Jorge Enrique Lage: Entrevista a Daniel Díaz Mantilla / ‘Cuba está muriendo’
Los últimos años de Daniel Díaz Mantilla en La Habana fueron especialmente turbulentos. Pero escribo “los últimos años” y a continuación me pregunto por la longitud de ese lapso de turbulencia, si acaso es preciso definirla.
En las últimas conversaciones que sostuvimos en persona, Daniel y yo hablamos mucho de la sensación de estar viviendo en un país agonizante. Poco después, con pocos meses de diferencia, ambos recalamos en España. Ahora él recibe mis preguntas en Ripoll, en la vieja y profunda Gerona, muy cerca de los Pirineos. Siento que le debía esta entrevista, y también siento que he llegado demasiado tarde.
Lo primero que hice fue repasar en trance, un trance de narrativa poética fechado en los primeros años noventa, toda una exhibición de poder y también una olvidada declaración de principios. La literatura cubana archiva esos títulos minúsculos y secretos, pequeñas joyas de las que ni ella misma se acuerda.
“Adoramos imágenes inútiles sin preguntarnos nunca de qué están fabricados los templos desiertos de nuestra mente, ni a qué dedican su tiempo libre los exégetas de esa ley inquebrantable que nos detiene”.
Templos y turbulencias es el título de otro libro suyo. Hay mucho de donde citar, mucho de lo que hablar, cuando esta conversación acabe aún no habremos empezado. Daniel es poeta, narrador, ensayista, crítico, editor, traductor… Una suerte de monje literario total, alguien que ha estado ahí desde tiempos remotos observándolo todo. Y ahí sigue. Me pongo a leer algunos de sus poemas más recientes; por ejemplo:
“Dos coroneles se han sentado frente a mí, / dos escritores / en función de comisarios, / y no quieren que se sepa. / Han dicho: Si nos enteramos de que mañana tú…, / y he percibido el miedo en sus palabras”.
Para esos coroneles, escritores, sabemos quiénes son, tener delante a Daniel Díaz Mantilla mirándolos reflexivamente, o como dice en esta entrevista: desde algo parecido a la ataraxia, debe haber sido como ver el desierto desplegarse a su alrededor y tener delante a una esfinge. De pronto no son ellos los que amenazan. Una estructura inquebrantable hecha de letras, es decir, de piedra, los amenaza a ellos. Los convierte en espejismo.
“Han estrechado casi cordiales mi mano / y he percibido en ellos / –o quizás en uno de ellos– / la culpa y la indecisión de quien entiende / el deplorable rol que han de cumplir / para no hallarse en mi lugar. / No te pases –dicen– / al lado equivocado de la historia”.
En realidad, adonde se pasa uno es al lado de la historia, simplemente. Ni correcto ni equivocado. El lado de la memoria.
Imagino a Daniel respondiendo mis preguntas a la sombra del monasterio de Santa María, fundado por un caballero medieval descendiente de visigodos. El creador de Cataluña, según la tradición. Una tierra de “gente enojada y terrible”, pero en el fondo pacífica, como esgrimía Cervantes en una lengua que ya nadie escribe pero que todos seguimos habitando, porque aún nos acoge y nos muestra un camino.
¿Cuándo tomaste la decisión de salir de Cuba, y cómo ha sido hasta ahora tu experiencia como migrante?
Salí de Cuba el 1 de mayo de 2023, pero en ese momento no tenía planes de que fuera una salida definitiva.
Viajé a Italia por una residencia artística que me concedió la Fundación Civitella Ranieri y debía regresar a inicios de junio. La decisión de no regresar la tomé poco antes de que terminara mi residencia. Por supuesto que había pensado alguna vez en esa posibilidad, sobre todo en los últimos años antes de ese viaje. Había salido varias veces, pero siempre volví. En Cuba tenía mi casa, mi familia, mi trabajo, y tenía además la certeza de que mi vida como escritor está ligada inevitablemente a la cultura cubana. De esa cultura se alimenta lo que escribo, aunque no solo de ella. Por eso la idea de emigrar siempre implicó para mí una pérdida enorme, un desgarramiento.
A pesar de todo eso, el 5 de junio de 2023, en vez de volar a La Habana, volé a Madrid con el propósito de abrirme camino lejos del país donde había vivido los últimos 53 años.
No fue una decisión fácil. De hecho, es la más difícil que he tomado. Si alguien quisiera entender por qué lo hice, tendría que pensar en lo que sucedió en Cuba en los dos años y medio transcurridos desde finales de 2020 hasta mayo de 2023, y especialmente lo que sucedió conmigo después de la manifestación del 27 de noviembre.
