deseo, y es estigmatizado socialmente. Para José Esteban Muñoz, autor de Cruising Utopía. The Then and There of Queer Futurity[4], este tipo de prácticas es una ruta para construir una utopía queer, que “vaya más allá de una identidad y una mera resistencia”. El deseo nos lleva a descubrir ese espacio liminal, fuera del tiempo hetero (the straight time, como lo llama Muñoz), a salir de esos códigos e imaginar y construir a la par una temporalidad y un mundo en el que nuestras diferencias no impliquen un grado personal de violencia.

Si la génesis de estas prácticas podemos hallarlas en las termas romanas y de ahí en adelante reconstruir una antropología moderna del último vagón del metro[5] en México DF. o en las saunas en Nueva York, lo cierto es que estos espacios se metamorfosean y se desplazan continuamente, al mismo tiempo que “los vínculos, flujos y conexiones entre los cuerpos forman comunidades y estas modifican los diseños, los usos y la organización de los espacios que habitan, en ocasiones deviniendo en comunidades electivas con subculturas precisas, situadas y organizadas políticamente”[6]. No existe una ruta fija en la geografía del mapa del cruiser que nos refiera a un topos encarnado y unívoco. A la par que los roles de género, deseos y  afectos fluyen y producen subjetividad discontinua fuera de los márgenes heterosexualizantes mientras el espacio se resignifica potencialmente multiplicando sus signos polivalentes.

Como bien dice Diego Sempol, debemos “visualizar a estos espacios no solo como un lugar de reproducción, sino también como espacios cotidianos que activan acciones nuevas y oportunidades para pequeñas resistencias al statu quo o a los avances de un Estado autoritario”[7]. Las ciudades, es decir, los espacios urbanos, han sido el “mundo propio del homosexual”. Las causas de la migración del campo a la ciudad, de un país restrictivo a otro más liberal, o de la colonia a la metrópolis, se puede explicar a partir de instrumentos económicos y geopolíticos; en muchas ocasiones, empero, las personas migran además por cuestiones relativas a su orientación sexual e identidad de género, lo cual crea nuevas intersecciones de vulneración y socialización sociosexual en los  espacios de acogida. Las ciudades como centro de intercambio, que promueven el trasiego de desconocidos, permiten solapar las prácticas (homo)sexuales bajo múltiples capas discursivas y preservar el anonimato a la misma vez en el mismo espacio. El crecimiento de la población en la Modernidad descentró las prácticas del cruising y originó la subcultura gay como expresión de prácticas deseantes de colectivos minoritarios. En muchas ocasiones, ha sido también una estrategia de protección de comunidades LGBTIQ en estado de peligro por los borramientos históricos y la violencia de los poderes, la migración o la precarización de las condiciones de vida, la epidemia del Sida o los ataques de grupos homofóbicos y conservadores. La práctica del cruising constituye el flujo erótico desplazado y encarnado en subjetividades subversivas que se apropian del espacio e invierten el diseño y la arquitectura heteropatriarcal, para introducir otros discursos en el espacio sobre el placer, el deseo y los afectos como políticas de resistencia.

Repoblar una cartografía cruising

En muchas ocasiones se presta mayor atención a determinados fenómenos a partir de su enunciación desde los centros académicos en lengua extranjera, anglófona especialmente[8]. Muchas de las prácticas que describen como “cruising” suelen ser una amalgama de textualidades semiocultas a lo largo de la historia que producen  subjetividad, diría Foucault, a través de los flujos discursivos, las movilizaciones de los sujetos por las ciudades, las cuales generan un trazado marginal de las relaciones sexuales y las diversas identidades en su devenir. Estas prácticas también se localizan en sujetos homosexuales cubanos y su historicidad insular como pulsión sexual. Pedro Lemebel, por ejemplo, prefería llamar escaparate al “coming out” o salida del closet; mientras que a la palabra “gay”, en su traducción al español, se le escapan muchos de los actos performativos del maricón, el pájaro o la loca de carroza. De este modo, el cruising en Cuba se define de muchas maneras: “ir a casa de tía”, “ir a la potajera”, “hacer las calles”. No es mi intención enumerar todas las acepciones ad usum, pero sí recalcar que depende de los hablantes, el contexto, el nivel de interrelación, desplazamientos e intercambios sexuales en estos espacios o, como bien dice Preciado, “se tratará de entender la espacialización de la sexualidad, la visibilidad y la circulación de los cuerpos y la transformación de los espacios públicos y privados como actos performativos capaces de hacer y deshacer la identidad” (15)[9].

