Julio Llópiz-Casal: Entrevista a Abel González Fernández / ‘En Cuba el miedo es perenne, no se escapa de ti nunca’
Abel González Fernández es uno de esos amigos que siempre me han acompañado en la complicidad de entender el arte como manifestación estética e historiográfica. Juntos, y de modo personal, le hemos dedicado muchas horas a entender el mundo, la cultura de masas, el espacio y la memoria como una especie de escenografía en que transcurren la vida política y la vida cotidiana.
Nos conocimos en 2010 o 2011, cuando yo estaba concluyendo estudios en la Facultad de Artes y Letras y él comenzándolos. Desde que hablamos por primera vez nos quedamos conectados y comenzaron las jornadas interminables de conversaciones airadas, inauguraciones de exposiciones, trabajos, proyectos, paseos, conciertos y jolgorios. He tenido el placer de formar parte de algunas de sus curadurías y de ver de cerca cómo trabaja y se desempeña creativamente.
Hace un tiempo vive en Estados Unidos. Estudió en el Bard College de Nueva York y actualmente reside en Detroit, donde es parte del equipo curatorial del Museo de Arte Contemporáneo.
Hacer estas preguntas a Abel, en este momento, es también rememorar instantes especiales y difíciles de mi vida reciente. Se las envié y él se sentó cómodamente ante su ordenador, al calor de su apartamento, con bajísimas temperaturas fuera, y respondió este cuestionario. Nos cuenta cuáles han sido sus más importantes proyectos y cuáles están por venir. También nos comparte su modo personal de entender Cuba y la manera de practicar el disenso y la cultura en un país como ese.
―Vivir en Cuba de espaldas a la realidad es muy difícil. Esto solo es posible para quienes se encuentran en alguna posición privilegiada, por cercanía al poder o por ser beneficiarios de alguna actividad económica excepcional (rara vez al margen del poder) que les permita enajenarse de la realidad. De cualquier modo, tener conciencia política no es sinónimo de ser frontal políticamente. ¿A partir de qué momento decidiste adoptar una posición pública, con tu trabajo o tu actitud, respecto a lo que pasa en Cuba?
―Yo decidí posicionarme viviendo en Cuba. De hecho, desde que vivo en Estados Unidos esa posición pública no ha cambiado de naturaleza pero ha sido mucho menos activa. En Cuba, como curador independiente, tuve que lidiar con la censura de las instituciones, con las intimidaciones, con el miedo por mis colegas artistas y por mí mismo, y ni tan siquiera puedo imaginar lo que fue vivir el momento de más brutal represión que se desencadenó luego de 2020, y que terminó con la cárcel ejemplarizante para Maykel Osorbo y Luis Manuel Otero Alcántara.
Cuando pienso en la pregunta de la temporalidad exacta a la que te refieres, sobre cómo desarrollé mi conciencia política, no lo veo como un momento concreto, sino como una genealogía, como una concatenación de hechos. Te diría que nada hubiera sido posible si mi padre no me hubiera llevado con 14 años al concierto de Audioslave en La Habana, si no hubiera escuchado a Porno para Ricardo, Los aldeanos o la Comisión depuradora. Algo tan simple como eso, se trata de estar expuesto a cierto lenguaje que desbloquea una zona de la realidad que el castrismo ha escondido para los cubanos, desde la idea de cierto cosmopolitismo relativista de la ideología hasta la más directa oposición política. En el pre con mi amigo José Raúl solía gritar a viva voz: “Este albergue es de Fidel, que venga y lo limpie él”, y la gente temblaba. Y luego seguíamos gritando “Abajo él” por la ventana hacia la plaza de formación. Creo que si bien esto no definió mi trabajo, si era una postura pública, al menos iconoclasta. Por eso creo profundamente en la creación de cultura artística, culinaria, comercial, comunitaria y más, porque expanden la noción de educación castrista, te expone a la diversidad, y te hace cuestionar los símbolos del relato, cualquiera que sea.
