VVAA.: Cuatro textos sobre Carlos Espinosa
Abilio Estévez: No sé qué vamos a hacer ahora
Carlos Espinosa era un imprescindible. El minucioso orden que llevaba hasta en los más pequeños y cotidianos hechos de la vida, lo llevó a salvar escritores y obras que parecían condenadas al olvido. Entre sus virtudes tenía al menos tres indispensables para nuestra cultura: una asombrosa capacidad de trabajo, una curiosidad permanente y un extraordinario sentido histórico. Contradecía el tópico del cubano. Muy cubano y al propio tiempo atípico. Nada de displicencias, de perezas, de abandono, de nonchalance. Cuando lo conocí, hace más de cuarenta años, trabajaba como divulgador de Teatro Estudio. Raquel Revuelta, directora de la institución y que no era lo que se dice una mujer generosa o efusiva, lo llamaba “la hormiguita”. El diminutivo le confería un tono humilde al modo de trabajar y a la importancia del resultado. En la Casona de Línea, tenía un pequeño despacho repleto de libros y de papeles. La frase, sin embargo, no debe hacer pensar en el desorden. Nunca he visto alguien más cuidadoso y metódico que Carlos. Trabajaba siempre, sin cansancio. Fue allí, en aquel despacho, donde nos hicimos amigos. Me llama la atención, ahora que la noticia de su muerte me sobrecoge, cuánto se parecía aquel despacho al cuarto de la finca de Madrid donde ejercía de portero, acabado de salir al exilio. Nunca he visto (y creo que nadie más lo ha hecho) una portería como la de Carlos Espinosa en Madrid. Daba la impresión de que los problemas de la finca tenían todos que ver con la cultura en general y con la cubana en particular. Como si las dificultades del señor del cuarto-B no fueran los grifos o el timbre de la puerta, sino una duda sobre Miguel de Carrión. A su manera, también él supo convertir la realidad en misterio. Fue al exilio porque fue, como a todos, lo convirtieron en víctima. Sucede a veces, no obstante, que la condición de víctima y de exiliado concede un poder especial. El exilio, como se sabe, no lo detuvo. Creo que muy poco podía detenerlo. En la delicadeza de sus maneras, en su aspecto de muchacho eterno con el pelo blanco, se escondía una gran fuerza. Acaso sólo la enfermedad pudo interrumpirlo. A Lino Novás Calvo nos lo devolvió casi completo. (Empleo el adverbio por huir de la rotundidad.) Igual sucedió con Jorge Mañach. Se ocupó de Lezama Lima, de Virgilio Piñera, de Antón Arrufat… No le sucedió como a muchos de los que salimos de Cuba, aquellos que, como escribió Orwell, nos vimos obligados a “trasladar las propias raíces a un terreno menos profundo”. No existía terreno poco profundo para él. Iba quizá con la ventaja de que no era un novelista, tampoco un poeta. Era un investigador. Hacía algo para lo que los demás carecíamos de nervio: llenaba los espacios en blanco de la cultura cubana, los inmensos lugares encantados, daba cuerpo a esos fantasmas que terminarían por ofrecer una visión completa de nuestra tradición literaria. Una batalla con la historia y contra un enemigo no por efímero menos horrible, el poder. Y ahora que Carlos Espinosa no está y nos deja el hueco de su ausencia, cabe la pregunta: ¿se percató de cuánta falta nos haría?
Gustavo Pérez Firmat: Obligada lectura
No llegué a conocerlo lo suficiente para decirle “Carlitos”. De hecho, si la falible memoria no me falla esta vez, nunca nos vimos. Y no obstante fuimos amigos a lo largo de treinta años, una de esas amistades a distancia que a veces son las más necesarias.
La primera vez que hablamos yo estaba en mi casa en North Carolina, igual que ahora, sentado en este mismo butacón. Corrían los años 90. Alguien le había dado mi teléfono y me llamó para pedirme algunos datos sobre escritores cubanos del exilio, esos peregrinos en comarca ajena a los que dedicó uno de sus libros más significativos. Por esa época Carlos vivía en Miami y se ganaba la vida mal que bien mientras terminaba el doctorado en Filología Hispánica en Florida International University. A esa conversación siguieron muchas otras, primero por teléfono y desde su desplazamiento a España, por email.
Recuerdo su alegría, o más bien su alivio, cuando pudo jubilarse de su cátedra en Mississippi State University, un lugar enajenante para él, como para cualquiera que haya nacido en el más profundo sur (el nuestro). Recuerdo también su ansiedad, recién instalado en Aranjuez, cuando el cheque de la pensión norteamericana no acababa de llegar. Por fin llegó, después de exasperantes trámites para desenredar la madeja burocrática.
