Ernesto Menéndez-Conde: Realismo Socialista. Un fantasma recorre el arte cubano
El realismo socialista en Cuba, su historia y las formas en que se expresó han sido poco estudiadas en las artes visuales. Parecería que la pregunta misma sobre si existió un realismo socialista en el país demandase respuestas controversiales o tal vez incluso pudiera contestarse negativamente. Las exposiciones de arte, celebradas tanto en Cuba como en el extranjero, a lo sumo vendrían a corroborar que dicho realismo fue una tendencia más, y de importancia relegada, en el escenario artístico nacional. Independientemente de las dificultades institucionales por las que pasaron muchos artistas, incluidos creadores tan destacados como Antonia Eiriz, Umberto Peña, Tomás Sánchez y Tomás Esson, ni las figuraciones de lo grotesco, ni el pop, ni el fotorrealismo, fueron oficialmente prohibidos, como mismo tampoco se prohibió el arte abstracto, ni ninguna otra tendencia artística contemporánea (lo cual no significa que no existieran intolerancias, institucionales e ideológicas, hacia el arte no representacional, las imágenes grotescas, el fotorrealismo, la performance, y la estética relacional, entre otras orientaciones del arte de las últimas seis décadas). A veces insuficientemente divulgadas y sujetas a incomprensiones, las tendencias artísticas que prevalecían en las exposiciones de arte y en instituciones culturales como Casa de las Américas, el ICAIC y el Consejo Nacional de Cultura no solo debieran verse como vertientes del arte contemporáneo, sino también, en muchísimos casos, como reacciones contra el realismo socialista.
En la política cultural de la Revolución cubana el arte ideológicamente al servicio del gobierno tuvo un espacio privilegiado, como afirmó Fidel Castro en su discurso “Palabras a los intelectuales” (1961). Al mismo tiempo, la libertad formal, que Castro convino en aceptar, fue en la práctica interpretada a veces controversialmente como “fuera de la Revolución”, sin que las obras tuviesen contenidos explícitamente críticos contra el gobierno. No obstante, las creaciones de temas revolucionarios muy a menudo no debieran ser consideradas como realismo socialista y la política trazada en “Palabras a los intelectuales” dejaba margen para expresarse con gran libertad dentro del arte contemporáneo, sin que existiese la obligatoriedad de incursionar en temas revolucionarios.
Los escritores y artistas, incluso, cuando declararan públicamente su apoyo al régimen, fueron los que más resueltamente se opusieron a las tentativas por imponer el realismo socialista. El rechazo casi colectivo contó con la solidaridad de intelectuales norteamericanos, europeos y latinoamericanos, quienes respaldaban a la Revolución, entre otras cosas por considerarla como un socialismo no dogmático en el ámbito de la creación artística. El caso cubano contrastaba con los totalitarismos de Europa del Este y parecía un proyecto social promisorio, con las posibilidades que ofrecía al elevar los niveles de educación de las clases trabajadoras, masificar lo que por aquel entonces se consideraba alta cultura y permitir una amplia libertad en las creaciones artísticas. Hacia la segunda mitad de la década de 1960, cuando Cuba fue sede de importantes eventos internacionales, la alta dirigencia del país demandaba que los artistas expresaran su apoyo al gobierno mediante sus actitudes personales y no necesariamente a través de los contenidos sociales en sus obras. Para esas fechas los defensores del realismo socialista habían perdido la batalla.
Como es perfectamente conocido, en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (1971) se proclamó oficialmente que el arte debía tener contenidos didácticos, divulgar las tradiciones de lucha nacional e inspirarse en las transformaciones sociales emprendidas por la Revolución, pero no se declaró que las creaciones artísticas debieran seguir la estética del realismo socialista. Los postulados del Primer Congreso ofrecieron argumentos adicionales para marginar las creaciones herméticas y limitar la divulgación del arte abstracto (que se trató de extirpar de la enseñanza artística). Las severidades aumentaron las presiones para representar temas revolucionarios y las exigencias para que los escritores y artistas declararan públicamente su apoyo al gobierno. También establecieron pautas para discriminar a los creadores por sus comportamientos sexuales, pero las tentativas institucionales por fomentar el realismo socialista en las artes visuales fueron limitadas y afectaron mayormente a la enseñanza artística.
Con la fundación del Ministerio de Cultura, en 1976, se corrigieron no pocas de las rigideces que se habían propagado desde antes del Primer Congreso. Las reformas institucionales incentivaban actitudes menos prejuiciadas hacia las producciones culturales capitalistas, incluido el rock anglófono y los filmes hollywoodenses (que siguieron criticándose, aunque se difundieran más asiduamente en los mass-media). Como mismo había ocurrido entre 1967 y 1968, el país fue sede de importantes eventos internacionales como el Festival de Jazz de La Habana, el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano y la Bienal de La Habana. Por aquellos años se abrió paso una generación de artistas que trabajó en instalaciones, performances, así como en obras asociadas al post-minimal, al conceptualismo, al neo-expresionismo, a apropiaciones posmodernas y a usos paródicos del kitsch. Fue precisamente en esos momentos cuando se hicieron mayores esfuerzos por desarrollar el realismo socialista. Unos profesores soviéticos impartieron clases en el recién fundado Instituto Superior de Arte, mientras varios alumnos cubanos estudiaron en las academias de Bellas Artes de Kiev y Leningrado. En varias ciudades del país se inauguraron obras escultóricas dedicadas a próceres de las luchas por la soberanía nacional, entre las que sobresalen el conjunto para la Plaza Serafín Sánchez, de Santi Spíritus (1986), las estatuas a Ignacio Agramonte (1989) –en la Plaza de la Revolución de ciudad Camagüey– y a Camilo Cienfuegos (1989), para el Monumento y Museo que lleva su nombre en el municipio Yaguajay. El bronce realizado por el escultor oficialista José Delarra para el mausoleo a Che Guevara en Santa Clara (1988), bautizado como “el mounstromento” por el humor popular, acaparó una mayor atención mediática. El retrato ecuestre de Antonio Maceo en Santiago de Cuba (1991) fue la última de esas obras. Los proyectos quedaron interrumpidos por la entrada del país en el llamado “Período especial en tiempos de paz” (1991). Los empeños por fomentar el realismo socialista en la enseñanza artística y la escultura monumental quedaron opacados por la repercusión, nacional e internacional, que tuvieron las bienales de La Habana y por la pujanza de los jóvenes artistas cubanos que, entre otras cosas, reaccionaron contra las demandas de un arte ideológicamente comprometido con el gobierno.
