María Elena Hernández Caballero: No todos los negros toman café
Porque todavía no encuentro valor para colgarme he venido a agotar lo que me queda de tiempo en este lugar infame. Un negro viejo se me para delante. Pregunta si puede sentarse. Tengo diecisiete años y a esta edad los viejos de cualquier color son omnipresentes. Le digo al negro:
Viejo verde, vete.
El negro dice: No soy verde, soy negro.
Igual, eres viejo.
Para colmo el negro babea. Con su mismo descaro me pongo a contemplar su saliva. La saliva es incontinente, como de seguro lo es él. Me levanto, el negro dice: Entre té y café, prefiero té.
La Casa del Té está ubicada en una esquina famosa de La Habana. En esta esquina se reúnen todos los vagos, como yo. Pertenecemos a una secta: adoramos el presente. A nadie le preocupa el pasado aquí, mucho menos, el futuro. Y, aunque los gais y lesbianas somos mayoría, no somos los únicos. También es posible encontrar toda clase de gente rota, o a medio camino de romperse. Y hasta los hay con alguna posibilidad de salvación, solo que les falta energía para emprender o concretar algo. A otros les sobra energía, pero están escasos de talento.
Así las cosas, según la hora del día, puedo tropezarme con algún que otro periodista de medio pelo. Algún que otro escritor de medio pelo. Músico de medio pelo. Filósofo de medio pelo. Autodidacta de medio pelo. Negro de medio pelo.
Sin saber por qué tomo asiento de nuevo y le digo al negro que puede hacerlo también. Trato de no olerlo. Usa camisa de mangas largas y corbata de colores. Ambas, amarillas del churre. El pantalón, azul prusia, negro del churre. En las uñas, demasiado largas para un hombre, el churre se atasca. Paseo mi mirada a lo largo de una manga hasta dejarla quieta en la mano.
La mano se precipita sobre la silla, tiembla.
Él logra sentarse, yo le digo: Si no amas a César Vallejo y puedes vivir sin recitar frases del Principito, puedes quedarte.
Él ríe ahogándose en baba. Escupe. Limpio mi cara. Él dice: César Vallejo era de lo más feo y un llorón. Imagínate, París era una fiesta, y él lloraba. Grito que París nunca fue una fiesta. Sobre el pecho cruza los brazos. Cierra los ojos, dos, tres segundos. Aprovecho para buscar en su rostro los dos puñetazos que (según mis cuatro abuelos) cada negro porta. Abre los ojos. Pregunta: ¿Te doy vergüenza?
Cállate, cállate, otra vez grito. Vergüenza no. Pero me irritas.
¿Eres farandulera?
Como todo el mundo en este lugar leo a César Vallejo, así que supongo que sí.
¿Toda esta gente lee a Vallejo?
Toda.
Eran más divertidos los diletantes de París.
Vuelve a encerrarse en sí mismo. Observo lo que queda del hilo de baba. Posada sobre la corbata la última gota está a punto de desprenderse. Miro para otro lado.
Saco de mi bolso mi libro de poemas y comienzo a hojearlo mientras espero a Harold. Harold tarda más de lo habitual. Harold que nunca falla. Harold con su puntualidad inglesa.
Los poemas pasados a máquina lucen diferentes, no me canso de mirarlos. Solo los miro, no leo. ¿Para qué? Me los sé de memoria. Ni a lápiz, ni a máquina, en ninguna circunstancia debería volver a transcribirlos. El cerebro debería ser suficiente para albergarlos. De cualquier manera, pasar a papel es sabotear. Y, ¿para qué pasar a papel la venganza de todo mí ser contra el hecho de estar vivo? Mi disgusto aumenta en la tercera página, noto que faltan dos versos. Estúpida, murmuro. Estúpida. Estúpida.
¿Quién es la estúpida?
Mi vecina, le pagué para que los mecanografiara y se comió dos versos.
Así que son poemas.
Son ahorcados.
Déjame verlos.
Los dedos trazan disparates sobre la mesa hasta que logran agarrar mi libro. Me echo para atrás, él comienza a leer. Con un dibujo en la mano Harold llega, por fin. No pierdo ni un segundo, le digo: Por tu culpa, él está sentado aquí.