Lo que siempre más me impresionó y admiré de Carlos, de Carlitos, fue su entrega a los múltiples proyectos que se traía entre manos, proyectos en los que trabajaba en solitario, sin ningún tipo de apoyo institucional o expectativa de remuneración. Me lo imaginaba en su casa de Aranjuez rodeado de fotocopias, hurgando aquí y allá en la web, para preparar las antologías de ensayos de Ichaso o Varona. Sin tener razón para serlo, fue muy generoso al comentar mis libros.
La última vez que nos comunicamos, hace varios meses, fue a propósito de uno de esos proyectos, una secuela de El peregrino en comarca ajena sobre escritores cubanoamericanos cuyo título iba a ser “Dreaming in Cuban / Vivir en inglés”. Revisé y le comenté el archivo con la bibliografía, pero, por desidia y distracción, no leí el que contenía el borrador, que todavía duerme en algún rincón de mi desordenado ordenador. Cuando me llegó la noticia de su muerte, que no esperaba, después de asimilar la nefasta sorpresa, lo primero que pensé fue: “coño, y todavía le debo la lectura de su libro”. Ahora que ya no está, la retrasada lectura se ha vuelto obligación.
Carlos Cabrera Pérez: Carlitos Espinosa, el buzo impenitente
El tocayo —como nos llamábamos el uno al otro— se ha ido sin molestar; coherente con su estilo de intentar pasar desapercibido para no perder tiempo, evitar polémicas estériles y consagrarse al buceo inteligente de la República cubana, el teatro, el cine y la literatura de cualquier lado, siempre que lo conmovieran y fueran útiles.
Carlitos Espinosa encontró una manera de decir propia, que combinaba el rigor y la honestidad intelectual con la delicadeza de no herir ni ofender, porque antes de incordiar, prefería obviar la reseña, aunque permaneciera anclado a la butaca del cine hasta el The end, en el teatro hasta que bajara el telón y no cerraba el libro hasta que no llegaba a la última página.
Creo que lo conocí en su cuarto de derrota de la portería que llevaba con eficacia y pulcritud en aquel Madrid de los primeros noventa; cuando empezó la arribazón de los damnificados por el Período especial en tiempos de paz y la tiranía —siempre oportunista— desató una ola de arqueología cultural interesada para lavarse la cara y suavizar quinquenios grises, parametrados y tantos atropellos que, como las penas que matan, se agolparon sobre el alma cubana.
Juntos —con Pío E. Serrano y en una furgoneta— mudamos el almacén de Verbum a unos de los sótanos de la calle Eguilaz, bajo una lluvia que mojaba, pero no empapaba y en el almuerzo me contó que combinaba su trabajo de portero con otro de camarero en una pizzería cercana; sin dejar de pensar una Cuba diferente y pergeñar un catálogo trascendente, rico y plural. Ya era un investigador reconocido, incluso en España, pero de su madre había aprendido el hábito del trabajo disciplinado y constante.
Nunca se quejaba y convertía cada visita en una pequeña fiesta de Coca Cola y patatas fritas, hasta que un día me anunció que marchaba a Estados Unidos para estudiar y seguir indagando en La cura que quisimos, partida que celebramos en una fonda de la calle Cardenal Cisneros, donde disfrutó de una merluza y un flan casero y regamos la despedida con cava.
Al menos una vez, creo recordar que volvió de vacaciones y me contó sus quebrantos con el frío de New Jersey y su pasión por las completas de un supermercado de dominicanos, que le quedaba al cantío de un gallo de su primera casa estadounidense; en cuanto pudo, bajó a Miami y matriculó un doctorado en su universidad internacional, a la que acudía en guagua y se extasiaba con la biblioteca cubana, donde repescó y descubrió hitos y joyas que reafirmaron su compromiso con la Cuba que no pudo ser.
No contento con dos exilios, emprendió el tercero en Misisipi, donde aprendió a manejar, se compró su único carro y aguardó el tiempo necesario para juntar pensiones española y estadounidense, regresar a España y dedicarse en cuerpo y alma a su pasión cubana, que compartía con el cine europeo y la cultura rusa y de sus antiguos satélites; a la vuelta de sus cortos viajes a Leningrado, Tallin, Georgia o Azerbaiyán, quedábamos a almorzar y él se ponía a chacharearme sus descubrimientos.
