William Navarrete: Entrevista a Gustavo Pérez Firmat / ‘Cuba es mi patria, aunque ya no es mi país’

Autores | 12 de abril de 2024
©Gustavo Pérez Firmat en la portada de la revista Bohemia, 1950, durante los carnavales de La Habana / Cortesía del entrevistado

A Gustavo Pérez Firmat nunca lo he visto personalmente, ni siquiera conozco su voz. Esta entrevista ha sido la única que he hecho exclusivamente por escrito, venciendo, gracias a los correos electrónicos, la distancia entre París y Chapel Hill, una localidad de la que había oído hablar sin saber muy bien ―mea culpa― dónde se encontraba. Ahora, con motivo de este intercambio, pude al fin localizarla en Carolina del Norte y enterarme, además, de que posee uno de los campus o recintos universitarios más prestigiosos de Estados Unidos, que en francés catalogan de “progresista”, ignoro también por qué.

Pero, a pesar de no conocer ni haber hablado nunca con Gustavo Pérez Firmat, sí pude leer, apenas publicado por la editorial Colibrí en 2000, su libro Vidas en vilo. La cultura cubanoamericana, que me envió desde Madrid su editor (y amigo) Víctor Batista-Falla, autor de un catálogo muy refinado de libros sobre temática cubana. Por mi casa, en París, pasan o se quedan muchos libros. Están aquellos que terminan en la “cave”, es decir, en las polvorientas bodegas con pasillos de tierra pisada de mi edificio plurisecular y los que permanecen en alguno de mis libreros. Una casa en París no es una casa en la infinita geografía de Norteamérica, de modo que hay libros que, inevitablemente (inéluctablement, suena más radical en francés), pasan a mejor o peor vida cuando terminan en una especie de mueble de reciclado que una vecina con ínfulas de bibliotecaria colocó en el zaguán de mi edificio. Otros, con más o menos suerte, bajan a las profundidades de la ya mencionada cave sin que nadie, ni yo mismo, sepa si saldrán de allí algún día. Puedo afirmar, y créanme que no miento, que el de Gustavo Pérez Firmat ha sido uno de esos libros que llegó para escapar del incesante viaje de libros a las mazmorras del olvido. 

Lo leí, como dije, en 2000 o 2001, y tuve la sensación de que, al fin, comprendía lo que era el desarraigo y, sobre todo, ese curioso fenómeno de la cultura cubanoamericana tan difícil de entender para quienes llegaron ya adultos a Estados Unidos o aquellos que nunca han vivido en este país. Sobre todo, porque por fin alguien definía algo que había constatado desde mis primeros viajes a Miami: el “nilingüismo”, que no es bilingüismo, sino la lengua con que se expresa alguien que no habla bien ni el inglés ni el español, y que Gustavo Pérez Firmat ejemplifica a partir de uno de los primeros casos notorios en la cultura cubanoamericana: el célebre actor Desi Arnaz (Ricky Ricardo en la serie I Love Lucy), quien habla un inglés tan macarrónico como su propio español. Un idioma alterno o spanglish que, desde entonces, atañe en particular a lo “verdaderamente” cubanoamericano.

Solo por esta razón y por otros escritos de su autoría que he podido leer quise que Gustavo Pérez Firmat formara parte de esta selección de entrevistados.

―Cuéntanos de tus orígenes familiares, es decir, quiénes eran tus abuelos y también tus padres, algo que siempre permite tener una idea del arraigo identitario que se pueda tener.

―Por la rama paterna, ambos abuelos nacieron en España: mi abuelo Pepe en La Coruña; mi abuela Constantina, en Zamora. Emigraron a Cuba muy jóvenes. Mi abuela para trabajar en la dulcería de una tía. Mi abuelo vino de polizón, después de que su padre enviudara y se volviera a casar. Parece que no le gustaba nada su madrastra: la wicked stepmother de los cuentos de hadas. En Cuba empezó vendiendo papas a comisión. 