Yo estuve en aquella manifestación frente al Ministerio de Cultura y fui parte de la plataforma 27N. Escribí mucho en aquel tiempo, artículos donde cuestionaba al Estado no solo respecto a su política cultural, sino también por la represión al disenso, que fue brutal contra algunos artistas y se hizo masiva desde el 11 de julio de 2021.
Nunca me referí a mis propias experiencias, ni voy a hacer aquí un recuento de ellas. No lo hice entonces, porque no quería inducirlos a pensar que las amenazas más o menos veladas y los golpes bajos con que premiaron el ejercicio de mis derechos, tendrían efecto. Y tampoco quería enturbiar mis palabras con emociones exaltadas por la injusticia que estaban cometiendo.
Es un error común responder con indignación al maltrato, dejarse conducir a posiciones donde el dolor se transforma en resentimiento y deseos de destruir a quien te intentó someter. Creo que destruir al otro no es una opción: no es viable ni justo. Sin importar cuánto daño le hayan hecho, uno no debe ceder al odio. Por eso evité hablar públicamente sobre el modo en que las instituciones respondieron a mis críticas. Por eso y por pudor, porque otros han soportado acciones mucho más hostiles que yo.
El caso es que cuando salí de Cuba ya sabía que las oportunidades de realizar mi proyecto de vida como escritor allí eran casi nulas.
En mi juventud pasé por un largo período de censura, seis años en los que no me permitieron publicar. He hablado de eso y no hay que volver sobre lo mismo. Solo que entonces era joven, tenía el tiempo a mi favor y la certeza de que las cosas cambiarían. Podía esperar. Ahora la situación era mucho más grave: mi esposa Zurelys y yo vivíamos prácticamente recluidos en casa, mal vistos dondequiera que fuésemos. Casi todos los colegas se alejaron, apenas tenía acceso a internet y en la calle nos aguardaba con frecuencia una vigilancia demasiado obvia para ignorarla. Me habían citado varias veces para “conversar” y habíamos llegado a ese punto en que no hay más que decir: a falta de argumentos, habían apelado a amenazas y ofensas, y se esmeraban en cerrar en torno a mí su círculo de silencio. Tanto era su esmero, que confiaban en que no me diera cuenta.
Aun así, el 1 de mayo, cuando salí de Cuba, pensaba regresar. Ya sabía que las probabilidades de abordar el avión eran pocas, pues la semana anterior lo había intentado y me lo habían impedido, aunque tenía mi pasaporte visado y mi boleto. Así que no me alarmé cuando por los altavoces me llamaron a la aduana. Allí inspeccionaron mi equipaje, sospechaban que llevaba documentos clasificados –eso me dijeron–, pero en la maleta solo había algo de ropa y libros de autores cubanos, libros que pensaba donar a la Fundación, todos publicados por editoriales estatales.
Cuando el avión despegó sentí que se rompía un oscuro sortilegio, nunca antes sentí algo semejante al salir de mi país.
En Italia, casi un mes después, cuando mi residencia estaba por terminar, descubrí que mi último libro presentado en Cuba no existía. Me lo habían pedido después de los conflictos que generó la protesta del 27 de noviembre y llevaba dos años en espera, pero en cuanto se supo la noticia de que Civitella Ranieri me había otorgado esa residencia, corrieron a hacer su presentación.
Eso fue en marzo, en la celebración por el Día Mundial de la Poesía. Yo creí entonces que tal vez la necedad de los funcionarios de cultura empezaba a flaquear y confié en que el libro estaría a la venta en Amazon, como me habían prometido. Pero tres meses después de presentado no había rastro de él en ningún sitio, y el ISBN que constaba en su página legal no había sido asignado legalmente. Le escribí a la editorial y no obtuve respuesta.
Ese es apenas uno de los tres libros que tenía, listos para publicarse, en editoriales cubanas. Entonces supe que, como escritor, no habría ya espacio para mí en la isla.
A fines del propio mes de mayo ocurrieron otros dos hechos: la aprobación de la Ley de Comunicación Social, que se sumaba al Código Penal y a una serie de decretos cuyo fin era, claramente, ahogar la poca libertad de expresión que desde inicios de este siglo habíamos ido logrando. Tras la aprobación de esa ley, casi enseguida vino la rabiosa escalada de agresiones contra intelectuales como Alina Bárbara y Jorge Fernández Era. Todo eso me ponía, si regresaba, ante una alternativa inadmisible: o bajaba la cabeza y consentía en que el ostracismo terminara de extinguirme, o seguía publicando en los medios no estatales y afrontaba los niveles de represión que ya estaban padeciendo esos colegas. Ninguna de las dos me hacía feliz.
