William Navarrete: Entrevista a Nina Menocal / La cultura cierra y sana heridas

Artes visuales | 9 de mayo de 2024
©Nina Menocal y Bedia / RRSS

Conocía a Nina Menocal sin conocerla gracias a mis nexos con muchos artistas cubanos de la generación de 1980 a lo largo de estas últimas tres décadas. A pesar que he estado en varias ocasiones en Ciudad de México nunca me encontré con ella en el sitio en donde vive desde hace más de 60 años. En cambio, nos conocimos hace algún tiempo ya en París, en la casa y atelier de Juan Luis Morales Menocal y Teresa Ayuso, quienes no solo están emparentados con Nina, sino que también son parte de los artistas que la galería representa en Ciudad de México.

A Juan Luis se le ocurrió que esta entrevista la hiciéramos en vivo, aprovechando la presencia de Nina Menocal en la ciudad. Al principio yo no estaba muy convencido de que en medio de los invitados pudiera entrevistarla, pero al final nos prestamos al juego para ver que salía de esta experiencia. La entrevista comenzamos entonces en el espacio del Atelier Morales, en la calle Rivoli, y la terminamos unos días después en el hotel en donde ella se estaba quedando en el barrio de Saint-Sulpice.

Mujer emprendedora y muy carismática, Nina ha sabido actuar con independencia y se ha guiado siempre por sus propios instintos. Es por eso que se convirtió desde hace prácticamente tres décadas y media en la embajadora fuera de Cuba de toda una generación de artistas de la Isla nacidos después de 1959. Mejor que sea ella quien nos cuente de sus experiencias, su vida y sus pasiones.

―¿Puedes hablarme de tu nacimiento y de tus orígenes familiares?

―Nací en La Habana en 1948, en una casa de la calle B entre 11 y 13 del barrio de El Vedado. Mi padre, Luis Narciso Menocal Nadal, era arrocero y ganadero, y mi abuelo paterno, Luis Narciso Menocal Fernández de Castro, el propietario de una finca llamada Yariguá, cerca de Manatí, región de Las Tunas, dedicada a la crianza de ganado criollo. Mi padre conoció muy joven a mi madre en el Havana Yacht Club que ambos frecuentaban y en contra de la opinión de mi abuelo decidió casarse con ella. Entonces comenzó a trabajar con su suegro, Teodoro Johnson Anglada, propietario de una fábrica de cosméticos y de la Farmacia Johnson, que todavía está en pie en la calle Obispo, en La Habana Vieja. 

Mi madre, Alina Mercedes Johnson Aguilera, era hija del mencionado Teodoro, quien había estudiado en las universidades de París, Berlín y de La Habana, y de mi abuela materna, Emilia Aguilera Sánchez-Pereira. Mi madre era la hija favorita de su padre. Por esta rama de los Aguilera, mi madre tenía varios tíos terratenientes en Camagüey, como Guillermo, propietario de arroceras, y Leopoldo, del latifundio Cayo Toro. Por los Sánchez, varios tíos eran colonos y ganaderos, como Bernabé Sánchez Batista, casado con Anais Culmell Vaugiraud. 

Como crecí en una familia acomodada, me enviaron a estudiar a los colegios en donde solían estudiar las niñas de este medio. Cursé parte de la enseñanza primaria en el colegio Las Esclavas, en las calles 62 y 5ta. A de Miramar, y poco después me enviaron a la Merici Academy, una institución de las monjas ursulinas que estaba en el Country Club o Biltmore de La Habana. Eso fue antes de que nos instaláramos en Ciego de Ávila, donde mi padre empezó a ocuparse de sus negocios en la región. Puedo decir que la educación de las hijas, más allá del bachillerato, no era una prioridad para las clases altas. Lo corriente era impulsar la educación de los varones y garantizar un buen matrimonio para las mujeres. A mi hermano Teodoro lo enviaron a estudiar a Choate Rosemary Hall School, en Wallingford (Connecticut), una escuela privada preparatoria previa a la universidad y a otro de mis hermanos, Luis, a la Universidad de Harvard. Por esa razón ninguno de los dos participó en la invasión de bahía de Cochinos pues estaban estudiando en ese momento. A mí me enviaron entre 1959 y 1962 a Foxcroft School, un colegio privado para niñas de familias pudientes, fundado en 1914 en Middleburg, Virginia, en donde todavía existe.

―¿Qué recuerdos tienes de esos años previos y posteriores al triunfo de la insurrección de 1959?