En el libro Del otro lado del espejo, Abel Sierra Madero rescata un fragmento de un artículo titulado “Los maricones”, publicado en 1888 en el diario La Cebolla, “órgano oficial de las prostitutas habaneras”. Aunque el texto no alude directamente al cruising como práctica deseante de sujetos diversos, se entrecruzan múltiples signos alrededor de las prácticas sexuales entre desconocidos en una ciudad en declive, germen de la modernidad sexopolítica en la que se producían desplazamientos y relocalizaciones del deseo homoerótico. La prostitución masculina, localizada en determinadas “zonas de tolerancia” de La Habana, era un punto de intercambio entre personas, relaciones sexuales y monetarias. Desde finales del siglo XIX se pueden historiar estas agencias como punto liminar con otras reticulaciones espaciales, por ejemplo,  la prostitución en los alrededores del puerto de La Habana. Esta incipiente cartografía homoerógena, que amenazaba con desplazar la prostitución femenina de sus zonas de influencias, nos advierte de la superposición conflictiva de los espacios y del control social que ejercían incluso colectivos oprimidos para desplazar y cancelar la producción de subjetividades sexodisidentes al margen del poder cis-hetero-colonial y en disputa territorial con las prostitutas, que:

Cualquier extranjero que se pasee por las calles de San Miguel y adyacentes, en La Habana, quedará sorprendido al ver unos tipos inverosímiles: de la cintura para arriba son mujeres; pero de la cintura para abajo son hombres; pero de los pies a la cabeza no son hombres ni mujeres […]. ¿Los maricones de San Miguel y otras calles, y casas de prostitutas, deben ser tolerados por la autoridad? Los espartanos no permitían que los niños deformes vivieran: su organización esencialmente guerrera y viril, rechazaba esas criaturas inútiles. ¿La ley no puede corregir lo que la naturaleza se ha burlado en crear? (35-36)[10].

Por otro lado, las palabras a continuación de este extracto de Sierra Madero nos adentran en una reflexión sobre las relaciones que se establecen entre colectivos oprimidos y las múltiples intersecciones que constituyen subjetividades no exentas tampoco de privilegios, a pesar de la condición subalterna para los instrumentales modernos de la psiquiatría del siglo XIX. La homosexualidad y la prostitución formaban parte del catálogo de monstruos sociales a lo que había que corregir o disciplinar por medio de tecnologías arquitectónicas, como el panóptico foucaultiano o la reclusión en zonas alejadas de la sociedad, convirtiéndose en el no-Lugar de la Modernidad, como las Unidades de Ayuda a la Producción (UMAP), en Cuba, en la década de los 60 del siglo XX.

En el texto se indica el espacio público bien determinado dentro de La Habana en que estos individuos tenían sociabilidad en aquella época. Se cuestiona su existencia en las calles, históricamente espacio de meretrices, y son estas las que de forma sintomática proyectan ese discurso. Además, se les considera seres deformados, se cuestiona su identidad genérica y sexual, y se utiliza para denominarlos un término que aún subsiste en el habla popular, muy peyorativo, por cierto: maricones. Por otro lado, en el texto se incita al Derecho y a las autoridades a que tomen medidas contra tales sujetos, que, al parecer, tenían cierta demanda y estaban desviando la atención respecto de las prostitutas. Es interesante observar cómo un grupo social discriminado como las prostitutas, convertidas en objeto de uso sexual por los hombres, restringidas a zonas de tolerancia para ejercer sus funciones, y perseguidas y condenadas a prisión muchas veces, atacara a los individuos que no respondieran a los cánones tradicionales de la masculinidad, legitimando el poder patriarcal que las discrimina y el orden socio-sexual establecido. El periódico La Cebolla surge precisamente como una necesidad de contrarrestar el hostigamiento y la persecución de que eran objeto por parte de las autoridades. (36)[11].