A primera vista, no parecería que el realismo socialista hubiese tenido una gran importancia en el arte cubano posterior a 1959. Hasta pudiera argumentarse que los altos dirigentes cubanos eran renuentes a aceptarlo, por mucho que favorecieran la noción de un arte socialmente comprometido. Fidel Castro, en una entrevista que le concedió al periodista francés Claude Julien, declaró: “Nosotros le hemos hecho la guerra al imperialismo, pero no al arte abstracto” (Lavan, 2), con lo cual les propinaba un nuevo golpe a los comunistas de línea pro-soviética, además del que ya les había asestado con la “libertad formal”, reconocida en su discurso de 1961. Che Guevara, por su parte, pensaba que los intelectuales cubanos padecían del pecado original de “no ser auténticamente revolucionarios” –o sea, anteponían sus propias creaciones a la meta de construir el socialismo–, pero encontraba justificable que rechazaran el realismo. Guevara también estimaba que el arte moderno se enajenaba en indagaciones artísticas desvinculadas de los problemas más inmediatos que aquejaban al hombre, pero opinaba que este era un mal que podía enmendarse con facilidad. Bastaba con encausar las contribuciones del arte del presente hacia los conflictos que laceraban a las sociedades contemporáneas. En El socialismo y el hombre en Cuba, Guevara criticó a un mismo tiempo al arte abstracto y al realismo socialista. Bajo la égida de las ideas guevarianas, Graziella Pogolotti imaginó un arte del proletariado que se sustentara en las contribuciones del arte moderno. La autora, sin embargo, se cuidó de no poner objeciones contra la abstracción. El realismo era un estilo aburguesado y anticuado:
Un arte proletario no podrá emplear los medios utilizados por Courbet, porque ya no pertenecemos a la misma época y porque en definitiva el de Courbet es un mundo pequeñoburgués. El marxismo ha sentado las bases para el desarrollo de una estética. Sobre esas bases tenemos que trabajar nosotros, a fin de analizar lo que se está haciendo en Cuba y lo que viene de fuera, indispensable de conocer para un verdadero desarrollo cultural, pero que no puede ser aceptado siempre como válido”. (Examen de conciencia 11)
Otros funcionarios que ocuparon cargos influyentes en la dirección de la cultura tampoco simpatizaban con el realismo socialista. Es probable que los criterios de la escritora comunista Vicentina Antuña, presidenta del Consejo Nacional de Cultura, prevalecieran sobre las opiniones de su subordinada, Edith García Buchaca, en lo concerniente al arte moderno. Los propios comunistas discrepaban sobre la validez del realismo socialista soviético. Juan Marinello, cuyos reparos ante el arte abstracto son muy conocidos, pensaba que el arte de compromiso social debía seguir los ejemplos de Picasso, Diego Rivera y ciertas orientaciones del arte moderno cubano. Carlos Franqui, a cargo del periódico Revolución y Guillermo Cabrera Infante, director del suplemento Lunes de Revolución eran enemigos declarados del realismo socialista, que probablemente tampoco contara con las simpatías de Haydée Santamaría, presidenta de Casa de las Américas. En sus memorias, el pintor Hugo Consuegra (286) celebró la valentía de Marta Arjona, directora de Artes Plásticas del CNC, quien defendió la presentación de la muestra colectiva Expresionismo abstracto en la Galería Habana (enero,1963). Además, la estética marxista del momento aportaba enfoques desde los cuales se defendía al arte moderno. Eran textos que se divulgaban en publicaciones periódicas, como el semanario Lunes de Revolución y las revistas UNION, Casa y Bohemia, donde aparecieron los trabajos del pensador mexicano Adolfo Sánchez Vázquez, Ernst Fischer y Roger Garaudy.
Aun así, rechazado por la intelectualidad del país y también por influyentes dirigentes del gobierno, es preciso hablar de un realismo socialista en Cuba. Sus funciones propagandísticas eran tan acentuadas que frecuentemente las imágenes ni siquiera eran consideradas como arte. Fue un realismo que se manifestó, sobre todo, fuera de las galerías y los museos. Tuvo un espacio protagónico en las publicaciones periódicas destinadas al público nacional –con menos presencia en revistas como INRA y Cuba, que eran revistas exportables–, en las vallas, en los monumentos para los espacios públicos, en la gráfica producida por el COR, el MINFAR, la CTC, el MINSAP, el MINED, la UJC y la FMC, en creaciones realizadas por los movimientos de aficionados, en la caricatura política, en las ambientaciones de los locales donde se realizaban las asambleas y en la enseñanza artística.