―Solo viví los primeros días del triunfo de la insurrección porque enseguida me enviaron a Estados Unidos a estudiar. Pero recuerdo el júbilo en las calles y, en medio de la algarabía, la visita que le hicimos a mi abuelo Teodoro a su casa de la calle G, entre 23 y 21. Allí nos lo encontramos un poco desconcertado. Nos decía: “¡Es la Revolución Francesa!” Los sirvientes, excepto Jesús de León, el chofer que siempre había sido muy fiel, entraron en las bodegas del abuelo que estaban en la casa del servicio detrás de la principal y empezaron a descorchar las botellas de vinos franceses de colección para brindar en la calle por el triunfo de la insurrección. 

Como teníamos una casa en Palm Beach, la familia se instaló allí, mientras mis dos abuelas se quedaron en Cuba. Recuerdo que todavía en 1960 pudimos hacer un viaje a la Isla para ir a Varadero y regresar luego a Estados Unidos. 

Como dije antes, empecé a estudiar en Foxcroft a principios de 1959, o sea, que no viví muchos de los acontecimientos posteriores al 1° de enero. Lo que sí recuerdo es que, cuando estudiaba en el colegio de Virginia, frecuentaba la iglesia católica de la localidad, a la que iban pocos fieles pues la religión con más adeptos en Estados Unidos era el protestantismo. Pero en una de las ocasiones en que había ido a misa vi que entre los pocos fieles presentes estaban John F. Kennedy y su esposa Jackie. Yo sabía que Kennedy había sido compañero de mi padre en 1936, en Choate Rosemary Hall School, y que incluso habían compartido el mismo cuarto durante esos estudios. Entonces aproveché en un momento en que pasé cerca de él para decirle que yo era la hija de Luis Menocal. El presidente me lanzó esa sonrisa grande que lo caracterizaba y me invitó enseguida a visitar su finca. Una emisora de radio se enteró y reveló que una alumna del Foxcroft había visitado a los Kennedy. Aquello provocó tanto revuelo que el headmaster de mi colegio me convocó para decirme que había destruido la reputación de la institución. Tuve que hacer que mi padre interviniera para que lo calmara. ¡La cosa no era para tanto!

¿Cómo llegaste a México y qué hiciste allí durante los primeros años de vida en ese país?

―Después de la invasión frustrada de bahía de Cochinos en abril de 1961, mi padre comprendió que el castrismo era para largo. Fue entonces que aceptó ocuparse de la dirección de la sucursal del Harris Bank de Chicago en el Distrito Federal de México. Mis dos abuelos ya habían fallecido en Cuba y las abuelas se fueron de la Isla en 1961. La materna, Emilia, se instaló primero en el hotel Ritz de Madrid con Isabelita Falla, antes de establecerse en Nueva York, y la segunda vino a México, y terminó instalándose luego en King Ranch, Texas, en donde vivían mis tíos Lydia Menocal Nadal y Julio Morales de Cárdenas. Allí falleció años después.

Fui secretaria ejecutiva trilingüe parlamentaria, trabajé con mi padre y también en la sede de la Pepsi Cola en México. Más tarde fundé dos secciones en El Heraldo de México, una llamada “Cuic”, sobre cultura y arte en general y otra titulada “Snobíssimo”, en donde publicaba noticias sobre eventos sociales y gente conocida. Me casé en 1968, en la plaza de las Tres Culturas, con el industrial Joel Rocha, tercera generación de esta familia en el ramo, y fue solo después de casada y ya con tres hijas (Emilia, Alina y Carolina Rocha Menocal) que estudié en la universidad.

¿Cuándo y en qué circunstancias tuvo lugar tu primer reencuentro con Cuba, el país que habías dejado a los 13 años?

―Yo hacía tiempo que quería volver a la Isla para ver mi casa, mi barrio, y revivir los lugares en los que había sido feliz. Pero mis padres se oponían a ese viaje. Ellos eran conservadores y los entiendo. Mi generación era otra, mis experiencias también. Yo no comulgaba con sus ideas. Recuerdo que cuando les dije que pensaba hacer los trámites para viajar a La Habana mi padre me dijo: “¿Por qué mejor no coges un cuchillo y me lo clavas en la espalda?”.

Pero sucedió algo imprevisible: los dos fallecieron de manera trágica en un accidente automovilístico saliendo de San Juan del Río, Querétaro, en dirección del Distrito Federal, el 5 de abril de 1982. Como no pensaba cambiar de idea con respecto a mi viaje a Cuba, organicé mi regreso a La Habana ese mismo año. 

¿No tuviste ningún contratiempo?