Desde luego que para la normativa de la época, como para los siguientes gobiernos y sistemas políticos, el poder político-judicial plasmó, por medio de leyes, los conflictos y las tensiones heredados que suponían el deseo homosexual y la expresión en los espacios públicos. Desde finales del siglo XVIII “el pensamiento nacional dominante siempre ha sexuado al país como masculino, y ha inventado un otro, homosexual y afeminado (interno y externo), al que hay que combatir para mantener la integridad de Cuba”[12].

Con la llegada de la Revolución en 1959, se implementó una nueva ideología, deudora del machismo, el catolicismo y el estalinismo, cuyo fruto excelso sería la creación del “hombre nuevo”, que estaba destinado a erradicar, de una vez y para siempre, los males filoburgueses del pasado, entre ellos la homosexualidad de la Isla. En 1961, la redada policial llamada la Noche de las Tres P, contra prostitutas, proxenetas y pájaros, era expresión de cómo la nueva ideología revolucionaria no toleraría a sujetos y colectivos que traspasaran los límites de la moral nacionalista, revolucionaria y heteronormativa. El arresto al escritor Virgilio Piñera produjo una caja de resonancias que trascendería a este evento en sí, a pesar de que no fue la primera ni la última vez que sucediera en la Isla, sobre todo en La Habana, pero que de alguna manera inauguraba la homofobia de Estado como nuevo mecanismo de control social sobre los cuerpos sexodisidentes.

Entre 1965 y 1968, el gobierno crea las UMAP, campos de trabajo forzado, adonde fueron a parar católicos, antisociales y homosexuales. Para Frances Negrón Muntaner, “este experimento de ingeniería social […] tuvo una corta duración. A consecuencia de las protestas internacionales y las disidencias internas, ya en 1967 el Estado cerró los campos de trabajo forzado y asumió un proceso gradual de rectificación que se manifestó de diferentes formas”[13]. Sin embargo, asevera este mismo autor que la “excesiva atención dirigida a los hombres homosexuales fue el producto de una economía simbólica, nacional y transnacional, en la que el Estado cubano intentó suprimir la visibilidad homosexual en aras de promover […] una imagen agresiva de la masculinidad (cubana) para poder combatir el imperialismo eficazmente”[14].

Entre 1970 y 1980, el Código Penal se modifica de modo que no se considera más a los homosexuales como “figuras delictivas”, y además se elimina la temible Ley de Ostentación Homosexual, en 1988. En 1975 se deroga la resolución del Consejo de Cultura, por el Tribunal Supremo, que limitaba el empleo a los homosexuales en el arte y la educación, como producto de la parametración emergente del PrimerCongreso de Educación y Cultura, en 1971. A finales de los 80 y principios de los 90, los vientos gélidos de una posible perestroika sacudieron la cultura cubana y dio paso a una nueva generación de creadores, escritores y artistas que repoblaron el panorama artístico y literario de sujetos que originaban otros trazados en la Cuba revolucionaria y desafiaban con su performance la crisis del modelo del hombre nuevo. En 1989, el poema “Vestido de novia”, de Norge Espinosa, obtiene el premio de la revista cultural El Caimán Barbudo y el tema homoerótico recorre la cuentística de la época. Reaparecen en la escena cultural publicaciones de escritores antes marginados, como Virgilio Piñera o José Lezama Lima, y los libros de Severo Sarduy y Reinaldo Arenas se pasan de mano en mano. El estreno, entonces, en 1993, del filme Fresa y chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea, elabora un imaginado discurso de reconciliación nacional entre el hombre nuevo y el homosexual, que se gesta en un abrazo hacia el final de la película.

Batería o el espacio como la fisiología del cruising

En el 2016, el realizador Damián Sainz (La Habana, 1986) estrena el  corto documental Batería, que aborda a partir de voces anónimas el cruising en los alrededores de la fortaleza militar, Batería No. 1, en el litoral norte de La Habana, en las inmediaciones de la playa El Chivo. Esta zona, enclavada en un territorio intermedio entre La Habana Vieja y Habana del Este, que se conecta a través del túnel de la ciudad, es uno de los espacios de intercambios sexuales entre hombres más famosos de la capital. Precisamente por su ubicuidad y ocultamiento, provee cierta protección a sujetos sexodisidentes que allí concurren. A pesar de las redadas policiales, atracos o crímenes de odio que han sucedido, las prácticas que emergen dan pistas sobre “la espacialización de la sexualidad, la visibilidad y la circulación de los cuerpos y la transformación de los espacios públicos y privados como actos performativos capaces de hacer y deshacer la identidad”[15]. Aun así, la playa de El Chivo continúa resemantizando el deseo colectivo de sujetos desconocidos en la que se van tejiendo historias y olvidos sobre el espacio. Desde esta perspectiva, para Sainz, este cortometraje genera una reflexión en cuanto a los espacios clandestinos, la participación de las lógicas del poder en el control de la sexualidad y el género, puesto que también en estos procesos de socialización las intersecciones de las disidencias sexuales y de género se vinculan a cuestiones de raza o clase social.

