William Navarrete: Entrevista a Elizabeth Burgos / ‘El postcastrismo ha demorado más de la cuenta’
Conocí a la antropóloga francovenezolana Elizabeth Burgos en 1996 cuando un grupo de activistas de diferentes nacionalidades fundó la asociación Sin Visa, cuya publicación homónima intentaba denunciar la ya larga dictadura castrista. En alguna que otra ocasión el grupo, encabezado por el periodista argentino Jorge Masetti, se reunió en casa de Laurence Debray, hija de Elizabeth Burgos y de Régis Debray, quien colaboraba entonces con el grupo. Fue en una de las presentaciones de la revista, en la Casa de América Latina de París, donde por primera vez me encontré con quien también había sido, entre 1984 y 1989, la directora de esta institución emblemática de la cultura latinoamericana en la capital francesa.
En 1989 fue nombrada por el Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia directora del Instituto francés de Sevilla, centro desde donde se organizó la presencia cultural francesa en la Exposición Universal de 1992, la festividad de mayor relieve con la que España celebró el quinto centenario de su descubrimiento de América. Luego fue nombrada agregada cultural en la Embajada de Francia en Madrid. En 1996 colaboró con la creación, en esa capital, de la asociación Encuentro de la Cultura Cubana, que dirigió hasta su fallecimiento en mayo de 2002 el escritor cubano Jesús Díaz, a quien Elizabeth Burgos había conocido en La Habana a finales de la década de 1960. De aquella amistad y de las posiciones críticas que ambos adoptaron luego con respecto al castrismo, surgió la colaboración de la antropóloga y analista con la revista, de la que incluso fue, durante varios años, parte de su Consejo de Redacción. De hecho, fue en la casa de Burgos en París, calle de Bourgogne, en donde conocí al fundador de Encuentro hace dos décadas y media. Yo, con 25 años menos que hoy, apenas debutaba en aquel ámbito, lo que no constituyó un impedimento para que Elizabeth me abriera las puertas de su casa como si nos conociéramos de toda una vida.
En esa época, Venezuela cayó en las garras del chavismo. Los vastos y profundos conocimientos del aparato político-militar cubano de Elizabeth Burgos la han convertido en una de las analistas con más bagaje acerca del engranaje del poder cubano y la nefasta influencia de La Habana en la cúspide del gobierno venezolano. A menudo le he oído decir que Venezuela no es otra cosa que un “protectorado” de Cuba. Es necesario disponer del caudal de información de la entrevistada para entender por qué.
Hasta ahora, todos los entrevistados de esta serie han sido cubanos exiliados nacidos antes del 1° de enero de 1959. Dado sus diversos orígenes y trayectorias sus testimonios pueden ser considerados un modesto aporte a desentrañar, como si de arqueología se tratase, lo que fue aquella Cuba y lo que vino inmediatamente después de la llegada del castrismo a la Isla.
Esa nueva fase de la historia cubana que el oficialismo ha llamado “triunfo revolucionario” trajo también una oleada de extranjeros, entusiasmados por los ideales de justicia que proponía aquella gesta, cuanto más que su juventud y contexto geográfico la situaron lejos de las ortodoxias estalinistas que muchos ya habían rechazado. Para tener una visión más amplia de estas cuestiones he decido iniciar un nuevo ciclo de entrevistas en el que expresen sus puntos de vista los visitantes extranjeros que, de una forma u otra, frecuentaron las instancias oficiales cubanas durante las dos primeras décadas de castrismo.
―Naciste en 1941 en Valencia, Venezuela, capital del estado Carabobo que el auge petrolero convirtió en centro industrial del país. ¿Cómo describirías tus dos primeras décadas de vida y qué influencias pudiera haber tenido el modo de vida de entonces en tu propia trayectoria?
―Valencia, a unos 160 kilómetros al oeste de Caracas, en las inmediaciones de la Cordillera de la Costa, era una ciudad refinada de reputación conservadora. Tras la Segunda Guerra Mundial, el gobierno decidió desarrollar una política migratoria pues el auge petrolero le permitió traer mano de obra europea. Llegaron muchos inmigrantes de distintas nacionalidades europeas que aportaron costumbres nuevas a una sociedad que más bien era tradicional. Abrieron restaurantes y cafés que no existían antes, accesibles a la clase media, modificando notablemente las costumbres sociales. Esos europeos, muchos de origen italiano y portugués, aunque también provenientes de Europa del Este, tenían hijos con los que, de repente, nos encontramos compartiendo en las aulas sin que ellos hablaran todavía español. Tuve compañeras de colegio polacas y letonas. Recuerdo que me encantaba ir a sus casas porque me ofrecían platos diferentes que no eran los que solíamos preparar en los hogares venezolanos.
Venezuela comenzó su modernización cuando el dictador Juan Vicente Gómez comenzó a transformar la economía agraria del país en economía petrolera. Esa bonanza económica tuvo su auge mayor a partir de la década de 1950.
En esa época Venezuela se convirtió en un país cosmopolita. Acogimos a aquellos extranjeros con gran cariño; nunca existieron sentimientos de xenofobia de nuestra parte hacia ellos. Luego también llegaron muchos cubanos exiliados del castrismo. Después de Estados Unidos, Venezuela fue el país que más cubanos acogió durante el gobierno de Rómulo Betancourt. En los autobuses podíamos escuchar todos los idiomas. Durante las dictaduras militares, llegó también una ola de inmigrantes proveniente del Cono Sur americano. Imagino lo que deben sentir los venezolanos, tan acogedores con los extranjeros en el pasado, cuando hoy en día obligados a huir la dictadura chavista padecen el rechazo y la xenofobia en muchos de los países a donde emigran.
―¿Se tenían noticias de Cuba y de la guerrilla contra Fulgencio Batista comenzada a mediados de la década de 1950?