En Cuba no pudiera hablarse de una obra de arte total, como propuso el crítico alemán Boris Groys, para referirse a las producciones culturales bajo el régimen de Stalin, pero las imágenes del realismo socialista se basaban en recursos retóricos afines a los que podrían encontrarse en los coros populares, himnos y canciones revolucionarias –incluidas las canciones infantiles–, en los materiales para la enseñanza y en otras producciones de lo que actualmente se conoce como cultura material, como, por ejemplo, los sellos de correo, las cajas de fósforos, los pins, los pisapapeles, los gallardetes y hasta los boletos de ómnibus. El realismo socialista en las artes visuales participaba del mismo engranaje propagandístico en el que se insertaban las noticias triunfalistas sobre la producción nacional y los reportajes elogiosos sobre los socialismos de Europa del Este. Las instituciones culturales, si bien supeditadas al Estado, gozaron de cierta autonomía con respecto a esa propaganda revolucionaria.
Parecería que existió una escisión entre el arte –donde habría una considerable libertad en cuanto a formas artísticas– y la propaganda política, donde el valor estético de los trabajos estaba relegado a un segundo plano. Pero tal división resultaría simplista, cuando no engañosa. Por un lado, se hicieron esfuerzos por llevar el realismo socialista a las galerías y a la enseñanza artística. La representación de temas revolucionarios se estimuló en concursos y en muestras dedicadas a conmemorar efemérides históricas –como el 26 de julio, el 1ro de enero, el 13 de marzo y la victoria de Playa Girón– o a promover campañas del gobierno (a menudo relacionadas con la producción, el ahorro, la educación y la salud pública). Hubo también momentos, como los años setenta, cuando los temas revolucionarios eran casi ineludibles en las exposiciones de arte. A su vez, la abstracción, el pop, el op art, la psicodelia y las figuraciones de lo grotesco fueron asimilados por la propaganda política. Los carteles producidos por Casa de las Américas, el ICAIC, el Consejo Nacional de Cultura y la OSPAAAL se exhibían en los espacios públicos del país y, a nivel internacional, contribuían a propagar la imagen de un socialismo “tercermundista” y poscolonial, que no debiera ser considerado como un satélite de la Unión Soviética. Las fronteras entre el arte que se exhibía en las instituciones culturales y la propaganda política resultaban frecuentemente difusas.
El realismo socialista se caracterizó por desarrollar un repertorio de temas relacionados con lo que durante varias décadas los propios ideólogos de la Revolución llamaron “dictadura del proletariado”, un término que se inculcaba para caracterizar la etapa de construcción del socialismo en la que se encontraba el país.
En Cuba, como en el resto de las naciones de Europa del Este y China, el realismo socialista estuvo relacionado con el culto a la personalidad, con la salvedad de que, en el caso cubano, este se abortó tempranamente en la escultura. Hay al menos dos bustos de Fidel Castro. Uno fue realizado por el escultor Enzo Gallo. Unos obreros trabajaron a toda prisa para que estuviese instalado en un pedestal de mármol, en vísperas de la entrada del Ejército Rebelde a La Habana, en el Cuartel Militar Columbia, donde se esperaba, como efectivamente ocurrió, que el Comandante diera su discurso triunfal la noche del 8 de enero de 1959. El otro, de pequeñas dimensiones, fue un trabajo del artista Tony Pérez, hecho también en las semanas que siguieron al triunfo revolucionario y al parecer se reprodujo industrialmente.[1] El 19 de febrero de ese mismo año, Fidel Castro afirmó que no quería retratos suyos “ni en las estaciones ni en los ministerios” (Sección Síntesis, 4). Al mes siguiente, el gobierno prohibió la erección de estatuas, bustos, monumentos públicos, tarjas conmemorativas y “otras formas similares de homenajes” a personas no fallecidas. Quedaron legalmente prohibidos los retratos en las oficinas públicas y las dependencias del Estado (Ley No. 174, 163-164). La regulación se aplicó estrictamente a la escultura. Se mantiene hasta el presente. Castro pidió que, tras su fallecimiento, no se erigiesen estatuas en su honor ni se creasen instituciones que llevasen su nombre. En los sellos de correo, una estampa con un retrato de Fidel Castro fue retirada de circulación, a solicitud del propio Comandante. Posteriormente, las imágenes de Castro se incluyeron de manera más bien excepcional. En una serie conmemorativa de los Cien Años de Lucha (1968), aparece de espaldas, en un fotograbado basado en una instantánea de su discurso “Primera Declaración de La Habana”. El sello de 1970, en homenaje al décimo aniversario de aquel evento, solo mostraba a la multitud que asistió a la Plaza. La imagen de Castro fue suprimida, como si procurase enmendarse la supuesta infracción cometida en la estampilla anterior. En la numismática, la ley se aplicó con más laxitud. En las monedas no hubo ningún perfil suyo. En cambio, sí se incluyó en varios de los billetes que se imprimieron en 1961. Castro formaba parte de una multitud, en eventos históricos como la entrada del ejército rebelde en la capital del país y la “Primera Declaración de La Habana”, o –como en el billete de 20 pesos– quedaba aludido en la figura de un joven, todavía sin su icónica barba, en una escena del desembarco del yate Granma. Fuera de estos dominios, donde claramente existieron restricciones, el culto a la personalidad fue desenfrenado.
