Federico Guzmán Rubio: La isla que fue archipiélago
En 2015, la artista Tania Bruguera organizó un performance que consistía en la lectura colectiva de Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt en un departamento de La Habana Vieja. Resulta curioso que una simple lectura de un clásico de la filosofía política pueda considerarse como un performance, pero a juzgar por la reacción lo es, e incluso de corte subversivo: con el fin de sabotear el acto, el gobierno simuló llevar a cabo una reparación en la calle, para lo cual recurrió a la maquinaria más ruidosa que encontró en sus deteriorados almacenes. Bruguera, entonces, amplificó la lectura con altavoces, en un intento de que, literalmente, la voz de los lectores se sobrepusiera al estruendo del Estado. Esta mezcla, digna de un dj enloquecido, entre las reflexiones de Arendt y la estridencia del régimen, me parece la mejor música de fondo –si puede considerarse tal– para leer Breve historia de la censura y otros ensayos sobre arte y poder en Cuba, el libro más reciente de Rafael Rojas, del que tomé esta historia.
Breve historia de la censura está compuesto por diversos textos que exploran la actualidad de la literatura, las artes visuales y el cine de la isla, enfocándose pero no limitándose a la tensión que mantienen con el régimen de partido único. El primer texto y el más extenso, “Breve historia de la censura”, es un recorrido minucioso y reflexivo sobre las distintas etapas que ha conocido la censura en Cuba, desde el triunfo de la Revolución en 1959 hasta la actualidad. Así, se describen los casos de represión más claros, como los del Quinquenio Gris que comenzó con el caso Padilla en 1971, y los que parecen demostrar la existencia de una relativa libertad creativa, como el de la exitosa novela El hombre que amaba a los perros, donde la censura se encuentra en los silencios obedientes, las afirmaciones tácitas y las omisiones planificadas –como el nunca aclarar, en lo que en buena medida es una historia del comunismo, que en el escenario desde el que se narra la novela sigue gobernando un partido comunista único.
Impacta la cantidad y variedad de obras y artistas que sufrieron y sufren la censura en Cuba, de la monumental, excesiva y hermética Paradiso a películas de toda índole, como las de Juan Pin Vilar, Fernando Fraguela o Yulier Rodríguez, cuya proyección, apenas en 2023, fue cancelada por tratar temas tan peligrosos como la relación del músico Fito Páez con La Habana, el arte callejero o la ciencia ficción. Pero, ya sea para silenciar una obra que solo un puñado de lectores leería entera o expresiones colectivas de un mayor alcance potencial –como al Movimiento San Isidro, integrado por raperos, artistas y escritores, el más cruel y bochornoso de los casos recientes–, la censura siempre ha estado allí, dentro de la Revolución.
Rojas advierte, sin embargo, un cambio radical: antes, la mayoría de las veces, la represión se ejercía sobre las obras, a través de su silenciamiento o incluso de su borrado de las historias de la literatura y el arte; últimamente, en cambio, la violencia se ha extendido a los artistas –por medio de golpizas, encarcelamientos, exilios o prohibición de abandonar la isla–, pues debido a la digitalidad resulta más complicado controlar los contenidos. A su manera, al régimen cubano también le cuesta cada vez más separar al autor de su obra, por lo que decide destruirlos a ambos. El recorrido ameno y amargo que Rojas emprende por la censura –que por su amplitud es también una involuntaria historia del arte y de la literatura cubanos del periodo revolucionario– le permite llegar a una conclusión poco sorpresiva pero nunca antes tan bien fundamentada: “La historia que hemos tratado de sintetizar aquí, con la arriesgada incompletitud de toda síntesis, es lo suficientemente nutrida para asegurar que la censura es consustancial a un sistema político como el cubano.”
Los otros quince ensayos que contiene el libro son en buena medida una respuesta al primero. Si Rojas inicia mostrando los alcances de la censura en Cuba, después lee e interpreta la producción artística y literaria de la isla como una respuesta y rebelión contra el control del Estado. Podría criticarse su punto de vista, pero resulta trágico darse cuenta de que está plenamente justificado: el arte, en un sistema totalitario, no puede escapar ni siquiera discursivamente de él. No obstante, lo que en principio parecería un panorama desolador, pronto se convierte en una lectura entusiasta y alegre al constatar el vigor de la literatura y el arte cubanos contemporáneos y las formas inteligentes con las que no solo han evadido la censura, sino con las que la han aprovechado para crear procesos y obras originales.
Por ejemplo, resulta llamativa la obsesión con la que escritores y artistas revisitan el canon para cuestionarlo, resignificarlo y saquearlo. Este diálogo con la tradición surge de la desconfianza a la historia oficial, que en Cuba aspira a ser la única. Así, hay artistas que condenan la lectura ideológica y el uso ideológico de determinados intelectuales, como cuando Reynier Leyva Novo expone en dos urnas las cenizas de los veintisiete tomos de las obras completas de José Martí en la edición de Ciencias Sociales del Instituto del Libro de 1975, no casualmente el año del Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba. Los nuevos escritores, por su parte, prefieren rescatar y apropiarse de autores censurados –ya sean figuras internacionales como Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas o Severo Sarduy, o más locales como Lino Novás Calvo, Carlos Montenegro o Lorenzo García Vega– para crear una obra nueva inspirada en la que los comisarios culturales intentaron desaparecer. “Desde el fondo del pasado, proceden esas voces que se afirman como presencias en el texto, y que son traducidas a la lengua de los vivos por las poéticas de las nuevas generaciones”, sintetiza Rafael Rojas, en lo que constituye una venganza poética en toda regla.
Solo un profundo conocedor de América Latina –y Rojas es el mayor que hay entre nosotros– podía escribir una crítica al arte y la literatura cubanas desde la doble singularidad que él mismo detecta y propone: la cultura cubana se produce desde la dispersión de la diáspora y la centralidad del Partido Comunista, y en ella se cruzan la represión del régimen nacionalista con el mercado neoliberal de las editoriales y las galerías trasnacionales. La respuesta de los artistas frente a esta encrucijada de caminos sin salida ha sido una serie de propuestas tremendamente heterogénea, cuya pluralidad creó un archipiélago diverso y plural allí donde la Revolución había decretado levantar una isla monolítica.
Por más que el libro demuestre que la censura que hoy se practica en Cuba hace honor a la de su oscura historia, queda la impresión de que esta no podrá acallar a las voces más críticas y creativas de la isla, que seguirán leyendo a Hannah Arendt, aunque, como a Tania Bruguera, esto les cueste un arresto.
Publicación fuente ‘Letras libres’
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