―Dos presidentes venezolanos habían vivido exiliados en Cuba. El primero, Rómulo Betancourt, llegó a La Habana en 1949 y permaneció en Cuba hasta el golpe de Estado de 1952 que puso fin al gobierno de Carlos Prío Socarrás. El segundo fue Rómulo Gallegos, quien llega a Cuba expulsado de Venezuela, el 5 de diciembre de 1948. En ese periodo escribe La brizna de paja en el viento, muy interesante novela cuya protagonista es la propia Isla. Es como un tratado de antropología global de todas las facetas del país, sociales, económicas, políticas, incluso la política inmediata, de ahí que la Universidad de La Habana aparezca como una protagonista central. Un hecho curioso que demuestra la intuición del novelista es uno de los personajes protagónicos que hoy podemos fácilmente reconocer: Justo Rigores, un alter ego de Fidel Castro, quien funda (tanto en la novela como en la vida real) una escuela de pistoleros para enseñar a disparar en el seno de la propia Universidad. Gallegos tilda a Rigores-Castro de “aprovechador envalentonado”, alguien que sabía sacar provecho de las revueltas y los descontentos. La novela está dedicada a sus amigos cubanos Raúl Roa y Sara Hernández Catá.
Con la modernidad llega también a Venezuela la televisión y la radio. Vivíamos informados de todo cuanto pasaba en el mundo y debido a la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958, el interés se volcó hacia la lucha que se estaba llevando a cabo en la Sierra Maestra. Radio Continente era la más popular de todas y a través de sus ondas el país pudo escuchar la radionovela cubana El derecho de nacer. No hay que olvidar tampoco que la emisora transmitía directamente los programas de Radio Rebelde. Ver en la televisión, por otra parte, a los jóvenes barbudos cubanos en las pantallas de nuestros televisores, era como tener a Hollywood en vivo en tu propia casa. Todo aquello iba dándole un aura de prestigio a la Revolución Cubana.
A finales de la década de 1950, llegaron a Venezuela muchos exiliados huyendo de Fulgencio Batista, un dictador que para nosotros era similar al de Venezuela, el general Marcos Pérez Jiménez. Yo estudiaba entonces el bachillerato y estaba inmersa en esas luchas estudiantiles contra la dictadura. Con la llegada de la democracia a mi país, llegaron también delegaciones de dirigentes de los partidos y organizaciones de oposición cubanos, y fue así como se celebró y firmó en Venezuela el “Pacto de Caracas” que configuraba el gobierno que asumiría el poder en Cuba tras la caída de Batista, un hecho que demuestra el apoyo que se le daba a la oposición cubana desde el propio gobierno venezolano. De más está decir que veíamos con muy buenos ojos las luchas antibatistianas.
Ya con la democracia instalada en Venezuela, quisimos demostrar nuestra solidaridad con los cubanos: se decretó a nivel nacional una campaña de colecta de fondos para enviarlos a la Sierra llamada “Un bolívar para la Sierra Maestra”. Incluso, el contralmirante Wolfgang Larrazábal, presidente de la Junta de Gobierno que asumió el poder tras la caída de Pérez Jiménez hasta la celebración de las elecciones presidenciales, fue quien autorizó en diciembre de 1958 el envío de un avión que salió del aeropuerto de Maiquetía con siete toneladas de cajas de armas y municiones para la Sierra. En ese avión que aterrizó en un aeropuerto improvisado en las estribaciones de las montañas del Oriente cubano, viajó, entre otros, Manuel Urrutia Lleó, efímero presidente designado por Fidel Castro tras la toma del poder y obligado a renunciar y a exiliarse pocos meses después.
Pero, tal como fue acordado con la Junta Provisional de Gobierno, se celebraron elecciones presidenciales que colocaron a Rómulo Betancourt en el poder, y con la llegada de este al poder los vientos en favor de la Revolución Cubana no soplarían de la misma manera.
―Pero en esa época creo que tenías tus ojos puestos en Europa, que era lo que realmente te interesaba entonces…
―En efecto, Europa siempre había estado en mi imaginario y aspiraciones. En la familia tuvimos a varios exiliados que se instalaron en Europa durante la dictadura de Gómez, como un primo de mi madre que era filósofo, otro violinista y director de orquesta, y otra prima, poeta. De modo que debido a todo eso, sumado al contexto de los muchos europeos que habían llegado al país, Europa se convirtió en una presencia atractiva. Todavía no había surgido el prototipo del venezolano poseído por la pasión del consumo miamense. Yo leía mucha literatura, en particular francesa, y había despertado en mí la curiosidad intelectual y las ganas de visitar Europa, en particular París.
En efecto, estando todavía en el liceo me afilié a las Juventudes Comunistas y ese fue sorpresivamente el paso previo que me permitió viajar a Viena, invitada a participar en el VII Festival de la Juventud y de Estudiantes que organizaba ese año en la capital austríaca la Federación Mundial de la Juventud Democrática, aunque dependía de Moscú. Era el primero que se celebraba fuera de los países del bloque socialista y, por supuesto, estuvo marcado por el acontecimiento de la Revolución Cubana y la naciente democracia venezolana. Asistían al evento más de 18.000 jóvenes provenientes de 112 países del mundo. Sin embargo, no podíamos regresar sin antes haber visitado la cuna de la revolución y fuimos invitados a Moscú. Viniendo de la modernidad venezolana, mi impresión de Rusia fue bastante negativa. Tuve la ventaja de viajar por tren desde Austria, y pude así contemplar la pobreza de los pueblos de la URSS que atravesábamos, además del control policial. Algo que me fascinó, es que recitaban poesía por los altavoces del tren.
Al llegar a Europa occidental me sentí como en mi casa. Cuando venía de vuelta de Moscú para tomar el avión de regreso en el aeropuerto de Roma, el tren paró en Venecia. Fue allí cuando decidí cambiar mi billete a Roma, por uno rumbo a París. Así fue como llegué a la capital francesa y rápidamente me integré a la vida de las chicas que venían a Francia a aprender el francés y trabajaban como niñeras en familias francesas. Ese trabajo, destinado a las estudiantes extranjeras, permitía que te integraras a la familia, pues te ofrecían el alojamiento, la comida y un pequeño sueldo a cambio de horas de presencia y fuera de tus horas de clases. El trabajo consistía en acompañar a personas mayores, u ocuparse de los niños al regreso de sus escuelas, lo que tenía la ventaja de que se aprendía rápidamente el francés. Incluso, me tocó trabajar con la familia norteamericana de un funcionario de la embajada de Estados Unidos. Allí conocí personas muy interesantes, entre otros, el artista-fotógrafo Man Ray y su esposa, que me adoptaron y que solía visitar en su taller. La pareja se percató de mi gusto y conocimiento de la pintura. Conocí y trabé amistad, en particular, con los pintores venezolanos que luego alcanzaron fama: Jesús Soto, Carlos Cruz-Diez, etc. En aquel entonces, había en la capital francesa un grupo de intelectuales, artistas plásticos, escritores de alto nivel. En realidad, conocí el mundo intelectual y artístico de Venezuela en París.
