William Navarrete & Enrique José Varona: Entrevista a Ramón Alejandro / ‘Una religión que me satisfaga’

Archivo | Artes visuales | 27 de noviembre de 2024
©Ramón Alejandro, ‘Corona de las frutas’

William Navarrete (WN): ¿Cuándo empezaste a pintar? 

Decidí ser pintor a los 13 años. He dibujado desde que guardo memoria, tenía ya algunos temas recurrentes como el de un personaje que yo decía ser un asirio que con una rodilla en tierra mantenía los dos brazos en alto sosteniendo en uno un sol y en el otro una luna.  En la cabeza tenía la tiara del alto Egipto, que es como un alto gorro blanco, y estaba vestido con una piel de tigre. Así, medio arrodillado, estaba en lo alto de una colina rodeada por un río, en el que navegaba, sin pasajero, un bote de remos y, al fondo, a la derecha sobre otra colina, –que para mí marcaba una de las cuatro esquinas del mundo–, se levantaba una columna colosal que sostenía la esquina correspondiente de la bóveda del firmamento.  Pero fue hacia esa edad que empecé a tantear el óleo, y a llevarle a mi tío Pepe mis resultados que el comentaba y corregía. Le pregunté si creía que yo podía llegar a ser pintor, y me dio una respuesta muy clara:  yo podría pintar si así lo decidía, pero en Cuba nunca podría ganarme la vida pintando, aunque sabía –por haberlo oído decir–, que en París los pintores lograban vivir de la venta de sus obras.  Él había estudiado en San Alejandro y cuando iba al campo a pintar paisajes por las lomas de Madruga, me llevaba consigol.  Para llegar, cambiábamos de guagua varias veces. Ante la naturaleza, y armado de unos largavistas como los que ciertos espectadores llevan al teatro, me explicaba como analizar y restituir sobre la tela los colores percibidos a la manera de los impresionistas, y me mostraba como él los recomponía con pequeñas pinceladas.  Sin embargo, el resultado de sus esfuerzos no me gustaba nada, y para que no se diera cuenta sin tener que mentirle abiertamente, yo tomaba muchas precauciones pues no quería herirlo y esto me resultaba muy incómodo y falseaba mi relación con él que, por esta razón, nunca pudo ser enteramente franca.  En esas excursiones mi mayor disfrute era entrar a los bohíos y conversar con los guajiros.  En algunos bohíos había objetos que me sorprendían, como aquel recipiente tallado en cierta piedra porosa que filtraba el agua de beber y que, gracias a los efectos de la evaporacion, provocada por las propiedades de esa curiosa piedra, la hacía salir pura y muy fría. Yo no me cansaba de considerarlo y no dejaba de maravillarme por mucho que lo estudiara, tocara, oliera y sintiera sus texturas y diversas temperaturas.  Entrar en esos bohíos era entrar en un mundo de materias inéditas para mí.  Salir del medio relativamente urbano de La Víbora, de mi casa de estilo neoclásico, abaldosada con motivos arábigoandaluces, y andar sobre pisos de tierra apisonada era como dar un viaje en el tiempo a las épocas míticas, cuando la Isla era virgen como la vio Colón.  Las cañadas umbrosas con sus arroyos y los macizos de cañabrava eran uno de los temas predilectos de mi tío.  Ese mundo de sonidos y de luces conmovedoras me llegaba más hondo que su bienintencionada información académica.  Él se había casado con una guajira después de pasar buena parte de su juventud recorriendo los campos a la caza de temas para sus pinturas.  Como muchos hijos de españoles, estaba enamorado de la naturaleza del país con una fuerza que a veces el cubano de varias generaciones pierde.  