Andrés Álvarez Álvarez: El destino habanero de Asger Jorn

Archivo | Artes visuales | 11 de marzo de 2024
©Asger Jorn sentado frente a dos de sus murales cubanos

La década del sesenta en Cuba se distingue por ser un periodo de debates e intercambios en torno a la política, la sociedad y la cultura. El mundo vivía un momento de rebeldía excepcional. Por un lado la liberación neocolonial en África y la guerra de Vietnam, por otro la lucha por los derechos de las minorías, los movimientos estudiantiles y una cúspide creciente de la vanguardia artística unida a la apertura de una izquierda occidental. La Isla era un estandarte en la avanzada por la liberación y la redención del hombre y así lo demuestran no sólo los nuevos derroteros de su vida social, sino la viveza y complejidad de su escenario cultural.

Transitaron por La Habana los creadores e intelectuales de izquierda que también pertenecían a la vanguardia artística y literaria de mediados del siglo veinte, y que habían emergido desde el periodo de posguerra con un compromiso ético frente al arte y cierta simpatía por la liberación social de las minorías y los países dependientes, y la completa redención del hombre como utopía realizable.

Asger Jorn es uno de esos artistas que pasó por la Isla en la década del sesenta, pero a diferencia de otras figuras de la literatura y el arte –y salvando incluso el gran mural «Cuba Colectiva» realizado durante el Salón de Mayo[1] (abordado mediante un ejercicio reciente de periodización de los principales sucesos de la década)– el danés sí dejó una huella que no sólo puede ser referida desde la memoria, sino que existe de manera física en un estado actual de total esplendor. Los murales, hechos por Jorn en mayo del 68 también son signo del carácter de esa década y de la simpatía mostrada por intelectuales y artistas del mundo hacia Cuba.

Quizás todo comenzó un año antes o realmente comenzó en París. Jorn fue uno de los artistas europeos que no pudo eludir la cúspide del arte y la bohemia como parte de su formación. Él, al igual que muchos de este periodo, le debe a los años parisinos un crecimiento de su bagaje estético y visibilidad dentro del panorama artístico.

Jorn se educó como profesor en la primera mitad del treinta en Silkeborg. Allí realiza sus primeras obras y va posteriormente a París donde es alumno y asistente de Fernad Léger y trabaja junto a Le Corbusier. Tras su regreso a Copenhague realiza, en conjunto con otros jóvenes artistas, varios proyectos creativos que tienen a la abstracción como principal plataforma estética. Tras la liberación en 1945 regresa a París y allí comienza una labor más intensa donde conjuga la creación plástica con la teorización. Es en este periodo cuando se conforma el movimiento Cobra del cual Jorn sería uno de sus máximos exponentes. Pero es también en esta estancia parisina donde entabla amistad con varios artistas esenciales de la vanguardia entre los que se encontraba Wifredo Lam.

A pesar de las marcadas diferencias en sus proyecciones artísticas, ambos compartían una ruta común de tendencia surrealista. Adquieren en el mismo periodo de tiempo una casa en la ciudad mediterránea de Albisola y trabajan de manera conjunta en el mismo taller de cerámica.

Wifredo Lam es quien envía la invitación a Jorn al Congreso Cultural que se iba a realizar en La Habana en enero de 1968. Es en París, con la amistad de Lam y Jorn que se inicia el único contacto que el artista tendría con la Isla.

Pero no fue la presencia de Jorn en La Habana una invitación arbitraria ni casual carente de precedente. «Stalingrad», una de sus obras más grandes, la cual requirió tres años para su culminación, estuvo presente en el Salón de Mayo que desembarcó en La Habana en 1967, junto a artistas y figuras de la vanguardia europea. El Salón constituyó, posiblemente, el suceso cultural de talla internacional más importante en el que el país se vio involucrado desde el nacimiento de la Revolución.

