Mónica Amor: Félix González-Torres / De viaje hacia una sublimidad posmoderna

Archivo | Artes visuales | 30 de julio de 2024
©Félix González-Torres, S/T, 2013 / Flickr

Félix González-Torres es, sin duda alguna, uno de los artistas contemporáneos más exitosos en los Estados Unidos. En los últimos cinco años la obra del artista se ha expuesto en varias de las instituciones museísticas más importantes del país y ha circulado ampliamente en Europa (Alemania, Austria, Francia, Suecia). Después de haber presentado una pequeña muestra individual en el Projects Room del Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1992 y expuesta en California, Philadelphia, Wisconsin y Nueva York, el año pasado el artista instaló De viaje, muestra que inauguró la primera de dos retrospectivas que González-Torres enfrenta a la edad de 37 años. La próxima tendrá lugar en febrero de este año en el Guggenheim de Nueva York. El viaje fue organizado conjuntamente por The Museum of Contemporary Art (MOCA) en Los Ángeles, por The Hirshhorn Museum and Sculpture Garden en Washington y por The Rennaisance Society en la Universidad de Chicago. La muestra varió considerablemente de un lugar a otro, respondiendo en parte a las necesidades y condiciones de cada lugar en particular, pero sobre todo a la fluidez característica de la obra de González-Torres para quien ir De viaje significa no sólo visitar y desde sino También cambiar y compartir. Uno de los rasgos más resaltantes de la obra del artista es precisamente ese estado de contingencia que apunta hacia eventos más que hacia «obras de arte» en la acepción modernista del concepto. Las pilas de afiches, grabados offset sobre papel, que el artista ha desarrollado desde 1988 encapsulan muchas de las preocupaciones culturales de González-Torres y despliegan esa tendencia del artista a concebir el arte como proceso más que como objeto. Estas obras están formadas por enormes cantidades de hojas individuales del papel que el público percibe primero como formas sólidas, pero que al acercarse reconoce como enormes acumulaciones de papel, rígidas por la precisión en que han sido acumuladas, pero infinitamente frágiles cuando caemos en la cuenta de que justamente en el Museo, en ese espacio donde aprendimos a «no tocar», se nos apremia a que tomemos la hoja superior y la llevamos a casa. Las imágenes que el artista reproduce en estas hojas de papel varían de una obra a otra, pero individualmente cada una reproduce al infinito la misma imagen. Y es que poseer la obra significa hacerse responsable por reponer las hojas de papel que los visitantes a la muestra toman consigo. En un acto de sutil subversión González Torres nos regala su obra subsidiada por el Museo o el coleccionista. De esta forma, el artista enfrenta el reto de la reproducción masiva y transgrede la idea de la obra de arte como un todo orgánico. La noción de fragmento es clave en la comprensión de estos procesos. Pero no fragmento como parte de algo, sino como elemento constitutivo que potencialmente tiene características particulares y es capaz de adquirir significados propios. De esta forma, cada hoja de papel que el espectador toma consigo y recontextualiza de acuerdo a sus propios deseos y condiciones, articula nuevos significados que se despliegan en el trayecto recorrido entre el Museo o la Galería y el apartamento, la oficina, el cuarto, el baño. Es precisamente cuando yo como «interlocutor» de la obra tomo una hoja de papel de la pila y la convierto en el afiche que corona la cabecera de mi cama, que se activan una serie de significados sobre los cuales ni el Museo, ni el artista, tiene control alguno.

