Jorge Brioso: Amplio panorama de las artes visuales cubanas hasta nuestros días

Artes visuales | 17 de abril de 2024
©César Santos, ‘Miami Beach’, 2019

¿Se puede imaginar una tradición plástica a partir de las diferentes formas en que se ha declinado el arte figurativo, incluida la neofiguración, dentro de ciertas fronteras geográficas y culturales? Es eso lo que intenta articular la exposición que reseñamos ahora y que lleva como título “Ocho décadas de Figuración y Neo figuración cubana”.

Antes de lanzarnos a responder esta pregunta vale la pena que intentemos entender a cabalidad qué se afirma cuando se define una forma de arte como figurativa.

No se puede hablar, con propiedad, de arte figurativo antes del advenimiento del arte abstracto. El término figura —como aclara Eric Auerbach en su clásico estudio sobre esta palabra—  se usaba como equivalente de forma, en dos de los sentidos prevalentes en este concepto: apariencia y semejanza. La figura como calificativo, como adjetivo, aparece primero referida al estudio de las lenguas naturales para distinguir un uso del lenguaje que se apoya en las imágenes — al que se le define como lenguaje figurado y a los recursos que esta forma de expresión utiliza se les denomina figuras retóricas —contrapuesto al empleo literal del mismo. No ocurrió así en las manifestaciones artísticas, respecto a las cuales el gesto de añadirle el epíteto figurativo hubiera resultado superfluo, pues se entendía que al arte lo definíala aspiración de captar la forma de lo real. En lugar de arte figurativo se hablaba de Bellas Artes. El arte era figurativo o no era.

Cuando aparece una forma de arte que se afirma como puro artefacto y artificio —“percibir Arte y naturaleza” según el decir de Kandisky, “como reinos completamente independientes”, — empieza a ser significativo definir a ciertas prácticas artísticas como figurativas. Ante una forma de creación que aspiraba a derivar sus leyes solo del espíritu humano: “la forma real era para mí superflua”, afirmaba el propio Kandisnky, la pintura figurativa— si nos circunscribimos a la tradición cubana que es la que nos concierne aquí—se inspiraba en la historia y el paisaje, en la cultura y lo étnico. Proponía diferentes modalidades de sincretismo entre el imaginario europeo, el criollo y el afrocubano, entre la alta cultura y la cultura popular.

El primer corte temporal que propone la exposición que aquí comentamos se sitúa en la década de los cuarentas y cincuentas y se encuadra dentro de un marco normativo que se puede explicar a partir de las luchas por intentar definir la identidad nacional en un país “frustrado en lo esencial político”, según el decir de José Lezama Lima.  Artistas como Wifredo Lam, Amelia Peláez, Mariano Rodríguez, Mario Carreño, René Portocarrero, con un lenguaje que parte de las primeras vanguardias, participan en este debate desde perspectivas diferentes y, a veces, contradictorias. Tres eran los grandes paradigmas que pujaban por definir la identidad nacional en ese momento histórico: el ajiaco, la transculturación y la de una Cuba cosmopolita y transatlántica. Los dos primeros los había propuesto el gran etnólogo cubano Fernando Ortiz, aunque sus sentidos diferían. El ajiaco era la variante cubana del melting pot. Esta metáfora permitía concebir a la cubanía como un gran caldo donde se mezclaban de forma promiscua y lujuriosa las raíces que configuraban lo nacional: la indígena, la africana y la española. La transculturación  trataba de encontrarle un lenguaje a una nación sin patriotas ( donde todos son invasores, “con la fuerza o a la fuerza”), sin nativos( donde todos son extranjeros), sin raíces( todos desgarrados y desarraigados). Una cultura del trasplante, del movimiento, del éxtasis: “todos fuera de justicia, fuera de ajuste, fuera de sí.  Y todos en trance doloroso de transculturación”. El tercero vino de la mano de Guy Pérez Cisneros, el más importante crítico de arte de esa generación, y apareció en el primer número de la Revista Orígenes en 1944 con el título “Lo atlántico en Portocarrero”. La pintura de Portocarrero, según este crítico, no se hace con un caldo de raíces sino desde un océano que trae todas las culturas y los lenguajes: “línea nórdica, monstruoso románico, barroco español, hieratismo indo-mexicano, romanticismo emotivo-criollo…” y un largo etcétera.

La estrategia de la exposición cambia cuando se sitúa en el periodo revolucionario. Más que ilustrar un periodo a partir de las batallas por la representación que se generaron en el mismo, se aspira a articular los disensos que ese acontecimiento político generó. El mejor arte figurativo, parece afirmar esta muestra, más que reflejar un momento histórico lo deforma, lo subvierte: reinventa los códigos, las formas de dar sentido y de sentir la realidad que una época impuso. Es este rasgo anti-representacional que nace del propio lenguaje figurativo el que caracteriza a la neofiguración. Esta decisión y apuesta por el lenguaje neofigurativo es lo que explica que sean artistas como Antonia Eiriz o Servando Cabrera —no el de los guajiros estilizados sino el de los cuerpos deformes entrelazados, donde la carne se independiza del organismo — los que protagonicen este período.

El resto de la muestra que recrea el arte cubano a partir de los años ochentas sigue apostando por el lenguaje de la neofiguración que articula desde poéticas tan diversas como las de Humberto Castro, Belkis Ayón o Rubén Alpízar. Ofreciendo, junto a las visiones de década anteriores, un rico y amplio panorama de las artes visuales cubanas hasta nuestros días.

[Para descargar el artículo en El Nuevo Herald…]