―Pero antes de llegar a Europa te dio tiempo a ser testigo de la acogida que le dio Caracas a Fidel Castro apenas 26 días después del triunfo revolucionario…
―Fidel Castro llegó a Caracas el 23 de enero de 1959 acompañado por Pedro Miret, Celia Sánchez, Violeta Casals (que era la presentadora de Radio Rebelde en la Sierra), Luis Orlando Rodríguez, Guillermo Cabrera Infante y otras personas de su séquito. Esa visita tuvo mucha repercusión en el país. Miles de venezolanos lo recibieron entusiasmados, incluso el presidente de la Junta de Gobierno, el contralmirante Wolfgang Larrazábal. La acogida fue tan impresionante que el propio Castro reconoció que había superado a la que le brindaron los cubanos al llegar días antes a La Habana. Pronunció tres discursos públicos en los que expuso su pensamiento estratégico y con mucha claridad todo el proyecto político que cumplió a cabalidad durante todo su reinado exportando la revolución hacia todo el continente. Todo le fue de maravillas hasta que, el 26 de enero, poco antes de su regreso a La Habana, se entrevistó con Rómulo Betancourt en su residencia de Baruta, quien ya había sido electo presidente de la República, pero que todavía no había asumido el mando. Castro le pidió dinero y petróleo gratis. Betancourt le dijo que él no disponía del petróleo como si fuera su propiedad y dinero no tenía, pues el gobierno anterior había dejado las arcas vacías.
En ese momento, Betancourt se convirtió en el primer presidente latinoamericano que rechazó abiertamente a Fidel Castro, pues sabía quién era el personaje, ya que durante su exilio cubano había conocido su reputación de estudiante vinculado con el gangsterismo en el seno de la Universidad. Este fue el preámbulo que culminó con la decisión de Betancourt de romper relaciones diplomáticas con La Habana el 11 de noviembre de 1961, consecuencia de los desembarcos de armas que llegaban desde Cuba para armar a las guerrillas que, impulsadas por la Isla, habían comenzado a operar en las montañas de Venezuela, además de los múltiples disturbios e intentos de golpe militar en las bases de Carúpano y Puerto Cabello, que habían ocurrido en el país alentados por influencia de Fidel Castro.
Betancourt respondió a la guerra con la guerra, único presidente civil latinoamericano que lo decidió entonces. Fue la primera guerra que libró el castrismo contra una democracia.
―¿Coincide esto con tu regreso a Venezuela y tu primer encuentro con Régis Debray?
―Regreso de Francia en 1963, casi al final del gobierno de Rómulo Betancourt. La guerrilla alentada por el castrismo había logrado generar una atmósfera de inestabilidad, en particular en Caracas, y en la Universidad que comencé a frecuentar esperando matricularme en Antropología, algo para lo que no me dio tiempo pues los acontecimientos posteriores me llevaron a abandonar el país.
La Universidad se había convertido en un centro de acopio para la guerrilla. La represión se acentuó durante el período electoral. Algo nunca visto iba a suceder, pues Betancourt, en lugar de aferrarse al poder según la tradición latinoamericana, pudiendo haberlo hecho gracias a su popularidad, entregó el mando a su sucesor como lo había prometido. Entonces, la guerrilla y los comunistas llamaron al pueblo a la abstención creyendo que serían escuchados por la población. Pero el pueblo no escuchó, y votó masivamente por el candidato socialdemócrata, Raúl Leoni, quien salió electo. La abstención fue muy baja. Se trataba de la primera derrota en América Latina del dogma de la lucha armada.
Esa derrota fue inesperada, pues el movimiento armado había comenzado con dos “victorias” importantes. Primero: la de lograr que el Partido Comunista, liderado por antiguos dirigentes como los hermanos Gustavo y Eduardo Machado, y Pedro Ortega Díaz (quienes no eran realmente partidarios de la lucha armada, aunque rebasados por la juventud del Partido), terminaron apoyando esa aventura. Dos: que la juventud de Acción Democrática, el partido que ejercía el gobierno, dividiera a la organización, conformara el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) y se sumara a la lucha armada. La unión de esas dos fuerzas militares, el PC y el MIR, se convierte en el mayor baluarte, en guerra contra la democracia. Ese sector, 40 años más tarde, logró derrotarla.
La guerrilla, de la cual el frente más descollante fue el José Leonardo Chirinos, en la zona del Falcón, encabezado en particular por Douglas Bravo y Teodoro Petkoff, tenía una gran repercusión en el ámbito internacional pues se esperaba que Venezuela se convirtiera en la nueva Cuba. Las redes de propaganda internacional funcionaban a tope.
En ese contexto, interesado en convertirse en testigo de una revolución (pues se había perdido la cubana), llegó a Caracas Régis Debray, joven francés de 23 años y estudiante de la Escuela Normal Superior de París. Venía con la intención de rodar un documental sobre la guerrilla en la zona del Falcón. En la Universidad Central yo solía visitar a mi amigo, el profesor Oswaldo Barreto, miembro del Partido Comunista y colaborador de la guerrilla. Él había estudiado en París, hablaba muy bien el francés y se había hecho amigo de Régis, además de ser su contacto con la guerrilla. Fue en su oficina en donde vi por primera vez a Régis.
La ola de represión llegó hasta Oswaldo pues fue detenido y encarcelado, y durante los interrogatorios, le preguntaron por nosotros. Gracias a que logró avisarnos fue que decidimos escapar del país, pero como no teníamos dinero para boletos aéreos emprendimos un viaje por tierra, viajando de pueblo en pueblo, atravesando la frontera con Colombia a través de Cúcuta. De pueblo en pueblo, a través de pampas, cordilleras y desiertos, llegamos hasta Chile, y luego a Bolivia.
