Enrique del Risco: La lección olvidada
Los más jóvenes no me van a creer, pero hubo una vez un famoso pensador que anunció que la Historia se había acabado y hasta se lo tomaron en serio. Francis Fukuyama se llama y en su famoso libro El fin de la historia y el último hombre afirmaba que, con la caída del muro de Berlín, la disolución del bloque soviético y el consecuente final de la Guerra Fría sucedía «no sólo… el paso de un período particular de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como forma final de gobierno de la humanidad». Y así, concluía, la historia, entendida como lucha de ideologías, había terminado.
Había razones para que esta teoría no pareciera un mal chiste y sospecho que una de las principales es el deseo inagotable de la humanidad de sentir que se ha llegado a algún sitio, de entusiasmarse con una perspectiva de final que no fuera precisamente el apocalipsis atómico prometido por la Guerra Fría. Un modo iluso de expresar como un hecho el deseo de que no hubiera más guerras, de que la tolerancia y la comprensión se extendieran por todo el universo y de que las principales competencias que existieran entre los países fueran económicas. O deportivas.
Debo decir que no me dejé arrastrar por el entusiasmo de Fukuyama y no por ser yo un dechado de sabiduría. Vivía a la sazón en Cuba, uno de los escasos regímenes totalitarios que había resistido la calentura democrática de la última década del milenio pasado, y todavía esperaba que mi país alcanzara esa utopía que el resto veía como condición natural y un poco aburrida. Eso sí, cuando al fin pude salir de Cuba no me abandonaba la sensación de ser anacrónico en un mundo que, pasadas las celebraciones de la caída del Muro de Berlín (que a Cuba nos habían llegado como mero rumor) había pasado la página o cambiado de canal televisivo, inmerso en preocupaciones muy diferentes a las que yo había dejado atrás.
Ya en el mundo exterior, «libre», me vi obligado a aprender muchísimo. No solo tuve que alfabetizarme en esos automatismos de la sociedad moderna que iban desde prepararme para entrevistas de trabajo, hacerme de una tarjeta de crédito u orientarme en el laberinto de un metro o entre las múltiples opciones que ofrece un supermercado para un mismo producto. También debí asumir que la experiencia cubana de escaseces y colas, de ideologización extrema y control policial, de permanente censura y sospecha eran perfectamente inservibles en mi nueva vida donde libertades y derechos civiles se daban por sentado y mis historias cubanas parecían venidas de un planeta ajeno e incomprensible.
De cualquier manera, mi experiencia no era del todo inútil. Si se le observa con atención, el totalitarismo tiene sus maneras de educarnos, aunque no sea más que explicar la importancia de ciertas cosas por el método de privarnos de ella. Por ese sistema inverso de enseñanza, en mis 28 años cubanos pude aprender a valorar los peligros de la ideologización extrema de la sociedad, el de mezclar ética y estética, o descubrir la relativa poca importancia de las opiniones políticas —siempre sujetas a cambios y transformaciones— para evaluar la esencia de un ser humano. Y hasta la importancia esencial de proteger los derechos de las minorías, no habiendo en un estado totalitario minoría más vulnerable que aquellos que lo contradicen.
Acá aprendí no pocas cosas y, en ese sentido, la lección más valiosa me la dio justamente un señor que estaba en mis antípodas políticas. Solicitaba yo un puesto de profesor de español y mi entrevistador, al enterarse de que era cubano empezó a alabar a mi dictador de cabecera y al régimen que representaba. De inmediato olvidé toda etiqueta y me enredé en una discusión sobre un tema que nos importaba tanto como contrarias eran nuestras opiniones al respecto. Ya me disponía a retirarme cuando mi entrevistador me anunció que me esperaba a la semana siguiente a trabajar. Esa fue una crucial lección de tolerancia que me ofreció mi adversario de unos segundos atrás: que la discrepancia de nuestros puntos de vista no influía en la evaluación de mi capacidad laboral, algo que mi experiencia cubana no me permitía sospechar.
Un cuarto de siglo ha pasado desde entonces y Estados Unidos ha cambiado y no necesariamente para mejor: prima el extremismo y la polarización, cada vez es más difícil disociar las opiniones políticas de las relaciones interpersonales al punto que la mayoría de mis estudiantes reconocen ser incapaces de tener amistad con alguien que contradiga sus convicciones políticas fundamentales; cada vez se estimula menos el pensamiento crítico independiente para darle más peso al espíritu de manada, cualquiera que esta sea; los actos de censura desde cualquier punto del espectro político y social han pasado a normalizarse hasta extremos inimaginables años atrás; la crispación favorece la intolerancia y el fanatismo ideológico.
Siempre he sospechado que en mis intercambios con los estudiantes yo soy el gran beneficiado. A cambio de conocimientos sobre lengua y literatura ellos me ofrecen una continua actualización de cómo las nuevas generaciones se interrelacionan, se divierten piensan y sueñan. No es poca ganancia (aparte del salario, por supuesto). Y si algo he notado es un creciente y profundo desencanto con la democracia liberal, la misma a la que Fukuyama le auguraba un futuro brillante y ubicuo. No rechazan el concepto de democracia, pero el modo en que esta se verifica en Occidente les parece falso y anticuado. A la fuente de todos sus malestares le llaman “capitalismo” y al cumplimiento de sus sueños le aplican el concepto vago de “socialismo”. En general concuerdan conmigo en que el comunismo fue una experiencia fallida, pero lo hacen pensando menos en la lógica criminal del Gulag que en la ridiculez tecnológica y ética que se encarnaron en productos como el Trabant, ese sucedáneo de automóvil que se fabricaba Alemania Oriental.
Quiero decir que la idea de mis estudiantes de lo que tuvo que sufrir la otra mitad de la humanidad durante buena parte del siglo XX es bastante frívola. No los culpo. Sus maestros nunca tuvieron oportunidad o tiempo de digerir las enseñanzas que ofreció la experiencia totalitaria, la que conocieron a través de la poco confiable propaganda de la Guerra Fría. A lo más que podían llegar era a una acumulación de exotismos atroces sin asociarlos con el atractivo que ofrece el totalitarismo a toda sociedad moderna y que la democracia es incapaz de satisfacer. La democracia liberal alimenta y libera, pero no ilusiona. Y si bien las nuevas generaciones no cifran sus esperanzas en erigir una nueva versión del comunismo no han renunciado a la búsqueda del absoluto que antes prometieron las religiones y los totalitarismos. No importa que los presupuestos ideológicos sean distintos: los que aprendimos las profundas lecciones del totalitarismo del siglo XX en carne propia podemos notar por todas partes la misma rigidez mental, el mismo frenesí engreído por arrancar la raíz de la injusticia humana acumulada desde el neolítico a la fecha, las mismas ansias de retorno a una edad dorada inexistente (da igual que sea la comunidad primitiva o los años 50 del siglo pasado) y el mismo desprecio por las virtudes básicas de la convivencia democrática.
Ese peligroso sentimiento de familiaridad hace que, para alguien como yo, empeñado en enseñar las complejidades del lenguaje y la literatura (que es una manera concreta de enseñar la complejidad del mundo), sienta que una experiencia que parecía definitivamente superada tiene nueva relevancia. Que no está de más recordar que los humildes principios de la democracia no están ahí para satisfacer las ansias de absoluto de nadie sino para hacer nuestra coexistencia habitable para todos. Y que aquella democracia que hace treinta años amenazaba con apoderarse del planeta y que hoy está en retroceso en todas partes es la peor de las formas de gobernar una sociedad, excepto por todas los demás.
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