Paquito D’Rivera: Juana Bacallao / ‘Saludos a Chiang Kai-Shekʼ
“Mi vida fue bastante dura. Cuando los padres de uno mueren, ya se acaba todo. Entonces pude colocarme y tuve suerte en aquella época tan dura, tan racial, de trabajar. Y doy gracias a la Revolución que me ha reconocido mi presente y mi pasado. El néctar de la vida de Juana es muy grande. La vida es un columpio y nadie sabe lo que es apreciar, sin alarde, porque ustedes me conocen, que nunca le aguanto una a nadie. He luchado y sigo luchando, guapeando. Y el mundo contra mí y yo contra el mundo. Una vez estaba limpiando la escalera en Laguna y Perseverancia y pasa Obdulio Morales y me oye cantar. Porque una circunstancia de la vida tan grande, ¡nadie sabe qué es la carrera esta! Monta Obdulio Morales “Milagro de Ochún” en el teatro Martí y le digo: “No, Obdulio, eso no me gusta”, y ya tú ves, que ahí fue donde se escuchó por primera vez Yo soy Juana Bacallao… y ná, que mi vida es un libreto terrible”.
Aunque ustedes crean que el monólogo anterior es sacado de una película de Cantinflas, en realidad son palabras de Juana Bacallao, uno de los personajes más carismáticos, originales e incomprendidos (valga la redundancia) del folklore habanero de todos los tiempos.
Cuando el famoso actor español Paco Rabal vino a Cuba, quiso conocer a la comediante de que tanto había oído hablar en su tierra. Juana se enteró de que “el gallego” la andaba buscando, así que se echó encima toda la ropa de brillo que tenía en su ropero, y cuando lo encontró, obviamente confundiéndole con Paco Rabanne, lo primero que le dijo fue: “Me encantan esos perfumes que usted fabrica”.
Las innumerables anécdotas que de Juana describen sus propios compañeros de trabajo, son increíbles, como aquella que nos cuenta Ricardo Fernández, exbaterista de la orquesta del bellísimo cabaret Bahía, que tenía una hermosa vista de la ciudad de Matanzas.
En el año de 1965, se encontraba en pleno apogeo el cabaret Bahía en Peñas Altas, Matanzas, en el cual presentaban un show de viernes, sábado y domingo con artistas diferentes cada semana. La orquesta acompañante la dirigía Reynaldo Terrier y en ella tocaban los músicos que serían con el tiempo los mejores de la provincia, tales como: Lázaro Junco, director después del conjunto Yaguarimú, el trombonista Bruno Villalonga, el trompetista Sergio Pichardo y su padre, del mismo nombre, al bajo.
Una semana de esas, llegó Juana Bacallao, que había venido otras veces antes y ya sabíamos que como siempre nos divertiríamos con ella.
Hicimos el ensayo por la tarde. Por gusto, pues más tarde ella en la función hacía siempre lo que le daba la gana, que no tenía nada que ver con lo que se ensayaba.
A mitad del show del sábado, sale a escena Juana y todo va bien hasta el tercer o cuarto número, en que comenzamos a tocarle un bembé en seis por ocho. Entonces la mujer empieza a hacer unos gestos rarísimos, a tirarse contra el suelo. Tosía, maldecía y daba unos gritos horripilantes, como una loca. Después, en el suelo le dieron unas convulsiones y temblaba violentamente. Se encendieron las luces del cabaret y algunos del público se subieron al escenario para auxiliarla.
La orquesta, por supuesto, paró. La cargamos entre tres o cuatro y la llevamos al camerino temblando y diciendo disparates con los ojos en blanco. Había un médico en la sala que la atendió. Le daba en la cara. Le tiramos agua a ver si reaccionaba. La peluca platinada se desprendió del cráneo. Nosotros asustadísimos. El administrador del cabaret quería llamar a la ambulancia.
Todo parado y gran parte del público asomado por la entrada del camerino. Nada. El médico recomendó abrirle un espacio a su alrededor para que se ventilara. Así echada en el piso estuvo durante varios minutos con los ojos cerrados.
Todos esperábamos lo peor, cuando la maldita mujer abre un solo ojo, abre el otro, se pone de pie y con los brazos extendidos a la Marilyn Monroe dice: Señores, qué les parece, cómo me ha quedado el numerito, y arrancó a reír a carcajadas la muy bandida.
Queríamos ahorcarla de un árbol del patio, pero como era Juana, todos le reímos la gracia y continuó el show del Bahía.
Juana la Cubana, como también se le conoce en los círculos “cabaretiles” de nuestra Isla, nació con el nombre de Nerys Amelia Martínez Salazar, justo frente a la casa del prócer cubano Juan Gualberto Gómez, en la calle Lealtad 123, en el corazón de La Habana. Su nombre artístico, que la convirtió en una verdadera leyenda musical de Cuba, salió de aquella pieza teatral de Obdulio Morales.