―¿Fue este viaje el que te permitió conocer desde dentro a América Latina?
―Fue un viaje iniciático pues íbamos de pueblo en pueblo en autobuses, trenes o camiones de carga. Esto nos permitió sentir, oler, escuchar lo más profundo del continente. Mi obsesión entonces era conocer Bolivia que, como sabemos, fue un invento de Simón Bolívar. En Bogotá me enteré de que el director de teatro Enrique Buenaventura, que yo había conocido en París, dirigía un teatro en Cali, y hasta allí fuimos a verlo. Fue él quien me dio cartas de recomendación ante amigos suyos para que nos acogieran en los diferentes países fronterizos. Gracias a una de esas cartas, al llegar a Quito, fuimos recibidos por el pintor Oswaldo Guayasamín, de quien nos hicimos grandes amigos; nos recibió en su casa y hasta pintó nuestros retratos.
En cada país veíamos a gente de izquierda que compartía las ideas castristas, es decir, comunistas y opuestas a la línea de Moscú. Al llegar a Lima, fuimos a entregarle la carta de recomendación de Buenaventura al director de teatro Reinaldo D’Amore quien, al conocer nuestro deseo de ir a Bolivia, nos puso en contacto con Liber Forti, también director de teatro, entre otros oficios, pues como buen anarquista de la época, ejercía como linotipista y consejero cultural de la Central Obrera Boliviana. Forti era sobre todo uno de esos “personajes inolvidables”, cuya única religión era la amistad. No llamaba por el nombre a las personas que quería, sino “hermano” o “hermana”. Estaba en el Perú porque lo habían expulsado de Bolivia por sus labores con los sindicatos mineros, muy poderosos en aquel entonces. Fue él quien nos abrió las puertas de Bolivia, ya que nos dio cartas de recomendación para sindicalistas, expresidentes de la República, etc.
También conocimos al periodista Genaro Carnero Checa, célebre por haber publicado El Águila rampante. El Imperialismo yanqui sobre América Latina, una persona muy comprometida políticamente y muy activa. Nos puso en contacto con miembros del llamado Frente de Liberación Nacional con quienes asistimos a un homenaje en honor del célebre marxista José Carlos Mariátegui por el aniversario de su muerte en el cementerio de Lima. Esto coincidió con un momento en que se estaba organizando una guerrilla en Perú, cosa que Régis y yo ignorábamos. La policía, que controlaba a todos los grupos de izquierda, vio a dos personajes desconocidos, en particular, uno muy blanco y rubio. Nos pidieron que nos identificáramos. A mí, por ser venezolana, inmediatamente me consideraron altamente sospechosa (ya se hablaba mucho de la guerrilla de Venezuela en la prensa). A Régis le habían robado el pasaporte en un autobús y tenía un salvoconducto de la Embajada de Francia, algo que resultaba aún más sospechoso. Entonces nos detuvieron. Los titulares de los periódicos daban cuenta de la detención de un agente ruso apellidado “Debrovski”, en vez de Debray, con toda la consonancia soviética que esto podía tener entonces. A mí, con el perfil que tenía como venezolana, también me asociaron rápidamente a la guerrilla de mi país. Me llevaron a la cárcel de mujeres de Chorrillos, pero al cabo del tiempo, como no encontraron prueba alguna de una actividad subversiva determinada en Perú, me liberaron. Por otra parte, la Embajada de Francia intervino por Régis demostrando que no era ruso. Pese a ello, nos expulsaron del país. Fue así como nos llevaron en un avión militar hasta cerca la frontera con Chile para expulsarnos.
Así llegamos, atravesando el desierto de Atacama, hasta Santiago de Chile, en donde permanecimos un tiempo. Recuerdo que el país estaba viviendo la agitación de la campaña electoral en la que Salvador Allende y Eduardo Frey eran los candidatos.
―¿Entonces fue ese el primero de los múltiples viajes que después tuviste que hacer a Bolivia?
―Estuve en La Paz hasta la caída del presidente Víctor Paz Estenssoro tras el golpe de Estado del 4 de noviembre de 1964. Gracias a un amigo, René Zavaleta Mercado, brillante sociólogo y filósofo, quien entonces era ministro de Minas y Petróleo, comencé a trabajar en este ministerio en La Paz. Régis siguió viaje a Argentina, Uruguay y, por último, a Brasil, en donde tomó un barco de regreso a París, pues lo esperaban sus estudios que debía terminar ese año.
Tras el golpe en Bolivia, Zavaleta se refugió en la embajada venezolana y se fue a Venezuela como exiliado. Yo hubiera podido quedarme, pues el golpe del general Barrientos no desencadenó una represión, sino que, por lo contrario, se celebraron después elecciones y fue electo presidente constitucional. Pero Régis entonces me propuso ir a París. De este modo, hice una escala en Caracas, a donde fui a ver a mi familia, y aunque inicialmente me dejaron entrar en el país, luego no me dejaron salir al darse cuenta de que por el arresto del Perú mi nombre aparecía en un fichero internacional. Me apresaron entonces unos días y luego me expulsaron, prohibiéndome la entrada a Venezuela. Finalmente, a principios de 1965, pude llegar a Francia.
―Hasta ahora simpatizan con la Revolución Cubana pero nunca han puesto los pies en Cuba. ¿En qué momento ocurre tu primer viaje a la Isla y en qué condiciones?
―A mí no me interesaba particularmente ir a Cuba. A Régis sí, pues ya había estado en 1961 y por eso su deseo de rastrear otra revolución. Entre tanto, nuestro amigo Oswaldo Barreto había salido de la cárcel y se encontraba en Argelia. A Cuba le interesaba que el centro de la lucha armada se diversificara, de modo que Argel se convirtió, junto con La Habana, en uno los centros principales de diplomacia de la guerrilla, una idea que compartía Ben Bella.
Régis había publicado ya en Les Temps Modernes, la revista dirigida por Jean-Paul Sartre, su artículo “El castrismo o la larga marcha de América Latina”. Barreto la recibió y se le dio a leer al Che, que había llegado a Argel, donde pronunció aquel famoso discurso contra los soviéticos.