Como parte del Salón se realizó un mural al que fueron convocados artistas extranjeros y cubanos y se imprimieron sellos de correos con las obras que fueron expuestas. Quién haya tenido la oportunidad presenciar las dimensiones reales de «Stalingrad» en el Museo Asgern Jorn en Silkeborg –una gran composición abstracta semejante a un estallido de desgarramiento y color–, comprenderá lo difícil que pudo resultar seleccionar un detalle de la pieza para llevarla a sello de correo.

Para Jorn saber esto fue una sorpresa y un halago. Simpatizaba, al igual que muchos creadores e intelectuales con la Revolución Cubana por el paradigma en el que se iba convirtiendo para las naciones en pura gestión de su liberación frente al control colonial y neocolonial. Jorn, no pudo declinar la invitación para el congreso y desde diciembre del 67 partió en un vuelo especial de Dinamarca a La Habana junto a figuras como Ivan Malinovski, Jens Branner, Werner Jacobsen y Bente Hansen.

El Congreso de Cultura: un fantasma en la historiografía cubana

Pero realmente a ¿qué tipo de Congreso era invitado Jorn y cuáles eran las expectativas del evento? En un inicio el Congreso estaba organizado por la Casa de las Américas, pero después tanto en el plano organizativo como educativo alcanzó dimensiones superiores. El comité de colaboración de la revista Casa en una declaración dejaba claras las pretensiones: el objetivo era generar un debate con los intelectuales latinoamericanos de izquierda para el fomento de la unidad. Según apunta Rafael Acosta de Arriba en un reciente artículo sobre el tema y tomando palabras de Roberto Fernández Retamar como fuente «Fidel Castro convocó a los escritores organizados en torno al referido Comité de Colaboración a una cena y reunión(…) en la que se abordó en profundidad la idea germinal del Congreso y en la que cambió el modo de organización y alcance del evento»[2]. En una carta enviada por el propio Retamar a Arriba para la realización de dicho ensayo, el poeta, apunta: «La organización del Congreso salió de las manos de la Casa de las Américas y fue asumida por el Ministerio de Educación (no existía todavía el Ministerio de Cultura), a cuyo frente se hallaba el compañero José Llanusa, y cambió de horizonte. Dejó de ser una reunión de intelectuales del Tercer Mundo para abarcar a intelectuales del planeta todo, en particular, según creo recordar, del mundo occidental»[3].

Acosta de Arriba en su ensayo plantea varias hipótesis por las que el Congreso adquirió ese nuevo carácter. Se registra en varios documentos que quizás este era parte de un ciclo de acciones para darle visibilidad a la lucha que el Che llevaba a cabo en algunas zonas de latinoamericana. Pero sin dudas este congreso era también una estrategia política para mostrar al mundo pensante que el proyecto social cubano no pretendía ser ese régimen dogmático que la Unión Soviética encarnaba.

Aproximadamente quinientos intelectuales llegaron a la Isla para participar de un ciclo de conferencias agrupadas por temáticas. El clima era de diálogo, se establecían nexos entre intelectuales de diversas filiaciones ideológicas y estéticas. Jorn participó de dichas reuniones pero no se conformaba con ser un agente pasivo. Sentía que desperdiciaba su tiempo al no poder aportar nada valedero al evento.

Pero este Congreso, que en su momento tuvo una alta cobertura mediática y que pudo haber trascendido como uno de los sucesos intelectuales de la década, ha sido olvidado por la historiografía cubana, que suele resaltar otros sucesos de escala más local y continental. Como el mismo Arriba planteara este solo fue recordado por un incidente entre la poetisa Joyce Mansoure y David Alfaro Siqueiros. Todo el fragor internacional y nacional de ese año lo invisibilizó –recuérdense las manifestaciones estudiantiles en parte del mundo occidental y la muerte del Che por citar sólo dos sucesos de gran resonancia–, pero también un sospechoso vacío de referencias y fuentes. Edmundo Desnoes, en una declaración de 1981 afirma de manera contundente: «Fue la culminación de la propuesta política cubana a través de la cultura (El Congreso Cultural de La Habana nunca existió, ni su declaración final firmada por más de quinientos intelectuales…)»[4]

Murales en el Archivo

Es así que, tras la abulia de las cesiones que creía de alto interés, pero a las que no creía pudiera aportar nada nuevo, le pide a su amigo Lam llevar a cabo una obra decorativa en La Habana.