En un inicio, la idolatría estuvo integrada al entusiasmo colectivo. En una toma del documental Cuba sí (1961), varias personas se acercan para tocar a Fidel Castro como si se tratase de un elegido. En julio de 1959, como parte de la denominada Operación Guayabera[2] se subastó un mechón de su pelo. Se anunció como el primero que se había cortado el Comandante desde su llegada de la Sierra Maestra. Alguien lo había conservado en una botella. Se ofreció inicialmente por el monto de 50 pesos. El ganador de la puja terminó pagando 600. También se le dedicaron poesías, canciones e himnos revolucionarios. Hubo carteles con su semblante. En los centros comerciales y gastronómicos se colgaban fotografías que reproducían su imagen. Entre 1959 y 1961, las editoriales cubanas publicaron más de cien libros dedicados a celebrar su liderazgo y a promover sus discursos. Una postal navideña creada por el INAV[3] incluía el rostro del joven barbudo en el cielo, deseando un próspero 1960. En un mural, pintado en una de las paredes de la emisora radial CMQ, Fidel Castro, Juan Almeida y Che Guevara eran representados como reyes magos. Le traían al país los obsequios de la Reforma Agraria, la Industrialización y la Alfabetización. Los actos multitudinarios, los desfiles y las comparsas daban prueba del ambiente festivo de los primeros años. Sin embargo, a medida que el gobierno se radicalizaba, Castro iba perdiendo adeptos. Es muy probable que las dificultades cotidianas –que empezaron a manifestarse hacia mayo de 1959– contribuyeran a erosionar su popularidad. El fervor de las multitudes se mantuvo, pero, además de la propaganda excesiva, las organizaciones de masas debían ejercer presiones para movilizar a la población a los actos de respaldo al gobierno. Los sindicatos pedían que se firmara un papel para dar constancia de que se asistió al evento. Era prudente permanecer visible ante quienes se encargaban de vigilar para no dar lugar a sospechas de haberse marchado antes de que concluyera la actividad. Las movilizaciones solían hacerse directamente desde los centros de trabajo o en los vecindarios, a veces tocando a las puertas de las casas para garantizar la asistencia. No incorporarse a un desfile, no contribuir a un trabajo voluntario o negarse a ir a un discurso de Fidel Castro podría acarrear amonestaciones, marginalizaciones y hasta expulsiones de los centros de trabajo o las universidades. No hay modo de precisar quiénes iban a la Plaza de la Revolución porque deseaban genuinamente escuchar las palabras del Comandante o porque, debido a las presiones, les resultaba conveniente mostrar que fueron, aplaudieron, entonaron canciones revolucionarias o sostuvieron alguna pancarta. El consenso multitudinario en la Plaza de la Revolución –que a menudo Castro comparó con la asamblea ateniense– tenía mucho de lo que el investigador norteamericano James Scott llamó “transcripciones públicas”. Como observó Scott, en las sociedades donde existen relaciones de poder más abusivas y jerarquizadas, los dominados encuentran ventajoso ofrecer la apariencia de un respaldo público, a cambio de obtener algunas pequeñas ventajas.[4] Muchos de los artistas que se habían atrevido a desafiar al régimen de Batista, ahora firmaban declaraciones de apoyo incondicional a la Revolución con tal de no buscarse problemas. Algunos se marchaban definitivamente del país, solo unas semanas después de haber expresado públicamente su adhesión al gobierno.
La propaganda política se intensificó. En este nuevo momento, era producida por las empresas estatalizadas y las instituciones creadas por el gobierno. El culto a la personalidad fue uno de sus puntos cardinales. A fines de julio de 1961, coincidiendo con la visita del cosmonauta soviético Yuri Gagarin a La Habana, las vidrieras de las tiendas exhibieron retratos de Castro y del visitante del país amigo. La imagen del Comandante, así como consignas y citas tomadas de sus discursos aparecían por doquier. En el desfile por el primero de mayo de 1963, las multitudes cargaron pancartas con los retratos de Fidel Castro, Mao Tse Tung y Nikita Jrushchov. Al año siguiente, las calles habaneras se poblaron de carteles con el perfil del Comandante junto al eslogan “Todos a la plaza”. En el edificio del MINFAR, frente a la Plaza de la Revolución, se dispuso una inmensa valla –de unos sesenta metros de alto– con un dibujo del Comandante hablando desde una tribuna. A la izquierda una frase suya: “Hemos hecho una revolución más grande que nosotros mismos”. En esa misma congregación, las mujeres portaron pañuelos con retratos de Castro. En las afueras del estadio de la Universidad de La Habana, una secuencia de cinco vallas mostraba imágenes de Castro practicando el buceo, jugando al pin pon, al golf, al ajedrez y al béisbol. Al pie de los carteles un letrero: “Nuestra meta es el deporte y nuestro ejemplo Fidel”. Desde los comienzos de la Revolución hasta el presente, los muros de las ciudades, las vallas, las paredes de las oficinas y los pasillos de los edificios han estado sistemáticamente cubiertas con imágenes de Castro. Además de su retrato en los espacios públicos, el Comandante apareció constantemente en las páginas de los periódicos. Sus prolongados discursos se transmitían y retransmitían por el Canal 6 de la televisión cubana y en muchas emisoras radiales. Estaban también sus intervenciones en el canal 6 que, desde los comienzos de la Revolución, Castro hizo cada vez que se le antojó, interrumpiendo cualquier programa que esperaran los televidentes. En el imaginario colectivo se propagaron mitificaciones sobre su descomunal capacidad de trabajo, su desmedida inteligencia, su resistencia física, su habilidad para seducir a las mujeres y sus destrezas en el deporte. No en balde muchos cubanos han interpretado los versos de la canción “Ojalá”, de Silvio Rodríguez, como una referencia oculta al Comandante (una lectura que el cantautor negó):
[…]
Para no verte tanto, para no verte siempre
En todos los segundos, en todas las visiones
[…]
Como en otros países socialistas, el retrato era un género relevante en el realismo socialista cubano. Mediante el retrato, Fidel Castro quedaba asociado a figuras históricas como Martí y Maceo, o a patriarcas del socialismo como Marx y Lenin. Los próceres de la independencia, Julio Antonio Mella y el líder azucarero Jesús Menéndez eran algunos de los héroes incluidos en la propaganda política. La Revolución añadió sus propios mártires. El comandante Camilo Cienfuegos, desaparecido en octubre de 1959, se convirtió en una representación frecuente. También estaban los caídos en la lucha contra el régimen de Batista, entre quienes destacaban Abel Santamaría, Frank País y José Antonio Echevarría. Los retratos de Marx, Engels y Lenin aparecían reiteradamente en las asambleas laborales, en los desfiles, en los gallardetes, en las revistas, en las aulas y en los actos políticos. En cuanto a Che Guevara, era uno de los pocos «no fallecidos» de los que ocasionalmente se mostraba algún retrato. Después de su muerte, la hoy célebre fotografía tomada por Alberto Korda –poco conocida hasta octubre de 1967– se reprodujo hasta el punto de convertirse en una de las imágenes icónicas del siglo XX.