–Mi abuela le lavaba la ropa a la señora de Juan Gualberto. Y mi padre era un hombre luchador. Yo era chiquitica y entraba a la casa y me decían: “Niña, respeta que ahí están los señores”. Yo era muy mala. ¡Y era fea! Pero simpática. Tenía ángel pa’ la gente.
Y nada tan cierto. Yo mismo veía, a fines de los sesentas, los pulidos coches oficiales parqueados uno tras otro en la oscura calle San Miguel, esperando por los miembros del cuerpo diplomático que abarrotaban el show de media noche que hacía Juana en un cabarecito de segunda categoría llamado “El Palermo”.
–Bueno, distinguido público, ahora con el perdón de ustedes, voy a cantar una canción protesta pa’ justificar los frijoles –decía La Cubana, provocando la gran carcajada general entre un público que a veces ni comprendía bien lo que aquel ser de otro mundo estaba hablando.
Y es que el detalle está no tanto en lo que dice Juana, sino en cómo lo dice. Es su natural y espontáneo sentido del momento o “timing”.
Cierta vez, en que estaba la plana mayor del gobierno de Fidel Castro en un espectáculo musical (cosa rara), Juana se refirió a ellos como “La mafia”. En otra ocasión anunció al temible Ramiro Valdés, ministro del interior, como “Ramirito y sus secuaces”. En ambas ocasiones y en muchas más, la irreverente comediante salió airosa, ganándose la risa aprobatoria del público que la adoraba desde que salía a escena.
Después, a algún “sesudo” se lo ocurrió aquello de la “evaluación”, que consistía en darle categorías A-B-C a los artistas a través de un examen, frente a una especie de tribunal. Entre aquellas evaluaciones tristemente memorables estuvo la de Marta Estrada, una de las artistas más temperamentales, aplaudidas y desafinadas de aquella época. Marta, a quien el tribunal evaluador concedió una humillante C, llenaba los centros nocturnos de lunes a domingo dondequiera que se presentara. Son las contradicciones del apasionante mundo del arte, totalmente incompatible con el marxismo, pretendidamente cerebral y científico.
Entonces, quisieron pasar también a Juana por tan absurdo proceso. ¿Pero cómo evaluar a Juana Bacallao? Juana no sabía ni papa de música, ni tenía arreglos orquestales ni nada de eso. Pero una vez más, la negra genial se apareció ante el jurado, con la ropa tiznada y, en la mano, un fragmento de partitura chamuscada: “ustedes perdonen, señores del jurado, pero un incendio devastador acabó con mi casa y esto es lo único que ha quedado de mi música”.
El cubano se burlaba de su propia tragedia y la Bacallao era su mejor espejo.
En aquel tiempo, al Che Guevara se le había ocurrido ponerse farruco con los soviéticos y estaba como de luna de miel con los chinos, quienes nos abastecían –en cuotas bastante magras, como es de suponer– de arroz, cepillos de dientes, condones y algunas bicicletas.
Como parte de aquel romance de “Ópera China”, Mao mandó una delegación oficial que, por alguna extraña razón, enseguida preguntaron si aún Juana Bacallao estaba en el Capri, refiriéndose seguramente a la graciosa producción Caperucita se divierte, que Juana protagonizó con tanto éxito, junto al carismático crooner Dandy Crawford en ese cabaret habanero. Y, a propósito del show de la Caperucita, Dandy, que hacía el papel del Lobo Feroz, siempre se quejaba de que Juana no le prestaba ningún respeto al libreto y, como decía lo primero que le venía a la mente cada noche, a veces ni se sabía por qué parte del guion iban, confundiendo a toda la compañía.
Para hacer una historia larga corta, los “segurosos” de la policía política, azorados con lo que la impredecible artista pudiera decir en escena, trataron de desviar la atención de los visitantes chinos hacia el Ballet Nacional, el Conjunto Folklórico, la Orquesta Sinfónica, y hasta Tropicana. Pero ni hablar del peluquín: los chinos querían a Juana y a Juana hubo que ir a buscar al solar donde vivía entonces, creo que en la calle Laguna, en la desvencijada Centro Habana.
Cuando llegaron al barrio, la mujer iba calle abajo, luciendo ese caminar tan característico que más bien parece que va arrollando tras una comparsa de carnaval. La vedette venía maquillada como para la escena y protegía sus ojos del abrasante sol con unos enormes lentes oscuros de aro rosado y brillantitos de fantasía.
Vestía falda de lamé de plata, blusa de seda azul marino con lentejuelas, blancas medias de malla, collares de cuentas multicolores haciendo juego con los grandes aretes del mismo material, peluca platinada cortada a lo “Príncipe Valiente” y zapatos de altísimos tacones del mismo tono de la peluca. Sus manos cuidadosamente arregladas lucían varios anillos y sortijas con piedras fulgurantes. El rojísimo brillo de sus uñas influía una cierta ferocidad a su enigmática mirada, oculta tras los lentes.