Se le permitió, entonces realizar un mural en el Archivo de Asuntos Históricos de la Revolución[5]. Bajo el amparo de Celia Sánchez, líder activa del proceso y  principal encargada del Archivo, Jorn comenzó su trabajo invitando consigo al artista Antonio Saura a cubrir una pared.

Resulta curioso la elección de este edificio por parte de las autoridades cubanas para el despliegue de un mural. El inmueble perteneció al antiguo Banco Hipotecario Mendoza, nacionalizado por la Revolución, y se encuentra ubicado en la calle Línea próximo a su intersección con la calle 12. Su estructura, así como la cualificación de los espacios tributaban al funcionalismo arquitectónico tan en boga en la década anterior. Su fachada fue estructurada mediante diferentes elementos de la tradición clásica grecolatina. Hacia el interior tiene una disposición de espacios que responde al funcionalismo y se encuentra dividido en una planta baja espaciosa y clara, y dos plantas superiores que albergan oficinas y otros compartimentos.

En sus escritos Jorn se había pronunciado contra este tipo de espacio frío y tradicionalmente estructurado. Su postura crítica ante los principios de Le Corbusier en el periodo inicial de su formación partía de una preferencia por espacios donde la imaginación y la sugestión generada fuera de la mano de los valores funcionales. De ahí que sus intervenciones pictóricas en espacios arquitectónicos siempre partían de un ímpetu transformador donde la obra visual se añadía al edificio de manera activa, subjetivando zonas y generando una nueva dinámica espacial. Esto precisamente fue lo que intentó en el antiguo banco. No se limitó a una pared o a la creación de un gran mural, sino que buscó cambiar la fisionomía interior.

Todavía en nuestros tiempos es una interrogante el por qué se le otorgó un edificio tan vedado al público. Es cierto que la institución reviste un valor crucial para el Estado cubano y la Revolución en sí misma, pues en ella comenzaron a registrarse los documentos que serían archivados como fuentes históricas de un proceso. Pero entonces sería este un mural que en el futuro sólo podría ser admirado por el escaso número de trabajadores de la institución. Quizás parte de esta interrogante se deba a que sólo esperaban del artista un mural único en, a lo sumo, una pared; pero aun así creo lo más propicio, de acuerdo al fragor del trabajo de masificación de los valores culturales de aquellos años hubiera sido disponer la obra en un lugar de bien público, o de una asistencia controlada, pero notable de visitantes. Más allá de está duda mínima, lo interesante es cómo el artista logró sobreponerse a una construcción tan concomitante con sus presupuestos estéticos  e intentó insuflar al espacio un aura acorde con las connotación que la Revolución cubana adquiría en el mundo.

Existe un relato, quizás no pormenorizado, pero sí bastante justo, de cómo Jorn llevó a cabo su obra. Jorn supo hacer de los impedimentos materiales una ventaja. A falta de carboncillo, buscó un destornillador y con él talló en el yeso de las paredes un bosquejo de las figuras. Después pasó sobre ellas un paño sucio de forma tal que las líneas trazadas se definieran. Funcionaba como una especie de grabado en la pared. El uso del acrílico en determinadas gradaciones de disolvencia le permitía trabajar con diferentes tonalidades y aprovechar la luminosidad provocada por algunos tonos sobre el fondo blanco de la pared.