―Lo primero fue encontrar el pretexto para ir porque no se regresaba a Cuba tan fácilmente siendo una exiliada. Me dedicaba entonces al periodismo y había recibido un premio nacional por una serie de cinco artículos que había publicado bajo el título “El caciquismo en el muladar”. También me habían publicado el libro México, visión de los ochenta, que recopilaba 22 entrevistas que hice a funcionarios públicos e intelectuales mexicanos. 

Como participaba activamente en la política mexicana y estaba en la campaña presidencial de Miguel de la Madrid conocía a muchas personas del cuerpo diplomático y, entre estas, a José Agustín Fernández de Cossío, el embajador de Cuba en México, alguien que en realidad no era una buena persona. Fue él mismo quien me sugirió que presentara la solicitud como periodista, un ámbito en el que me desempeñaba, con el pretexto de entrevistar a Carlos Rafael Rodríguez, entonces vicepresidente de Cuba. Mi hermano menor, Carlos, dijo que no permitiría que fuera sola a la Isla y se sumó a los trámites para acompañarme. Contratiempos hubo varios, pero el peor de todos fue que me detuvieron junto a mi hermano y a un antiguo colaborador de mi abuelo y estuvimos arrestados en una estación de policías en La Habana.

―¿Puedes contarnos sobre ese arresto: en qué condiciones ocurrió, y cuáles fueron sus consecuencias?

―Nosotros le comentamos al embajador de México en La Habana que teníamos intención de visitar mi casa natal en la calle B, entre 11 y 13, de El Vedado, ocupada por la embajada de Bulgaria. La casa había sido construida por el arquitecto cubano Evelio Govantes y decorada por la Maison Jansen de París. El embajador mexicano, que era bastante frívolo, para no decir inepto, nos dijo que él se ocuparía y que no habría ningún problema. 

Mi hermano y yo, acompañados por Manrique, un antiguo colaborador de mi abuelo Teodoro cuando trabajaba en la Farmacia Johnson, salimos un buen día a visitar la casa. Cuando llegamos nos encontramos con una señora que parecía ser miembro del personal de la embajada y le explicamos nuestras intenciones. Ella nos pidió nuestros pasaportes, se fue a buscar algo y nosotros entendimos que podíamos entrar. Así fue como penetramos en la casa y empezamos a recorrerla cuando, de pronto, reapareció la señora y muy alterada empezó a llamarnos “gusanos”. Armó tal alboroto que no tardaron en quedar alertados los del Comité de Defensa de la Revolución de aquella cuadra. Yo le decía a esta señora que en realidad debía sentir vergüenza por haber transformado la casa de la manera en que lo habían hecho, pues ni siquiera se entraba ya por la puerta principal sino por una ventana lateral. Entonces llegaron milicianos con rifles, y allí mismo nos prendieron a los tres y nos condujeron a la estación de policías más cercana. A los que nos arrestaban les pregunté si eran cubanos. Como evidentemente me respondieron que sí, les dije que por qué en vez de defender a una búlgara no nos defendían a nosotros tres que éramos cubanos igual que ellos.

En la estación la cosa empezó a ponerse fea. Recuerdo que Manrique, que de los tres era el único que vivía en Cuba, temblaba de los pies a la cabeza. Allí nos interrogó un tipo rubio de ojos azules que juraría que era ruso, aunque hablaba el español con acento cubano. Empezó a levantarnos las actas y yo insistía en que tenía que autorizarme a llamar por teléfono, aclarándole que era periodista y que había venido por esa razón. Él decía que éramos sospechosos de ser terroristas, pues pocos meses antes había ocurrido el atentado contra el papa Juan Pablo II y lo había perpetrado un turco que estaba vinculado con Bulgaria. La verdad es que no sé realmente qué relación tendría para él aquel hecho con nosotros. Al final aceptó y me dejó llamar por teléfono. Yo rezaba para que alguien del despacho de Carlos Rafael Rodríguez contestara, pues era la hora de almuerzo. Ya él estaba al corriente de mi presencia en la ciudad y nos habíamos puesto de acuerdo para la entrevista. Cuando le dije que estábamos presos por haber entrado a la embajada de Bulgaria y que una búlgara nos había tratado de “gusanos” puso el grito en el cielo. Me preguntó si mi familia no me había educado, recalcando sobre todo que cuando se visitaba un país que no era el de uno había que saber comportarse, cuando más si se trataba de un país socialista como Cuba. Recuerdo que recalcó que Cuba no era mi país. Al final fue él quien dio la orden para que nos liberaran, pero el policía dijo que de todas formas había que castigarnos y nos condujo a través de un laberinto de pasillos para confiscarnos, finalmente, todos los carretes de películas que llevábamos. 