Transgredir la noción de control en favor de condiciones que promuevan libertad participativa en la construcción simbólica de la obra, es una de las preocupaciones fundamentales de González-Torres. No sólo a nivel estructural y formal sino también a nivel de contenido y conceptual, las pilas de hojas de papel y muchas otras obras del artista tematizan la noción de libertad en una forma más directa. Es así como observando en fotografías en blanco y negro de nubes, del océano, del cielo recorrido por solitarias gaviotas, el artista reproduce fragmentos de estas canónicas imágenes románticas de lo sublime y por medio de una de las técnicas más convencionales de reproducción, offset, las traslada a sus pilas de papel, a inmensas carteleras que cubren paredes o vallas comerciales regadas por la ciudad. Pero las fotografías que sirven de base a estas obras desestabilizan el referente, ya que totalidades inconmensurables como el mar o el cielo se reinscriben en condiciones materiales que niegan la ilusión creada por un horizonte o por la perspectiva o por el brillante color azul, técnicas altamente preciadas por la pintura al óleo. En este sentido, el artista efectúa un desplazamiento de énfasis: reduce la ilusión representativa del objeto y comparte la capacidad de imaginación creativa con el espectador. Ya no es el artista con sus costosos materiales y sus acabadas obras enmarcadas quien construye el significado de la obra, sino el artista con las técnicas de todos los días quien promueve la imaginación del espectador. El espectador que, más que contemplar, se compromete en un activo proceso de producción de significados que se inaugura en presencia del objeto pero que se recrea cada día en la interacción diaria con esa hoja de papel, ese fragmento de nubes o mar. Otras pilas de papel tematizan asuntos más políticos y sociales como el crimen, la censura, la información y las imposiciones ideológicas de la sociedad moderna. En Sin título, 1989-1990, en el Hirshhorn Museum, dos pilas de papel, una al lado de la otra, reproducían dos frases diferentes: «En algún lugar mejor que en este lugar». «En ningún lugar mejor que en este lugar». Es espectador es libre de optar por una u otra condición y de dotarla de significados personales. Al mismo tiempo, al plantearse ambas opciones, el espectador recrea una tercera posibilidad, un espacio imaginario, ni aquí ni allí, donde «mejor») carece de un significado fijo, es contingente, relativo. Cuántas veces nos hemos dicho a nosotros mismos: «A veces es mejor aquí, a veces es mejor allá», la posibilidad de una sincronía entre espacio y tiempo, que implementando una teleología en donde «mejor» es la meta, queda interrumpida por una polaridad de espacios (aquí o allá) que carece de una linealidad temporal.

La creación de espacios indefinidos, que rechazan la posibilidad de absolutos, es uno de los temas más explorados en la obra de González-Torres, y sin duda alguna el motivo de la exposición. De viaje alude explícitamente a ese espacio entre aguas, entre tierras, entre cielos en donde por momentos suspendemos nuestra localización precisa para encontrarnos ni aquí, ni allá. En una de las salas del Hirshhorn dos carteleras cubrían la pared del fondo. Una inmensa foto de un cielo atravesado por un par de solitarias gaviotas invadía el espacio iluminado por una tenue luz. Un motivo similar cubrió, durante el tiempo de duración de la exposición, ocho vallas comerciales en la ciudad de Los Ángeles. Y en Chicago, Pasaporte No. II, 1993, recrea el mismo cielo nublado, transitado esta vez por varias gaviotas. Esta última obra, formada por varias filas de cuadernitos, que el visitante puede llevar consigo y que imita la forma de un pasaporte, alude a ese documento que regula nuestras entradas y salidas, que legitima nuestras estadías, que limita nuestros horizontes y que registra nuestras viajes. Pero al sustituir las hojas del «pasaporte» por fotos de nublados cielos en donde varias gaviotas viajan sin rumbo, González-Torres subvierte el significado del documento y alude a otros viajes, los de la imaginación, el placer y el deseo, los del cuerpo y la mente que cruzan fronteras sin recorrer distancias geográficas. Como dice Víctor Turner en otro contexto, en el espacio entre mundos ordenados casi cualquier cosa puede suceder, en el ínterin entre umbrales o fronteras existe la posibilidad de situarse fuera, no sólo de la propia posición social, política o cultural, sino también de todas las posiciones colectivas por medio de las cuales formamos parte de la narrativa histórica y de formular series potencialmente ilimitadas de arreglos sociales alternativos[1]. Por medio de las acciones simbólicas de todos los días, en la «periferia de la vida diaria», nos libramos de restricciones y desplegamos la imaginación creativa por medio del uso de metáforas multivalentes.