Desde el inicio la cámara transita por un paraje semiderruido, en el que se van encontrando, en la medida que se adentran en él, rastros de los desplazamientos sociosexuales que se producen en el lugar al abandonarse residuos de condones a modo de señales para iniciados. Así que cuando comienza la voz en off, los planos de una cámara trémula que simulan los peligros del acecho al recorrer la fortaleza, nos han sugestionado ya lo suficiente como para que comprendamos el despliegue de una fisiología espacial que se convierte en el interlocutor de las angustias, anhelos, historias y apetencias de los sujetos que reimaginan un locus del deseo entre los grafitis de las paredes y los habitáculos enlodados. En un espacio tan performativo, el objetivo del intercambio sexual no es el orgasmo en sí, sino activar todos los dispositivos simbólicos que se producen en el acto sexual en el espacio. Por eso, uno de los testigos puede soñar con convertir la Batería “remodelada, limpia y pintada de colores vivos y alegres, como una especie de Disney World gay, donde cientos de homosexuales podrían divertirse felices, con la seguridad de que nadie los va a molestar”[16], porque lo que se persigue es rehabitar el espacio como potencia de una sexualidad más plena y liberadora que la de los dispositivos heteronormativos, más allá de un acto de resistencia en sí, tal y como señala José Esteban Muñoz.

Victor y la costa como carnavalización del cruising

En Los amores ejemplares (2017)[17] de Nonardo Perea (La Habana, 1973) se recrean los “deseos de ir a la costa” de Victor, protagonista de la novela, cuya identidad sexual pugna entre la reivindicación del deseo sexual, su proyecto político y el éxito intelectual en una sociedad que, además de homofóbica, instituye un atrezo socialista heteropatriarcal donde las personas son constantemente vigiladas, perseguidas y hostigadas por su sexualidad o manera de pensar. Con estas historias fragmentadas y desarticuladas, el autor nos presenta a un personaje para quien las relaciones sexuales constituyen un trazado trágico de desamores y desengaños, una atadura de la que no es fácil desarcirse, pero que detona cualquier preconcepción sobre la sexualidad socialmente asumida. Su identidad sexopolítica lo convierte en una suerte de outsider de los ámbitos sociales estructurantes, como la familia, la sociedad, las relaciones de pareja e intelectuales. En este viaje, que tiene como excusa “leer los cuentos que le parecieron haber sido escritos por un mismo autor” en la última gaceta, está también la oportunidad de tener intercambios sexuales con otros hombres, aunque “en su vida, a pesar de ser considerado por casi todos como una guaricandilla de carroza, nunca había ido a la costa a eso.”

El éxtasis que genera la entrada a la costa, al espacio del cruising, que cuando baja “por la pendiente sintió como la brisa y el olor a salitre le dulcificó el espíritu”, forma parte de las cronotopías más cercanas a la experiencia del viaje en la literatura universal propiamente. Desde el descenso al Hades de Odiseo o la inmersión en la selva selvaggia, en el Infierno, el tránsito es una prueba catártica hacia una realidad otra que se conforma en el acto lingüístico, dada la potencialidad cocreativa con la misma realidad; como una cuestión indivisible, en el que ambos, protagonistas y escenarios, se disuelven entre sí y se resustancializan a la vez que se producen otras representaciones literarias. De alguna manera, el cruising al habitar otras espacializaciones de un mismo locus, genera un estado en sí potencialmente creativo de acceso a las prácticas homosexuales. Tanto espacio como sujeto resignifican el nuevo itinerario como una experiencia sexual y simbólica que gesta nuevos relatos sobre la corporalidad como extensión de la existencia. Sin lugar a dudas, Victor durante toda la novela vive de manera simultánea en varias realidades a la vez que condiciona la entrada. En los capítulos “Una indagación” y “III” se pone de manifiesto la performatividad de su propia identidad sobre la cual se ejerce una violencia que intenta excluirlo o desaparecerlo.