Por el lado de los Firmat, ambos eran cubanos. Mi abuelo materno, Pedro Firmat, de padres catalanes. Su padre, nacido en Barcelona, emigró a Cuba con su esposa en los primeros años de la década de 1880. Tenía un hermano que siguió hasta Argentina, donde hay una ciudad llamada Firmat por él. Un “Buendía” cualquiera… La familia de mi abuela materna ―le decíamos “Abuela Martínez”― llevaba en Cuba tres o cuatro generaciones, o eso tengo entendido. 

A mis abuelas las conocí bien, ambas vivieron mucho tiempo (en el caso de Abuela Martínez, demasiado, ya que pasó sus últimos años, totalmente “ida del Sagrario”, en un asilo para ancianos en Miami). De mis abuelos casi no tengo recuerdos. Murieron cuando yo tenía tres o cuatro años. Sí tengo un libro que perteneció al padre de mi padre, una traducción al español de La vie simple de Wagner. Cuando me quiero acercar a él, abro el libro y reparo en los pasajes que subrayó. Así lo he llegado a conocer. Era un tipo difícil y tal vez por eso me cae bien.  

¿Que quiénes eran mis padres? ¡Ya quisiera yo saberlo! No soy huérfano, viví muchos años casi con ellos y ellos casi conmigo, pero nunca los conocí. Mi padre, que se llamaba Gustavo igual que yo, era un enigma envuelto en un misterio (o al revés), como creo que dijo Churchill. ¿Mi madre? Se llamaba Luz María, pero todo el mundo le decía “Nena”, como en la canción de Sarita Montiel. Murieron hace tiempo y no los extraño. Detesto los días de los padres y de las madres. Me enferma la pandemia de sentimientos tiernos, como en el bolero de Osvaldo Farrés: Madrecita del alma querida. Si por mí fuera, para compensar tendría que haber un día anti-padre y otro anti-madre. En vez de pandemia de sentimiento, fiestas de resentimiento.

El poeta José Kozer tiene un poemario titulado De padres y otras profesiones. Mi padre era almacenista de profesión, un negocio que heredó del suyo. Mejor hubiera sido para mis dos hermanos y para mí que, además de almacenista, también hubiera sido padre de profesión, al menos part time. Mi madre era ama de casa, o más bien, dominatriz del ámbito doméstico. Si te hablo mal de ella, mi hermana y mi prima se van a encabronar, aunque estoy seguro de que nunca leerán esto. Pero de todos modos me callo. Discretion is the better part of valium.

©Gustavo Pérez Firmat con su padre en su casa familiar del Reparto Kohly, 1949 / Cortesía del entrevistado

¿Dónde y cuándo naciste, y qué recuerdos tienes de tus primeros años de vida en Cuba? De tu barrio habanero o cuando, como casi todos los niños cubanos, te colabas en el patio de los vecinos para tirarle piedras a las matas de mango…

―Nací cuando era muy chiquito (el chiste, si es chiste, es del compositor, periodista y presentador cubano Rosendo Rosell) en el Hospital Miramar (que me imagino que ahora tendrá otro nombre), el 7 de marzo de 1949, aunque hubiera preferido haberlo hecho un año después, para cortar el siglo por la mitad. Tengo recuerdos de la casa en la Avenida de los Aliados del Reparto Kohly, del colegio, de la playa, de cumpleaños, primos y primas, tíos y tías, canciones, bailecitos, amores precoces, aunque platónicos (ni Tessie ni Alina, a quienes veía en el Casino Español, sabían de mi admiración secreta por ellas), de una de las manejadoras encaramada en la mata de plátanos filipinos del patio…

Es que el patio de mi casa era particular: llovía y se mojaba como los demás. Mira, lo que me pasa es que hace exactamente 30 años, cuando escribía un libro de memorias que se llamó en inglés Next Year in Cuba, y en español El año que viene estamos en Cuba, casi no recordaba la casa de Kohly, que si existe todavía tiene la misma edad que yo, porque fue condición de mi llegada al mundo. Mi madre, seguramente con palabras más elegantes, le dijo a mi padre: o me das una casa que no sea la de tu madre o te quedas sin hijos o los tienes con tu querida. Mi padre cedió y aquí estoy yo y no sé qué habrá pasado con la querida.