Sin embargo, la campaña mediática para promover la imagen de Guevara, tanto dentro de Cuba como internacionalmente, fue un hito en la superación del realismo socialista. En las exposiciones de arte, en las vallas publicitarias y en la gráfica predominaban el pop, el arte psicodélico, el expresionismo, el dinamismo que aportaban los contrastes cromáticos, los puntos de fuga y los ritmos geométricos. El retrato de Guevara, al igual que las vallas de Olivio Martínez para promover la fallida zafra de los diez millones de toneladas de azúcar, revelan que los esfuerzos –iniciados en 1966– por transformar la apariencia de la propaganda, depurándola de rasgos que hicieran pensar en el realismo socialista, se habían implementado de manera exitosa. Paradójicamente, las reformas en la propaganda coincidan con políticas culturales más represivas, con un nuevo acercamiento a la URSS –después de que Castro respaldara públicamente la ocupación de Praga por los tanques soviéticos–, con un mayor aislamiento cultural y con un mayor distanciamiento con respecto al marxismo que se gestaba en Europa Occidental.
Además del género del retrato y del culto a la personalidad, en el realismo socialista abundan las representaciones triunfalistas de las clases trabajadoras, los soldados, y símbolos como la rueda dentada, el machete, el fusil, la boina de los milicianos, el gorro del obrero, y los brazos musculosos, alzados, celebrando alguna victoria o aplastando al enemigo.
El nacionalismo era otro rasgo del realismo socialista. Se expresaba en representaciones de las gestas emancipadoras, de los héroes de la independencia, los campesinos, con sus tradicionales machetes y sombreros de guano, la bandera cubana y la naturaleza del país (las montañas de la Sierra Maestra y el campo). Las masas populares, congregadas en actos de apoyo al gobierno eran otro de los motivos nacionalistas. En el realismo socialista era necesaria la figura del enemigo. Las luchas contra el imperialismo norteamericano, contra la oposición interna –frecuentemente representada con la figura de un gusano–, las modas capitalistas y la burocracia también formaban parte de la propaganda. Por último, las consignas y citas también desempeñaban un rol importante ya que enfatizaban las funciones didácticas de las imágenes.
El realismo socialista debía ser triunfalista, al igual que los titulares de los mass media. Debía comunicar un entusiasmo hacia el presente –de esfuerzos exitosos e ininterrumpidos– o prometer un futuro idealizado, como mismo hacía Castro en sus discursos. El triunfalismo era complementado con visiones épicas de las luchas independentistas. La denostada imagen de la “pseudo-republica” también apuntaba a una victoria, en este caso sobre un pasado abominable.
Sin embargo, no todas las creaciones basadas en temáticas revolucionarias debieran ser consideradas como formas de realismo socialista, incluso cuando contribuyesen al culto de la personalidad, retratasen a héroes u obreros, y lo hicieran de un modo triunfalista.
Los temas revolucionarios, por sí mismos, son insuficientes para hablar del realismo socialista cubano. Aunque no fuese un estilo uniforme ni predominantemente académico, el realismo socialista cubano estuvo sujeto a restricciones. La primera fue el arte abstracto. Una escultura como “Homenaje a los mártires de la Coubre” (1961), del escultor José Antonio Díaz Peláez, debiera verse como un enfrentamiento al realismo socialista. Díaz Peláez parece afirmar que los temas revolucionarios admitían ser expresados metafóricamente, acentuando la importancia de los lenguajes autónomos del arte. Tampoco la serie Aguas Territoriales (1963-1973), de Luis Martínez Pedro, podría entenderse como realismo socialista, aunque sí cabría interpretarla como un tema revolucionario, tal y como se hizo en la muestra colectiva 26 de julio (1969), donde un lienzo de la serie fue expuesto en la sección “La crisis de octubre”. Aguas territoriales permitía muchas otras lecturas, como la de una teleología insular, que propuso José Lezama Lima. La abstracción era ambivalente como arte socialmente comprometido y el realismo socialista, con su propensión a instruir, privilegiaba las lecturas unívocas y los rasgos figurativos.
El carácter didáctico de las imágenes era otra limitación. Debía tener mayor importancia que la forma en que se realizaban las obras. El didactismo era un rasgo esencialmente retrógrado, ya que las nuevas tendencias podrían oscurecer las pretensiones didácticas con apariencias formalistas, abstractas, estridentes o irracionales. El fotorrealismo, en los casos en los que el virtuosismo técnico o los esmeros por copiar las apariencias de la fotografía eran más relevantes que los temas revolucionarios, planteaba un problema similar. El crítico Ángel Tomás lo tildó de realismo superficial, desde las páginas de la revista El caimán barbudo. Además, el fotorrealismo estaba asociado a las sociedades de consumo, que eran muy criticadas por la prensa del momento.