Sin embargo, el punto de giro se genera cuando, en medio de la invitación orgiástica que recibe y en la cual el narrador detalla los artilugios a los que proceden los dos hombres para atraer a Victor como el tercero en un triángulo amoroso, ve…

[…] desfilar a un grupo de mujeres que se destacaban por su estatura, todas en una marcha bajaban hacia la costa. A Víctor le pareció una situación poco común, pues muchas de ellas cargaban consigo colchonetas, almohadas, mochilas y otros objetos que por la lejanía le era difícil distinguir. En solo unos segundos logró enumerarlas, eran quince mujeronas que por lo que pudo apreciar, estaban siendo dirigidas por una larguirucha que tomando la delantera y dando brinquitos, gritaba enloquecida señalando con una mano hacia él.

– ¡Es el agrimensor! ¡Es el agrimensor!

 Aunque “no se trataba de una aglomeración de mujercitas comunes y corrientes, sino de la mujer de ese otro mundo olvidado por Dios, su mundo: maricones disfrazados o simples transformistas”, tenían un encargo, es decir: construir  en el área de la costa “algo, que sirva para ponernos a la altura de otras comunidades del mundo”. La búsqueda del agrimensor para construir una “Ciudad Rosada, la Internacional” que acoja a todos los sujetos sexodisidentes, como espacio gay-friendly, “lleno de luces, plumas y colores, para que se respire la felicidad y la independencia”, forma parte del imaginario colectivo. En el documental Batería, un Disney World gay era la propuesta. Más allá de los puntos en contacto, lo que se evidencia es la capacidad de reimaginar el espacio como un deseo estructurante de la realidad. No es solo que el locus imaginal genere la arquitectura (cabarets, habitaciones con vista al mar), impresa con la voluntad de sujetos sexopolíticos marginados a tener sexo fuera de los predios de una sociedad heteronormativa, sino que además conviertan un proyecto en un complejo modelo de subjetivación de sus propias identidades como simbiosis de esa nueva ciudad que se desea erigir en los perímetros de la costa. De alguna manera esa performatividad descentrada y kitsch de este grupo se nos presenta como una especie de carnaval de travestis “teatrales y ridículas”, que invierten los códigos de vida o muerte, como en el caso de la muerte temporal de la Gorda, para replantear una cartografía queer sobre un espacio en pulsión centrípeta. En La isla que se repite, el ensayista cubano de la posmodernidad caribeña, Antonio Benítez Rojo, asevera que “entre todas las posibles prácticas socioculturales, el carnaval […] es el que mejor expresa las estrategias de los pueblos del Caribe para hablar simultáneamente de sí mismos y de sus relaciones con el mundo, con la historia, con la tradición, con la naturaleza, con Dios.”[18] Entre la búsqueda de ese posible agrimensor, travestido en Víctor y la ciudad que se va a erigir entre dienteperros, solo se puede suscitar en la potencialidad creativa de la propia literatura, en específico con el Reinaldo Arenas de El color del verano. Nonardo Perea se sabe heredero de esta tradición rocambolesca que disipa cualquier autoridad o género cuando hace un guiño en el propio título del relato a este autor.

Cartografías queer

Como bien afirma José Esteban Muñoz, “la queeridad (queerness) es una idealidad que habita en el entonces y el allí” y, por ende, las cartografías queer, dispersas en el plano físico y literario, más que aportar una aseveración de una realidad sexo-corpórea de sujetos no heterosexuales, fijos en/a un contexto en particular de represión sexual y política, es una constatación del potens constitutivo de deseos colectivos que generan utopías como nuevo marco de relaciones sociosexuales, en contraposición a la heterosexualidad compulsiva y el mapa arquitectónico hegemónicamente masculino que ha servido para ocultar, disciplinar o controlar identidades no heteronormativas. También estos modelos en los que se sustentan sujetos y géneros fluidos atraviesan el presente para condensar un deseo seminal que alberga otros escenarios de la realidad factual. Por otra parte, los gay tours de las revistas, la gentrificación de barrios como Chueca en España o el Barrio Rosa en México, los gay circuits en cada verano, los pinkwashing de las empresas en la actualidad, degluten estos espacios y los reutilizan a partir de las lógicas del capitalismo o su versión open mind o pink capitalism. Las intersecciones de clase, raza, lugar de procedencia, entre otras, constituyen barreras de acceso para sujetos o colectivos sexodisidentes que no cumplen con las normas excluyentes y exclusivas de estos espacios domesticados por el capital.