El despliegue de la imaginación creativa se encuentra en el centro del proyecto artístico de González-Torres. Muchos han escrito sobre memorias y experiencia personal como el fundamento de la obra del artista. Sin embargo, a nivel de recepción de la obra, la memoria funciona, a mi modo de ver, principalmente como la base desde la cual se articulan una serie de referentes que a su vez propulsan la imaginación del espectador. Pienso por ejemplo en Sin título (Cortinas azules), 1991, en la Renaissance Society, en donde el viento que entra por las ventanas de la galería sopla las cortinas y parece aludir a esos instantes fugaces que apelando a los sentidos nos hacen recordar de «algo» e impelen nuestra mente hacia el recuerdo (pasado) que se mezcla con nuestra imaginación (presente-futuro). El artista suspende de esta forma significados fijos que explican su obra. La misma adquiere una dimensión multivalente en donde cada espectador construye su propio significado. Usando el modelo planteado por Paul Ricoeur en donde la imaginación reestructura campos semánticos, podríamos decir que la obra es una especie de esquema que a su vez produce imágenes. «Y al esquematizar la atribución metafórica, la imaginación irradia en todas las direcciones, reanimando experiencias anteriores, despertando memorias dormidas, expandiéndose hacia campos sensoriales adyacentes» [2]. Es esa cualidad reverberativa, que el artista explora en las acciones «de todos los días» lo que caracteriza la obra de González-Torres y conecta su experiencia con la nuestra.

Otra serie de obras, las piezas de caramelos que el artista ha realizado desde 1990, apelan también a los sentidos, del gusto, del tacto, de la vista. Estas obras están formadas por enormes cantidades de caramelos que, al igual que las pilas de papel o los pasaportes, pueden ser consumidos por el espectador sin riesgo a que la pieza desaparezca porque la misma será surtida con nuevos caramelos. Es en obras como Sin título (Placebo), 1991, formada por 1.500 libras de caramelos envueltos en papel plateado, expuesta en una sala del Hirshhorn con abundante luz, donde la política de placer de González-Torres está explícitamente tematizada. Al entrar en la amplia sala nos encontramos con una brillante superficie plateada que capta nuestra atención de inmediato. Al recorrer la distancia que nos separa de esa masa luminosa que se extiende frente a nosotros y descubrir los diminutos envoltorios que rápidamente identificamos como caramelos, es casi inevitable no esbozar una sonrisa en el rostro. El deseo se intensifica cuando hundimos nuestras manos en esa enorme alfombra de dulces y concientizamos el placer de la abundancia. El efecto es puro gozo para los sentidos, para la vista con el vivo juego de luces que se despliega entre el luminoso papel plateado y los reflejos que producen la intensa luz de la sala; para el tacto al contacto infinito con la obra que no podemos poseer como un todo justo cuando se nos permite «tocar»; y para el gusto al llevamos uno de los caramelos a nuestra boca. Esta serie de obras, más que ninguna otra del artista, protesta el simple consumo de imágenes involucrando al cuerpo directamente en el placer de algo específico. Ellas articulan en cierta forma el concepto de goce (placer) que Barthes desarrollará en su libro El Placer del texto, en donde, como apunta Fredric Jameson, la ideología dominante de la oración y de la institución es socavada. El mérito del ensayo de Barthes, señala Jameson, consiste en «haber restaurado cierto valor políticamente simbólico la experiencia de goce él nos enseñó a leer con nuestros cuerpos ya escribir con ellos también». El cuerpo libido, como campo e instrumento de percepción, no puede sino ser indulgente; disciplinarlo y reprimir sus impulsos fortuitos, es limitar su efectividad o, aún peor, dañarlo irreversiblemente [3]. En la obra de González-Torres la noción de placer en relación directa con el cuerpo adquiere una relevancia particular. Como artista homosexual González-Torres sabe las limitaciones y censuras que en nuestra sociedad se le imponen al acto sexual, imposiciones que intentan regir y controlar la libertad del cuerpo en su respuesta a los sentidos. Al animamos a tomar un caramelo, en público, junto con los demás visitantes, el artista legitimiza el placer del tacto y el gusto dentro de los confines institucionales del Museo, en una sociedad donde tomar lo que nos provoca y saborear un dulce calórico es prohibido. Estas obras nos recuerdan que el placer es finalmente «el consentimiento de vida en el cuerpo, la reconciliación —aunque sea momentánea— con la necesidad de existencia física en un mundo físico» [4]