Pero a lo que iba: recordaba tan mal la casa cuando escribía ese libro que me tuve que hacer un plano poco a poco para irla recreando y recorriendo en la memoria. Para mí, como para otros, el exilio partió o repartió mi vida en dos mitades, como si hubiera reencarnado el día que llegamos a tierras de libertad, así se decía antes, sin memoria de mi vida anterior. Para escribir ese libro hice un ejercicio de memoria, era una especie de compromiso conmigo mismo que tenía que cumplir, pero desde entonces casi nunca pienso en mi niñez en Cuba y menos en Cuba, que ya no es mi país, aunque sigue siendo mi patria. Para darte más detalles tendría que releer esas memorias desmemoriadas. 

¿Dónde cursaste la primera escolaridad y qué recuerdas de la enseñanza de esa época?

―Empecé con los “curas” (en realidad “hermanos,” ya que no eran sacerdotes) del colegio de La Salle, en El Vedado. Uno de ellos, mi maestro en el tercer grado, el Hermano Andrés, que ya no se llama así pues en el exilio les cambiaron los nombres a todos los curas para restituirles sus nombres originales, todavía vive. Desde antes de la pandemia no lo veo. Es la única persona aún semoviente que, siendo adulto, me conoció de niño. Es raro, que si tienes la buena suerte de llegar a viejo solo conoces a los que eran niños cuando tú lo eras también. Han desaparecido las “personas mayores”. 

¿Recuerdos? El primero que se me ocurre no tiene que ver con las clases sino con los boletines semanales con las notas. Se los mostraba a mi abuela Constantina ―nombre cantarín, que era en efecto su apellido: Constantina Cantarín― que vivía al lado y me daba un peso que yo guardaba en una alcancía de metal. Ya de joven era materialista, aunque no histórico, lo cual no explica por qué me hice profesor.

Otro recuerdo que no tiene que ver con el mundo del colegio: los bistecs “suela de zapato” del almuerzo en La Salle. No sé bien por qué, en el tercer o cuarto grado me pusieron de medio pupilo. Nos sentábamos en mesas para cuatro y siempre había un bisté de más: cinco para cuatro niños hambrientos, que nos fajábamos por el que sobraba. Es curioso, trato de recordar los cinco años y pico que estuve en La Salle y de las clases no tengo recuerdos precisos. Sí los tengo de otra ocasión no escolar: las “recompensas” al final del curso. Montones de juguetes y los niños que tenían más cantidad acumulada en “vales” (pequeñas tarjetas de diferentes colores y diferente denominación, como billetes de Monopolio, que recibías por buena conducta, por hacer las tareas, etc.) escogían primero. Como te decía, soy materialista. 

Fui un estudiante capaz, pero indiferente. Cumplía con mi obligación sin tener que esforzarme demasiado y sin prestarle atención a lo que iba aprendiendo. No tenía asignaturas preferidas ni tampoco me gustaba leer. Tal vez por eso no recuerdo nada en particular de la enseñanza de esa época. 

¿Qué impresiones conservas de la década de 1950 en Cuba, en particular sobre lo que estaba sucediendo o por suceder?

―Bueno, fueron los años de mi niñez, así que mis recuerdos son todos de entonces. De pronto, mi madre se aparece un día en el colegio y nos lleva de “corre-corre” a casa. Yo no sabía lo que estaba sucediendo, pero sí que algo pasaba: se trataba del asalto al Palacio Presidencial. Que era lo habitual, el incomprendido ambiente de alarma, del advenimiento de lo insólito (esto suena a Carpentier, disculpas) porque en casa no me dejaban leer periódicos u oír las noticias. Mis padres y casi todos mis familiares eran batistianos, como yo lo soy, après la lettre, de modo que durante esos casi dos años desde el 1ro. de enero hasta que nos fuimos de Cuba viví enclaustrado: de la casa al colegio y del colegio a la casa, aunque sí íbamos a misa en la iglesia de San Agustín los domingos y después a almorzar al Carmelo de Calzada. Y de cuando en cuando a la playa y al cine. Recuerdo la primera película que vi en Miami, Don’t Eat the Daisies, con Doris Day; también quisiera recordar la última que vi en Cuba, pero no he podido. Me gustaría pensar que fue Éxodo.