De su brazo derecho, desentonando con el resto del vistoso atuendo, colgaba una jaba hecha de saco de yute. Y es que, al igual que la mayoría de los demás cubanos de a pie, la Bacallao se dirigía hacia la carnicería de la esquina a buscar el bistecito o el magro muslo de pollo que le tocaba por la Libreta aquella quincena.
Ya había pasado antes por la bodega de su cuadra, donde firmó un par de autógrafos y había agarrado los escasos féferes que tan poco abultaban su saquito de yute, cuando de un auto negro que había estacionado en la esquina salió un hombre de aspecto atlético y cara muy seria que, deteniéndola con un gesto autoritario, le dijo sin previa introducción:
–Juana, el show es esta noche en el Salón Rojo del Capri. Vas a tener un ensayo con la orquesta esta tarde, pero recuerda que es muy, pero que muy importante que hagas tus números, bailas, cantas y todo, pero no hables ni una sola palabra con el público, ¿entendido? Ni una sola palabra.
Y esas eran las instrucciones que le dio aquel oficial de la Seguridad del Estado que vino a buscarla, las que la artista debía seguir estrictamente en su presentación frente al Che Guevara y la delegación de la República Popular China que asistiría aquella noche al show del Capri.
Al llegar la hora de la verdad, se prendieron las luces del Salón Rojo. La orquesta tocó una rimbombante fanfarria que concluyó con un redoble de tambores africanos que hizo temblar la tierra. Tras ser presentada por una voz que surgía de la nada, Juana Bacallao salió a escena con sus enguantados brazos en alto y un enorme penacho de plumas amarillas sobre la cabeza. Una oscura capa de seda y terciopelo cubría sus hombros, bajando como una cascada de aguas negras hasta sus pies, que calzaban los mismos brillosos zapatos altos de aquella mañana en la cola de la carne.
En su mano derecha enguantada de blanco, la cantidad de anillos hacían recordar como a una versión africana y femenina de Liberace. Una boquilla de plata y marfil sostenía un cigarrillo que esparcía su venenoso humo azuloso por todo el escenario. Un rayo de luz salió disparado desde su rutilante traje de lentejuelas color de acero y bronce, y fue a estrellarse contra la estrellita dorada sobre la frente del Che Guevara, iluminando el rostro sombrío del guerrillero. Pero nadie notó la crónica amargura del argentino, pues los invitados, enloquecidos con aquella aparición casi sobrenatural, recibieron aplaudiendo de pie, frenéticamente, a la diva cuya fama había viajado desde el Caribe hasta el lejano mar de la China.
Guarachas, boleros, mambos y afros se sucedieron ininterrumpidamente y, ya en el último número, la capa, el vestido, la boquilla nicotínica, el penacho de plumas y hasta los zapatos de brillo habían ido desapareciendo, hasta quedar reducidos a un diminuto bikini que ajustaba el sudoroso cuerpo de ébano de la dinámica vedette.
Juana se robó el show como era su costumbre. Y, en contra de su naturaleza misma, trató de cumplir las instrucciones que había recibido de no hablar ni una sola palabra. Pero, después del tercer bis, y una vez aplacado el clamor del público delirante, Juana una vez más hizo de las suyas y… habló. ¡Y cómo habló, Dios mío!
–Compañeritos chinos… –comenzó a decir con su vocecita ronca y crispada. Entonces supongo que a los de la Seguridad se le encogieron los huevos, cuando y Juana continuó–: A mí me han pedido que no hable, pero no se preocupen, que yo me voy a portar bien y no voy a pasarme de la raya ni mucho menos.
Los chinos atendían boquiabiertos a lo que sus traductores le susurraban al oído. El Che Guevara, que no tenía mucho sentido del humor, miró hacia el suelo, se rascó la cabeza bajo su boina negra y hasta la estrellita dorada parecía haberse oscurecido tras una nube tormentosa. Miró muy serio al hombre ceñudo y fuerte, de pie a pocos metros de la mesa que ocupaban los más altos jerarcas. Un silencio de muerte gritaba en el vacío, cuando la vedette terminó por decir:
–Sólo quiero pedirles que, cuando regresen a su tierra, le den un abrazo muy fuerte de mi parte al compañero Chiang Kai-shek.
El silencio poco a poco se hizo aún más y más profundo y lúgubre. Más tarde, se convirtió en un crescendo de sillas que se movían y voces que parloteaban en un lenguaje extraño y lejano.
El Che Guevara se levantó de su asiento sin siquiera mirar al otro lado de la mesa donde se encontraban los invitados, enviados por Mao Tse-tung. Caminó hacia el hombre fuerte y ceñudo a pocos metros de él y le gritó alguna frase muy corta que se perdió en el barullo. La comitiva salió muda por la puerta principal, casi sin despedirse unos de otros.
La escena se fue apagando lentamente alrededor de la figura diminuta y solitaria de Juana Bacallao y, casi al mismo ritmo, el arroz, los cepillos de dientes, los condones y las bicicletas chinas fueron desapareciendo del paupérrimo mercado nacional de productos importados.
Publicación fuente ‘Hypermedia Magazine’
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