Fuimos entonces como “invitados especiales” a la Conferencia Tricontinental, aquella célebre reunión celebrada durante la primera quincena de enero de 1966 en La Habana, de modo que llegamos a la capital cubana a finales de la última semana de diciembre de 1965. Y en la sala de espera del aeropuerto de Praga recuerdo haber visto a Mario Monje, secretario general del PC boliviano, a Cheddi Jagan, el primer ministro de Guyana y, más tarde, gran aliado de Cuba, así como a Claude Couffon, traductor al francés de los grandes poetas latinoamericanos.
Nos hospedaron en el antiguo hotel Habana Hilton, convertido en Habana Libre: Nuestra vecina de habitación era Josephine Baker. La Tricontinental congregó a más de 500 delegados de África, Asia y América Latina comprometidos con las luchas anticoloniales de los africanos, además de los vietnamitas, que se enfrentaban a la guerra de Estados Unidos, y de los latinoamericanos, que no eran colonias y nadie les hacía la guerra, pero acataban la línea cubana de lucha armada.
―¿Cuál fue tu primera impresión de La Habana?
―Me pareció una ciudad muy bella y moderna. Me impresionó la luz, los colores, la gente. Pero la impresión negativa que tuve fue la extrema militarización y el despliegue militar que había por todas partes. Como venía de las experiencias de las dictaduras militares que desde la independencia habían gobernado Venezuela, todo lo que fuera ostentación militar me despertaba rechazo y Cuba significaba esa ostentación por donde quiera que se le mirara. A esta impresión negativa puedo añadir que tampoco me gustaba la cantidad de azúcar que le echaban los cubanos a casi todo, jugos, postres y bebidas. Al punto que, estando hospedada en los inicios en el llamado Habana Libre, le pedí a los empleados de la cafetería que no me pusieran azúcar en el jugo y lo hacían de todas maneras. Terminé mintiéndoles. Les dije que padecía de diabetes y que era una invitada personal de Fidel Castro y que si me pasaba algo ellos tendrían que responder ante el “Comandante”. Resulta gracioso, pero no tuve otra alternativa para acabar con aquella obsesión.
―¿Supieron inmediatamente lo que se esperaba de ustedes, es decir, la participación de Régis Debray en Bolivia, donde Fidel Castro pretendía comenzar una nueva guerrilla?
―No. Fidel Castro, nos invitó a quedarnos para participar en el proyecto revolucionario internacional decidido durante la Conferencia Tricontinental. Inmediatamente comenzamos el entrenamiento militar. Esa fue la razón por la que vivimos en Cuba de 1966 a 1968. Nos alojaron en un apartamento al final de Miramar, llegando ya a lo que se llama la Playa de Marianao.
Existía lo que se llama la “compartimentación”, es decir, ningún funcionario cubano revelaba en qué lugar estaban preparando la guerrilla, aunque lo sospechábamos dada la cantidad de bolivianos que había entre los candidatos a guerrilleros, por encima de otras nacionalidades tales como guatemaltecos, colombianos, quebequenses, que eran militantes por un Quebec Libre, e incluso Black Panthers norteamericanos. Tampoco sabíamos oficialmente, aunque sí lo intuíamos, que el Che estaba viviendo clandestino en Cuba. Régis realizó un primer viaje a Bolivia para realizar una prospección de terreno para el asentamiento de la guerrilla; yo me quedé en La Habana, él regresó y luego volvió a ser enviado a Bolivia cuando ya el Che se encontraba en este país. Durante ese tiempo no veíamos a nadie, excepto a Fidel Castro y a los funcionarios encargados de las misiones en el exterior.
―¿Crees que Fidel Castro premeditó enviar al Che a Bolivia para quitárselo de encima o para abandonarlo a su suerte?
―Cuando estás en medio de la acción se oscila entre el proyecto bien organizado y lo no premeditado porque constantemente suceden cosas imprevistas. No creo que Fidel Castro hubiese premeditado abandonarlo por mucho que le conviniera quitárselo de encima, pues al mismo tiempo también su propósito era el de exportar la revolución en todo el continente y la figura del Che Guevara era la única que, según él, podía levantar a las masas, algo que los otros líderes guerrilleros no habían logrado. En el momento del proyecto boliviano, las guerrillas más importantes, como las de Venezuela y Perú, habían fracasado. El sentimiento mesiánico que embargaba, tanto a Fidel Castro como al Che Guevara, los hacía creerse infalibles, y que todo el mundo los seguiría, como había sucedido en Cuba. Incluso, luego se supo que el Che había pedido ir a la guerrilla en Venezuela, pero el PCV lo rechazó; se oponía a que un extranjero viniera a dirigir la guerra. El mismo argumento de Mario Monje en Bolivia. Para Fidel Castro era de suma importancia que el proyecto boliviano del Che, que estaba destinado a encender los países limítrofes, tuviera éxito, para demostrarle a la URSS lo correcto de su voluntad de expansión de la revolución, pues la Unión Soviética se oponía a ello. Las experiencias de las derrotas de las guerrillas venezolanas y peruanas les demostraron a Moscú que el aventurerismo de Castro era iluso. Lo demuestra la aceptación por Castro de la sovietización de Cuba tras la muerte del Che y el fracaso de encender la pradera desde Bolivia. A partir de ese fracaso, se impuso la línea de Moscú. Hasta los uniformes de las FAR se hicieron rusos. Fidel y Raúl Castro comenzaron a usar uniformes de generales soviéticos.
La incógnita que sí ha quedado fue la elección de la zona donde se desarrollaron las acciones de la guerrilla, intrincada, agreste y con escasas posibilidades de sobrevivir. Evidentemente, se escogió esta última y el resultado ya sabemos cuál fue, aunque tal vez hubiera sido el mismo.
―¿A ti nunca te propusieron sumarte a la guerrilla? ¿Qué pasó después del encarcelamiento de Régis Debray?