Harold tira el dibujo sobre la mesa. Es un árbol. Las raíces, las ramas, pugnan por salirse del papel. Quieren salirse de la mesa. De la Casa del Té. Irse de La Habana. Hay una rama extrema. Está cerca del muro del malecón, encima de una ola. La rama grita que quiere irse muy lejos, no importa cómo. Nos quedamos mirándola. Harold dice: Lo hice para ti, para que puedas colgarte.
Y yo: Llegaste tarde, hoy no podré. Ya se me fue el valor.
Intenta mañana, murmura Harold. Y pasado mañana, ya lo lograrás.
El negro viejo se inclina sobre el dibujo. La mano que tiembla se posa sobre la rama que quiere irse al exilio. El sudor mancha el papel. La mancha disuelve algunos milímetros de rama. La mancha se expande. Le grito: Acabas de arruinar la rama de la que pensaba colgarme.
Pensé que a este lugar solo venían loquitas y Helio Orovio, comenta sin dejar de reír.
Me concentro de nuevo en el árbol. Trato de elegir otra rama. No sé cuál. Todas son pura adrenalina. Todavía indecisa me vuelvo hacia el negro y le pregunto qué sabe él de poesía, si le gusta leer. Lanza una carcajada. Se estira todo para decir: Yo soy Walterio Carbonell. Fui embajador de Cuba en Túnez y fui también íntimo amigo de Julio Cortázar.
Entonces, ¿además de negro, eres comunista?, pregunto.
La baba explota. El negro ríe con todo su ser.
Yo bailo con Aimé Césaire, aclara.
Harold y yo preguntamos: ¿Quién es Aimé Césaire?
La mano que salta está feliz, eufórica. Acercándoseme mucho, el negro escupe: Él es un gran poeta y tú no. Aunque debo reconocer que tienes una imaginación desbordante.
Recorre durante varios segundos mi rostro antes de lanzar la pregunta: ¿Eres lesbiana?
Harold se levanta, quiere irse. Le pido que se quede, entonces saca de su bolso una crayola marrón y se pone a pintar el dibujo. Cielo, tierra, todo marrón. Todo, menos el tronco y las ramas. Lo que me importa sigue blanco. De lo que sea, necesito ejércitos blancos. La defensa es blanca siempre. Marcha a través de la Siberia, atraviesa toda Rusia hasta alojarse en unos glóbulos.
Lo marrón sigue su camino, ignorándome.
Lo marrón saca una pala y comienza a cavar una tumba. Harold me conoce tanto que quiere darme todo servido. Si no puedo colgarme de una rama, él hará mi trabajo por mí. Algún día me tirará en un agujero y me enterrará viva. Elijo otra rama. Ella se estira. La punta quebrada me dice que no puede vivir más sin mí.
Quisiera ser lesbiana, confieso.
Mi madre es lesbiana, agrega Harold.
El negro dice: Yo tuve una mujer lesbiana.
¿Pero existen lesbianas fuera de la Casa del Té, en el mundo real?, pregunto.
La mano salta sobre la silla. Sobre la corbata. Sobre la mesa. Harold sigue pintando sin levantar la vista. Lo primero que debes hacer con una mujer es besarla en la espalda. A toda mujer, lesbiana o no, le gusta que le besen la espalda, dice muy serio el negro.
Harold afirma con la cabeza. El negro parece repentinamente apurado. Me llevo tus poemas, anuncia. Me gustan tanto que también se los mostraré a Antón Arrufat.
Yo digo: Me importa un comino Antón Arrufat.
Antón es un gran lector, me recrimina el negro, y si él dice que valen, valen.
Tu opinión no vale entonces, refuto.
La camarera acaba de recostarse sobre una esquina de la mesa. Apoya allí la bandeja y con un dedo cuenta tres. Luego pone una jarra de azúcar y tres vasos de té. Ella no necesita preguntar. Ni siquiera importa si lo preferimos frío o caliente. A veces salen todos fríos, a veces caliente. Hoy, nos advierte, han salido todos calientes.
Aunque le faltan varios dientes, la camarera es joven. No es la primera vez. A ella le gusta echarse para adelante y guiñarme un ojo. Y cada vez que me guiña el ojo, yo le digo: cuando me haga lesbiana iré a buscarte. Hacerme lesbiana es un decir, porque yo sé que lo soy. Aunque todavía no me he acostado con ninguna, no hace falta.
Concretar sobre un cuerpo es lo mismo que transcribir un poema. Hacer el amor es una frase que me disgusta. Y, si hasta el amor se hace, puestos ya a hacer, también se puede producir. Las putas producen. Cada puta tiene su fábrica. Quizá, algún día, pueda yo tener la mía. Antes de que Harold me lance al hoyo y me abandone ahí, quisiera producir más que una puta.