Después de lo sucedido y ya libres, Manrique me dijo muy apenado que él no quería volver a vernos. E insistió para que aceptáramos 300 pesos cubanos que al parecer le debía a mi familia. Cuando regresé a México conté toda mi experiencia en una serie de artículos para la prensa, y por esa razón me negaron la entrada a la Isla durante los seis años siguientes. 

Pero todo indica que no estabas dispuesta a ceder porque volviste en 1988 y empezaste a interesarte en el arte cubano de la Generación de 1980, surgida a partir del grupo Volumen I, hasta convertirte prácticamente en la embajadora de casi todos los artistas cubanos fuera de la Isla y también en el puente que les permitió salir y exponer en el exterior…

―Durante mi primer viaje un primo de mi padre, monseñor Carlos Manuel de Céspedes García-Menocal, vicario de La Habana, me llevó a casa de otra prima, Feliciana “Fichú” Menocal, que vivía frente al parque Gonzalo de Quesada, también llamado Villalón, en El Vedado. Aquella casa era el punto de encuentro de muchísimos artistas cubanos jóvenes recién egresados del Instituto Superior de Arte, es decir, de la Generación de 1980. Cuando pude volver en 1988, que empecé a interesarme en el tema de la pintura, conocí allí a Arturo Cuenca, Flavio Garciandía, Leandro Soto, Tomás Esson, Moisés Finalé. Incluso, Fichú organizó un encuentro con artistas y con mujeres clave del ámbito de las artes plásticas cubanas en ese momento. En 1989, quise conocer a Tomás Sánchez y fui hasta su casa en Campo Florido, un pueblo al este de La Habana. Esto me permitió organizar poco tiempo después una primera exposición de pintores cubanos en la importante galería mexicana Arvil, encargada de comercializar las obras de Diego Rivera, Frida Kahlo, Francisco Toledo y muchos más, antes de fundar mi propia galería, Nina Menocal, en el Distrito Federal, en 1990. 

Me dice tu primo Juan Luis Morales Menocal, arquitecto y también artista plástico de tu galería junto a su esposa Teresa Ayuso, que en aquella época los artistas cubanos en vez de llamarte Nina Menocal te llamaban “Nina Menos-mal”, como queriendo decir que menos mal que existías ya que gracias a ti habían podido darse a conocer fuera de la Isla e, incluso, exponer y ganar dinero. Cuéntanos sobre esos primeros años de exposiciones cubanas en la capital azteca.

―Organicé muchas exposiciones y fui la primera persona que compró una obra de Tomás Sánchez en una subasta de Sotheby’s. Le enseñé a toda una generación de artistas cubanos la relación del arte con el mercado. De ese modo entendieron que podían comercializar sus obras, venderlas fuera de Cuba y darse a conocer. Nunca se me olvida cuando, después de haber expuesto a Arturo Cuenca y a Tomás Sánchez, tras una exposición en que se vendieron todos los cuadros a alrededor de 15.000 dólares cada uno, quise entregarle en dinero cantante y sonante, como era usual entonces, la parte que le correspondía a Tomás. Pero sucedió que, en ese momento, se coló con nosotros en mi oficina Nisia Agüero, una funcionaria del Ministerio de Cultura cubano y directora del Fondo de Bienes Culturales de La Habana. Cuando le di el dinero a Tomás delante de ella, este se quedó de piedra y, en vez de guardarlo, se lo entregó a Agüero. Entonces, inmediatamente, yo se lo quité de las manos a esta señora y le dije a Tomás que en el capitalismo el dinero era de quien se lo ganaba y que en este caso era el fruto de su trabajo. Se lo devolví, pero él, pensando tal vez en las consecuencias que eso podría tener en un país como Cuba, volvió a darle los billetes a Nisia. Hay que decir que en esa época no se comercializaba el arte de los artistas de la Isla. Creo que, por primera vez, los plásticos se dieron cuenta de que podían vender sus obras ya que el arte hasta entonces pasaba solo por el circuito oficial.

―¿Cómo era tu primera galería? ¿Qué exposiciones organizaste y que vino después?

―En 1990 inauguré Ninart, mi propia galería, que instalé originalmente en la calle Biarritz de la Zona Rosa, la calle más pequeña de todo el Distrito Federal. Me acompañó al principio en esta aventura el artista cubano y amigo Arturo Cuenca, quien falleció en Miami en 2021. Luego, a partir de 1993, con el nombre de Nina Menocal la desplacé hacia la colonia Roma Nortel, en donde permaneció por más de 20 años en una casona del porfiriato, sita en la calle Zacatecas.