Siempre supe que tenía esa vocación de iconoclasta. Luego en la universidad, encontré la casa de Gabriel Calaforra, un espacio que ha hecho tanto o más por Cuba que cualquier institución pedagógica. Ahí conocí a la comunidad de artistas que hoy atesoro como mi principal patrimonio. También comencé una serie de lecturas guiadas por un círculo de lectores muy sagaces que conocí con Calaforra y en la Facultad de Artes Letras, como Carlos Simón, Lester Álvarez, y tú mismo. Leí Cómo llegó la noche de Huber Matos, a Guillermo Rosales, a Reinaldo Arenas, a Severo Sarduy, a Carlos Victoria, y descubrí el terror revolucionario, esa mezcla de sadismo, homofobia y depredación humana en la que se ha convertido el castrismo. Después de eso no hay vuelta atrás. Como intelectual solo te queda administrar tus límites, saber hasta dónde comprometes tu cuerpo, y hacia dónde vas a conducir tu pensamiento. En mi caso, me ocupé de que una generación de artistas que compartía conmigo esa posición antidictatorial pública, y no tan pública, tuviera un espacio para expresarse, para conectar con esa tradición sólida intelectual, plural y disidente. Desde mis primeras exposiciones, El juguete rabioso (2015) o Comercio de rescate (2016) intenté modificar un canon de arte cubano construido al interior de la ideología de las instituciones oficiales.
Luego vino una posición más frontal que asumí como un deber cívico, sin perder de vista dónde estaba mi talento, que es haciendo exposiciones y tratando de proveer un lenguaje que superara al castrismo, habitando una tradición en la que el castrismo no es dueño de Cuba, y que no tiene un territorio, o quizá sí: el exilio, pero cuya verdadera locación son los imaginarios que juntos, como comunidad y a través de esta entrevista, por ejemplo, construimos.
Creo firmemente que esa posición pública en contra del gobierno cubano tiene que ver con un proceso de aprendizaje y liberación que es progresivo y personal. Por ejemplo, cuando escuché a el B diciendo “ustedes son unos singaos y este país es una prisión” mi mente se liberó hacia un territorio en el que la protesta política era pronunciable y, consecuentemente, realizable.
―Se habla mucho de que el 11J fue el “parteaguas” que hizo a mucha gente posicionarse, del lado de la “Revolución Cubana” o del lado de la ciudadanía. Pero la emisión del Decreto 349, y lo que sucedió en torno a este evento, tiene un significado especial al interior de la comunidad de las artes visuales cubanas: están las cartas firmadas colectivamente, las “reuniones” con funcionarios, pero también está la represión que sufrieron artistas como Luis Manuel Otero Alcántara y la posterior creación del MSI. En aquel momento sucedieron muchas cosas que fueron recogidas en la prensa independiente y las redes sociales; pero hubo otras bien importantes que no pueden ser documentadas en estos medios. Háblame un poco de cómo ves a la altura de hoy el tema del Decreto 349.
―El Decreto 349 es realmente crucial. Es un decreto que marca la consolidación de la contrarreforma que Cuba experimentó después de la muerte de Fidel Castro. Fue una forma de amordazar una revolución de lenguaje y, por supuesto, una forma de romper a nivel económico una comunidad artística que contaba con cierta autonomía comercial desde los 90. También fue una ley ensayada para romper gremios de cualquier tipo. Tuve la suerte de compartir esa lucha con la comunidad de artistas, y de redactar una de las primeras cartas para protestar en contra del decreto de modo leguleyo e incontestable.
El mismo día del anuncio del Decreto 349 vi a Luis Manuel Otero y a Leandro Feal a la salida de una conferencia de la curadora Chus Martínez en el Museo Nacional de Bellas Artes. Hablamos y les hice saber sobre el decreto. Luis Manuel Otero tuvo la fuerza y la iniciativa de moverse rápido hacia la protesta con el Movimiento San Isidro.
Otro grupo de amigos y yo lideramos protestas más moderadas, quiero creer que igual de firmes, que tampoco fueron escuchadas. Creo que el legado del decreto fue confrontar los límites infranqueables de la política cultural represiva de la Isla. Fue también ese momento en el cual varios grupos sociales contenidos dentro del mundo del arte cubano ejecutaron un ejercicio de solidaridad que sentó las bases para otros futuros diálogos, no con el poder, sino entre nosotros mismos, para conocernos mejor, para experimentar por primera vez en carne propia la radicalidad y el castigo que conlleva querer correr los límites institucionales del arte, un acto puramente de vanguardia, a lo Duchamp, y cuya expresión mayor es, por supuesto, la obra del Movimiento San Isidro como colectivo.
―La formación y capacitación profesional en la Isla es uno de los resortes propagandísticos del sistema. La formación relativa al arte no es una excepción. De todas maneras, muchas cubanas y cubanos alrededor del mundo, y residentes aún en el país, atesoran buenos recuerdos y valoraciones positivas de su formación, haya sido académica o no, además del trago amargo que representa haber vivido la censura o haberla visto más o menos de cerca. ¿Cómo ves a la altura de hoy la formación artística que recibiste o te gestionaste?