La tercera opción era el exilio. Pero no tenía amigos a quienes acudir, ni dinero, ni sabía siquiera adónde dirigirme. Alguien me compró un pasaje a Madrid y de allí por carretera hasta las Rías Altas de Galicia, donde unos desconocidos se habían ofrecido para ayudarme en los primeros tiempos.
Esa fue, como te dije, la decisión más difícil que he debido tomar en mi vida, fue un salto al vacío, un salto de fe. Hace más de un año de eso y no me arrepiento, pero ha sido duro.
He sobrevivido a lo que supongo que fueron los peores momentos. No hablaré aún de esta etapa: es muy pronto. Solo te diré que ha sido, simultáneamente, la mejor y la más amarga.
La mejor por todo lo que he aprendido, por la gente que encontré en mi camino, y por la capacidad de resistencia que lo adverso me ha obligado a desarrollar. Y la más amarga, por lo que dejé atrás: mi familia, mi biblioteca, mi jardín, dos o tres amigos que siguieron siendo fieles en medio de la noche, y un sueño que a pesar de los obstáculos todavía intento realizar.
No podía ser de otra manera, porque para mí la vida y la literatura van juntas, no es posible quitar una sin que la otra pierda su sentido.
Hablabas del 27N y su plataforma. Jugaste un papel destacado en buena parte de aquellos eventos, que por entonces parecía un despertar cívico de gran alcance. Pero pocos meses después, en julio de 2021, un estallido social recorrió todo el país y cambió de manera irreversible el panorama del disenso dentro de la isla. Desde la distancia de estos 3-4 años, ¿qué piensas del 27N y el 11J? ¿Qué significan esas efemérides para ti?
El 27 de noviembre fue un momento crucial en la historia de la cultura cubana, pero es parte de un proceso largo. Considerarlo un hecho puntual es perder de vista su conexión con otros muchos acontecimientos durante décadas.
Esa continuidad es el conflicto irresuelto –y a todas luces insoluble– entre dos propósitos: de un lado, el afán del Estado por mantener bajo estricto control el trabajo creativo, y del otro, el empeño de artistas e intelectuales por recuperar su autonomía frente a los límites que ese Estado impone.
Suponer que lo que ocurrió el 27 de noviembre fue solo una protesta por lo que había sucedido la noche anterior en San Isidro, o que fue la mera convergencia de los sectores contestatarios de la más joven generación de artistas, sin tomar en cuenta los puntos de contacto entre ese hecho y muchos otros, desde antes incluso del caso PM, es síntoma de una miopía que tal vez sea útil para los titiriteros pero que sería fatal para aquellos a quienes repugna ser marionetas.
El 27 de noviembre nos reunimos cientos de trabajadores de la cultura frente al Ministerio. Fuimos cercados por dispositivos policiales, les impidieron el acceso a muchos que intentaron sumarse, cortaron el servicio eléctrico, lanzaron gases lacrimógenos, introdujeron agentes para provocar actos que justificaran el uso desmedido de la fuerza. Pero nada de eso surtió efecto y se vieron obligados a escuchar nuestras demandas. En esencia, eran las mismas que tantas veces antes habían oído.
El diálogo fue una sugerencia del propio Ministerio y la aceptamos junto con la promesa de que no se reprimiría a los manifestantes ni pondrían trabas para que coordinásemos nuestros criterios con vistas a ese diálogo. Dimos por fiable su palabra y nos defraudaron.
Hasta aquí, parece la repetición de un ciclo, un fracaso, la demostración de que a través del diálogo no es posible lograr cambios. Y fue un fracaso, sí, pero no de quienes emplazamos al Estado, sino de ese Estado, cuya perfidia quedó en evidencia.
Lo que distingue al 27 de noviembre es que marca el inicio de un cambio, un quiebre, y el debilitamiento acelerado de una estructura que hasta entonces se creyó segura e incuestionable.
Uno podría decir, con razón, que ese cambio empezó antes, cuando el Decreto 349 suscitó intensos debates entre intelectuales y funcionarios, debates que se extendieron por todo el país y allende, no solo en los espacios institucionales sino también en medios no estatales; debates donde el Estado mostró su habitual ceguera, su arrogancia, y que llevaron al nacimiento del Movimiento San Isidro.
Podría decirse, también con razón, que esa crisis comenzó con el cierre de la Muestra Joven y las Palabras del Cardumen; o antes, cuando se decidió perseguir a Omni Zona Franca y su festival Poesía sin Fin. Podemos ir casi tan atrás como queramos.
