Nanne Timmer: Conversación con Carlos A. Aguilera / La escritura es un no-lugar
En este dossier conversaré con cuatro artistas-editores cubanos: Carlos A. Aguilera, Martha Luisa Hernández Cadenas, Yornel Martínez Elías y Claudia Patricia. Cada uno de ellos es iniciador de un proyecto editorial en la isla: uno de ellos en los años noventa (aunque algunas de aquellas estrategias han sobrevivido en el tiempo) y los otros tres en la última década. Son proyectos muy diferentes entre sí, pero comparten cierto aire de expresión alternativa.
Ninguno de los proyectos puede entenderse desde la lógica institución, ni tampoco desde la lógica del mercado transnacional. Coinciden en cierto posicionamiento marginal para la literatura o el arte que valdría la pena pensar más a fondo. Me pregunto si los cuatro proyectos pueden concebirse como gestos de micropolítica, como performance u obra de arte dentro de un paisaje culturalmente más rígido y organizado desde la lógica estatal por un lado y el mercado por el otro. Y si es así, ¿cómo se dan esos gestos?
Estas iniciativas editoriales ―de minoría además―, lograron conectar o reunir a diferentes artistas y escritores. Es decir: dentro de la labor polifacética que representaron, lograron abrir nuevas redes artísticas más allá del trabajo individual que también contenían. Entonces, ¿hasta qué punto estas iniciativas coinciden o difieren en su ambición de crear colectivos o comunidades y cuál sería el lugar de la literatura y del arte dentro de ellas?
En la proyección material o virtual de cada uno de los proyectos, además, se esconde una reflexión (diferente) sobre la circulación de la cultura. Yornel la plantea desde las artes visuales, Martha, desde el teatro, Carlos desde la literatura y Claudia Patricia desde la gráfica. Todos ellos están dando o han dado un impulso (por muy modesto que sea) a esa circulación y a la cultura en general; lugar que en la actualidad quizás haya que reinventar, ahora que los medios, los lenguajes y los soportes artísticos se están diversificando. Sea como sea, todas estas nuevas y viejas formas en que la escritura se presenta nos hace reflexionar sobre los modos de recuperar, intervenir y revitalizar el archivo que llamamos Cuba.
La primera conversación es con el escritor y editor Carlos A. Aguilera. Fue co-director (junto a Rolando Sánchez Mejías) del proyecto y revista Diáspora(s) que circulaba en la isla de modo underground entre 1997 y 2002. Autor de libros como El imperio Oblómov (2014), Discurso de la madre muerta (2012) y Clausewitz y yo (2020), entre otros, reside en Europa desde 2002 y actualmente es el curador editorial de la colección de arte FluXus, en Rialta, además de ser el coordinador de la plataforma online InCUBAdora, la cual, además de como archivo, funciona como espacio y catalizador de la cultura cubana.
Cada uno de ustedes armó un proyecto editorial independiente en Cuba en algún momento. ¿Podrías hablarme de ese o esos proyectos, de sus características, desafíos y objetivos?
Diáspora(s) fue un espacio de guerra contra la política cultural cubana. Una política cultural rácana, vacía, censuradora e ideológicamente exclusivista, donde solo podían publicar o exponer personas que no fueran vistas como conflictivas por el gobierno cubano. Pero fue también –Diáspora(s)– un espacio de escrituras, de reflexión literaria y crecimiento personal, en este caso de un grupo de escritores que ―con diferentes grados de adhesión al proyecto― fueron elaborando sus libros y también sus umbrales de discusión. De hecho, para mí, Diáspora(s) fue esencialmente esto: un territorio de discusión (tanto en su primera fase como a posteriori, con la revista). Y no solo lo digo por lo que podríamos llamar “discusiones reales”, que lo mismo podían pasar en casa de Rolando [Sánchez Mejías] o en casa de Reina [María Rodríguez], sino por ese input que te hace estar pensando y “manipulando” determinadas ideas sin que en ese momento exista un interlocutor real frente a ti. Diáspora(s) también era eso, un estado de esquizofrenia, de delirium, donde se hablaba mucho con fantasmas, y donde lo mismo se intentaba forcejear con el otro que con Barthes, Olson o Deleuze. Un espacio donde la digestión siempre pasaba por dos estómagos, uno donde se intentaba procesar tu propia escritura y, otro, para observar y cuestionar y llevar al límite las zonas nacionales de literatura. Y esto último era muy importante, porque pocas veces se logra crear un microespacio de conexiones tan dinámico y a la vez tan ríspido como el que creó el no-grupo en ese momento. Un microespacio donde nos cuestionábamos todo: si éramos en verdad un grupo, si se debía salir de la ontología, si aún valía la institución literatura, si el Estado cubano era fascista, si se podía seguir confiando en la noción de autor, si la realidad… En este sentido, Diásporas era un dispositivo que actuaba contra toda la banalidad política del momento, tanto ideológica como cultural.