Otro elemento a tener en cuenta es la distribución de cada zona con respecto a la disposición interna del edificio. En el primer piso Jorn hace uso de la columna. Aquí las figuras ascienden hasta el techo por este elemento de soporte y funcionan como antesala, o punto de inicio de toda la intervención posterior. El artista hizo uso de cada plano de pared teniendo en cuenta sus zonas de quiebre, pero generando a su vez una continuidad pictórica que presuponía cierta línea temática, o narrativa. Hizo un uso audaz de los tramos de escalera y de la disposición de cada plano de pared con respecto a la luz. Los murales se despliegan entonces por todo el edificio, en los pasillos de acceso y en ciertas oficinas.

Pero, qué contienen en verdad los murales. Formas de cierto apego figurativo, y la disposición de determinadas zonas de color sugieren que el artista quiso proyectar diferentes estados asociados a la entonces corta historia del proceso revolucionario. Se codifica así un antes, un durante y un después mediante el uso del color siempre en coherencia con lo contenido o expansivo de las formas: los más oscuros integran figuras casi monstruosas asociadas con el gobierno prerrevolucionario. El rojo en alternancia con varios matices de verde y azul se asocia con el periodo de gesta y la victoria. A riesgo de no hacer de esta una lectura reduccionista, digamos que cada fase de este mural recrea, desde un estado subjetivo cierta fase revolucionaria y su proyección futura. El propio Jorn ante la interrogante realizada por el fotógrafo Raúl Corrales sobre el contenido de los murales le comentó que cada uno intentaba contar el proceso revolucionario, pero era también una invocación de ese estado ideal que la Revolución debía alcanzar.

Si «Stalingrad» absorbe un momento histórico convulso por su derroche de color y abigarramiento, también los Murales habaneros de Jorn, desde el vigor y la alternancia de matices nos hablan de varias fases en la búsqueda de una Utopía.

Recuento de una restauración

Los murales estuvieron ahí cuatro décadas, un poco olvidados, un poco escondidos, un poco a la vista de todos, pero no es hasta 1998 que el conservador Bent Hacke hace un diagnóstico de su estado tras una visita al Archivo. El paso del tiempo bajo condiciones de humedad, pequeñas intervenciones constructivas y de electricidad, así como el desgaste natural que provoca el uso diario de unas instalaciones destinadas a oficinas de trabajo, determinaron que los murales se encontraran en un estado de conservación crítico. Troels Andersen, especialista de la obra del creador danés y director del Museo Jorn en Silkeborg con previo conocimiento de las pinturas, tiene noticias de esta situación y se pone en contacto con el funcionario público y autor Ole Sohn.

Fue este un proceso largo y lento. Comenzó veinticinco años antes de la culminación del proceso de restauración. Se gestó una comisión de tres miembros (Troels Andersen, Ole Sohn y Lars Olsen). Por varios años intentaron establecer contacto con las autoridades cubanas pero no recibieron respuesta. A lo largo de este periodo de tiempo se establecieron dos comisiones más. La segunda no tuvo mucho más éxito que la primera. Tras casi dos décadas la tercera comisión recibió respuesta. Esta comisión estableció conversaciones de las autoridades culturales cubanas y los planes para la restauración fluyeron de una manera orgánica a partir de entonces.

Es Sohn una pieza clave en toda la historia posterior de los murales. Es él quien a comienzos del 2003 viaja a la Isla e inicia todas las coordinaciones para llevar a vías de hecho el proceso de restauración. Ole Sohn junto a instituciones danesas coordinó un grupo de trabajo para iniciar, después de un arreglo con la parte cubana, la restauración de los murales donde se invirtieron 5 millones de coronas danesas.

Los trabajos se iniciaron en el 2006 y concluyeron en  el 2009 después de arduas jornadas de trabajo en las que quedó demostrada el despliegue técnico y alto rigor por parte del personal danés. Todo este proceso sería recogido en un libro publicado por Sohn un año después.