Su padre, mi abuelo, había venido a Cuba como parte del ejército español que luchó conta los mambises y, como tantos otros soldados, quedó prendado de la belleza de la Isla y decidió quedarse a vivir en ella.  Era un hombre que poseía una voluminosa biblioteca y había estudiado en  la Academia de San Fernando de Madrid y traído consigo muchas copias de pinturas del Museo del Prado hechas por él.  Vivía en una casa muy curiosa que quedaba por la loma del Burro en Lawton y que en medio de la sala tenía un tronco de árbol que surgía del suelo y que salía por un agujero en el techo a echar sus ramas cargadas de mangos por encima de la casa. Había también un león disecado que un amigo suyo, soldado también, había cazado en las montañas del Rif en Marruecos, y al que un pedazo de lengua partida hecha de yeso le colgada de un trozo de soga que tenía incorporada adentro.  Ese animal, o lo que de él quedaba, me daba la impresión de vivir paralizado en un estado de existencia más allá de su propia muerte, quizás por el fulgor aterrador de su mirada de vidrio, y me sobrecogía.  De las paredes colgaban las copias de famosas pinturas del Ticiano; La Danae recibiendo la lluvia de oro, y de Velázquez; El príncipe Baltasar Carlos. Tenía una rica biblioteca con libros con reproducciones de arte, y el que yo prefería sobre todos era el de pintura veneciana en el que podía mirar emocionado obras del Tintoretto con cuerpos desnudos de pezones curiosamente morados y contorsionándose de tal manera que sugerían la experiencia de un placer o de un dolor insoportable.  Estos personajes se arrastraban, siempre en posición diagonal respecto al cuadro, sobre portales al borde de una laguna, o se descolgaban por balcones y balaustradas en un extraño tráfago de actividades clandestinas, agitados con muy expresivos ademanes y con una gran pasión que me hacían elucubrar suposiciones fantásticas sobre las razones de tanto arrebato.  Así pasé muchas tardes, ensimismado en ese mundo tan bizarro y, a la vez, curiosamente familiar.  Danae recibiendo la lluvia de oro en su regazo y con una mano boba que se le perdía en evocador esfumato por la entrepierna, estaba custodiada por una mora, –en la que yo reconocía el tipo de negra que veía por las calles de mi barrio–, que aprovechando el desmayo de su ama, recogía en su delantal, como criada que sisa, algo de la preciosa lluvia que caía de un cielo de nubes doradas, abierto no se sabe cómo en el cielo raso de aquella habitación sombría.  Un perrito faldero, dormitando, echado junto a los pies de su ama, acababa de turbarme con la certidumbre de que lo que allí se estaba desarrollando era algo muy ambiguo moral y sensualmente.  Había en todas estas imágenes una vida mucho más intensa que la que yo sentía vivir alrededor mío.  El deseo parecía más vivo, más verdadero.  La vida pintada me producía resonancias, ecos eróticos de una sutileza deliciosa que enriquecía las sensaciones directamente recibidas en los contactos y situaciones de la realidad cotidiana y les daba un eco imaginario que las profundizaba y hacía más embriagadoras.  Puedo decir que sufrí en el ambiente sereno y estudioso de la casa de mi abuelo materno y en los pequeños viajes con su hijo por las inmediaciones de la provincia de La Habana la seducción de la delectación estética, y la manera en que ambos me enseñaron a observar con atención fue determinante en el despertar de mi sensibilidad artística. Puedo decir que desde muy temprano estuve preocupado por la imagen y por las diversas formas de representar la realidad, y fascinado por el espejeo embriagador con que lo imaginario se entremezclaba con lo natural en la obra de arte. 