El otro proyecto que intenté armar adentro y quedó solo en teoría fue el de una editorial de libros fotocopiados. Ya desde hacía tiempo veníamos (sobre todo Pedro Marqués de Armas y Almelio Calderón en sus propias máquinas de escribir) haciendo copias de pequeños libros de nuestras bibliotecas. Copias que después pasaban de mano en mano. Recuerdo, por ejemplo, Morgue, de Gottfried Benn, en una traducción de la editorial venezolana Pequeña Venecia. También algo de Paz, de Borges… Y mi “sueño” era hacer una editorial de fotocopias de muchos de estos libros ya subrayados y anotados por nosotros. Una fotocopia donde a la vez que el texto de, digamos, John Cage, pudieras acceder a los comentarios al margen, a las tachaduras que diferentes lectores habían hecho en el libro. Una mala editorial que a la vez se comportara como un archivo corrupto. El mal archivo de un grupo que ni siquiera se reconocía como tal. Pero en fin, como todo en Cuba, estas cosas o no llevaban a ninguna parte o se quedaban inconclusas.
Aunque cada proyecto sea muy diferente entre sí, me gustaría saber ¿cuál es el rol que han jugado los editores independientes en la Cuba de las últimas décadas? ¿El término “independiente” es un término válido para ti?
Ya desde hace muchos años existen en el mundo cubano (que es más grande que lo que produce y consume la isla en su adentro) editoriales que no han estado raptadas por ninguna noción de Estado. Estoy pensando en Universal, Verbum, Betania, La torre de papel y un largo etcétera. Para no decir que muchas de las mejores revistas literarias cubanas entre Lunes de revolución y Diáspora(s) se han hecho casi todas afuera: Exilio, escandalar, Mariel, Újule o Encuentro de la cultura cubana. Todas ―o casi todas― desconocidas dentro del país. Lo que nos lleva a la pregunta: ¿independientes con respecto a qué o quién? Porque si es con respecto al Estado cubano está claro de que sí. Todo lo mencionado antes más otras editoriales y revistas que llegan hasta ahora mismo, están censuradas dentro de la isla, ya que en un país donde la cultura está controlada por el Estado, es responsabilidad entonces de ese mismo Estado todo tipo de plataforma editorial y comercial, todo tipo de transparencia, de accesibilidad. Y creo que no hay que saber mucho sobre estos últimos 65 años para llegar a la conclusión de que el castrismo primero y el canelismo después han cortocircuitado todo tipo de dinámica cultural en el país.
Y si es con respecto al Mercado, que es una especie de proto-Estado aunque más cínico, pues también queda en claro que son “independientes”, ya que al dedicarse a un área tan restringida (Cuba, la cotidianidad cubana, lo folclórico), estas empresas quedan casi siempre fuera de todo tipo de distribución o visibilidad, trabadas, la mayoría de las veces, en pequeños nichos a donde solo llegan los muy interesados; para no hablar de las dificultades monetarias bajo las cuales todas estas empresas se hacen.
Entonces, “independiente” sí, pero siempre dejando en claro que esta independencia existía desde mucho antes, que no puede reducirse a los últimos 15 años, y que conceptos tan abarcadores son muchas veces núcleos vacíos, donde pocas veces circula algo. Y que más allá del rol político donde se desenvuelve el rótulo, lo importante son los umbrales que propone, los espacios de discusión, su intensidad “mala”, porque sin esto no hay independencia alguna, ni siquiera de uno mismo, que es de quien primero un escritor o un artista o un investigador debe independizarse.
¿En qué sentido la publicación independiente puede ser considerada también como “activismo cultural“?
Yo creo que solo pueden serlo ―como decía antes― cuando esos proyectos logran construir una nueva máquina de guerra, un espacio contra-estado, contra-mercado, contra-absoluto. De lo contrario, creo, uno queda siempre medio empantanado en la tradición o en un bucle político e institucional, haciendo un ruido que muchas veces no avanza hacia ninguna parte. De las últimas cosas que he visto, el proyecto que más me llamó la atención ha sido el de Mujercitos. Una revista que no era una revista, que iba contra todos y que tenía un diseño socarrón y disruptivo. Era tan novedosa que lo mismo lo censuraba el Estado cubano que Instagram. Y lo mismo podría decirse de La Maleza, el proyecto literario-curatorial de Lester Alvarez. Tacos de madera con un título y un nombre. Portadas que “atrapan” al libro (el libro que La Maleza no edita pero sí hace “visible”) en su esencia última, como le hubiera gustado decir a Lezama o Rilke.