Ambos materiales, Batería y Los amores ejemplares, a pesar de proceder de diversos géneros, conectan ciertas pautas del cruising y sus enclaves, suscitando a la hora de adentrarnos en este fenómeno –más allá de las políticas de resistencia– la reproducción de códigos sobre la memoria y el olvido que sustentan la supervivencia de colectivos históricamente oprimidos. Las dinámicas que se generan en estos espacios, así como las relaciones sociosexuales que se reproducen, no responden a ninguna lógica heteronormativa. Por tanto, es compresible que estos espacios (per)vivan en la clandestinidad, marginados del reconocimiento público, y sean objeto de constantes intervenciones por parte del poder heterosexual y sus instituciones. La criminalización, la intervención médica o la asistencia socio-salubrista han servido de estrategias para erradicar estos espacios y los deseos y pulsiones sexuales que desbordan los controles heteronormativos sobre los cuerpos y la subjetivación del espacio.


[1]Paul B. Preciado. Cartografías queer: El flâneur perverso, la lesbiana topofóbica y la puta multicartográfica, o cómo hacer una cartografía «zorra» con Annie Sprinkle. Internet Archive (último acceso: 18 de septiembre, 2023).

[2]Diego Sempol y Malena Montano. Baños públicos. La última segregación. Baños públicos, moral, género y sexualidad en Uruguay. Uruguay: Ciudad{es}, 2005.

[3]Paul B. Preciado. Ob. citada.

[4]José Esteban Muñoz. Cruising Utopía. The Then and There of Queer Futurity. NY: New York University Press, 2009.

[5]José Octavio Hernández Sancén. “El último vagón”: sexualidad, cuerpo y espacio. Una aproximación a las prácticas homoeróticas entre hombres en el metro de la Ciudad de México”. Relies, 3, junio, 2020 (último acceso 18 de septiembre, 2023).

[6]León A. Damián. “Arquitecturas, cuerpos y poder: reflexiones teóricas sobre el trazado de cartografías sexuales urbanas”. EG. Rev. Interdisciplinarias de estudios de género del Colegio de México, vol.7,  Ciudad de México,  2021 (último acceso: 18 de septiembre, 2023).

[7]Diego Sempol y Malena Montano. Baños públicos. La última segregación. Baños públicos, moral, género y sexualidad en Uruguay. Ob. citada.

[8]No me quiero extender sobre el debate centro/periferia, colonia/metrópolis, o lo que Walter Mignolo define como la colonialidad del saber, pero, sin lugar a dudas, una parte de nuestra identidad nacional se ha constituido en el conflicto entre lo nacional y lo extranjero, como disolvente de las costumbres y tradiciones locales. No es menos cierto que muchas de las críticas a la homosexualidad en el siglo XX se deben a estas tensiones.

[9]Paul B. Preciado. Cartografías queer… Ob. citada.

[10]Abel Sierra Madero. Del otro lado del espejo. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2005.

[11]Ídem.

[12]Frances Negrón Muntaner. “Mariela Castro, los homosexuales y la política cubana”. Nuso, 218, nov-dic, 2018 (último acceso: 18 de septiembre, 2023).

[13]Ídem.

[14]Ídem.

[15]Paul B. Preciado. Cartografías queer… Ob. citada.

[16] Proyecto verkami sobre el corto Batería.

[17]Todas las notas que se refieran a la novela son extraídas del Nonardo Perea. Los amores ejemplares. Premio Franz Kafka de Novela 2017. Praga: Éditions Fra, 2017.

[18]Antonio Benítez Rojo, La isla que se repite, Barcelona: Casiopea, 1998.

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Ulises Padrón Suárez (La Habana, 1987), filólogo activista afroLGBTIQ. Ha publicado artículos en revistas como Q de Cuir, Hypermedia, Tremenda Nota, Q de Cuir, Magazine AM:PM, Yucabyte. En 2015 creó el blog “Espiral de Isla” sobre temas de sociedad y cultura cubanas.