En la segunda mitad de la década de 1960, cuando la propaganda política se transformó radicalmente con el aprovechamiento creativo de tendencias artísticas contemporáneas, pareció cumplirse más bien el proyecto guevariano de un arte moderno al servicio de los problemas que aquejaban al hombre. En el texto de Guevara el carácter didáctico no se mencionaba por ninguna parte, aunque pudiese inferirse en la noción misma de que el arte contribuyese a la formación del hombre nuevo.
El didactismo que se proclamó en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (1971), si bien de inspiración guevariana, era una tergiversación de sus palabras. La demanda de un didactismo incidió en que la propaganda volviese a las reiteraciones literales, al sentido anecdótico, a símbolos excesivamente manoseados y a la repetición abusiva de soluciones formales, como el empleo de fotografías de altos contrastes. El didactismo también colindaba con las lecturas paranoides, que entorpecían todavía más la eficiencia de la propia propaganda política. En las oficinas del Departamento de Orientación Revolucionaria, los diseñadores tenían que cuidar de no excederse con los azules, que comunicaban frialdad. Era pertinente limitar el empleo del amarillo, un color que podría sugerir cobardía, mientras el negro podría transmitir pesimismo.
El realismo como estilo pictórico era otro de los prejuicios. No se correspondía con las maneras de pintar de un obrero y podría delatar aplicaciones dogmáticas del marxismo con las que los dirigentes cubanos procuraban no identificarse, a pesar de que ellos mismos repitieran esquemáticamente las concepciones que leían en los manuales de materialismo dialéctico impresos por las editoriales soviéticas.
El realismo planteaba un problema adicional: podía fácilmente confundirse con el academicismo. Desde mediados del siglo XX, en los años en que las urbes del país se desarrollaban a pasos acelerados, los intelectuales y artistas cubanos tenían muchos más prejuicios hacia el realismo que hacia el arte abstracto. A partir de revista de avance y la exposición Arte Nuevo (1928), los pintores académicos habían quedado asociados a las clases pudientes, para quienes realizaban encargos de retratos, bodegones y paisajes. La academia también era considerada como un vestigio del pasado colonial, en el que la identidad nacional se limitaba a representaciones superfluas de motivos como la palma, los cañaverales y el bohío, pintados según los modos de hacer de las escuelas europeas. “En lo que a artes plásticas se refiere –escribió Jorge Rigol (15)– colonia y cubanía son términos excluyentes”. La casa con aljibe, vitrales y patio interior, los bailes tradicionales campesinos, los versos de Heredia, y las danzas de Ignacio Cervantes formaban parte del legado sobre el cual se sedimentó la identidad nacional. La pintura decimonónica, de acuerdo con Rigol, no aportaba gran cosa a ese acervo cultural. Juan Marinello (1972, s/p.) también pensaba que el colonialismo había retardado la aparición de una pintura nacional. Las dos primeras décadas del siglo XX –continuaba Marinello– tampoco pudieron aportar elementos de una pintura cubana, porque no se rompía con la reproducción de lo observado ni los artistas incursionaban en representaciones de las clases populares.
Probablemente a los ideólogos del gobierno –entre quienes se encontraban Che Guevara y Juan Marinello– les pareciera contradictorio que los temas revolucionarios se hubiesen representado en el estilo de la alta burguesía del pasado republicano, en el que no atisbaban suficientes atributos nacionalistas. El arte de temas revolucionarios partió de una voluntad antiacademicista desde los primeros meses de 1959.[5]
El realismo socialista hubiese podido beneficiarse con los antecedentes de la publicidad que se había desarrollado en Cuba desde las primeras décadas de la República. De hecho, los dibujantes, ilustradores y diseñadores intentaron adaptar las experiencias de la publicidad a las peculiaridades de la propaganda revolucionaria. Pero no era lo mismo hacer un dibujo para anunciar un creyón labial, o una prenda interior femenina, que celebrar la preparación combativa de unos milicianos. El primero debía ser sensual y despertar el deseo del consumidor. La imagen de los milicianos con sus fusiles, en cambio, no perseguía vender nada. Su propósito era mostrar la disposición a defender el país y la unidad del pueblo frente al enemigo. La sensualidad hubiese sugerido tal vez un resquebrajamiento de la disciplina colectiva.
El realismo socialista cubano era, en resumidas cuentas, reacio a las tendencias contemporáneas, antiacadémico, moderno y antierótico. En Cuba, desde la aparición de las vanguardias, existía el precedente de un arte moderno y de contenidos sociales. Además de algunas obras de Carlos Enríquez y Marcelo Pogolotti, podrían citarse los murales de Heriberto Portell Vilá para La Escuela de Becados General José Gómez de La Habana, que ilustraban la historia de Cuba desde la colonización hasta las luchas obreras de los años treinta, y el de Lorenzo Romero Arciaga para la sede del Partido Socialista Popular (1945), hoy desaparecido, que celebraba la caída de Gerardo Machado. También podrían mencionarse los trabajos de Alberto Peña (Peñita), Jorge Rigol y las ilustraciones para los boletines Joven luchador, órgano del Departamento Juvenil de la Confederación Nacional Obrera, Juventud Obrera, de la Liga Juvenil Comunista, Obrero Panadero y el diario Noticias de hoy, del Partido Socialista Popular, para el cual contribuían los dibujantes Adigio Benítez, Horacio Rodríguez Suriá (Horacio) y José Hernández Cárdenas (Her-Car). Además, tanto en América Latina como en los Estados Unidos existía un realismo social que, desde la década de 1930, era un modo bastante convencional y caricaturesco de representar a las clases trabajadoras desde las posiciones de los partidos comunistas. Los cubanos también pensaron en aprovechar los rasgos formales de la gráfica republicana de la guerra civil española, las experiencias del grabado popular mexicano y la gráfica de la China maoísta.