¿Cómo te relacionas con el espacio o territorio Cuba? Aparte de referirme a un particular lugar de residencia o enunciación también me estoy preguntando en qué sentido el espacio, el nombre o el territorio Cuba es importante cultural y antropológicamente para tus proyectos.
Aquí yo tendría que hacer una salvedad, porque una cosa era Diáspora(s) o inCUBAdora, mi plataforma actual de trabajo, y otra mis proyectos personales, mis libros.
En el caso de Diáspora(s) o InCUBAdora Cuba sí era o es un locus importante. Cuba como archivo, como tradición nacional, como cuerpo político y secuestrado, como reservorio de imágenes, como laboratorio y afecto. En Diáspora(s), como explicaba antes, para construir un estado de guerra de donde pudiera surgir un espacio civil y político-mental donde se iban a insertar una serie de escrituras que reaccionaban a un contexto. En el caso de inCUBAdora para señalar las piezas, las numerosas piezas, del puzzle nación, y para entre otras cosas mostrar el hecho ficcional en el que se encuentra enclavado ese mal relato originario, que es un arquetipo a la vez que un territorio de leyes y nombres e historias que circulan incesantemente apareciendo y desapareciendo, como si de un Escher se tratara.
Pero en mi espacio privado, que es donde creo se insertan mis libros, no. Cuba es un referente más. Un referente de donde extraigo a veces energías que ayudan a contextualizar algo, pero que para mí ni siquiera es lo más importante. De hecho, cada vez que menciono a Cuba en mi obra siento que estoy falseando algo, que estoy hablando de un dispositivo que muchos tomarán como biográfico o vivencial y, sin embargo, no tiene en verdad nada que ver conmigo (aunque no deja de ser graciosa esa confusión, para qué voy a negarlo). Y por supuesto, nunca cambiaré una buena frase por decir algo “verídico” sobre Cuba o su historia o su cronología o sus últimos sucesos. La idea (patética) del escritor que solo puede escribir de (desde) su barrio o su país no solo me parece chantajista y comercial, sino mediocre. Un escritor siempre está en otro lado, o donde puede, pero siempre en otro lado. Literatura no es biografema.
Es decir, ¿de alguna manera hay un “desvío de lo nacional“ en tus proyectos?
La pregunta sería ¿qué es lo nacional? Y lo más seguro es que sea algo diferente para cada uno. En mi caso sería huir de todo aquello que te obliga a pertenecer a algo en nombre del origen o del lugar de nacimiento o del barrio o de una supuesta identidad psicoterritorial, como si la “realidad” de una persona dependiera de un hilito patriótico. En todo caso, cada vez que escucho hablar de “lo cubano”, tengo la impresión de que estoy oyendo hablar del siglo xix, de algún capítulo de las Crónicas de la guerra de Miró Argenter. Recordemos que nuestros tres grandes escritores de ese siglo son Martí, Leonardo Padura y Cirilo Villaverde. Por ese orden.
¿Cómo se relacionan tus proyectos con la posibilidad de distribución dentro o fuera de Cuba; es importante la conexión a internet?
Desde que salí en 2002 todos mis proyectos han sucedido afuera. Lo que quiere decir que adentro pocos conocen mis libros, que son la mayoría, ya que en Cuba solo publiqué dos pequeños títulos en los noventa. Y eso significa que además de ninguna circulación, estos libros tampoco se citan o se discuten o se leen. Son un phantasma. Sin dudas, esto pudiera ser contabilizado como uno de los logros de la “revolución”: reducir a vacío cualquier umbral de intensidad, generar miedo, barrer. Y contra un lugar “barrido” solo es posible establecer lógicas anfibias, “submarinear”, como decía Sergio Chejfec que hacía Lorenzo García Vega en sus textos.
Y con InCUBAdora más de lo mismo: ocurre en un espacio “infame”, penalizado e invisibilizado, y los que quieran desde adentro investigar en ella tienen que comprarse un VPN para burlar la censura y descubrir zonas de cultura que curiosamente les pertenece (les pertenece y a la vez se les hurta). Nada teme más la dictadura cubana que la información o la vida en cualquiera de sus formas.