No hay duda de que la obra de González-Torres privilegia la participación del espectador en la construcción simbólica de la misma sobre muchos otros aspectos. Hasta tal punto que más que espectador, el visitante a una muestra del artista pasa a ser un interlocutor en relación dialógica con la obra. La mayoría de las obras de González-Torres carecen de título mientras que entre paréntesis una palabra sugiere significados relacionados con la experiencia de vida del artista, pero siempre abiertos y multivalentes. La comunicación es otro de los elementos claves en el proyecto artístico de González-Torres. Los retratos de palabras articulan ejemplarmente esta preocupación del artista como emisor y el espectador como receptor, intercambian roles en la construcción de narrativas contingentes, carentes de verdades absolutas, dependientes de los específicos «lugares de enunciación» en que nos hayamos involucrado. Estas obras, realizadas sobre vallas comerciales o paredes, enumeran eventos públicos de naturaleza histórica y eventos privados de naturaleza íntima junto con las fechas en que tomaron lugar. La enumeración carece de orden temporal o espacial y la obra transgrede de esta forma cualquier lógica narrativa de naturaleza lineal. De esta forma, González-Torres invita al espectador a crear su propia historia en relación a los eventos enumerados, una historia determinada y moldeada por las particularidades del interlocutor, quien proporciona una lectura personal de los hechos públicos y colectivos que el artista propone. Al relacionar un momento histórico con las memorias que del mismo tenemos, el tipo de narrativa que cada visitante propone es una historieta (story) más que una historia oficial (History)). En una de las salas de Hirshhorn, en la parte superior de la pared, el visitante a la muestra podía leer mientras circulaba lentamente por la sala: Red Change 1987/ París 1985/ President Clinton 1992/ Supreme Court 1986/ Blue Lake 1986/ Güaimare 1957/ Ross 1983/ Ley de Derechos Civiles 1964/ Mariel Boadifts 1980/ Camisa Blanca 1984/ Una Muerte Fácil 1991 / CNN 1980/ Lunes Negro 1987/ Muro de Berlín 1989/ Gran Sociedad 1964/ Hollywood 1915/ ONU 1945/ Ver 1978/ Papá 1991/ Bahía de Cochinos 1961… De esta forma, el artista intersecta la esfera pública del evento histórico con la esfera privada del evento personal: un significativo encuentro con su compañero Ross en 1983, la muerte del mismo de SIDA en 1991, la relevancia de una camiseta blanca en 1984, etc. A su vez, ambas esferas se cruzan con la imaginación y las memorias del espectador, quien recrea otra historia diferente a la del artista. Esta intersección indiscriminada de ámbitos públicos y privados, de enunciadores y receptores, subvierte el mito occidental de una subjetividad autosuficiente: somos productos históricos y culturales tanto como individuos de una naturaleza humana flexible. Paul Ricoeur observa que la posibilidad de experiencia histórica radica en la conexión entre mi campo temporal y otro campo temporal. Estas conexiones están regidas por categorías de acción común y por el principio de analogía que me permite relacionarme con los demás, que me permite decir que el otro es un ser como yo. Sin embargo, cuando estas conexiones se osifican, se institucionalizan, caemos en «simplificaciones, esquematizaciones y estereotipos», y en manos de los poderes discursivos que enmarcan nuestras percepciones; depende entonces de la imaginación productiva preservar e identificar el yo y activar la memoria en los procesos de formación de identidad cultural[5]

