Jorge Luis Arcos: El castigo [Carta a Víctor Batista]

Archivo | Autores | Premios Kafka | 13 de octubre de 2023
©De izquierda a derecha: Víctor Batista, Jorge L. Arcos y Lorenzo García Vega, en Madrid 2009 / Imagen: Helen Díaz Argüelles

Aquí les va otro fragmento de ‘El castigo. Cartas cruzadas con Lorenzo García Vega y otros textos, o cómo se (re)construye (imagina) un canon’ (Ediciones inCUBAdora, 2023), libro de Jorge Luis Arcos, premio Franz Kafka de Ensayo / Testimonio de este mismo año.
Disfruten 😉

San Carlos de Bariloche, 18 de septiembre, 2013

Querido Víctor, anoche soñé contigo. Como pasa tan a menudo con los sueños, es casi imposible reconstruirlos. Acaso lo esencial gusta de esconderse, sumergirse, y nos quedamos con algunas acciones, algunas imágenes, como restos de una profunda verdad que preserva su misterio. Además, como sabes, todo es extraño en ellos.

Estábamos en casa de Raquel Mendieta, en Miramar, en La Habana. Llovía a cántaros, y estábamos sentados en la terraza al fondo de la casa. Se me escapan ahora todas las conversaciones, pues había varias personas más, entre ellas, Idalia Morejón. Que estuviera Idalia, no era tan raro, pues allí la conocí, cuando trabajamos juntos en la Fundación Pablo Milanés, antes de ser amantes. En algún momento, escampó. Recuerdo la intensidad de varios cojines muy verdes contra el color casi rojo de la tierra mojada. Es curioso, varias veces he soñado con ese patio lleno de matas de mango con enormes platiserios amarrados a sus troncos. Es como si tuviera vida, ánima propia (como dice Melquíades), como si tuviera su propia “virtud” (como le dicen unos aborígenes de La Florida a Álvar Núñez Cabeza de Vaca cuando naufraga y se pierde allí y lo conminan para que, con unas piedras y unas conchas, oficie de curandero o de chamán).

Hacia el final del sueño, cuando nos aprestábamos a salir de la casa, entraron dos hombres a hacer un arreglo importante en la casa, pero he olvidado, por supuesto, de qué se trataba. Algo había escondido dentro de un objeto de madera que ellos manipularon pero no repararon en su oculto tesoro.

De repente, estábamos todos en Madrid, sentados en un carro viejo, descapotable. Viajábamos por unas calles estrechas como en cámara lenta. En silencio. Mirando fijamente al frente. Esta imagen fue maravillosa, como una interminable despedida o un ensimismamiento muy significativo (como esa melancólica procesión que ve pasar Marco Antonio en el famoso poema de Cavafis). Entonces supe que estaba Ponte en el carro (no recuerdo que estuviera antes en la casa). En medio de ese viaje, se interrumpió el sueño.

Eso sucede todas las mañanas cuando suena el despertador porque Silvina tiene que partir para el trabajo y llevar a Simón a la guardería. Yo me levanto también para despertar a Simón, prepararle la leche con acate (chocolate) y tratar que haga pis en una pelela. Pero hoy me quedé pensando en el sueño. Creo que, como suele suceder, perdí franjas enteras del sueño.

Dice Harpur ―en uno de los pasajes que más me gustan de El fuego secreto―, lo siguiente:

Olvidar puede ser, perfectamente. Un movimiento necesario pero en sentido contrario: una entrada en la oscuridad, una pérdida de conciencia para despertar a otra diferente, la conciencia de los sueños que apenas puede recordar el cotidiano mundo de la vigilia. Olvidar puede ser la manera de recordar del inconsciente. Cuando el alma quiere recodarnos su presencia, abre una grieta en la base de la conciencia, a través de la cual se desliza lo único que absolutamente debemos recordar; y olvidamos. Olvidar lo que creemos que es importante podría ser recordar aquello que es verdaderamente importante.

