Juan Manuel Cao: La gran locura [fragmentos]
El manicomio
La inmortalidad. Así de simple.
El Jefe les había ordenado descubrir la fórmula de la inmortalidad. Pero buscando una cosa encontraron otra. Sin sospechar que aquella maravilla no convenía a nadie. Y que en vez de medallas recibirían castigo. Porque las buenas ideas a veces traen malas consecuencias y hay cosas que es mejor no descubrir.
¿Descubrir o inventar? Eso dependía del punto de vista. Un descubrimiento era para él cuando las claves de la fórmula estaban ahí, en la propia naturaleza, y bastaba encontrarlas para desencadenar el milagro.
Inventar le parecía otro reto: había que alterar el estado primario de las cosas para conseguir lo inédito. A veces nos confundimos.
Hay muchos inventos que no son tales; del mismo modo que ciertos descubrimientos, estrictamente dicho, tampoco merecen el calificativo. Pura serendipia.
Así pensaba ahora, pero para llegar a esas conclusiones había tenido que sufrir un sinnúmero de desengaños y la verdad es que, en aquella época, todavía no se hacía esas fatigosas preguntas. Todavía.
En ese entonces un solo punto estaba claro: una orden del Jefe no admitía cuestionamientos. Por descabellada que pareciera la misión, por imposible que sonara, había que cumplirla, y cumplirla bien.
Así son los tiranos, tienen esos arranques, esas ocurrencias, y podríamos afirmar que algunas obsesiones son inherentes al poder, como si los que mandaran, los que lo han hecho a través de la historia, pertenecieran a un mismo linaje de hombres preocupados por la inmortalidad de sus ideas y de su propio ser; cual si las altas investiduras tuvieran su particular carga genética que, remontando el obstáculo de los siglos, se transmitiera de poderoso a poderoso.
Esta es una historia tan remota como el hombre. Sabemos que algunos emperadores vencieron la dificultad con un chasquido de dedos, y un edicto decretando el infinito de sus augustas personas.
Resuelto el difícil problema, declarados de este modo dioses vivientes, tocaba erigir los monumentos necesarios para atestiguar la conversión. Pero luego, cuando las dagas terrenales agujereaban sus imperecederos pellejos y la sangre se les salía, vulgar e impertinente ella, se palpaban asombrados las heridas y de repente se ponían muy tristes ante la delatora e inminente mortalidad.
Ahora, en los tiempos que corren, ya no sirve el ardid de la eternidad revelada, de la invocación o del conjuro, y son otros los subterfugios, las vueltas que hay que darle al escepticismo acumulado de los individuos o al excesivo entusiasmo de las muchedumbres.
Hoy, en este presente atemporal que nos desborda, las deidades vivientes tienen otros trucos al alcance de su mano: la televisión, la radio, la internet, y esos libros de historia que cambian a tenor de las circunstancias.
Algunos diosecillos se conforman con poco, juegan a la inmortalidad por un ratito y se jubilan con la sensación de haber inscrito sus nombres para siempre. Otros, no.
Nada alcanza para saciar la sed de los grandes ególatras. No basta con vivir per secula seculorum en la memoria colectiva. Hay que permanecer más acá. Nada de volverse pasado amarillento. Hay que llenar un espacio físico, tridimensional, ser materia palpable, cuerpo vulnerable, y también capaz de lesionar la piel ajena: la del deseo y la del desprecio. Y reconocer que, por básico o cursi que parezca, la diferencia entre el placer y el martirio la sigue determinando la fuerza que se le imprima al latigazo.
Veinte años atrás nada de esto se le hubiera ocurrido, la inmortalidad no formaba parte de sus preocupaciones cotidianas. Hasta que llegó el Jefe y les hizo el desatinado encargo.
Congreso Mundial de Exiliados
Mientras Deyavú lidiaba con su minuto de fama, Leda y Aníbal hacían malabares para ganarse la vida. Los problemas de adaptación incluían un sinnúmero de obstáculos concretos, incluyendo el de que sus títulos universitarios no tenían equivalencia.
Aunque eran jóvenes, se sentían viejos, agobiados por el peso de verse obligados a empezar de cero, y tentados por la posibilidad de reinventarse, de buscar otro camino o encontrar uno más corto.
Los invitaron al Congreso Mundial de Exiliados en Hungría. No sabían bien de qué se trataba, pero aceptaron enseguida porque había boleto, hospedaje y comida gratis durante todo un fin de semana.
La idea del congreso era buena: no hay dictaduras justificables, todas son nefastas. O igual de chaplinescas. Por lo tanto, las víctimas de las tiranías, sin distinciones, deberían unir fuerzas en pos de la libertad.