―Yo quedé como “reservista” en La Habana y es muy probable que si los acontecimientos se hubieran desarrollado de otro modo pensaban que, una vez asentado el foco guerrillero, todos nos incorporarían, como ya había sucedido en Cuba. Y si la guerra era “larga y prolongada”, se optaba por el modelo maoísta, el de “la larga marcha”. Otra posibilidad era que me enviaran a operar en zonas urbanas, dado mis conocimientos de idiomas y mi experiencia por haber conocido varios países, tanto europeos como latinoamericanos. De todas formas, el 20 de abril de 1967, desde el momento en que capturaron a Régis Debray junto al pintor argentino Ciro Roberto Bustos, en la zona de Muyupampa, mi vida cambió radicalmente. Me quedé en Cuba hasta la muerte de Ernesto Guevara. Antes no podía salir de Cuba por razones de seguridad. Tras la derrota de la guerrilla, ya no había peligro alguno.
Cuando eres familia o tienes vínculos estrechos con alguien que es rehén tienes como tarea negociar. Solo un año después, gracias a las gestiones de la Embajada de Francia en La Paz, pude viajar a Bolivia. De modo que lo primero que negocié como compañera sentimental de Régis fue el derecho de visita. Las autoridades militares me pusieron como condición que contrajera matrimonio para legalizar mi condición de esposa, de otra manera me negaban la autorización. El 12 de febrero de 1968, me casé con Régis en la prisión de Camiri como condición impuesta por el gobierno boliviano para autorizarme las visitas.
Como me consideraban agente del gobierno cubano me prohibieron regresar a la Isla, pero en realidad continué yendo y pasando por Argelia, Moscú o Praga, pues, cada vez que lograba la autorización para ver a Régis, Fidel Castro pedía verme personalmente.
―¿Cómo se desarrollaban estas visitas frecuentes que realizaste a Bolivia estando Régis Debray encarcelado?
―Tras la ejecución del Che Guevara, y de todos los guerrilleros que caían vivos, la imagen internacional del ejército boliviano era execrable, de modo que, para cambiarla y demostrar humanidad, intentaban crear una puesta en escena mediática con la celebración de la boda para demostrar al mundo que tenían muy buen sentido de la justicia. Nunca me permitieron quedarme en Bolivia, o sea, que llegaba a Camiri con la autorización y me alojaba en la pensión Marietta, cuyo dueño era un italiano llamado Federico Forfori y donde me recibían siempre como si fuera parte de la familia. A veces el jefe de la división militar que operaba en la ciudad de Camiri, por puro capricho, me negaba el acceso a la prisión haciendo caso omiso de la autorización del Alto Mando de La Paz, y me hacía viajar de nuevo a La Paz para solicitar la intervención de la Embajada de Francia.
―¿Cómo definirías la personalidad de Fidel Castro?
―Es alguien que vivió poseído por la voluntad de ser un personaje mayor de la Historia. De ego sobredimensionado. Desde muy temprano supo que ese papel mundial histórico solo lo alcanzaría en la lucha contra un enemigo superior: tuvo la suerte de tener, además, en su cercanía, a Estados Unidos. Ya desde la Sierra Maestra, en una carta dirigida a Celia Sánchez, expresaba que su destino era hacerle la guerra a Estados Unidos, cosa que realmente cumplió, aunque en gran medida, se tratase solamente de una guerra de ficción hasta el fin de sus días, pues ni siquiera tuvo que desplazarse. Bolívar, Napoleón, Alejandro Magno, etc., todos tuvieron que hacer esfuerzos físicos desmedidos. Fidel Castro logró ese estatus de héroe sin haber librado batalla alguna, ni siquiera la de Playa Girón.
Se adelantó a la civilización de la ficción, de los efectos especiales que estamos viviendo hoy. Inventó una guerra que no existía. El escritor cubano Antonio José Ponte tiene un excelente libro en el que describe un país, Cuba, convertido en una ruina similar a un país bombardeado, sin haberlo sido en realidad. Fidel Castro inventó una guerra anticolonial en América Latina. Les inculcó a los latinoamericanos que eran colonizados por Estados Unidos y que debían luchar contra el colonialismo, al igual que las colonias africanas colonizadas por países europeos. Desde entonces, los latinoamericanos acataron esa versión y viven sumergidos en esa ficción de lucha anticolonial, olvidando que ya contaban con el mito fundacional de la independencia y de sus héroes: Bolívar, San Martín y todos los demás.
La voluntad mesiánica de Fidel Castro fue favorecida por el hecho de haber nacido en Cuba pues la historia de la Isla y su posición geográfica la convirtieron en un centro de imperios. Es así cómo los cubanos aprenden a lidiar con potencias imperiales. Desde siempre estuvieron bajo la égida de imperios. Primero con el imperio de la Monarquía católica hispana, luego con la “República imperial” estadounidense (con la cual, por cierto, ya mantenía relaciones desde la época de las Trece colonias), más tarde con la URSS, y hoy prosigue cual Celestina, jugando entre los múltiples candidatos imperiales que intentan derrotar la preeminencia de la que hasta ahora ha gozado Occidente.
Con los cubanos, Fidel Castro ha sabido aprovechar el trauma de que su país obtuviera la independencia gracias a la ayuda de Estados Unidos y la consecuente intervención. Por supuesto, su gran logro fue convencer a los latinoamericanos de que ellos tenían una historia similar a la cubana; de que también eran víctimas, que habían sido ocupados por el Imperio norteamericano y que no tenían independencia.
En la relación personal, Fidel Castro empleaba su caudal de simpatía y seducción. Si notaba que no caías en las redes de ese encanto se cohibía, perdía el centro, se dislocaba. Conmigo se dio cuenta de que yo no funcionaba con el juego de la seducción, de modo que cuando nos veíamos tratábamos temas precisos.
Era muy intuitivo, siempre tenía bajo la manga varias soluciones para un mismo problema; nunca caía desprevenido. Siempre debía tener en sus manos el desenlace de todo conflicto. Era un pragmático que se inspiraba de todas las técnicas de poder que le permitiera ejercerlo de manera absoluta, fuera de inspiración fascista, fuera de inspiración leninista. Esta última es la máquina más certera para hacerse con el poder y él la conocía perfectamente.
―¿Qué consecuencias crees que ha tenido la Revolución Cubana para América Latina y el resto del mundo?