En 1991 me convertí en la primera persona que reunió en una misma exposición a artistas cubanoamericanos del exilio con pintores de la Isla. Entre los cubanoamericanos figuraban Félix González-Torres, César Trasobares y Luis Cruz-Azaceta, y entre los de la Isla, René Francisco, Eduardo Ponjuán, Israel León, Adriano Buergo, Ana Albertina Delgado, Glexis Novoa, Alejandro Aguilera, José Bedia, Tomás Esson, Leandro Soto, Carlos Rodríguez Cárdenas, Consuelo Castañeda y muchísimos más. Ese año organicé la exposición “15 artistas cubanos”, cuyos curadores fueron Iván de la Nuez y Osvaldo Sánchez, y para conseguir las visas de muchos de ellos hubo que hacerlos pasar como bailarines gracias a Yolanda Santos de Hoyos, la directora del Ballet de Monterrey. Al vernissage de esa exposición asistió toda la élite del ámbito cultural y artístico mexicano. Allí estaban, por ejemplo, Víctor Flores Olea, primer director de CONACULTA; Diego Salas, director del MARCO de Monterrey e, incluso, Ricardo Legorreta, su arquitecto, así como Eva Gonda de Garza-Lagüera.

Entonces, gracias a la galería, muchos de estos artistas pudieron instalarse en México, algunos con su familia. A casi todos tuve que enseñarles el capitalismo, poco importa si ahora esto puede parecer pretencioso, pero en ese momento fue una realidad. La mayoría tomó luego, como sucede en la vida, otros rumbos. Unos se quedaron en México y otros se fueron a vivir a Nueva York, Miami u otros sitios. De todos, solo dos regresaron realmente a La Habana. 

―Tengo entendido que después abriste tu espacio a artistas mexicanos, españoles, rusos y de otras nacionalidades…

―En efecto, la galería se convirtió poco a poco en una tribuna del arte internacional, y yo empecé a viajar a ferias de arte mundiales en diferentes ciudades y a representar a los artistas con los que trabajaba en Berlín, Venecia, Miami, Basilea, Madrid, etc. Ahora represento no solo a artistas cubanos contemporáneos como Ernesto García, Agustín Bejerano, Katiuska Saavedra, Sandra Ramos, el Atelier Morales, Ángel Delgado, René Francisco, Lidzie Alvisa, entre otros, sino también a Rosa Brun (española), Carlos Amorales, Carlos Aguirre, Perla Krauze y Boris Viskin (mexicanos), Ilya y Emilia Kabakov (rusos), entre muchísimos más que sería largo y tedioso mencionar. He impartido muchas conferencias y curado varias exposiciones a través del mundo. 

―¿En qué proyectos estás enfrascada ahora?

―He fundado el proyecto Ninart-Havana con coleccionistas del mundo entero interesados en el arte cubano contemporáneo. Este proyecto es parte del funcionamiento de la galería. También llevo un blog en el que comparto experiencias estéticas, viajes y memorias familiares o históricas. He escrito La libreta de los errores, unas memorias en las que trabajo mucho, aún en forma de manuscrito y en busca de editor.

Tu decisión de viajar a Cuba y de convertirte en la década de 1990 en el puente de los artistas de la Isla con el mundo exterior te ha valido muchas críticas por parte de quienes ven en esa decisión una traición, descendiendo como desciendes de una de las familias pudientes de Cuba. ¿Qué puedes decir de esto?

―Mi familia participó activamente en el mecenazgo de arte durante todo el período republicano cubano. Pienso que la cultura cierra y sana las heridas, y es cierto que tras el triunfo de la insurrección de 1959 perdimos todos las propiedades, además de otros bienes, confiscados por el gobierno castrista. He recibido el rechazo de cubanos exiliados que no entienden que haya podido volver al sitio del que prácticamente fuimos expulsados. Respeto y entiendo esta posición que era, como ya dije, la de mis padres en 1982, cuando les comenté que deseaba viajar a La Habana. 

Ahora bien, gracias a este regreso y a mi trabajo constante como galerista, a las obras que he dado a conocer a través de todo el mundo, a los coleccionistas y a las perspectivas que he abierto para decenas de artistas, he recuperado, si no todo, al menos un poquito de lo mucho que perdimos en la Isla. En cierta medida no me quedé dada. Creo que es así como se dice en Cuba, cuando alguien te da un golpe y te quedas de brazos cruzados esperando no sé qué.

Publicación fuente ‘Cubanet’