Cuando tenía 11 y 10 años mi actividad contrarrevolucionaria consistía en poner stickers, calcomanías, de la J.E.C. (Juventud Estudiantil Católica) en los baños del colegio. Decían: “¡Viva Cristo Rey!”. Había un grupo de milicianos que vivía en la antigua casa del ministro Alemán (el mismo, si no me equivoco, a quien le debemos la playa de El Farito en Key Biscayne), que estaba casi enfrente, y los milicianos venían todos los días para que les dieran de comer. Nunca los vi tragar. Cuando llegaba mi madre, que tampoco los tragaba, nos recluía a mis hermanos y a mí en la parte trasera de la casa en donde estaban los dormitorios y hasta que los milicianos regresaban a la mansión de Alemán no podíamos salir. A mí me parecía que estábamos sitiados, un poco como en el cuento del escritor Antonio Benítez Rojo Las estatuas sepultadas.

¿Cómo recibiste la noticia de que Batista había abandonado el país y qué pasó en tu entorno la semana que siguió al triunfo de la oposición? 

―Recuerdo la fiesta de fin de año en mi casa la noche del 31 de enero y tener esa misma sensación de nerviosismo, de alarma, de que estaba pasando algo sin que yo lo supiera. Entre los invitados estaban el almirante Juan Casanova, que era amigo de mi padre, y Abelito Durañona, padrino de unos de mis hermanos y también militar. Supongo que en algún momento se habían enterado de que Batista se iba y de ahí la atmósfera de inquietud. No sabría decirte cuándo me di cuenta de lo que había pasado y estaba pasando. Nunca escuché un discurso de Fidel Castro, las persianas en las ventanas que daban a la casa de Alemán siempre estaban cerradas y la única fidelista de la familia, mi tía Cuca, hermana de mi padre, pronto se arrepintió y, como es predecible, terminó siendo más gusana que nadie. 

¿En qué momento tuvo lugar tu salida de Cuba y en qué condiciones?

―Nos fuimos de Cuba ―mis padres y mis hermanos― el 22 de octubre de 1960, dos semanas después de que la dictadura castrista confiscara el almacén de víveres de mi familia, aunque no me dijeron por qué nos íbamos. Recuerdo la preocupación de mis padres, la inspección de las maletas en la cubierta del ferry, la demora. Hasta pensé que nos íbamos de vacaciones, como otras veces. El ferry se llamaba City of Havana y salía de La Habana el mediodía del domingo y llegaba a Cayo Hueso a la madrugada del día siguiente. Creo que fue el último o penúltimo viaje del City of Havana. Las vacaciones ya han durado más de 60 años. 

¿Cómo fueron los primeros años de tu vida en el exilio? Entiéndase condiciones de vida, posible recuperación económica y todo lo que suele experimentar cualquier exiliado…

―Una vez en Miami, nos alojamos en el hotel Leamington, donde estuvimos más de un mes esperando a que los Marines desembarcaran en el Malecón. Mi padre tenía algún dinero aquí ―su origen y cantidad es un secreto familiar al que nunca tuve acceso― y con eso pudo comprar una casa en las afueras de lo que llegaría a ser La Pequeña Habana, donde viví hasta que me casé. Si en Cuba había sido almacenista, en el exilio se recicló como vendedor de carros y así mantuvo, bien que mal, a sus cuatro hijos. Mi padre es uno de esos cubanos que sobrevivió, pero no superó el exilio. 

Era joven cuando nos fuimos, no había cumplido todavía los 40, pero la funesta esperanza del regreso, que parecía tan razonable entonces, lo paralizó. Si en Cuba, cuando tenía tiempo y dinero, no fue padre de profesión, en Miami, donde no los tenía, lo fue aún menos. Murió en abril de 2002 y cada uno de esos 42 años los vivió en compás de espera. Con lo cual no se hizo ningún favor ni nos lo hizo a sus hijos, sobre todo a los tres varones. Contra lo que a veces se dice, en el Miami de ayer, calco de la Cuba de ayer, hubo más perdedores que triunfadores. De ahí lo de Next Year in Cuba, brindis devenido canto fúnebre.