―Independientemente de las posturas binarias que trato siempre de eludir no cabe duda alguna de que el castrismo le puso freno a la democratización del continente. Si hacemos un balance hoy en día, podemos afirmar que significó un retroceso en el desarrollo de una cultura democrática en el continente. Tomemos el ejemplo de Venezuela: antes del chavismo los venezolanos habían adquirido conciencia de lo que era la libertad durante cuatro décadas, tras el fin de la dictadura de Pérez Jiménez. Hay que decir que Rómulo Betancourt llevó a cabo la obra política más moderna de Hispanoamérica cuando trajo a la democracia como ideología rectora durante la revolución democrática que emprendió. Si lo miramos desde este ángulo, la verdadera revolución la hizo entonces Betancourt, pues fue capaz de conducir al país de una república militar a una república civil. De cuatro universidades Venezuela pasó a tener unas 20, por solo citar un ejemplo del enorme avance que aquella transición significó.
Por su parte, Fidel Castro era un gran improvisador y esto, unido a su audacia y carácter temerario, hicieron que Cuba se convirtiera en una potencia política a escala mundial. Por supuesto, a expensas de la muerte de miles de latinoamericanos. Pero si leemos detenidamente los tres discursos que pronunció durante su visita a Caracas en enero de 1959 nos damos cuenta de que todo lo que pretendía hacer e hizo está recogido en sus palabras. Como líder mesiánico su patología implicaba una enorme incidencia en grandes mayorías, que supo manejar. También creó escenarios grandiosos, enormes escenografías y se comunicó durante horas con las masas. Todo eso define muy bien su personalidad.
―Entonces, si Venezuela gozaba de una auténtica democracia, ¿por qué jóvenes como ustedes se empeñaron en derrocar al gobierno y construir el “paraíso” socialista de la manera en que Cuba empezó a hacerlo?
―Sabido es que el idealismo siempre ha marchado a la par con la juventud. Lo primero que hay que tener en cuenta es que, cuando la Revolución Cubana aparece en el panorama occidental, las simpatías por el comunismo soviético se hallaban en su peor momento, pues ya se habían hecho públicos los desmanes y atropellos de Stalin en la Unión Soviética. De modo que, los partidos comunistas no sabían cómo justificar su razón de ser y el ejemplo soviético ya no les servía. Fue entonces que, providencialmente para todos los jóvenes comunistas de Occidente, opuestos al colonialismo y a la guerra de Vietnam, el discurso cubano suplía el vacío dejado por los partidos comunistas siempre fieles a Moscú. Además, aquel fenómeno surgió en la parte más amable del trópico, en una Isla mestiza, llevada a cabo por personajes que parecían caballeros justicieros de la Edad Media, que fumaban tabaco y muchos eran hasta hermosos y sensuales. Más que simpatía, fue una suerte de embrujo. Además, el antiamericanismo, exacerbado por la guerra de Vietnam, era compartido por izquierdas y derechas.
Así se forja una cultura emotiva y de opinión muy favorable para la Revolución Cubana, de la que también formé parte. No hubo reflexión en medio del entusiasmo y, mucho menos, de la acción. De poco valieron las alertas que ya se disparaban.
―¿Fue entonces Venezuela, como América Latina, víctima de las pretensiones revolucionarias de Fidel Castro desde 1959?
―En Venezuela hubo, alentada por la Revolución Cubana, una guerrilla contra la democracia. El primer atentado realizado por los grupos violentos urbanos registrado fue el ataque a la Casa del Exilio Cubano. Los cubanos exiliados ya se habían organizado. El dogma revolucionario ganó terreno y la militarización de la política también. No hay que olvidar que en ese momento Fidel Castro crea el dogma de la lucha armada, según la cual un simple grupo de guerrilleros podía derrocar a un Ejército nacional regular; y todo revolucionario, según el dogma del Che Guevara, debía ser una certera y fría máquina de matar, algo que era parte del ideal guevarista. Curiosamente, estas dos premisas se han cumplido recientemente con el ataque perpetrado por Hamás al Estado de Israel el 7 de octubre, la mayor masacre de judíos después de la Shoah.
Cuando ya se agotan las guerrillas y cae la URSS, el castrismo procede a un reciclaje de línea política. Apenas cesaron las guerrillas, los países latinoamericanos restablecen relaciones diplomáticas con Cuba, que ya creían cansada de sus deseos mesiánicos. Optan por la técnica del entrismo. Envían funcionarios cubanos con el objetivo de infiltrar las instituciones. En el caso de Venezuela aquellos guerrilleros que desestabilizaron la democracia fueron perdonados. Los que eran académicos fueron reciclados e incorporados al ámbito institucional, y los que no tenían nivel educativo constituyeron el caldo de cultivo o germen de la delincuencia que aqueja desde entonces al país.
Hay que saber que el comunismo funciona como una religión: con la diferencia de que, en lugar de esperar llegar al cielo, se autoproclama como proyecto mesiánico que va a crear el Paraíso en la Tierra según su propia visión del Paraíso, de allí que, pese a la ruina que provocan sus políticas económicas, el control férreo de las sociedades, la privación de la libertad, y la represión inherente a esos regímenes, sigue teniendo seguidores. El trabajo de las redes cubanas a través del mundo nunca se ha detenido desde hace 65 años.
―Algo que caracteriza tu larga relación con el mundo cubano ha sido la gran cantidad de personalidades de todos los ámbitos, desde la política hasta la cultura, con quienes has tenido vínculos muy estrechos. ¿Podrías contarnos tu relación e impresiones sobre algunos de ellos, desde Celia Sánchez y Haydée Santamaría, en la oficialidad, hasta escritores como Severo Sarduy y Gastón Baquero, que formaban parte del exilio?
―Han sido muchos, empezando por Fidel Castro, Alejo Carpentier o la misma Dulce María Loynaz. A Celia Sánchez Manduley, por ejemplo, la frecuenté en su propia casa de la calle 11 de El Vedado, especie de refugio y entonces cuartel familiar de Fidel Castro y, en cierto modo, su hogar hasta la muerte de Celia. Tuve alguna oportunidad de encontrarme en la calle 11 con Celia, Fidel Castro y el comandante Dr. René Vallejo Ortiz (su médico personal). En realidad, ellos tres formaban como una especie de Santísima Trinidad. Celia era como un “Fidel Castro bis” y lo representaba en su calidad de secretaria de la Presidencia y miembro del Consejo de Ministros. Recuerdo que era la encargada de recibir las credenciales de los nuevos embajadores nombrados en Cuba. Se ha estudiado muy poco su influencia en las dos primeras décadas de castrismo.