Pero el 27 de noviembre y los meses posteriores marcaron un cambio en la correlación de fuerzas. La agresividad del Estado, sus abrumadoras campañas mediáticas, la presencia de tropas especiales en las calles, el ensañamiento contra Luis Manuel Otero Alcántara, la desesperada promulgación de leyes y decretos… todo eso es signo de una debilidad que se manifiesta también en la torpeza con que se respondió no solo a los artistas, sino a las necesidades del pueblo.
La “tángana” en el Parque Trillo fue un burdo intento por aparentar fortaleza, pero no les salió como esperaban. Y la Tarea Ordenamiento, que lanzaron deprisa en diciembre de aquel año, era parte de la misma urgencia por recuperar el apoyo popular: otro enorme fracaso, como lo fue la gestión de la pandemia. Todo eso condujo al estallido del 11 de julio.
Decir que el 27 de noviembre es un antecedente de las protestas masivas del 11 de julio parece un exceso, pero no lo es. La manifestación de los artistas frente al Ministerio de Cultura era una señal. La insistencia en que el Estado tomara la vía del diálogo y se abstuviera de su usual irrespeto al derecho, no era –como algunos creyeron– una abdicación, sino una puerta para resolver el conflicto que ya se veía venir desde hacía años.
En un artículo titulado “Algo esencial agoniza”, publicado en 2016, lo advertí; no fui el primero ni el único en hacerlo. Después del exabrupto del 27 de enero en el propio Ministerio, volví a decirlo y, a riesgo de parecer ingenuo, insistí en la necesidad de diálogo: “ante nosotros tenemos esa opción difícil, casi imposible, o la barbarie”. Tampoco fui el único entonces, pero el Estado optó por ofuscarse a pesar de la insistencia. La respuesta más diáfana que dio a ese llamado a dialogar fue la invitación a la guerra. Todo su discurso estuvo desde el inicio signado por la retórica bélica y, en sintonía con esa actitud, nos trataron como enemigos.
Así, en medio de esa tirantez, se llegó al 11 de julio.
Es importante recordar que esa aversión al diálogo no fue exclusiva del Estado. Desde el exilio, los sectores más radicales nos tildaron, con insólito desprecio, de “dialogueros”, “neocastristas”, “opositores de diseño”, gestores del “cambio fraude”, y mil lindezas semejantes; al tiempo que la maquinaria propagandística del Estado nos acusaba de ser “mercenarios pagados por el imperio”, de estar librando una “guerra de cuarta generación” para provocar un “estallido social”, un “golpe blando”, etc.
Se ha escrito bastante sobre la polarización y el daño antropológico que la represión del disenso y la “intransigencia revolucionaria” han provocado. Pero intransigencia y extremismo no son patrimonio exclusivo de quienes se dicen revolucionarios. El 27 de noviembre y lo que vino después prueban cuán grave es esa polarización y cuán hondo ese daño.
Los límites que se cruzaron el 11 de julio marcan el fin de un camino. También habrá quien diga que ese camino estaba cerrado desde antes y que nosotros, ingenuos, no lo vimos. Pero nunca, desde 1959, habían estallado protestas como aquellas, masivas, pacíficas, espontáneas y simultáneas en toda la isla, reclamando no solo comida y medicamentos, sino también libertad. Nunca un jefe del Estado cubano osó declararle la guerra, no ya a un grupo de artistas incómodos, sino al pueblo desarmado que tomó las calles para exigirle. Nunca ese Estado mostró tanto desprecio ni ejerció tanta violencia contra esa gente humilde e indefensa que hasta entonces fue –eso decían– la razón de ser de “la revolución”.
Ese día se cerró el único camino civilizado que teníamos para resolver nuestras diferencias y el único que a mí me interesaba recorrer. Desde ese día miro las cosas desde una perspectiva distinta: ser cubano es menos importante que ser humano, sin lo segundo no hay virtud en lo primero.
En Cuba trabajabas como editor; tienes experiencia de primera mano con el funcionamiento de distintos sellos y publicaciones de la UNEAC y del Instituto Cubano del Libro, y también con el trato del comisariado político atado a ambos organismos. Háblame un poco de lo que viviste en el medio. ¿Rescatarías algo positivo de aquel ecosistema literario?
Empecé a trabajar con el Instituto Cubano del Libro en 2004. Fui editor de La Letra del Escriba hasta 2017, y desde 2015 me ocupé de la redacción de poesía en Ediciones Unión. La primera parte de ese período fue relativamente benigna para Cuba en lo económico, por el apoyo de Venezuela y el ALBA. Y fue también muy singular en cuanto a la relación entre instituciones y creadores.