Cuando llegamos a Miami, yo estaba al borde de la adolescencia. Emigrar a cualquier edad es traumático, pero sumar a la transición de la niñez a la adolescencia el cambio de paisaje, entorno e idioma tiene sus peculiaridades, que he padecido y también aprovechado. Porque de ahí salió otro libro, Life on the Hyphen en inglés, Vidas en vilo en español. 

La casa en Douglas Rd., a unas cuadras de la Funeraria Caballero, tenía dos dormitorios y un “Florida Room”. Allí vivíamos mis padres, los cuatro hermanos, una de mis abuelas y el hijo de unos amigos que no habían podido salir de la Isla. Nunca faltó comida. Me harté de harina del Refugio (el apodo del Cuban Refugee Center), de croquetas de spam y de flanes hechos con leche en polvo. No obstante, esos primeros años los recuerdo con nostalgia. A esa edad lo que me interesaba eran los deportes. Cerca había un Boys’ Club donde iba después del colegio y los fines de semana para jugar pelota, básquet y fútbol (este último, desconocido por mí en Cuba, terminó siendo el que prefería). Y además la casa tenía un césped donde practicaba deslizarme, como si estuviera en el Estadio del Cerro. Y claro, como te decía, siempre pensamos que la estadía en Miami sería breve. 

Mi padre llegó a ser administrador de L.P. Evans, una agencia de carros en la Calle 8, y como mánager tenía un buen sueldo que malgastaba (me reservo las razones), ya que para él el exilio era un interludio. En cuanto la situación política en la Isla se arreglara, su vida de verdad lo esperaba en Paula y San Ignacio, donde estaba ubicado el almacén que le había confiscado el castrismo. Esto le proporcionó a nuestro día a día un aire de provisionalidad, casi de irrealidad, de una vida entre comillas. 

A veces mi padre nos mostraba un xerox de la edición de la Gaceta Oficial de Cuba correspondiente al 13 de octubre de 1960, donde se registraba la ola de confiscaciones que sucedieron entonces. Se sentía orgulloso, grotescamente orgulloso, de que en la lista de almacenes de víveres J. Pérez S.A. era el primero (J. Pérez era mi abuelo Pepe, que fundó el negocio). Mi padre murió sin un kilo, la casa donde vivió más de la mitad de su vida hipotecada. Como te decía, sobrevivió, pero no superó el exilio.

©G. Pérez Firmat / Cortesía del entrevistado

¿Pudiste retomar tus estudios en tu nueva tierra de acogida?

―Como en Cuba había aprendido inglés no tuve muchos problemas en el colegio en Estados Unidos. Terminé el sexto grado que había empezado en Cuba en una escuela pública que se llamaba Dade Elementary. Al año siguiente, mi madre me inscribió a mí y a mis hermanos en una escuela parroquial, St. Hugh, donde ella trabajó de secretaria hasta que, a los 78 años, el párroco la obligó a jubilarse (nunca se lo perdonó), y de ahí pasé a La Salle de Bayshore Drive, donde algunos de los hermanos eran los mismos de Cuba. El hermano Andrés, de quien te hablé antes, fue mi maestro de Literatura Española. De literato no tenía un pelo, pero como no sabía inglés, no podía enseñar otra cosa. Otro hermano que recuerdo con mucho cariño es Ramón, que enseñaba Química, aunque los experimentos no siempre le salían bien. Le decíamos “Plátano” porque parecía un plátano: alto, delgado y encorvado. 

Con los estudios me pasaba igual que en Cuba, hacía mi trabajo, sacaba buenas notas casi siempre (en el otoño de mi segundo año suspendí Biología porque estaba enamorado, lo cual bien pensado no tiene mucho sentido), pero sin interesarme en las materias que estudiaba. La única asignatura que me captó por un tiempo fue Religión porque me daba la oportunidad de discutir con los curas. Las discusiones terminaban mal. En la mitad de mi último año el director, que era americano, brother Thomas (le decíamos “Torombolo”) me llamó a su despacho para decirme que lo mejor para mí y para La Salle era irme y terminar high school en otro lugar. Te podrás imaginar lo dolido que me sentí. Casi toda mi carrera escolar había transcurrido con los Hermanos de La Salle. Cuando vio mi reacción, creo que se compadeció. Llegamos a un acuerdo: me podía quedar en La Salle con tal de que no hablara en la clase de Religión. Me cambiaron de asiento a la última fila y así fue.