Pero las divergencias empezaron desde el primer momento con un intercambio de insultos durante la proyección de un documental que equiparaba a Stalin y Hitler.
La proyección fue organizada por La Casa del Terror: un museo de Budapest que queda justo donde está el edificio que había sido centro de interrogatorio y tortura, primero de los nazis y luego de los comunistas.
Habían colocado a la entrada de la improvisada sala de cine un maniquí giratorio de dos caras que por un lado estaba vestido con el uniforme nazi y por la otra con el soviético.
Luego los ánimos se caldearon más porque un delegado equiparó a Castro con Mussolini y con Franco. Otro a Perón con Videla, a Ortega con Somoza y a Pérez Jiménez con Chávez.
La guerra de las equiparaciones alcanzó niveles de reyerta y sobre el griterío saltaban los nombres y apellidos de Mao, Pol Pot, Ceausescu, Tito, Honecker, Jaruzelski, Zápotocký, Mengistu Haile Mariam, Mugabe, Nyerere, Mobuto, José Eduardo dos Santos, Rosas, Francia, Pinochet, Trujillo, Rojas Pinillas, los sicarios de las FARC y el ELN, los talibanes, la sanguinaria dinastía norcoreana, la junta de Birmania, Ahmadinejad, Bashar al-Assad, Nazarbayev, Karimov, Lukashenko, Putin, Xi Jinping, Nguyen Phu Trong, Suharto, Hoxha, Noriega, y un tenebroso etcétera.
La idea de que todos los dictadores eran igual de nefastos resultaba obvia sólo para los ilusos organizadores del congreso, pues los delegados de izquierdas sólo tenían ojo para ver los desmanes de los despotismos de derechas, y viceversa.
Cada cual encontraba pretextos ideológicos, culturales o religiosos para justificar o relativizar la mano dura de los de su bando, y les sobraba voz para denunciar a gritos la del contrario.
La idea de que los derechos humanos debían ser universales no entraba en la cabeza de los más calenturientos. Las voces moderadas fueron tildadas de estar con Dios y con el diablo: ahogadas bajo un diluvio de sospechas, acusaciones y malentendidos.
El congreso derivó en una impúdica exhibición de cicatrices: físicas y mentales. En una competencia para determinar cuál herida había sido más profunda, o quien tenía el dudoso honor de cargar la mayor cantidad de muertos a sus espaldas. Cuál sátrapa era más despiadado.
Leda y Aníbal se sumaron con inusitado entusiasmo a la discusión, enarbolando, a gritos, como todos, sus irreparables perdidas. Un exiliado de Turkmenistán aprovechó un breve espacio de silencio para lanzar un comentario que cambió ligeramente el rumbo de la bronca:
—¡Si se conformaran con reprimir!
—¿Podría usted explicarse mejor?
—Nuestro dictador no sólo ejerce como tal, no le alcanza con ser brutal, sino que tiene además, en su megalomanía, ínfulas de cantante y nos tortura con unas interpretaciones espantosas que estamos obligados a aplaudir. Semejante ensañamiento resulta intolerable.
—Si de excentricidades se trata —interrumpió un refugiado centroafricano—nadie le gana a nuestro emperador, Bokassa, que replicó con lujo de detalles la célebre coronación de Napoleón.
—Eso no compite con el séquito de vírgenes guerreras de quien se creyó el mesías panafricano —reclamó un sobreviviente de la locura libia.
Y otra voz se escuchó:
—Nadie supera a quien no sólo ejecutó a sus opositores en televisión sino que se los comió literalmente —juró un profesor ugandés que afirmaba haber sido médico personal de Idi Amin—. A veces devoró a sus propios aliados, como hizo con su ministro de exteriores —reveló con aplomo el médico.
Declaración que provocó la sonora carcajada de un delegado de Guinea Ecuatorial que, en perfecto español, afirmó que su dictador se engulló a los opositores y al país: prohibió los zapatos, el pan, la leche, el azúcar y los tomates por considerarlos productos imperialistas. Mandó a quemar todos los libros editados en Occidente. Desmanteló las vías férreas. Cerró las iglesias y se proclamó único dios verdadero, estableciendo la fecha de su nacimiento día del milagro universal. Y autodefiniéndose marxista-hitleriano.
—Cosa que en el fondo no es una contradicción —agregó provocativo Aníbal.De esta manera el Congreso Mundial de Exiliados se transformó en una competencia de iniquidades. Donde unos le echaban en cara a otros: “Mi dictador es peor que el tuyo”, como si en el fondo sintieran orgullo y no desprecio.
(*) Relatos pertenecientes al libro ‘La gran locura’ / Publicación fuente ‘Hypermedia Magazine’
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