En otras circunstancias hubiera elegido a otra. Pero me urge darle un beso a alguna, más ahora que Harold avanza con lo marrón. Le pregunto a qué hora termina su turno. Tal vez vaya por el pasillo hasta el fondo y le dé un beso. Ella ríe. El negro parece dormido. La rama se acerca a mi oreja, baja la voz: Si te pusieras a besuquearte con ella, podrías agarrarme también para eso.
El negro ya tiene su vaso en la mano. Faltan cucharas en la mesa. Caliente y todo, decido revolver mi té con el dedo mientras le digo a Harold: Gracias por no regalarme un baobab, hubiera sido fatal. El murmura: de nada, de nada.
El negro se ha bebido el té, de un tirón. Hace con mi libro un mazo y se lo mete bajo el brazo. Cierra otra vez los ojos. Pienso que se ha quedado dormido. Pero no. De inmediato, los abre. Suelta el vaso y me deja saber que va a leerlos otra vez, en la biblioteca.
Harold y yo preguntamos: ¿En qué biblioteca?
Pasa mañana por los archivos de la Biblioteca Nacional y pregunta por mí.
Nosotros: ¿Limpias el piso ahí?
Gatillo Fácil me puso allí, como castigo. Me dijo, ¿así que te gustan los libros? Toma libros.
Harold y yo: Qué casualidad, a nosotros también nos tiene castigados. Pero a ti, ¿por qué querría castigarte más?
Por negro, dice, por negro.
Entonces, ¿debo esperar más castigo?, pregunta Harold.
Antes de levantarse el negro le echa en cara: Tú eres un mulato inofensivo.
¿Cuál es la diferencia?
Saca tus propias conclusiones.
Se aleja, siempre riéndose. Al verlo acercarse, las loquitas gritan, abren surco. Ya está en la esquina, a punto de cruzar la calle. En otra mesa cercana, otro viejo, éste blanco y con una boina gris en la cabeza, me hace señas. Trato de no mirarlo. Pero el viejo insiste. Con un dedo pide que me siente a su mesa.
Tienes un imán, dice Harold.
Gracias por todo, Harold, otro día me colgaré.
SOMBRAS NADA MÁS
De las ocho horas que Machado debería estar manejando su taxi, al menos dos me las dedica a mí. Mi madre se lo ha exigido. Retrasado media cuadra, cada tarde, el taxi de Machado me persigue. Él disfruta, se nota. Dentro de su taxi, Machado es solo cara. Y ojos que ríen. Deja de sonreír con los ojos estúpidamente, le grita a veces mi madre. Eso cuando no grita: despierta, Machado, despierta.
Unos pasos delante del taxi, cada tarde, nos sigue la sombra de Walterio. Walterio tiene pleno conocimiento de la suya, pero no de la mía. Para no agregarle otra preocupación, todavía no le he contado que, en lugar de una, tenemos dos.
La caminata diaria desde la Biblioteca Nacional hasta la UPEC transcurre casi siempre de la misma manera. Cada vez que nos acercamos a las rejas que cercan la enorme casona, Helio Orovio nos hace señas con las manos, como si fuera la primera. Atraviesa las rejas cojeando hasta nosotros.
Helio Orovio parece estar de muy buen humor. Sale a nuestro paso, con algo de cariño me dice: Aunque me dejaste plantado, leí tu libro. Cambié de opinión. Y yo lo agasajo comentándole que también cambié algo: el título. Él tenía razón, el otro era malísimo.
¿Entran?
Gracias, pero seguiremos de largo.
¿A dónde van?
A Coppelia.
Pero la cola para tomar helado dobla la esquina, se queja Helio Orovio.
Walterio dice: No vamos a tomar helado, vamos a meternos entre la gente para despistarlo.
No hace falta aclaraciones, Helio Orovio entiende. Echa una ojeada alrededor antes de aseverar: cualquiera puede ser.
Lo increpo: incluso tú.
Me agarra de un brazo, se me acerca mucho. Dice: Así mismo.
Ayer ese mulato estuvo todo el día en la Biblioteca, comenta Walterio, y no creo que para leer precisamente.