Fidel Castro siempre se desplazaba con varios automóviles y escoltas, a los que seguía siempre otro coche repleto de libros que era como su biblioteca personal ambulante. Era alguien que leía sin cesar. La muerte de Celia Sánchez, en enero de 1980, significó el fin de aquella “tríada” y las cosas no volvieron a ser igual que antes. Celia andaba siempre vestida de miliciana, pero llevaba invariablemente ballerinas. Y también se ponía collares de santería en sus tobillos. Se vestía de civil cuando recibía las credenciales de los embajadores o en alguna ceremonia diplomática. Sus vestidos eran modelos únicos que no se veían en ninguna parte. Eran trajes largos, amplios, con mangas tipo kimono, parecidos a los que usan las indígenas de La Guajira venezolana. Era muy fina, muy delgada, no tenía para nada el físico de la mujer cubana.
Haydée Santamaría, a quien también frecuenté bastante, era diferente. Muy espontánea y dinámica, y es por eso que la colocaron en el puesto de directora de Casa de las Américas, por su capacidad relacional. Los sucesos de la Embajada del Perú, el éxodo del Mariel y el divorcio que su esposo, Armando Hart, llevó a cabo sin su consentimiento, la condujeron al suicidio en julio de 1980. Yo recuerdo que la vi el 30 de abril de 1980, durante el entierro del escritor Alejo Carpentier, en el Cementerio Colón. Al salir del sepelio me dijo: “El próximo entierro será el mío”. Haydée, por su propia historia, era menos controlable y actuaba con más libertad. Tenía el aura de ser mujer y de haber estado en primera línea durante el asalto del cuartel Moncada y también de haber perdido a su hermano Abel de la manera en que lo perdió. Por eso pudo intervenir en favor de tantas personas y sacarle las castañas del fuego a muchísimas más. Su personalidad se caracterizaba por su espontaneidad. Demostraba empatía y era cariñosa.
También frecuenté a numerosos intelectuales cubanos. A Gastón Baquero, por ejemplo, lo conocí cuando yo era la agregada cultural de la Embajada de Francia en Madrid, y a través del editor cubano, también exiliado, Pío Serrano, entrañable amigo que conocí en La Habana. Me hablaba de su infancia en Banes, el pueblo en donde nació, y cuando de niño vendía dulces en sus calles para ayudar a su familia. Lo acompañaba a los coloquios y a las presentaciones. Cuando entró en la residencia para personas mayores que hoy lleva su nombre en Alcobendas, en las afueras de Madrid, iba a verlo casi todos los domingos y le llevaba su dulce preferido: un boniatillo que elaboraba entonces una dulcería madrileña llamada La Marquesita, en el barrio de Tribunal. Fue una amistad muy tierna y de gran cariño.
En cuanto a Severo Sarduy, empecé a frecuentarlo cuando comencé a dirigir la Casa de América Latina de París en 1983, aunque en realidad lo conocí en casa del escritor argentino Abel Posse, recientemente fallecido. Severo fue un escritor que inventó un estilo singular y como todo creador de lenguajes, será reconocido con el tiempo, más allá del círculo de especialistas y admiradores. Un día terminará por ser valorizado. No tenía nada que ver con los clásicos contadores de anécdotas. Sabía el peso enorme que ejercía Lezama Lima entre los escritores cubanos, de modo que sin renegar de él inventó su propio camino. Tal vez lo influyó el hecho de haber llegado a París en un momento crucial para la literatura y de haber conocido a Roland Barthes, a los del grupo Tel Quel y a su pareja François Wahl, muy implicado en este movimiento. Nos hicimos tan amigos que conversábamos todos los días por teléfono, sin contar que no parábamos de vernos. Era alguien muy espontáneo, con una dicción y dominio perfecto del español, que durante toda su carrera profesional como director de Colecciones para las ediciones Gallimard dio prueba de mucho rigor intelectual. Nunca regresó a Cuba por miedo, aun cuando en cierto momento pensamos hacerlo juntos.
―¿Por qué crees que el castrismo ha durado tanto?
―Lo primero ha sido por ese trauma cubano de amor y odio hacia Estados Unidos que, como dije, les aguó la fiesta de la independencia en 1898 y condujo al país a una ocupación norteamericana y a una proclamación de la República en 1902 bajo la imposición de la Enmienda Platt, mediante la cual Estados Unidos se arrogaba el derecho de intervenir en la Isla en cuanto sus intereses se vieran afectados. Esto exacerbó el nacionalismo cubano.
A esto se añade la aparición de un líder mesiánico que convirtió la guerra permanente, aunque fuera de palabras, en su estandarte. Fidel Castro estuvo siempre en guerra, no solo físicamente, al punto que, ya retirado y enfermo, seguía escribiendo unas columnas en la prensa que llamó “Reflexiones”. De modo que, forjó a un tipo de individuo, los castristas, que son, ante todo, guerreros y que saben funcionar como militares porque fueron educados para ello. Al mismo tiempo, hacerle la guerra a Estados Unidos le dio una jerarquía de orden mundial y un estatus casi de “realeza” ante los ojos de numerosas naciones y líderes del mundo.
Todo esto, a la par de otros factores, ha hecho que el postcastrismo haya demorado más de la cuenta. De todas formas, no se sale tan fácilmente de los grandes acontecimientos históricos y estos pueden arrastrarse como lastre durante mucho tiempo.
Pero el mayor éxito histórico que se ha suscitado en Cuba, que además en el seno mismo del pueblo mulato por el que se vanagloriaban los castristas haber hecho la Revolución, es la canción convertida en eslogan de ese pueblo que ha decido dejar de ser rehén: “Patria y Vida”. Nunca imaginé que alguien en Cuba se atrevería a semejante rebelión ante el dogma por excelencia del castrismo: el “Patria o Muerte”. La fuerza de “Patria y Vida” es mayor que todas las armas.
Publicación fuente ‘Cubanet’
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