―Yo tuve mucha suerte en mi educación en Cuba, académica y gremial. La Habana es una ciudad con un sedimento intelectual de más de dos siglos, con un lado sofisticado y cosmopolita, y sigue siendo una ciudad caribeña de tráfico de información y confluencias. Aprendí en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana que la academia cubana no me interesaba, pero tuve buenos profesores como Gilberto Padilla, Ariel Camejo, Susana Haug, Ana Cairo y Alina Gutiérrez, quienes realmente me enseñaron el núcleo de mucho de lo que sé hoy a nivel teórico.
En Filología, a pesar de ser una carrera humanística, teníamos la suerte de que ciertas disciplinas eran tratadas como “científicas”, lo cual no las hacía menos ideológicas desde un punto de vista filosófico, pero sí totalmente distanciadas de la ideología anti-intelectual del castrismo. No obstante, mi temprana entrada al arte contemporáneo fue la consecuencia directa de querer y de tratar de desbordar los límites de la academia. Recuerdo que uno de los artistas que más me impresionó en aquella época fue Raychel Carrión, de quien no había visto una obra; sin embargo su manera de vestir y su flow eran violentos. Hablamos de 2011, por ahí. Luego vería sus videos increíbles y conocería a toda una comunidad que siempre retó mi entendimiento de las cosas, y que tampoco podía capturar a través de la Teoría Literaria, ni de la Lingüística y mucho menos de las Letras Clásicas.
Con los artistas, aprendí a pensar en el espacio y a entender el arte como una consecución de objetos profundamente informados de su pasado material, y que la mejor manera de responder a eso era fomentar la parte del arte que escapa a la ideología, aunque eso de por sí es otra ideología del arte. Me refiero a la capacidad que tiene el arte contemporáneo para siempre estar en fuga y pensar el futuro, pensar lo no visto. Esa es la idea que intento hacer perdurar, aunque realmente como curador uno tiene que lidiar constantemente con su propia versión burocrática.
En Cuba me asumí como un curador ―un Frankestein cultural― y descubrí la sensación casi adictiva de ver consumado el matrimonio entre significante y significado, lo que solo ha sido superado por la experiencia de Los Ángeles como una ciudad construida por el lenguaje del cine, literal y no metafóricamente. En Silverlake, Mulholland Drive o Venice puedes ver yuxtaposiciones de casas holandesas del siglo XVII, una mansión estilo Miami Vice de los 70, o una casa de Frank Lloyd Wright construidas como escenografía de cine, y luego vendidas a dueños privados: la idea casi perfecta de que el mapa es el territorio. Cada exposición que hago me genera el placer intelectual de constituir una narrativa espacial, una manera de recordarle al espectador que el mundo es una piscina semiótica, que los cuerpos adquirimos un sentido cabal en el espacio, y que el arte es un instrumento para desarrollar una conciencia más aguda de la vida y sus estructuras dominantes.
―El Miedo es un factor que muchísimos artistas e intelectuales cubanos de prestigio han señalado como determinante fundamental para entender por qué el Partido Comunista se ha podido mantener durante décadas en el poder. Por ejemplo, la Seguridad del Estado intenta identificar el miedo en el individuo, ya sea para neutralizar o para reclutar a la persona como agente. También existen y han existido personas con una actitud que ilustra muy bien un verso de la poeta Katherine Bisquet: “No nos sirve de nada el miedo”. ¿Qué significa para ti ese Miedo al que estoy haciendo referencia? ¿Cómo lidiaste con ese sentimiento si alguna vez lo sentiste viviendo en Cuba?
―En Cuba el miedo es perenne, no escapa de ti nunca. El reto está en cómo administrarlo. Hay miedo en cada paso que das, pero también hay maneras muy disímiles de trascender ese miedo. Cada miedo tiene su propia tradición. El miedo no es algo sobre lo que me excita hablar pero lo importante es conocer tus propios límites, lo que estás dispuesto a sufrir y lo que no, según el estado y la agresividad del Gobierno. En Cuba no solo existe el miedo a la represión de la Seguridad del Estado, sino a un cuerpo legal extremadamente discrecional que te hace delinquir a su antojo, poniendo y quitando el marco legal a conveniencia. Así nacimos y crecimos, con ese miedo, y uno aprende a sobrellevarlo o no. Tiene consecuencias nefastas como el exilio y la cárcel.