¿Y te lo mandan mulato?, pregunta rebosante de júbilo Helio Orovio. Decide que irá con nosotros. Dejo que se me cuelguen, uno de cada brazo. Que roben. Algún día yo también seré una vieja verde y, de seguro, voy a necesitar chuparle la energía a alguien.
En Coppelia nos metemos en una de las colas. Me doy vuelta y veo el taxi de Machado intentando parquearse. La gente le cae encima. Machado los espanta. Alguien se le mete dentro. Machado saca la cabeza por la ventanilla. Me busca. Rompo grupo y me quedo parada, sola. Espero. Ni bien empieza a reírme con los ojos, me estiro para decirle adiós con la mano.
La sombra de Walterio, sin embargo, avanza libremente. Decide, él también, meterse en la misma cola.
Ya que estamos, no tomemos sol en vano. Tomemos helado, propone Helio Orovio.
Aprovecho la alegría que me entra de solo imaginarme tomando helado para increpar a Helio Orovio. Le pregunto por qué usa boina. Walterio se le adelanta con un argumento irrefutable: Helio es farandulero.
No puedo esperar más, lo atropello con otra pregunta: Helio, ¿a ti no te tienen castigado?
Helio Orovio suelta una risotada: ¿Quién te dijo que no?
Le pregunto cuál es su castigo. Él dice: Me han puesto a tomar té, sin descanso, sin respiro. Té. Té. Y té. A la mañana. En la tarde. De noche. Es agotador.
Yo pensé que hacer el diccionario era tu castigo.
No qué va, agrega Walterio, el diccionario será su salvación.
¿Por eso te quedaste cojo? ¿De caminar de un lado para otro buscando datos? Cuéntame, Helio, ¿cómo lo haces bajo este sol? Porque sentado en la biblioteca nunca estás. Cuéntame, Helio. Estoy ansiosa, vamos, Helio.
Helio Orovio no sabe cómo detenerme, mi ráfaga lo ha dejado con la boca abierta. Entonces les recrimino: Mi castigo es peor, me han puesto a caminar con ustedes.
Helio Orovio asegura que lo mío es una beca.
Río. Ellos ríen.
Al menos no damos pico y pala, decimos. Al menos, aunque Walterio ha estado muy cerca, no estamos en la cárcel. Ni en Mazorra. Walterio siempre cerca de todo. ¿Recuerdas, Walterio? Alguna vez me contaste: pico diste, pala no. Pico hundiste en la tierra, pocas veces. Poquísimas. Esa vez la deportación a una granja de trabajo fue el castigo. Pero como todo el mundo conocía tu cercanía con Gatillo Fácil, te dejaban ir y venir por el campo. Entre gallos y gallinas. Pocas veces, pico. Todo hasta que entendieras que nunca habrá Black Power aquí. Facilidad para caminar entre caballos y vacas, hasta que entendieras que hasta Palo Monte llegamos. Hasta que entendieras que los cimarrones son cosa del pasado, pico sí. Pocas veces. Aprende. Aprende, Walterio.
Walterio se ha olvidado completamente de su sombra. Me doy vuelta repetidas veces, ella sigue allí, a escasos metros. Lo del helado es algo tremendo, pienso mientras la observo, hasta una sombra gusta de él.
Avanzamos. Nos metemos bajo la sombra de un árbol. Sombra más sombra es igual a sombra. Si la multiplico por dos es doble sombra. Multiplicada por ella misma es sombra al cuadrado. Sombras, ¿para qué más?
Llegamos a la caja. Walterio pide tres ensaladas, cada una con dos bolas de fresa, dos de vainilla y dos de chocolate.
Solo queda vainilla, nos deja saber la mujer.
Los tres preguntamos: ¿Cómo que solo vainilla?
Vainilla, o vainilla, gruñe. Me ha descubierto, no para de mirarme. Walterio se le acerca mucho, le desliza en una oreja: Es mi novia. Entonces yo, metiéndome toda bajo una sombra nueva, la remato: Somos casi novios. Menos aquello, todo lo demás.
Helio Orovio no quiere quedarse sin aportar. No les creas, agrega, a ella le gustan las mujeres. La mujer pregunta con asombro si soy machorra de verdad. Casi, casi, respondo.
Con nuestros platos con seis bolas de helado de vainilla cada uno, caminamos por el patio de Coppelia buscando mesa. O buscando un árbol. O buscando sombra. Cualquier cosa nos viene bien.
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Fragmentos de la novela inédita ‘Negro en la costa’
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