Enrique José Varona (EJV): ¿Pensaste alguna vez en estudiar en la Academia? 

Sí, justamente a los trece años, y así se lo pedí a mi padre que me dio una respuesta categórica. De ninguna manera lo permitiría por dos razones contundentes.  Primero, que ni mi abuelo ni mi tío se habían ganado la vida con lo que habían aprendido en las escuelas de arte y, segundo, que la Escuela de San Alejandro era un nido de maricones.  Me obligó a hacer el bachillerato en los Hermanos Maristas de la Víbora en los que perdí mi tiempo miserablemente.  Por mi cuenta empecé a leer mucho y a ejercitarme como podía en aquello que me interesaba.  Mi margen de acción era bastante amplio ya que cada miembro de la familia estaba en lo suyo.  Después de la muerte de mi madre mis hermanas se habían casado y mi hermano Carlos había sido enviado a estudiar al Norte.  Al volverse a casar, mi padre parecía deseoso de librarse también de mí y, fuera de no dejarme seguir los estudios que me interesaban, no tenía otro plan más preciso que el de que yo me independizara económicamente lo más pronto posible.  Cuando triunfó la Revolución, aproveché el tumulto y me fui a continuar el quinto año del bachillerato al Instituto de la Víbora donde conocí a jóvenes con inquietudes más afines a las mías y empecé a fugarme sistemáticamente de mi casa y a disfrutar los aires de libertad que embargaban a la población.  En ese momento, ni yo ni la mayor parte de los cubanos, nos escandalizábamos por los fusilamientos y las confiscaciones arbitrarias que el gobierno revolucionario decretaba.  Los más se alegraban del cambio drástico de régimen político y se entregaban con toda confianza al joven caudillo que les prometía de un golpe la justicia social y la soberanía política por las que se habían venido luchando desde hacía ya un siglo.  Muy pocos sabían lo ilusoria y pasajera que resultaría esa euforia.  Yo estaba obnubilado por mis deseos aún insatisfechos y sólo pensaba en aprovechar el tumulto para estrenar mi cuerpo y sacarle gusto a los encantos de mi juventud. Fueron momentos de delirio sensual y de despreocupación, ardiendo con los humores de mis quince años. Bajar a La Habana Vieja o al Vedado era para mí toda una experiencia y me hacía sentir fuera de base, a menudo después de unas horas por el centro de la ciudad volvía a mi barrio con dolor de cabeza. Hace poco he visto un viejo mapa de la época de la primera ocupación americana, de tan sólo 42 años antes de que yo naciera, en el que pude observar como estaba en esa entonces la vertiente norte de la loma del Mazo donde transcurrieron mis primeros 18 años de vida.  La calle Carmen en la que estaba situada mi casa ya existía, pero sólo en el tramo contiguo a la Calzada de Jesús del Monte, y la zona que me era familiar todavía era campo abierto y de ella surgía el llamado Arroyo Valiente que luego corría Santos Suárez abajo para echarse en el de Aguadulce que iba a dar finalmente a la ensenada de Atarés en la bahía. Esa zona tenía cuando yo era niño un encanto misterioso con sus framboyanes de diversos colores, y la gran variedad de sus árboles frutales me provocaba mucho placer. Las guanábanas eran tan grandes que se apoyaban al tronco donde nacían para llegar a dimensiones monstruosas y al caer, al fin maduras, se desparramaban por todo el jardín.  También estaban el perfume de la picuala, el jazmín y la gardenia, la extraña chirimoya con su textura arenosa y gusto agridulce, el platanal del patio y el palmar que yo contemplaba con parcimonia mientras me aburría cuando me dejaban a la mesa solo por lo despacio que comía, una vez que todos los miembros de la familia habían terminado el almuerzo.  Y recuerdo los higos que venían de la higuera de una propiedad contigua cuyas ramas entraban dentro de nuestro portal. Aún quedaba un guajiro loma arriba que plantaba su conuco y andaba a caballo y vivía en un bohío construido en lo que era un solar yermo de la calle Juan Bruno Zayas. Recuerdo levantar piedras y ver al fondo de un pozo correr loma abajo corrientes subterráneas. La abundancia de esas aguas hacía posible que creciecen muchas ceibas que con tristeza vi cortar año tras año a medida que avanzaba la urbanizacion del barrio. 

WN: Entonces, ¿tu formación fue enteramente autodidacta? 

Más tarde me di cuenta de que al fin y al cabo yo no podía seguir una enseñanza académica.  Algo en mí, como una impaciencia, hacía que tuviera que ir por mí mismo a las fuentes vivas de la información que necesitaba y me exasperaba tener que pasar por el proceso de las escuelas de arte.  Yo quería ver directamente las grandes obras del pasado que había entrevisto en casa de mi abuelo.  Ya en esa época en las escuelas había mucha bobería modernosa, todavía no había salido la moda conceptual. pero ya estaban con la abstraccción, y resultaba que una pintura tenía que ser una superficie plana y unas texturas «interesantes», como se decía en la jerga vanguardista.  A mí me aburrían esos falsos problemas y lo que me interesaba justamente era el espacio ficticio, creado por las leyes de la perspectiva que descubrió Paolo Uccello en Florencia.  La tercera dimensión aparente que hacía de una superficie plana un mundo de profundos horizontes y convertían la pintura en la «cosa mentale» de la que hablaba Leonardo da Vinci.  Preferí irme por mi cuenta a aprender por mí mismo, interrogando solo durante años las pinturas en las iglesias y museos de Europa, yendo a ver a pintores profesionales expertos en el oficio como el griego Giannis Tsarouchis, en Paris. Así fue que aprendí lo que me era necesario. Tsarouchis me ponía a hacer réplicas de cuadros suyos que sus clientes le pedían y él no tenía ganas de pintar de nuevo.  Para ejecutar sus obras en su lugar me tuvo que enseñar la manera en que él procedía, y así fue como pude conocer de primera mano mucho de su saber y experiencia que eran considerables. Él fue un gran artista y excelente pintor, además de un gran personaje de la cultura griega contemporánea.  Actualmente hay un museo de su obra en Atenas y otro en Mitilene. Hubo entre nosotros la relación de un maestro y su aprendiz, basada en la admiración que yo sentía por su obra. 