La necesidad de participación por parte del espectador para lograr el efecto de la obra, es el hilo estructural que conecta estos retratos de palabras con obras de una naturaleza más visual. Así, Sin título (5 de marzo), 1991, está constituida por dos espejos redondos en donde el espectador se proyecta irremediablemente cuando se enfrenta a la obra. Es entonces nuestro rostro el que cubre el espacio de representación, el espacio de la obra de arte que normalmente representa algo. Junto a esta obra, en una de las salas de Hirshhorn, una pila de papel reproduce dos círculos en los que reverberan los espejos colocados sobre la pared. Curiosamente, esta obra se titula  Sin título (Doble Retrato), 1991, pero en ella, debido a la opacidad del papel, no nos podemos reconocer. Enfrentar la obra en este caso significa topamos con la imposibilidad de representación. La intertextualidad que se despliega entre una obra y otra alude a la calidad ilusoria de las representaciones ya la contingencia de las mismas de acuerdo a la localización del sujeto «que produce el mundo produciendo su representación». En este sentido, la obra de González-Torres, siempre dispersa, fragmentaria, parcial, indefinible, contingente, apunta hacia lo que Jean François Lyotard ha denominado subliminalidad articulada por el Romanticismo, el posmoderno ha abandonado la nostalgia de comprometerse con el juego sublime de buscar nuevas representaciones [6]. «El postmoderno», escribe Lyotard, «rechaza el consenso que permite una experiencia común de nostalgia» por lo imposible e investiga nuevas presentaciones no para encontrar placer en ellas, sino para producir un efecto más fuerte de que hay algo impresentable[7]. Desde una nueva perspectiva, la idea de sublimidad problematiza la posibilidad de representación, la cual se produce dentro de límites específicos (de acuerdo a la posición del sujeto) y es siempre circunstancial. En su acepción más común, la sublimidad toma lugar cuando la imaginación no puede proporcionar una representación que equipare el concepto. Sin embargo, en la obra de González-Torres no hay preocupación alguna por encontrar una imagen que iguale el concepto. Por el contrario, cada una de sus imágenes son alusiones que no claman veracidad o identificaciones entre idea e imagen, sino que se complacen en el libre juego de promover múltiples significados. Al centro del proyecto artístico de González-Torres encontramos una aguda crítica a la representación como producto de narrativas oficiales e imágenes institucionalizadas. Veracidad y univocidad han sido reemplazadas en la obra del artista por procesos comunicacionales en donde el significado de una imagen se construye en el diálogo participativo entre interlocutores.


Notas

[1] Víctor Turner, Drumus, Campos y metáforasAcción simbólica en la sociedad humana, Cornell University Press, Ithaca y Londres, 1974, pp. 13-14.

[2] Paul Ricoeur, «La imaginación en el discurso y en la acción», en Rethinking Imagination, Culture and Creativity, Gillian Robinson y John Rundell ed. Routledge, Londres y Nueva York, 1994, págs. 122-123.

[3] Fredric Jameson, «El placer: una cuestión política», en Víctor Burgin, ed. Formations of Pleasure , Londres, 1983, pp.5-9.

[4] Ídem, pág. 10.

[5] Paul Ricoeur, op. Cit., págs. 127-128.

[6] David Roberts, Sublime Theorics: Reason and Imagination in Modernity , en Gillian Robinson y John Rundel ed., Op. Cit., págs. 175-176.

[7] Jean François Lyotard, Lo posmoderno explicado , University of Minnesota Press, Minneapolis y Londres, 1992, págs.15.

[Publicación fuente ‘ArtNexus’, no. 15, ene-mar, 1995].