En una de esas comidas, que usé para entrevistarlo, a lo que se negaba con vehemencia, pero pude sobornarlo con una mousse de guanábana por duplicado, pues pedí a Rafael, del restaurante Havana Blues, que le pusiera otra ración para llevar, me aseguró:
“Cuando acometo la redacción de un libro propio o una compilación de textos ajenos, no me guío por gustos personales o afinidades intelectuales, sino por la utilidad que ese proyecto pueda tener (…) Concibo mi labor investigativa como un servicio público, si cabe llamarlo así, y en ese sentido trato de que no intervengan factores subjetivos, como son las simpatías y las fobias. Alguien puede preguntar por qué no he hecho con figuras como Nicolás Guillén o Alejo Carpentier lo mismo que he hecho con Lezama Lima, Manet, Mañach, Baquero o Novás Calvo. Sencillamente porque son escritores de los que no queda nada inédito por publicar”.
Tuve la ocurrencia de comentarle que Sergio Carbó, en calidad de secretario de la Junta Revolucionaria y representando al partido ABC, había firmado el ascenso de Batista a coronel y ese dato nos llevó a un intercambio sobre la prensa cubana de la primera mitad del siglo pasado.
Durante la entrevista-almuerzo, me reveló que sus problemas con el castrismo comenzaron cuando cursaba el octavo grado y lo excluyeron un año del sistema educativo y resumió su avatar con una frase muy suya: En Cuba no se cansaron de demostrarme que era una persona non grata.
A partir de aquella comida, comenzó a bucear en la prensa cubana republicana y de ahí salieron sus miradas a Lino Novás Calvo, Enrique José Varona, Jorge Mañach, Ramón Vasconcelos y Rolando Masferrer; aunque de estos dos últimos, su prematura muerte impidió que avanzara en la investigación; pospuesta hasta su siguiente viaje a La Habana, donde conocería a Newton Briones Montoto y a Gustavo Robreño Dolz, pero primero murió Newton y ahora Carlitos.
El martes 2 de julio, fue la última vez que hablamos sobre un texto mío para CUBAENCUENTRO y me aseguró que se sentía bastante bien, pero su voz no tenía el vigor ni el timbre que empleaba cuando me llamaba para comentarme sus encontronazos con las compañías de gas y teléfono o su dolor por la ruina de Cuba.
La neuropatía en ambas piernas y de la que se trató en la sanidad pública y privada españolas, lo sumió en una melancolía agridulce y —en nuestra última comida en Aranjuez, su cuarto exilio— apenas sonrió y a los postres, que pidió uno de chocolate que lo fascinaba, me soltó:
Esta enfermedad es una desgracia porque me ha venido cuando más estaba investigando y descubriendo cosas de Cuba que importan y hay días que no tengo ganas ni de levantarme, pero me pongo los tenis y voy al gimnasio, vuelvo a casa y me pongo a trabajar. Quizá un día me llames y no conteste al teléfono…
Como no le hice el swing que esperaba a su quebranto, me limité a recordarle que debía someterse a una prueba genética pendiente y recordé las veces que no cogía el móvil, y reaccionó, sacudiendo su torso y calándose la gorra: Tú crees que merece la pena vivir así…
Rosa Ileana Boudet: Carlos Espinosa Domínguez: su entrega al teatro
Desde que me enteré, muy temprano, del triste final de Carlos, no puedo desprenderme de los recuerdos deshilvanados en tantos años de amistad. Alcanzo a precisar una fecha entre muchas o un detalle de nuestras conversaciones porque algo poderoso me unió a Carlos a pesar de que no fui su compañera en el ISA (Instituto Superior de Artes) ni era tan cinéfila como él (seguidor de directores, actores y amante como pocos del cine ruso y su literatura) y tantos otros detalles de nuestra aparente disparidad que nos unieron a lo largo del tiempo. Siempre lo llamé Carlos y no Carlitos como tantos otros. Y después, al escribir sobre él, me cuidaba de no olvidar el Domínguez, su segundo apellido. Anoche, cuando puse una cruz al lado de su nombre entre los agradecimientos de mi último libro, me di cuenta, es verdad, ya no está, ¿cómo es posible?
Carlos tiene una mención en cada uno porque desde el 2000, recién llegada a los Estados Unidos, me recibió con la idea de editar El velorio de Pura de Flora Díaz Parrado para el que fotocopió sus obras y encontró datos en Madrid. Cada vez que visitaba una biblioteca, me enviaba lo que podía servirme. Sus hallazgos nutrían nuestro diálogo. No se lo pedía, se brindaba. Era su real y escondida generosidad. Así fue como empezamos creo yo, cuando hicimos juntos el libro de La Yaya, teatro de Flora Lauten. El “editó” las obras o «juegos» de Lauten dispersos en libretas y papelitos y yo hice el prólogo. Nos sentimos bien uno con el otro. Nació una relación ligada al teatro que se extendió a muchos otros temas.