EJV: ¿Y cuando triunfa la revolución en 1959? 

Yo tenía quince años. Fueron unos meses maravillosos de agitación callejera que me permitieron disfrutar las posibilidades que tenía un muchacho bien parecido en aquella Habana. Fue un momento de gran exaltación y de novedades culturales. Mi curiosidad, hasta entonces frustrada por un medio letárgico, se cebó en todo lo que empezó a aparecer. Recuerdo aún el placer que me causaba leer Lunes de Revolución donde hasta la tipografía me parecía llena de poesía. El hecho de asistir a los cursos del Instituto de La Víbora en vez de seguir en Los Hermanos Maristas fue determinante en mi desarrollo intelectual. En el colegio católico los profesores eran lamentables, sin contar que de uno de los hermanos, Ricardo, tenía la mano suelta y le tocaba el sexo descaradamente al adolescente que no se precaviera.  Era muy devoto de la Virgen María y cuando hablaba del Dogma de la Inmaculada Concepción ponía los ojos en blanco y decía «¡Que bello! ¡qué sublime!». En cambio, en el Instituto público tuve la suerte de caer en la clase de la famosa Doctora Rosaura García Tudurí, quien le despertaba la curiosidad al más obtuso de los alumnos con su entusiasmo y carisma.  Tenía siempre alrededor de ella un grupo de jóvenes de ambos sexos que bebían sus palabras y la acosaban con preguntas. Ella daba de sí con una generosidad asombrosa.  El plantel entero estaba en estado de ebullición y no tenía nada en común con el tedio mojigato que prevalecía en Los Maristas.  Ahí entré en contacto con la gente de la Juventud Socialista y me recomendaron leer un libro que fue muy instructivo para mí: «El Materialismo Historico» de Constantinov, de la Academia de Ciencias de la URSS, el cual me esclareció las bases en que reposan las sociedades y de qué manera se pueden dirigir hacia una finalidad precisa, dándoles la forma que se desee, y esta manera racional de considerar este asunto me dejó perplejo ante las posibilidades de cambiar para bien, o quizás para mal a mi país, y me pregunté hacia donde sería dirigida Cuba y qué nueva forma tomaría bajo la dirección del nuevo régimen revolucionario.  Mi siguiente lectura me aclaró definitivamente el fenómeno social que estábamos viviendo y el sentido en que evolucionaría, ya que en «Animal Farm», de Georges Orwell, supe que ya había tenido lugar en otras sociedades y también cuál había sido el resultado.  Paralelamente a estas dos lecturas fundamentales para mi orientación inmediata, me encontré en La Plata Alta a donde fui como parte de la milicia estudiantil para la celebración de un aniversario del ataque al Cuartel Moncada.  Recuerdo mis emociones al navegar por el mar Caribe de Batabanó a Manzanillo y la belleza de la vegetación en las estribaciones de La Sierra Maestra, los rabos de nube sobre el mar y el contraste dramático que había entre todo este esplendor natural y el triste estado en que veía a los campesinos, desdentados y en harapos.  Recorde a Heredia cuando habló de las bellezas del «físico mundo y los horrores del mundo moral».  Mi sobrecogimiento culminó cuando muy cerca de nosotros se encontró, en el lecho de un idílico arroyo, el cuerpo sin identificacion de una muchacha que había sido violada y mutilada.  Volví a La Habana con la impresión de que mi país, en esas circunstancias, era demasiado fuerte para mí, y su realidad, demasiado vertiginosa, por lo que me fui a buscar mi camino más allá del mar.  El 28 de Noviembre del 1960 salí de Cuba rumbo a Buenos Aires. 

WN: ¿Tuvo que ver esa experiencia con tu decisión de irte de Cuba? 