En ese tiempo ganaron fuerza una serie de proyectos que partían de la gestión de los propios artistas e intelectuales; y más que tolerarlos, a veces el Estado incluso los apoyó. Así se hicieron durante años los festivales Poesía sin Fin, así nació Cuba Posible y se fundaron medios no estatales que lograron audiencia y prestigio sin demasiada hostilidad.
La llegada de Raúl Castro al poder trajo cambios positivos. La censura se hizo más porosa, los espacios críticos crecieron incluso dentro de las instituciones y la producción independiente ganó fuerza.
Era una estrategia para mejorar la imagen del país, limar las asperezas con Estados Unidos y garantizar que el inevitable traspaso del poder nominal hacia la nueva generación no pusiera en riesgo los intereses de la clase dirigente anterior. En ese tiempo se estableció la hegemonía económica del sector militar. Pero esa estrategia dejó un saldo social positivo, y la resistencia con que se topó Miguel Díaz-Canel en su afán por echar atrás lo que se había logrado es, quizás, la mejor evidencia de cuánto avanzó la sociedad cubana en esos años.
Cada vez era más fácil advertir la definición de dos tendencias dentro de esa estructura que hasta entonces fue –al menos en apariencias– monolítica. Y hubo conflictos importantes entre ese poder menguante y los intelectuales, la llamada “guerrita de los emails” fue el más sonado, no el único. Pero muchos de aquellos conflictos se resolvieron con sensatez.
Recuerdo, por ejemplo, a Abel Prieto elogiando en Cubadebate la actitud contestataria de Los Aldeanos; a Fernando Rojas reconociendo la utilidad del periodismo independiente en una entrevista con La Joven Cuba, que días atrás había sido cerrada por el sector más ortodoxo del poder; y la publicación de la icónica novela 1984, de George Orwell… Una serie de acontecimientos que apuntaban a la apertura, tanto en lo cultural como en lo económico y, en menor medida, también en lo político, sin que esto implique que seamos ingenuos. Ahí están también la persecución de proyectos independientes como el Rotilla Festival, el Festival Poesía sin Fin, el conflicto con Tania Bruguera…
Como el poder no era homogéneo, tampoco lo eran sus acciones, y el hábito de recelar y reprimir pesaba mucho sobre la nueva tendencia a la liberalización. Ese viejo hábito acabó por imponerse otra vez tras la visita de Barack Obama. Desde entonces ganó fuerza la tendencia ortodoxa, que aspiraba a recuperar el control centralizado y limitar las nacientes libertades que vivía el país.
Los años finales del gobierno de Raúl Castro fueron oscuros, y el arribo de Díaz-Canel a la presidencia marcó el inicio de un acelerado retroceso de esas libertades. Su primera disposición legal, aprobada el día de su investidura, fue el Decreto 349, aunque desde antes, por un video filtrado en las redes, se conocía su voluntad de hostilizar al sector independiente e imponer una censura más férrea.
El canto de cisne de la tendencia liberalizadora fue, creo, el espíritu que se respira en algunos momentos del Anteproyecto de Constitución, aunque para entonces ya esa línea iba en retroceso.
Ese fue el período en que trabajé con las instituciones estatales de cultura. Vi la evolución de los discursos y las actitudes, el auge y la caída de aquella tendencia que aspiraba a introducir cambios graduales hacia la democracia y las libertades civiles, y el retorno de la línea dura que acabó por hundir al país con su estulticia. Y vi a los ladinos funcionarios cambiar de máscara según las circunstancias. Eso es significativo. La burocracia es por naturaleza refractaria al dinamismo de la creación, sea en el arte o en cualquier otra esfera de la vida. Pero es también prudente, cuida sus puestos y se adapta a los tiempos con pasmosa facilidad. No tienen principios ni ideología, aunque presuman de que sí.
Sin embargo, el peor problema que tiene la cultura cubana no son ellos, ni son las instituciones en tanto estructuras jerárquicas, piramidales. Ni es el control que sobre ellas ejercen el Departamento Ideológico del PCC y el Ministerio del Interior. El problema no son los funcionarios, ni es la censura, ni es esa burbuja de falacias y penurias en la que vegetan al margen del mundo tantos zombis en la isla.
El problema es que esa naturaleza mediocre y astuta, que es propia de la burocracia, es también la cualidad que (in)distingue a la masa de creadores.