Al funcionar al margen de la institución, algunos de ustedes de cierto modo se movieron en un circuito underground. Se ha usado alguna vez la expresión “literatura de contrabando” en relación al contexto en que operan. ¿Te dice algo ese término? ¿Piensas que es adecuado para lo que vienes haciendo o para entender el particular contexto de la isla?
En el sentido conceptual sí, porque solo es posible escribir y pensar la escritura desde ese lugar criminal, anti-ley, desajustado, fratricida, con várices. Un lugar que aspira a renegociar o ignorar todo lo que ha sido pensado como sistema. Y en los espacios cubanos, donde por desgracia el imaginario es tan tradicional y reaccionario (lo que ha hecho que las lógicas de vanguardia hayan atravesado con cuentagotas al país), el contrabando es un poco el que ha creado zonas literarias más interesantes que las aceptadas por las instituciones estatales dentro de Cuba o por ese supermercado barato y muchas veces ideológico desde donde se piensa y discute la isla afuera. Este contrabando ―grosso modo― fue lo que intentamos iniciar con Diáspora(s) y, a escala más pequeña, creo, es lo que intentamos muchos con nuestra propia literatura ahora mismo: crear una disrupción dentro de un Gran Supermercado comercial o totalitario que lo quiere todo bajo control: fosilizado, repetitivo, folclórico, muerto.
¿El Estado cubano tiene alguna presencia o lo consideras un interlocutor en tus proyectos, directamente o indirectamente?
En verdad no. El Estado cubano es un gran vacío, un vacío lleno de represiones y “cheancia”. Es difícil tomar como interlocutor un artefacto tan banal y a la vez que produce tanto horror, tanto crimen, tanto dolor a todos los niveles. A su vez, es un Estado meme. Solo hay que ver las barrigas gigantes de sus dirigentes o escuchar sus neologismos idiotas y pseudopolíticos para saber que son un mal teatro, una mala representación del Papaíto Mayarí de Miguel de Marcos. Un Papaíto Mayarí que parece montado por el mismísimo escenógrafo del horrible ballet de la televisión cubana.
¿Hasta qué punto lo inter o transmedial tiene un rol protagonista en tu obra?
Tiene menos presencia ahora de lo que me gustaría. Pero recuerdo un tiempo en que hacía videos, performances, lecturas procesuales… Y los textos que escribía (los clasificaba como poesía por llamarlos de alguna manera, pero para mí eran otra cosa, aunque tomaran mucho de la intensidad-poema) se alimentaban sobre todo de esa energía otra. Una energía donde lo transmedial siempre estaba mediando entre el proceso de concebir la escritura y el proceso de su puesta en escena.
Y tu trabajo online para la plataforma Incubadora, ¿no es algo inter o transmedial también? No con respecto a tus performances, claro, pero con respecto al modo de crear un archivo. Me parece que de alguna manera Incubadora quizás continúa esa idea que tenías de crear una editorial de libros fotocopiados y anotados, ¿o no?
Sí, en ese sentido sí. Toda InCUBAdora es transmedial y, si el lenguaje me lo permite, “okupamedial”, ya que muchas veces funciona ocupando (usurpando, interviniendo, reconstruyendo) otros lugares, despiezándolos, armándolos de otra manera, con la esperanza de que estos a su vez sean de nuevo rejuntados en un puzzle otro, por otro investigador u otro archivo. Una de las cosas para mí más difíciles de entender, es el sentido de analidad que tienen algunos ―y no hablo solo de Cuba― con proyectos abiertos, comunitarios, públicos (una web o un e-zine, por ejemplo), como si el “robo” o el “plagio” (más allá del copyright correspondiente) no fuera una de las cosas más estéticamente fascinantes del mundo.
¿Cómo se relacionan tus proyectos con la memoria, el archivo y la idea de comunidad?