Cuando me gradué no sabía qué hacer. Por inercia, como muchos de mis compañeros de La Salle, me matriculé en Miami-Dade Junior College (hoy en día Dade College). Allí sufrí una experiencia tan humillante que medio siglo después no la puedo recordar sin amargura. El College tenía un programa de honors para los estudiantes más aventajados. Yo quería entrar en él. Antes de que empezara el curso fui a ver a un consejero. El tipo me contestó que no me podía incluir porque yo no estaba a la altura de los demás estudiantes del programa. Entonces me enseñó los resultados de los exámenes de S.A.T. de otros estudiantes, que parece habían tenido mejores calificaciones que yo. Salí de su oficina, me monté en una guagua y fui a parar al Downtown, donde caminé hasta la iglesia Gesu. Me senté en uno de los bancos de atrás y me eché a llorar. Nunca en mi vida me he sentido más poca cosa, más mierda. I felt like a pile of shit, diría en inglés.

Pero tal vez eso ―la humillación de ser o de ser considerado poco inteligente o not good enough― me motivó para aplicarme. De Miami-Dade pasé a la Universidad de Miami, donde cursé los últimos dos años de la licenciatura, con especialidad en Literatura Inglesa y Americana, y la maestría en Literatura Española e Hispanoamericana (empecé la maestría en inglés, pero me echaron cuando dejé de asistir a las clases, aunque no por razones sentimentales: creía que estaba a punto de convertirme en carne de cañón en Vietnam). Ya estamos en 1973 y sigo sin brújula, desorientado, viviendo entre comillas. 

¿Qué estudios académicos realizaste? ¿Cuándo? ¿Y cómo te convertiste en profesor?

―Pensé estudiar Derecho en la Universidad de Miami, pero me pareció que no tenía aptitud para ello. Y entonces decidí que, como era demasiado bruto para ser abogado, lo único que podía ser era profesor universitario. 

Me casé (craso error) y me fui a hacer el doctorado en Literatura Comparada a la Universidad de Michigan. De ahí, a Duke University en 1978. Allí estuve 21 años, tuve dos hijos, me divorcié, me volví a casar. En 1999, me fui a Columbia University. 23 años allí, sin hijos ni divorcio. Hasta 2022, cuando me rendí (quiero decir, me jubilé) y regresé a mi casa en Chapel Hill (mi madre le decía La Loma del Chaple, por el barrio habanero de La Víbora, así llamado), donde vivo con mi esposa Mary Anne. 

Nunca ambicioné ser profesor o escritor. Tal vez no lo parezca, pero las lagunas en mi preparación se parecen menos al Laguito del Country que a los Grandes Lagos de Norteamérica. Suena a parejería, pero no lo es: soy un improvisado. Avatares del exilio. Como he dicho otras veces: no soy profesor por vocación sino por equivocación. Y, sin embargo, no me ha ido mal porque por muy bruto que yo sea, casi todos los colegas que he tenido lo son más.

¿Has visitado alguna vez Cuba? Y si no lo has hecho, ¿por qué razones?

―No, nunca he vuelto. Cuando trabajaba en Duke, de vez en cuando invitaba a mi padre a venirme a ver. Su respuesta siempre era la misma: “A mí en North Carolina no se me ha perdido nada”. Te diría lo mismo para explicarte por qué no he regresado a Cuba. Los exiliados vuelven en busca de algo: un primo que no conocían, amistades de la niñez, el columpio del parque. Pero en realidad lo que buscan es recuperar la sensación de plenitud, de integridad, de wholeness que la emigración o el exilio les robó. Y no la encuentran. Yo acepto que soy y estoy dividido o multiplicado (en el fondo las dos operaciones dan el mismo resultado). Por eso no tengo nada que ir a buscar a Cuba. En Cincuenta lecciones de exilio y desexilio, que escribí cuando cumplía 50 años, digo: “El único regreso posible es hacia adentro y no hacia atrás”. Sigo pensando lo mismo. 