Los murales de Jorn en La Habana fueron hechos en una fase creativa en la cual la obra del artista se llenaba de nuevos matices. Según la crítica hay en este periodo un registro más potente de las emociones. Era la cúspide de un recorrido creativo, donde la ideológica y la conceptualización estética, cedían paso a una espontaneidad más desenfadada y vibrante. La exhibición que realizara de 18 pinturas en 1970 en París así lo confirma. El propio Troels Andersen señala que en estas obras se advierten como corrientes de color en movimiento que van estructurando los grados de armonización compositiva.

Jorn era un artista que encarnaba esa tensión entre deber social, mirada de contexto y filiaciones estéticas de vanguardia, lo que le permitía una determinada visión de la cultura. Muchas de sus obras tuvieron como tema fundamental procesos históricos relacionados con las luchas progresistas y de izquierda en occidente. Pero sin embargo su formulación artística se aleja de cualquier índice normativo de lo ideológico a la manera del realismo socialista. Surrealismo y abstracción expresiva, libertad de la línea y color, son las claves resultantes de una metodología de trabajo que, aunque no lo pareciera partía de una amplía conceptualización.

Siendo estos Murales habaneros los segundos realizados a lo largo de su carrera, pueden ser incluidos dentro de la fase inicial de esa última apertura creativa. Ellos figuran desde ya, como parte importante en arsenal que deberá tenerse en cuenta si se pretende estudiar la obra del artista. El propio Troels Andersen los califica como la obra más importante del artista danés fuera de Dinamarca.

En tiempos donde las utopías libertarias que suscitaron estas pinturas han fenecido, donde el contexto social cubano se hace cada vez más complejo y lleno de aristas, estos murales pueden ser un testimonio de la confianza en el futuro que latía en la mente de aquellos que vivieron el proceso cubano en sus inicios y de otros que lo intentaron avisorar como un momento de gesta de lo explendente.

En una reciente visita realizada al Museo Jorn me detuve frente a un cuadro de esa etapa final. No tengo ahora la certeza de si esta pieza fue realizada en Cuba o fue depositada en manos de algún cubano tras el artista haberse inspirado en aquella estancia habanera de 1968. El título parece sugerirlo. Me quedo un buen rato frente al cuadro, me quedo en sus azules y amarillos, en la luz… La luz detrás de ellos era lo más atrayente sin duda… Por un momento quise imaginar que era esa la luz de Cuba.


[1] Téngase en cuenta el libro Salón de Mayo de Llilian Llanes Godoy, publicado por Artecubano. Llilian Llanes, Salón de Mayo de París en La Habana, julio de 1967. Artecubano Ediciones, La Habana, 2012.

[2] Rafael Acosta de Arriba, “El congreso olvidado”, La Gaceta de Cuba, No 1, enero-febrero, 2013, La Habana, Cuba, pp. 18, 24.

[3] Ibidem.

[4] Ibidem.

[5] Jorn-Havana, Forlaget Shon, 2010, Dinamarca. Troels Andersen da una referencia aparentemente improbable en su libro sobre los murales: «El Ministro de Cultura Carlos Franqui dio la autorización para que Jorn pudiera pintar un mural decorativo en los archivos de la Revolución». Hay aquí un presunto error de principio, o quizás de lectura de contexto. El Ministro de Cultura no existía, existía un Consejo de Cultura adscrito al Ministerio de Educación. Carlos Franqui además de líder revolucionario fue un reconocido intelectual del momento pero para esas fechas el director del Consejo de Cultura era Eduardo Mussio. Franqui era entonces el director del periódico Revolución, el cual se vio afectado pues se canceló la salida de su suplemento cultural Lunes de Revolución, bajo la edición de Cabrera Infante. Los motivos y los sucesos relacionados con Lunes… constituyen uno de los acápites más polémicos de la vida cultural cubana en los primeros años de la Revolución.

Publicación fuente ‘Cuban Nordic Art Current’, 2013