Carlos se convirtió pronto en un asiduo conocedor del teatro (aun cuando trabajaba en los muelles y no tenía lugar donde vivir). Colaboró con Juventud Rebelde, Tablas, y en la editorial Letras Cubanas publicó su antología de Teatro juvenil y preparó varias otras selecciones, entre estas las obras de la Teatrova. Significativo y poco divulgado, el tomo de Comedias de Joaquín Lorenzo Luaces, a dos manos con Francisco Garzón Céspedes, prologuista. Ambos rescataron la otra cara del autor de Aristodemo. Se graduó en el ISA como teatrólogo. Trabajó en Teatro Estudio y en la Casa de las Américas en un primer periodo, con Manuel Galich, que lo apreció muchísimo. Se volcó al teatro latinoamericano que nunca abandonó y fue un puntal en la revista Conjunto. Basta leer sus artículos y libros, y el tiempo y la minuciosidad empleada para recoger los testimonios del teatro peruano plasmados en El escenario y la memoria. Testimonio de teatristas peruanos (2016).
En 1986, se radicó en España. En Madrid se integra al Centro de Documentación Teatral, dirigido por Moisés Pérez Coterillo, un profesional inteligente e informado. Carlos editó allí los tres volúmenes de Escenario de dos mundos, sobre la escena de España, Portugal, Latinoamérica, el Caribe y las producciones latinas en los Estados Unidos. Libros hermosos con fotografías. Por si fuera poco, prologó la antología Teatro cubano contemporáneo, (1992) que reunió por primera vez autores de la isla y el exilio. Cuando Rine Leal la reseñó en La Gaceta de Cuba, se generalizó su llamado a “Asumir la totalidad del teatro cubano”. El alumno y su maestro protagonizaron un momento de reflexión. Fue una pauta no solo para las antologías que le sucedieron sino para el devenir de la relación de la isla con sus autores exiliados, capítulo controvertido y todavía sin resolución.
Ya en los Estados Unidos, mientras hace sus estudios en la Universidad Internacional de la Florida, continúa su actividad como escritor e investigador. Termina su tesis sobre Machado de Assis que discute y finalmente publica con el título de La conspiración de la posteridad. Al tanto del teatro producido en Miami, colabora con la madrileña Primer Acto y se une a Alberto Sarraín para hacer la revista La Ma Teodora, espléndidos tres únicos números. Es uno de los fundadores de Cuba Encuentro, con crónicas respetuosas e inteligentes, bien recibidas por los lectores y hasta ayer, su secretario de redacción.
Entre los libros suyos sobre el teatro que más me gustan y me han sido de mucha utilidad, Virgilio Piñera en persona, (2003), republicado en Cuba (2013), porque como se ha repetido, conserva el tono familiar y amistoso del testimonio junto con datos precisos, y proporciona una visión única de Piñera, procedimiento empleado antes en Cercanía de Lezama. Entre sus artículos que son muchos y no están recogidos, me gusta particularmente “El poder mágico de los bifes (la estancia argentina de Virgilio Piñera)” (1989) de Cuadernos Hispanoamericanos. A tono con esa capacidad suya de entrevistar casi sin ser visto y sin llamar la atención, estimo muy valioso Héctor Quintero sin arrepentimientos (Tablas Alarcos, 2015). Reuniólas críticas de cine de Eduardo Manet publicadas en Cine Cubano.
Detrás de cada libro, hay ansiedad, viajes, compromisos, horas de búsqueda y de escritura. Carlos invirtió su energía en investigar y publicar. Aunque apareció en editoriales prestigiosas, también lo hizo en las independientes y desconocidas. Era feliz cuando compartía su recorrido, las vicisitudes y la agonía de encontrar un dato, una fecha o la alegría de un viaje. Su horizonte se amplió más allá de la escena con esa vasta bibliografía que nos ha acercado a Jorge Mañach, Gastón Baquero, Lino Novás Calvo, Herminia del Portal y tantos otros. No dejó de ir al teatro ni de compilar y estimular a los jóvenes.
Las últimas veces que hablamos por teléfono fue sobre su enfermedad. Mis deseos de animarlo resultaban muy convencionales para su inteligencia y me pareció asumía que sería peor. Sin embargo, no dejaba de trabajar ni de proponer algún proyecto. Nunca he estado más cerca de alguien que ame tanto el conocimiento. Nunca tendré otro amigo como Carlos que supo darme ánimo en momentos difíciles. Casi sin querer o queriendo me dejó el manuscrito de un libro de reseñas teatrales de Gastón Baquero y Jorge Mañach titulado La aventura de perseguir la aventura que creo inédito. Si después del cotejo pertinente, no lo está, saldrá en «mis ediciones», como recuerdo al joven nacido en Guisa que me dijo en broma que era una «celebridad» en su pueblo y no pude animar para que nos acompañara un rato más.
Ahora corresponde conservar y admirar su obra. Carlos, donde quiera que esté, se lo merece con creces.
Responder