No hay nada más triste que ser un artista masa: apocado ante los retos que la vida impone, sin tensión creativa, sin ese heroísmo íntimo que empuja a un creador a arriesgar lo que tiene en pos de un sueño, sin sentido de su dignidad como ser humano ni de la importancia de lo que hace como artista. Donde la libertad no es una virtud, el espíritu creador se adormece, y de esa molicie se nutren siempre los tiranos.
Ese es el problema de Cuba, al menos en lo que se refiere a la cultura.
Si un creador se resiste a ser masa y valora su libertad por encima de los triviales éxitos que las instituciones pueden darle, e incluso por encima de su tranquilidad económica, entonces no habrá gendarme ni burócrata que pueda detenerlo, y no consentirá que se aplaste lo que para él es sagrado. Si algo necesita el ecosistema literario cubano, y el país, es gente así.
Pero la necesidad de ser libre y de darle sentido a la propia vida tiene que nacer de cada cual. No es posible imponerla. Lo más que uno puede hacer es actuar con decoro, negarse a la simulación y a la comodidad del acatamiento, cultivar la empatía y hacer para los demás una obra con toda la lucidez que le sea posible. A cada quien corresponde vencer su miedo, afrontar el riesgo que implica ser libre y ofrecerle al resto de las personas su mano.
Sin suficiente gente digna habrá cambios, pero no serán cambios favorables. Los artistas e intelectuales tienen una gran responsabilidad en eso. Si no la asumen, quizás nadie los juzgue, pero las consecuencias de su desidia vendrán sobre ellos y sobre el resto de la sociedad. Eso es lo que está ocurriendo en Cuba, y creo que será así por mucho tiempo.
En los últimos años has escrito mucho, para distintos medios, sobre la censura en Cuba. Cuéntame de ese proyecto: de dónde viene, de qué experiencias personales se nutre, etc.
Varios de esos textos forman parte de un libro titulado Escribir en crisis, donde reúno ensayos, artículos y otros escritos que giran en torno a la muy compleja relación entre literatura y realidad, especialmente en el espacio cultural de la Cuba posterior a 1958.
El libro estaba editado y listo para irse a imprenta desde 2019, pero las circunstancias no fueron propicias. Esa demora, que pronto fue imposibilidad, me permitió repensarlo a la luz de los nuevos sucesos y añadirle otros textos. Las cuestiones de lo ideológico, el poder político y su influjo sobre el trabajo intelectual, la utilidad del ejercicio de la crítica, la censura, etc., son una constante en sus páginas. Pero el libro no va en sus análisis más allá del año 2020, ni es un examen sistemático de esos temas, sino un conjunto de textos escritos a lo largo de varias décadas sobre ciertos aspectos de la cultura que siempre me han preocupado.
Hay otro proyecto en el que venía trabajando desde 2015, más centrado en las tensiones entre el poder político y la cultura en Cuba desde 1959. Ese proyecto ganó impulso tras los sucesos del 27 de noviembre e incluye casi todos los trabajos de no-ficción que he escrito en estos años. Ciertamente, la censura es un elemento cardinal en ese libro, pero el tema en torno al cual orbitan esos textos no es la censura, sino su contraparte: la libertad.
Más que reprochar los empeños del poder por ponerle una mordaza a la expresión, me interesa esa libertad bajo asedio, su resistencia, su necesidad. Es un enfoque más positivo que el de la mera denuncia, porque, aunque se le está hablando al presente, y aunque por momentos se cuestiona directamente a las instancias de un poder represivo, se hace –o se intenta hacer– desde una perspectiva que arraiga no en lo actual sino en la intemporalidad de ciertos principios, y aunque la amarga inmediatez duela, no se consiente en reaccionar desde el frenesí y la ira, sino que se insta a la reflexión desde algo parecido a la ataraxia.
Este libro está casi terminado y se titula justamente Hablando de libertad. Es, en cierto sentido, continuación de Escribir en crisis, y con él concluye una etapa para mí, porque a estas alturas, como te decía, me interesa menos la cuestión cubana que la humana.
Yo le he dedicado mi vida y mi trabajo como escritor a Cuba, y cuanto haga será de manera inevitable parte de la cultura de ese país. Pero emigrar, sobre todo en las circunstancias que tuve que hacerlo, no puede ser un enquistamiento en el dolor o la nostalgia por lo que perdí, sino una apertura hacia nuevos horizontes, aunque esto implique tomar cierta distancia de los rigores del presente cubano.
El salvaje placer de explorar cumple diez años de publicado. ¿Has seguido escribiendo narrativa?