Por supuesto, pero sólo como catalizador de algo más profundo, en realidad yo sentía un deseo de hurgar en mí mismo que no alcanzaba a satisfacer.  Para que me dejaran leer en mi casa tenía que esconderme, pues se preocupaban si me veían largo rato absorto en algo, sin hacer ruido. El mundo de los espejos me absorvía mucho.  De cierta manera vivimos amarrados a lo que creemos ser y lo que creemos ser, que puede ser que sea lo que somos, es lo que se mueve sobre la escena de la conciencia, que parece estar situada detrás de los ojos y de la frente.  Ahí está lo que funciona como la escena central de un doble teatro, una sala da hacia delante y se comunica con ella por los cinco sentidos y otra sala da hacia el fondo y se accede a ella por la intuición.  Ahí detrás yo sospechaba la existencia de un mundo tan vasto y tan lleno de maravillas y de horrores como el que percibimos por la vista, el oido, el olfato, el gusto y el tacto.  La vida continuaba hacia adentro en lo oscuro y silencioso.  ¿Qué era lo que se manifestaba en ese escenario único entre esos dos espacios simétricos tan vastos ? A veces sentía que yo no era lo que identificaba como mi propio ser; era como si otro actuase mi vida, como si algo ajeno a mí me dirigiera desde adentro. Me complacía en estudiar mis percepciones, me acostaba sobre mi cama y escuchaba el silencio hasta creer escuchar la música de las esferas celestes en un crepitar muy sutil que parecía surgir de mi propio tímpano. Comía muchas cosas que me rodeaban, por ejemplo, hormigas y saboreaba las diferencias entre las rojas y las coloradas.  Comía la arcilla del jardín y las almendras que hay al interior de la semilla del mamey con su materia a la vez turgente y babosa.  Comía flores, yerbas, tallos y hasta la pintura de las paredes, y la arena salada adherida a las almendras de la playa.  Mi curiosidad gustativa no tenía límites.  Años después, en París, un amigo me hizo notar que no tenía nada de extraordinario que tuviese visiones, pues muchas plantas del trópico tienen propiedades que afectan las percepciones en general y sobre todo la vista. El gregarismo del cubano me llegó a agobiar y mi deseo de irme del país estuvo, en gran parte, provocado por esa necesidad de introspección.  Por supuesto, también le quería huir a la presión que mi padre, cada vez más impaciente, ejercía para que me ganase la vida pronto, y eso, de verdad, a mí no me interesaba para nada.  Además, por aquel entonces yo no tenía conciencia cabal de lo extraordinario que era el país en que había nacido.  Yo creía que el resto del mundo era mucho más fantástico. Mi curiosidad de conocer el mundo exterior junto con la ignorancia de lo maravillosa que era Cuba realmente, hicieron que salir de ella fuera para mí una fiesta.  Más tarde me daría cuenta de lo que había perdido. Pero en ese momento significó para mí el inicio del viaje hacia mí mismo que tanto anhelaba. La conquista de mi soledad. 

EJV: ¿Y cómo llegaste a París? 

El mundo en aquel lejano entonces era mucho más abierto y poroso que hoy.  Mi padre me propuso mandarme a Buenos Aires con una hermana que allá vivía y acepté .  Por esos años me hubiera ido a cualquier sitio tan sólo por viajar.  Desde que llegué a Buenos Aires encontré la ocasión de irme a los Andes australes y a la Patagonia con un grupo de jóvenes y pude constatar el violento cambio de escala entre mi isla caribeña y la dimensión de los espacios continentales. Más tarde me enredé con otros que eran anarquistas y fuimos presos. Mi hermana, aterrada, me expulsó de su casa y para salir de mí me mandó para Montevideo. Acababa de cumplir 18 años.  La ciudad me cautivó, sobre todo la ciudad vieja con su encanto rioplatense en donde conviví, en pensiones muy modestas a veces, con otros cinco hombres, a veces con siete, en la misma habitación. El clima frío de sus inviernos fue algo nuevo para mí.  En frente de Montevideo hay una isla llena de focas, la Isla de Lobos, pues es así que los uruguayos llaman a las focas, lobos de mar. Empecé a asistir muy libremente a una escuela maravillosa, la única en su género que haya conocido, en la que los alumnos alrededor de un líder carismático llamado Errandonea gobernaban segun sus ideales libertarios la institucion. Se podía trabajar a la hora que uno quería y los materiales eran gratuitos. Aprendí así los rudimentos de todas las técnicas del grabado, en metal, en piedra, en madera y en linoleo. La profesora de Historia del Arte, Celina Rolleri, puso mucho ahinco en  animarme para que me fuera a Europa. En efecto, los periódicos y publicaciones culturales en aquellos momentos rendían cuenta de todo lo que sucedía en París y Londres, todos mis amigos hablaban francés e inglés y los uruguayos que conocía vivían al tanto de todo lo que culturalmente pasaba en Europa, y desde que tenían una oportunidad se iban a visitarla cuantas veces podían.  Celina me convenció de que fuera de París no había mucho que hacer en el mundo del arte. También frecuenté un grupo de intelectuales y de gentes de teatro brillantes con los que aprendí mucho. Camino de Europa, pues, me fui a Río de Janeiro y a Bahía y a Ouro Preto a ver la arquitectura barroca entre dos carnavales.  Pasé cinco meses en Madrid y pude por fin darme el gusto de ver en El Prado los originales que mi abuelo había copiado en su juventud. Al pasar los Pirineos, en Francia ya mi entorno empezó a enfriarse, las relaciones humanas fueron menos fáciles. Llegué a París por tren el dia de San Ramón, el 31 de Agosto del 1963. Tenía 20 años. Empecé a hacer grabado en metal. Un grabador aleman, Johnny Friedlaender, me dio muchas facilidades de trabajo y empecé a vender mis grabados muy pronto. Y como en La Habana mi tío pintor me había asegurado que en París los artistas podían vivir de su obra, quizás la fe, que hace milagros, hizo que se pudiera realizar mi deseo. 