Desde que se manifestó mi enfermedad, he comenzado a soñar con una mayor atención a los contenidos simbólicos de sus imágenes, a sus relatos (mitos), y he tenido, además, algunos sueños arquetípicos (uno de ellos, por cierto, lo tuve en mi último viaje a Madrid). Estos, los voy a escribir, juntos a otros tres que ya le conté a Lorenzo [García Vega] y que son los que retengo de toda mi vida. Yo sueño todas las noches (excepto dos veces: una en la infancia, y otra, ya de mayor, que motivó un poema) pero no abundan en toda una vida los llamados sueños arquetípicos (a no ser que se aprenda a provocarlos, como hacía el mismísimo Jung, o se reciban con frecuencia como una gracia desconocida). Lorenzo se convirtió en un experto en provocarlos. Este que te he contado hoy no lo es (arquetípico, quiero decir). Pero, por alguna razón, he querido conservarlo (su resto) al relatártelo. Debe ser por lo que quedó oculto.

Ahora te cuento algo más extraño aún. A veces, he tenido la sensación, la oscura certidumbre, de que Lorenzo, después de morir, induce o provoca, de algún modo, algunos de mis sueños. Él me los enviaba a menudo. En la alta noche, cuando me despierto para ir a orinar al baño (cosa que rara vez hacía antes), recuerdo a Lorenzo, quien me contaba que siempre lo hacía. Y es en ese momento, cuando me apresuro a volver a la cama para ver si puedo continuar el sueño interrumpido, cuando Lorenzo regresa de algún modo… También tuve un muy significativo sueño con él. Pero su presencia es de otra índole, más invisible y más poderosa por ello.

En fin, y hablando de Lorenzo, le escribí una carta a Enrique Saínz (pues me había escrito diciéndome que iba a hacer una reseña para la revista Amnios sobre el libro) preguntándole por el texto, pero, extrañamente, no ha respondido mi carta (primera y única vez que no me ha respondido un email). Sé, por un amigo muy cercano a la revista, que no va a escribir el texto. Eso me ha dolido un poco, pero no me ha sorprendido del todo. El que debe estar sufriendo mucho por ello es Lorenzo, pero Lorenzo idealizó mucho a Enrique como lector. Conservó el maravilloso recuerdo de su amistad en Cuba. Pero, después del 68, cuando Lorenzo se fue, han pasado 45 años… A Enrique deben haberle dolido (no sé por qué) algunos juicios míos muy duros con Fina, y también con Cintio, y otros de Lorenzo ya conocidos por él, pero también otros desconocidos, que provienen de cartas que me escribió Lorenzo y que yo cito en el libro. Qué pena, si ha sucedido esto (y eso que quité, al menos, un juicio mío muy fuerte sobre los Esposos y sus Hijos), pero no me arrepiento de nada de lo que escribí, ni tampoco de los textos personales que añadí de Lorenzo (a Lorenzo le encantaba esto último). Y no es que goce con ello. Quiero mucho a Enrique y a Fina para disfrutar morbosamente con ello. Pero también quiero a Lorenzo. Y en la literatura no puede (no debe) haber tapujos, moralinas. Debe tratar de decirse la sencilla y, a la vez, casi siempre, tremenda verdad, aunque el mundo se venga abajo. Si no hubiera hecho esto, hubiera traicionado a Lorenzo y a la Literatura (y a mí mismo) y hubiera continuado la mitificación origenista de la realidad. Pero, además, por qué tanta contemplación con quienes no dudaron en firmar la carta que apoyaba tácitamente los fusilamientos de tres jóvenes negros y la prisión de 75 periodistas con penas que, en otros países, sólo merecen asesinos en serie… Esos jóvenes fueron fusilados en una madrugada atroz y (sin avisarles a sus familias de la sumaria condena ni de su consumación) fueron enterrados sin derecho tampoco a ser velados, como el malhechor que se apura en esconder los cadáveres de sus víctimas. ¿A dónde fue a parar la ética cristiana, católica, de Cintio y Fina, a dónde “ese sol del mundo moral”? En fin, allá cada quien con su conciencia, en este y en el Otro Mundo (en que también, como ellos —aunque seguro que de forma diferente—, creo, ¡y, también, Lorenzo!, aunque este ya es otro enorme tema más vasto sobre el que no quiero improvisar ahora, y que tiene que ver con sus últimos momentos antes de morir).

En fin, querido Víctor, ya ves cómo te escribo cartas con sustancia y hasta con lipidias ―y, como personajes oníricos también, adjunto copia a Ponte y a Idalia [Morejón Arnaiz].

Un abrazo muy fuerte,

Yoyi