El realismo socialista se manifestó en las exposiciones de xilografías y calcografías, en los dibujos que revestían la forma de “apuntes”, en la pintura mural, en la gráfica “didáctica” –que en los salones nacionales de carteles era señalada como una vertiente distinta al cartel cultural– en las vallas, en los murales colectivos de los centros laborales, que comenzaron a realizarse hacia marzo de 1961, y en los pasquines que se pegaban en las paredes. Pero también en lienzos que se exponían en las galerías, en las pinturas que adornaban las escuelas, en los bustos escultóricos que inundaron los espacios públicos y en muchas creaciones que hacían los movimientos de aficionados. En ocasiones las obras tenían el aspecto de apuntes apresurados y realistas. La espontaneidad parecía corresponderse con las transformaciones vertiginosas y los radicalismos del proceso revolucionario. A veces, como en la pintura mural, las imágenes estaban provistas de un aire ingenuo, como si las obras hubiesen sido realizadas por niños o trabajadores, poco familiarizados con el oficio de pintar. En otros trabajos existía la aparente voluntad de copiar una fotografía.
El fracaso de estas tentativas de realismo socialista no se hizo esperar. Juan Marinello se vio precisado a reconocer que el grabado de temas revolucionarios carecía de valores estéticos, aunque sus funciones ideológicas fuesen encomiables (“Apuntes sobre José Venturelli” 19). Lionel López-Nussa celebró el cartel artístico como una novedad introducida por la Revolución. Sus comentarios acudían al ejemplo de “Guernica” para agregar un ataque, no tan velado, contra la gráfica política y los murales revolucionarios:
Si un cartel es malo como cartel degrada o perjudica su intención publicitaria, envenena el gusto del público y crea nociones falsas sobre la concepción del cartel en particular y el arte en general. Basta pensar en “Guernica”, por ejemplo, de Pablo Picasso concebido como cartel para ejercitar una poderosa denuncia contra el fascismo. ¿Qué ocurre? “Guernica” es en primer lugar y sobre todo un extraordinario cuadro mural –en negros, blancos y grises– es un cartel ejemplar, posiblemente el más demoledor de cuantos han ejecutado en la era moderna. (1962, 81)
López-Nussa añadía una nota contra el sentido didáctico de la propaganda revolucionaria:
“Guernica” no se olvida fácilmente aun por los que no entienden su lenguaje y lo que “Guernica” dice sigue refrescando nuestra denuncia antifascista. ¿No es oportuno señalar que en “Guernica” no hay rótulos ni leyendas explicativas? (81)
No fueron sus únicas críticas. Su libro El dibujo (1964, 43-44), publicado por Ediciones R, contenía sentencias demoledoras como: “Un dibujo en defensa de la Revolución es un dibujo contra la Revolución si no es, para empezar, un buen dibujo”o “Dibujar revolucionariamente significa romper con el pasado y no someterse a los convencionalismos”. El 29 de septiembre de 1963, horas antes de que el presidente Osvaldo Dorticós diera por inaugurado el VII Congreso Internacional de Arquitectos de La Habana, los CDR emprendieron unas labores de “ornado” de las calles. Retiraron los carteles con consignas revolucionarias y las imágenes de milicianos, brazos musculosos y los pasquines con llamados a la defensa de la patria. En el filme La muerte de un burócrata (1966), durante una escena ambientada en un taller de arte, un funcionario corrupto le grita a un artista que agregue “más fuerza” a los brazos del trabajador en su lienzo. También en 1966, la revista El caimán barbudo criticó los murales revolucionarios, tildándolos de chapuceros y realizados por manos inexpertas (Martínez Pérez 298-299). En octubre de 1967 –cuando habían comenzado las detenciones a los comunistas implicados en el caso conocido como la Microfracción y en medio de tensiones políticas con la Unión Soviética– Haydée Santamaría arremetió nuevamente contra la propaganda política en una intervención transmitida por la Televisión Cubana, que al día siguiente publicó el diario Granma.
La propaganda no conseguía consagrarse en las exposiciones de arte. Mucho menos representaba a la Revolución Cubana en las muestras colectivas que viajaban al extranjero, ni siquiera en las que estaban destinadas a los países socialistas. Las regulaciones que se oficializaron en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura perseguían explotar todavía más las funciones del arte como un “arma de lucha”, o sea, como una manera de hacer propaganda política. Pero, para ese entonces, la propia propaganda se había modernizado con las contribuciones del arte contemporáneo. El realismo socialista era precariamente incluido, cuando no estaba por completo ausente, en centros como el Parque Lenin, la Escuela Vocacional Lenin, el campamento de pioneros de Tarará o el Hospital Ameijeiras, que internacionalmente se mostraban como emblemas de los logros del gobierno en la educación, la recreación y la salud. Era más notorio en espacios poco frecuentados por turistas o carentes de importancia a la hora de divulgar la imagen internacional de la Revolución.