Tengo un par de relatos terminados y varios apuntes para un nuevo libro de cuentos. He escrito también mucha poesía y necesito organizarla, darle forma a un cuaderno que estoy trabajando desde hace años. Quiero ocuparme de eso cuando acabe este proyecto de ensayo: ordenar mis poemas y luego escribir otro libro de cuentos.
Exilios aparte, ¿hay diferencias significativas entre el narrador de aquellos cuentos y el narrador que eres hoy?
No sé cuánto pueda haber cambiado como narrador. Ya se verá cuando me siente a escribir. Aunque supongo que no mucho.
Desde que terminé El salvaje placer de explorar sentí que con él se abría un camino por el que tendría que volver. Han pasado diez años y no he avanzado mucho por allí, pero es algo que deseo. Primero necesitaba tomar distancia, darme un tiempo para que los nuevos relatos no fueran una repetición de lo anterior. Luego vino este período convulso que reclamaba con fuerza mi atención.
Uno necesita cierto grado de estabilidad para alejarse de la inmediatez y escribir cuentos, quizás no tanta estabilidad como la que exige una novela, pero no es igual que escribir poesía. Y lo cierto es que no he tenido mucha paz en estos años. Ahora, cuando concluya los proyectos en que estoy trabajando, estaré más libre y podré volver a la ficción.
Tu más reciente libro de poesía se titula Words Colliding / Colisiones verbales (Ilíada Ediciones, 2023). ¿Por qué una edición bilingüe?
La mayoría de los textos que pertenecen a ese libro fueron escritos en inglés y luego traducidos al español. Solo en unos pocos casos el proceso fue al revés. La razón por la que lo hice así es simple: Words Colliding es el proyecto con el que concursé por la residencia artística de Civitella Ranieri, y era una condición que las obras se presentaran en inglés, para que los demás artistas residentes y el público que asistiera a las actividades pudiesen entenderlas. Es cierto que pude haberles enviado textos anteriores ya traducidos, pero lo que quería era darles algo actual, más próximo a la realidad que estaba viviendo.
Eran los meses más oscuros de la pandemia, se respiraba en todas partes ese aire distópico, la angustia por la ola incontenible de contagios y muertes, el distanciamiento social y, en medio de esa situación, los bruscos reacomodos del poder. Así que, cuando Civitella me invitó a participar en su concurso, lo que hice fue empezar a escribir directamente en inglés la argumentación del proyecto y los primeros poemas. Eso fue a inicios de 2020. Después pensé que el libro debía ser bilingüe y asumí también la traducción, porque la mayor parte de mis lectores es hispanohablante.
Words Colliding fue un reto y una experiencia nueva para mí. Una de las cosas que me acompañaron durante todo el proceso fue la extrañeza, la dislocación del yo, forzado a hablarles en otra lengua a lectores con los que se tiene quizás poco en común. Ese se convirtió enseguida en uno de los ejes centrales del libro: la identidad en crisis del sujeto lírico, la ausencia de un habitus ―tal como lo define Pierre Bordieu―, y la constatación, mientras escribía cada frase, de eso que en inglés se llama self-awareness, una sensación que para algunos es muy incómoda.
El aislamiento y la gravedad de los conflictos que empezamos a vivir en Cuba desde noviembre de aquel año, sin salir aún de la pandemia, intensificaron esa extrañeza, de modo que su raíz no es solo lingüística, sino también ontológica.
Esa extrañeza se representa desde distintas perspectivas a lo largo del libro: una familia de emigrantes árabes que intenta rehacer su vida en Finlandia, un lama tibetano forzado a una existencia nómada en el exilio, un turista en las ruinas de Pripiat, el destino de un guijarro sacado de una playa y vendido como souvenir, alguien que ve desde su ventana a los militares tomar control de su ciudad… En todos esos casos, se trata de la pérdida del contexto cultural que hasta ese momento fue sustrato de la identidad, y se trata también de buscar un cimiento más sólido, más auténtico, para restaurar esa identidad en crisis.
En cuanto a la escritura, el reto mayor vino con la traducción: los roles de autor y traductor se solapaban y, con frecuencia, el texto traducido tomaba su propio rumbo, alejándose del original. De modo que era necesario volver sobre este en una suerte de proceso recursivo donde ya no era lícito hablar de un original y su traducción, sino de un texto que iba construyéndose simultáneamente en dos idiomas distintos, tratando de ser espejo de sí mismo y de funcionar como poesía en ambas lenguas.
Cuando tuve el manuscrito terminado, se lo di a leer a Fabricio González Neira, que es un traductor excelente y tiene una mirada crítica sobre la cultura que me es afín. Sus correcciones y comentarios fueron de gran ayuda.