Leí tu libro Vidas en vilo, publicado en español en el año 2000 por Víctor Batista-Falla en su editorial Colibrí y me pareció uno de los mejores libros escritos sobre la cultura cubanoamericana en el exilio. Desde el prefacio arrancas precisando la verdadera e inevitable condición de destierro para todo exiliado y lo ilustras con una obra de Arturo Cuenca en la que se puede entrever el restaurante La Esquina de Tejas, que quedaba cerca de la avenida Flagler y la calle 1 del SW. Hoy, ni Cuenca vive ni La Esquina de Tejas ha perdurado. ¿Qué queda para ti del Miami que hace 30 años evocaste en ese libro?

―Quedan el libro y las vivencias de las que surgió. Mi relación con Miami ha pasado por varias fases. Al principio Miami era motherland, o mejor, mamilandia. La autopista I-95, que me llevaba de Chapel Hill a la “Sagüesera” [el South West], era una especie de cordón umbilical al que seguía atado. Allá por 1991, cuando me divorcié de mi primera esposa, que es cubana, y me casé con Mary Anne, que no lo es, me empecé a distanciar de Miami. Sin esa distancia no hubiera podido concebir el libro, que escribí en parte para convencerme que un cubano de Miami y una americana de Nueva Jersey, a pesar de obstáculos familiares y diferencias de crianza y perspectiva, podían ser más o menos felices. Por eso, el capítulo emblemático es el primero, sobre un sitcom de los 1950, I Love Lucy, protagonizado por una americana, Lucille Ball, y un cubano, Desi Arnaz. El libro no lo dice, aunque lo insinúa: mi definición personal de un cubanoamericano es un cubano casado con una americana.   

Ahora cuando voy a Miami ―en los últimos seis meses hemos estado tres veces (no se lo digas a mi hermana, que vive en Miami y no lo sabe)― me siento feliz allí: el clima, la comida, el “idioma cubano” (como decía Guillermo Álvarez Guedes), las reuniones con amigos, pero no veo el viaje como un retour au pays natal. No obstante, dudo que llegue el día cuando pueda decirme: “A mí en Miami no se me ha perdido nada”. 

La pieza de Cuenca la tengo colgada en el comedor de mi casa, donde perdura La Esquina de Tejas. Me acaba de venir a la cabeza un ripio estilo José Ángel Buesa, que escribí allí, circa 1970, después de romper con una novia: “Tú pensarás que yo no te quise / sin sospechar el dolor que me aqueja / y nunca sabrás que un día me deshice / llorando por ti en la Esquina de Tejas”.

¿Te mantienes al tanto de qué sucede en la llamada “capital del exilio” hoy en día? 

―Yo creo que hace tiempo que dejó de ser la “capital del exilio”. Si acaso, ahora es la capital de la emigración. Para contestar tu pregunta: sí, estoy al tanto, más o menos, pero no igual que antes. La política local no me interesa en absoluto, pero sí la vida cultural (que hay gente que dice que no existe).

A estas alturas, casi 64 años después, ¿qué representa Cuba para ti?

―Qué pregunta más difícil. Me la pusiste en China, o en Hialeah. Lo primero que se me ocurre: la voz de mi padre. Ok, déjame pensarlo un poco. Como te decía antes, Cuba es mi patria, aunque ya no es mi país. En tanto patria, es una presencia cordial e intransferible. En tanto patria, ni la puedo abandonar ni me la pueden quitar. En tanto patria, es ara y no pedestal. ¡Coño! Mira por dónde me salió el Martí que llevo dentro. En serio: es raro que después de tantos años viviendo entre norteamericanos, casado con una norteamericana, hablando y escribiendo en inglés casi todo el tiempo, escuchando música norteamericana y viendo programas de televisión norteamericanos casi todo el tiempo, es raro que, a pesar de todo, todavía sea cubano, porque otra cosa no podría ser. Esa rareza es Cuba.

Publicación fuente ‘Cubanet’