No obstante, las secuelas del realismo socialista perduraron hasta el presente, sobre todo en la pintura mural. Sorprende que todavía muchas paredes de las ciudades se sigan cubriendo con consignas triunfalistas, representaciones de soldados, logos de la UJC y retratos de Che Guevara, José Martí, Camilo Cienfuegos y Fidel Castro. Todavía más inquietante resulta que el acabado chapucero, el torpe manejo del oficio de pintar y la apariencia ingenua de las obras se siga repitiendo. Estos rasgos han devenido en convenciones estilísticas establecidas durante más de seis décadas. Parecería que esa “mala pintura” persiguiera comunicar la idea de un arte hecho espontáneamente por los ciudadanos, como un supuesto modo de expresar un respaldo popular, que únicamente existe en los noticieros de la televisión cubana, las asambleas del gobierno y los discursos del presidente Díaz-Canel. La persistencia de esa imaginería ofrece un efecto de anacronismo comparable al que producen los automóviles norteamericanos del pasado republicano. En ambos casos se trata de vestigios de sociedades que han dejado de existir –al margen de cuántas veces los líderes cubanos repitan el eslogan “somos continuidad”– con la diferencia de que los Chevrolets de los años 50 poseen un atractivo turístico que el gobierno cubano ha tratado de explotar. Son reliquias de un pasado evocado con nostalgia. Es preciso conservarlos y exhibirlos a la mirada del turista. Este vanagloriarse contrasta con la memoria vergonzosa del realismo socialista de los primeros años de la Revolución, que parece evitarse en las zonas de mayor circulación de turistas. Pudiera decirse que los murales revolucionarios son como presencias fantasmales. Subsisten en paredes derruidas, entre escombros, en calles pobremente iluminadas. Reaparecen inmediatamente después de ser borrados. Son creaciones que hacen pensar en aquel fatídico “Adieu, adieu, ¡Hamlet! Remember me” con el que se despide el espectro del padre en la tragedia shakesperiana.
Obras Citadas
–Bocetos para un arte revolucionario (catálogo). La Habana, Dirección General de Cultura, Sección de Artes Plásticas, 25 de abril de 1959.
–Consuegra, Hugo. Elapso Tempore. Miami, Florida, Ediciones Universal, 2001.
–Diresens, Jean-Claude. Cuba no, Cuba sí, documental de la serie Continents sans visa. En colaboración con Cinq colonnes à la une (RTF) y 9 millions (RTB), Suiza, 2 de diciembre de1965.
–Exposición de óleos, dibujos y grabados 26 de julio (catálogo). Museo Nacional/Consejo Nacional de Cultura, 18 de julio ― 19 de agosto de 1969 (s/p).
–Lavan, George. “What Claude Julien Really Wrote on Le Monde on Castro”. New York, The Militant, vol. 27, Núm. 13, 1 de abril de 1963, p. 2.
–”Ley Núm. 174 de 20 de marzo de 1959. Prohibición de monumentos, estatuas y bustos de personas no fallecidas”. Leyes del Gobierno provicional de la revolución. La Habana, Editorial Lex, Vol V, abril de 1959, pp. 163-164.
–López-Nussa, Lionel. “Carteles artísticos algo nuevo en Cuba”. INRA, Año III, Núm. 1, enero de 1962, pp. 79-83.
–________________El dibujo. La Habana, Ediciones R, 1964.
–Marinello, Juan. “Apuntes sobre José Venturelli”. INRA, Año II, Núm. 6, junio de 1961, pp. 18-23.
–_____________. 7 pintores cubanos. En: 7 pintores cubanos, Consejo Nacional de Cultura. Misión Permanente de Cuba ante la UNESCO, París (catálogo), 1972. s/p.
–Martínez Pérez, Liliana. Los hijos de Saturno. Intelectuales y Revolución en Cuba. Ciudad México, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, 2006.
–Pogolotti, Graziella: Examen de conciencia. La Habana, Ediciones Unión, 1965.
–Rigol, Jorge: Apuntes sobre la pintura y el grabado en Cuba. De los orígenes a 1927. La Habana, Editorial Pueblo y Educación, 1989.
–”Sección Síntesis Nacional”. Noticias de Hoy, 20 de febrero de 1959, p. 4.
–Suárez, Orlando. La revolución en la pintura mural. La Habana, Editora Echevarría, Manifiesto, 1959.
[1] Aparece en la mesa de una secretaria, en una biblioteca pública, en una toma del Noticiero ICAIC Latinoamericano, no. 14, 1960 (minuto 2,48—3,06).
[2] La Operación Guayabera estuvo destinada a recaudar fondos para sufragar los costos de alojamiento de medio millón de campesinos movilizados para asistir al acto conmemorativo por el sexto aniversario del Asalto al Cuartel Moncada.
[3] Instituto Nacional de Ahorro y Viviendas.
[4] En el caso cubano, las ventajas solían consistir en disponer de una mayor libertad para maniobrar en el mercado negro, más tolerancia para sustraer bienes de los centros de trabajo o recibir algunas prebendas, desde un fin de semana en un hotel hasta la posibilidad de adquirir un ventilador. También podía limitarse a recibir un reconocimiento en una asamblea, ganar algún diploma o sencillamente no sentirse tan vigilado (o “señalado”, como se dice en el argot popular).
[5] La pintura académica, al igual que el arte abstracto, estaban excluidas de la exposición Bocetos para un arte de la Revolución, inaugurada por la Dirección General de Cultura (25 de abril, 1959). En las palabras del catálogo, Carmen Rodríguez, secretaria del Movimiento Revolucionario Cultural, afirmó: “estamos contribuyendo al planteamiento y desarrollo de un arte de perfiles nacionales, público civil, funcional y moderno, de un nuevo arte, humanista y cubano, sustitutivo tanto de las viejas rutinas académicas tradicionales, como de las mal llamadas nuevas, del segundo academicismo (léase la abstracción). En su propuesta para desarrollar el muralismo, planteada también en 1959, Orlando Suárez también declaraba que los murales no serían ni abstractos ni académicos, pero estimularían valores estéticos y didácticos. (La revolución en la pintura mural: 5, 9 y 10).
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