Ilíada hizo la edición en tiempo récord y el libro se presentó en Italia, en mayo de 2023. La respuesta de mis colegas en la residencia y del público que asistió a la presentación fue muy positiva. Pero durante ese mes, y aun en las primeras semanas que pasé en Galicia, escribí y traduje varios poemas que también pertenecen a ese libro. Así que en algún momento saldrá una segunda edición, ya definitiva.
¿Qué estás leyendo o releyendo actualmente?
Más que libros, lo que estoy leyendo es la realidad. Siempre pongo esa palabra entre comillas, realidad, y más si viene acompañada por el artículo definido. En todo caso, no existe “la realidad” sino realidades, y el concepto mismo tiene un componente subjetivo que suele pasarse por alto.
Es decir, eso que llamamos realidad es una construcción cultural, fruto tanto de la lectura que hacemos de entorno, como de la necesidad de ser eficientes en nuestra interacción con quienes lo habitan.
Hay códigos que determinan esas lecturas y regulan los comportamientos en ese entorno. Pero usualmente fluimos desapercibidos y leemos “la realidad” de modo automático. No advertimos que se trata de capas superpuestas de sentidos, un sustrato denso y contradictorio donde arraigan y se actualizan las actitudes, un campo de fuerzas, un texto escrito y reescrito de continuo por múltiples autores que a su vez son personajes inmersos en ese espacio, llevados en una u otra dirección por hilos también subjetivos y en apariencia imperceptibles.
Percibir esos hilos, los propios y los del resto, es algo para lo cual la gente no suele entrenarse. Sin embargo, cuando uno se ve trasplantado de golpe a otra realidad, cuando sus códigos dejan de ser eficientes para leerla, es necesario aguzar la atención, aprender a interpretar signos que antes pasábamos por alto y ahora son relevantes, incorporar esos signos y, al mismo tiempo, saber hacia dónde queremos ir, para que la presión de ese nuevo entorno no nos arrastre como a las hojas el viento.
Cuba y España tienen muchas cosas en común, eso ayuda a que la integración no sea tan traumática. Pero las similitudes a veces inducen a ignorar el peso de las diferencias, que también son grandes. Así que trato de aprender en cada momento: ver los gestos, las historias de vida de la gente, sus opiniones, sus temores, sus maneras de hablar…
España es un país diverso y complejo, con sus conflictos internos, sus idiomas, sus costumbres arraigadas; y está forzado por las dinámicas globales a un cosmopolitismo que enriquece su cultura pero no deja de provocar tensiones. Ser extranjero, aunque a veces sea doloroso –o quizás por eso mismo–, me permite observar desde cierta distancia esta “realidad” y me ayuda también a verme desde otros ángulos.
Eso ahora es más útil para mí que leer libros, aunque no he dejado de leerlos. Por estos días, por ejemplo, estoy leyendo los poemas de Hannah Arendt. Y he estado releyendo también, con mucha calma, el Bhagavad Gita, un libro que leí de joven y me dejó una profunda impresión.
Pero no pretendo recomendarles a las personas en general la lectura de este o aquel libro. Qué se lee no es, quizás, tan importante; lo que importa, creo, es cómo se lee.
Entonces reformulo la pregunta: ¿cómo estás leyendo actualmente?
Voy a decirte algo elemental, pero oportuno: todos los autores merecen que el lector desconfíe de ellos, todas las afirmaciones deben ponerse en duda.
La pose de sabio es típica entre escritores, tanto como el deseo de seducir. Por eso, sin volverse nihilista, al lector le conviene ser precavido. Los autores somos personas –ahora incluso los hay que ni siquiera llegan a eso, son chatbots— y el exceso de admiración hacia cualquier persona es perjudicial.
Conviene preguntarse para qué se lee, y tratar de descubrir también para qué escribe el autor. Porque si es cierto que no leer empobrece, leer ingenuamente puede causar daños peores. Y eso es válido tanto para un texto sagrado como para una colección de poemas, un discurso político o un tratado científico.
En estos tiempos la literatura es una mercancía más peleando por su lugar en el mercado. El autor es una etiqueta tapizada de etiquetas. Todo lustroso y leve, consciente de su fugacidad en un entorno demasiado frívolo y raudo donde los lectores presumen, entre tantas otras carencias, de su exigua atención. Es un tiempo de emojis, gestos y mensajes lapidarios, no apto para reflexiones complejas. Por eso, trato de leer cerca del cesto de basura.
Cuanto más actual es el texto, menos dispuesto estoy a perdonarle inconsistencias; y cuanto más se afana su autor en persuadirme de algo, más desconfío. Así estoy leyendo.
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