―Desde el exilio muchos medios de prensa independientes, activistas, artistas y emprendedores siguen dedicando tiempo y energías a Cuba de muchas maneras y, sobre todo, aprovechando las posibilidades que brinda vivir en democracia. Hay plataformas de denuncia, observatorios, iniciativas grupales para hacer llegar a la Isla productos que escasean y muchos otros proyectos. ¿Qué opinión te merece esto? ¿Qué actitud has asumido tú? ¿Tienes algún proyecto especial en mente a largo, corto o mediano plazo luego de estos últimos años de formación en Estados Unidos?
―Tengo muchos proyectos, tanto como que soy uno de los pocos curadores de un museo entero que solo exhibe exposiciones temporales de artistas contemporáneos. Hacemos un promedio de ocho al año. Ni tan siquiera son proyectos, son realidades por venir y están ahí ya. Mi trabajo curatorial ahora excede cualquier expectativa que tenía sobre la profesión en Cuba.
Respecto a Cuba, tengo muy pocos intereses curatoriales ahora mismo, más allá de unos pocos artistas que siempre sigo. La razón es que vivo en un contexto distinto y mi trabajo intelectual responde a este. No obstante, acabo de terminar un libro sobre modernismo cubano con la editorial Rizzoli y Cranbrook Art Museum, Detroit, del que estoy muy orgulloso. Se lo dediqué a mi madre recién fallecida. Menciono este evento porque entre ese dolor y los amigos presos y exiliados, pensar Cuba duele, y no pretendo estar expuesto al trauma perenne por un tema de salud mental. También estoy cada vez más cerca del lugar profesional al que siempre he aspirado. Ya desde Cuba me interesaba el arte como un vehículo para pensar el mundo, por eso siempre intenté trabajar con artistas internacionales y cubanos.
Por otra parte, me interesa poco la crítica desenfrenada del Gobierno cubano o la cancelación de los eventos que se producen en la Isla. Para mí la lucha también es en el long run. Imagínate que se muera el talento en Cuba o que se reduzcan aún más los espacios. No existirán más personas como tú, como yo, con deseos de desarrollo intelectual, que puedan emprender un viaje hacia la conciencia política. La mediocridad es la mayor aliada del castrismo.
En cambio, me interesa crear repositorios para la salvaguarda de la memoria del país como un manantial de potencialidad, lo que Bloch llama “plusvalía utópica”. Hablo desde retomar la poesía de Lezama Lima hasta la industria de muebles de los 60 y los 70, o revisar la reciente historia del 27N y el Movimiento San Isidro, como hice en “Sin autorización: Contemporary Cuban Art” (Columbia University, 2022-2023). Estos son momentos, obras, artefactos que han aportado mucho a Cuba, y que habrá tiempo para retomarlos como sociedad, sin duda. Pero primero hay que estudiarlos y convertirlos en patrimonio.
En cuanto a los productos culturales que me interesan, tengo que confesar que cada vez me perfilo más hacia un formalismo casi arquitectónico y hacia una materialidad que cuestione los límites entre lo orgánico y lo inorgánico. Como mismo me interesaba la cámara como una extensión cyborg de la percepción visual en una exposición colectiva como “Comercio de Rescate”, ahora me interesa el potencial de la escultura y la instalación para sintetizar materiales que cuestionen la artificialidad de la arquitectura y la industria como fuerza organizadora y controladora de la naturaleza. En ese sentido, voy a presentar la primera exposición en un museo de Estados Unidos del dúo artístico Asma, integrado por Matias Armendaris (Ecuador, 1990) y Hanya Beliá (México, 1994), artistas radicados en Ciudad de México.
A nivel intelectual, estoy obsesionado con cómo la retícula logró cambiar la economía, la arquitectura, la vida y el arte en tan solo un siglo, y en cómo se ha convertido en la principal tecnología formal para el dominio de la naturaleza y la circulación de capital global. Por eso me interesa el arte moderno, el minimalismo, el diseño de muebles o el monolito de Kubrick en 2001: A Space Odyssey. Por supuesto, Kubrick sabía que había una forma motivadora similar al pecado original, es decir, al origen de la historia, y esa forma es el rectángulo perfecto, o el cuadrado. No sé exactamente, pero está por ahí. La civilización vista como un acto de sangre, Avant Garde Mixed with Blood, a lo Daniel Joseph Martínez… you know.
Publicación fuente ‘Yucabyte’
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