InCUBAdora intenta ser precisamente un laboratorio desde donde se regenere y se someta nuevamente a discusión la memoria, el archivo, la imagen o cualquier otra cosa sensible de ser considerada producto cultural. Por eso en ella lo mismo cabe un libro sobre los duelos en el siglo XIX que un catálogo de arquitectura de los años cincuenta que una entrevista reciente a un grafitero que una película de Sara Gómez. No puede existir un archivo que a la vez que haga convivir a todos sus elementos en su propio no-presente (el del archivo y el de las diferentes comunidades donde ese “producto” ha tenido resonancia), no lo someta a una constante discusión, a una pérdida del áurea o a un antifetichismo salvaje. Para mí esta es la gran diferencia entre depósito y archivo (una confusión muy arraigada en el mundo cubano, por cierto), donde este último ha sido más bien entendido como rescate y solo muy lentamente ha empezado también a concebirse como un catalizador estético-social, un territorio de intervenciones, investigaciones, manipulaciones y, ojalá, negaciones. La idea del archivo sagrado o estático no va mucho con inCUBAdora, como se dará cuenta cualquiera que la visite y observe que muchas de sus ilustraciones están rayadas o pintadas, que muchos textos son criticados en el pequeño statement que los acompaña, que mucho del material archivado es puesto cada cierto tiempo a circular por las redes no solo buscando que este supuesto arché o falso origen sea leído de nuevo, sino tomado en cuenta por la desapropiación cotidiana, por el Gran Collage Antianal del Mundo.
¿Te identificas más con el término “independiente” o “alternativo”?
Con el término “independiente” no, aunque lo entiendo y acepto. Para mí toda revista o fanzine o máquina literaria que se respete es independiente per se. Independiente de un todo (ideológico) e independiente de sí misma (de las propuestas que con el tiempo van frenando su desvío o performatividad), lo que no significa que no tenga influencias o alianzas plausibles, pero no conozco ningún territorio cultural asumible que no sea a nivel de contenido “independiente”. El adjetivo “alternativo” me gusta más, ya que parece arremeter directamente contra el canon cultural y folclórico de un lugar o nación. Contra su reificación. No obstante, tanto uno como otro son etiquetas. No hay que tomarlas mucho en cuenta.
¿Crees que hay que redefinir el lugar de la literatura? ¿En qué sentido se puede hablar todavía de “autonomía” del espacio literatura?
El lugar de la literatura más bien hay que desaparecerlo, por mercenario, por legitimar el discurso de Estado, por servir a ministerios o empresas ideológicas, a críticos bobos que creen aún en un canon académico, en una línea vertical, jerárquica, donde la literatura solo puede ser pensada desde una zona o época, desde un aura, que fue uno de los grandes conceptos que reencontró Benjamin para sin querer explicar el principio de obsolencia. A la vez, de lo que habría que hablar (y casi siempre se silencia) es de un no-lugar escritural. Un no-lugar privado, sin nombre, íntimo, donde cada escritor va inscribiendo sus afectos (aquellos que lo impulsan a escribir y a entrar y salir del agujerito literatura), y donde los lectores van levantando su goce, como en aquella película de Herzog donde los enanos ponen a girar un auto hasta que este después de varias horas se quema y revienta. El lugar de la literatura está exactamente dentro de ese auto, y en él, a la vez que la cultura, está el mercado, los poemas del Indio Naborí, el clasismo nacionalista, el neo-marxismo de los críticos de la isla (que no saben separar subjetividad de sociología), el pathos…, todo. Todo lo cheo y todo lo jerárquico. Todo.
Perdona, pero no creo que alguien tan entregado a la escritura como tú y tan puesto para dinamizar los debates culturales, opine realmente que hay que desaparecer el lugar de la literatura. ¿Y ese “no-lugar privado de la escritura” no es a la vez también un territorio político y social?
Es que literatura y escritura son cosas diferentes. Un escritor no trabaja nunca con la literatura, como un médico no trabaja nunca con la medicina. Trabaja con órganos, con zonas, con tumores, con infracuerpos. Trabaja con conductos. A un escritor le sucede lo mismo. Trabaja con sonidos y repeticiones y pausas y ciertas palabras. Trabaja con algo que se parece a la realidad pero nunca lo es, de la misma manera que trabaja con algo que se parece a una serie de fotos fijas que tiene en su cabeza, pero que nunca llega (nunca puede) describir del todo. Por eso en un libro mío llamo a todo esto transficciones. Un escritor trabaja con transficciones. Con una noción determinada del Yo y con una noción determinada del tempo o los tempos en que ese Yo, que siempre es múltiple, va a moverse. Trabaja con la ligereza o la pesadez (Lezama y Piñera serían dos ejemplos máximos de esto), con obsesiones, heriditas, rencores, parodias. Trabaja con recursos literarios ―claro―, pero para poder construir perturbaciones y zonas de ritmo dentro de esa forma que él llama o le gusta llamar estilo, y que solo es el intento de darle forma a ese magma de donde generalmente va saliendo con poca conciencia la escritura, o lo escrito, o “el” escrito. Un estilo nunca es la literatura, aunque la literatura o los que estudiamos y archivamos literatura trabajemos con él todo el tiempo. No es un lugar.
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