WN: ¿Te pusiste a pintar en cuanto llegaste a París? 

Mi admiración por la pintura me paralizaba. En El Prado, estudiando un cuadro de un primitivo Flamenco, una Santa Bárbara que leía un libro de horas entre un hogar y una ventana abierta por la que se veía un delicado paisaje, percibí que un aguamanil de estaño que estaba sobre una mesita parecía iluminado simultaneamente por el fuego de la chimenea encendida y por la luz del día que entraba por la ventana.  El gris del metal cobraba un volumen ilusorio que me hizo comprender en qué consistía el claroscuro base del «Trompe l’oeil». Pero a pesar de no ver ya una pintura como una ilusión mágica inexplicable, como hasta entonces, (lo cual me causó inicialmente tal decepción que no volví al Prado por dos días), no me atrevía a coger el pincel. Con este descubrimiento se me abría la posibilidad de hacer el mismo gesto y lograr en el ojo de otro espectador el mismo efecto de volumen.  Ya podría pintar cuando me empeñara en hacerlo y estuviera listo para aplicarme a la obra. No tenía disciplina de trabajo y seguía atemorizado por una veneración excesiva hacia la obra de arte en general. Tenía mucha dificultad para concentrarme.  Los cubanos éramos pocos en París y unos colegas del taller de grabado me llevaron a conocer a Roberto García York, que vivía en la Ciudad Universitaria. Roberto tiene un gran sentido práctico de las cosas, como hubiera dicho mi padre, y al ver los grabados que yo hacía en el Taller de Friedlaender me dijo sugestivamente: «Eso mismo que tú haces con tinta negra, si lo hacieras con colores lo venderías mucho mejor». A mí aquello me pareció una gran vulgaridad, pues el arte para mí era algo sublime, más allá de toda consideracion material, y vivía enfrascado en mis lecturas con un rigor puritano que me impedía bajarme de esa nube en la que me sentía sobrevolar  la mayor parte de la humanidad a pesar de las dificilísimas condiciones materiales en que vivía. Mi hermano Carlos llegó a tener, muy joven aún, con tan sólo treinta años, una cátedra de Economía en la Universidad de Yale en Connecticut y había comenzado a visitarme y a mandarme dinero desde los Estados Unidos ya desde la época en que yo andaba por el Brasil.  Pero mi existencia cotidiana era muy precaria.  El caso es que un día Roberto me propone utilizar sus materiales y me regala una telita, y dejándome tentar empiezoo algo con el propósito de terminarlo una semana después cuando volviese por su taller.  Recuerdo que era el 10 de Enero por ser el día de su cumpleaños que coincide con el de mi padre. Y cayó una gran nevada. Fue en 1966. Al regresarr para terminarlo una semana después, Roberto con muchos aspavientos me explica que le da mucha vergüenza, pero que había pasado el Príncipe de la Tour D’Auvergne y viendo mi cuadro le había dicho que era lo mejor que había pintado en su vida y que él le había añadido un huevo, que era su forma de firmar, y se lo había vendido. Eso me dio muchísimo ánimo y allí mismo hice otras tentativas, y dándome cuenta de que el vender mi trabajo no tenía nada de deshonroso, empecé a pintar y a vender con éxito.  Roberto tenía razón, mi padre se equivocaba, mi tío también tenía razón, pues esto sucedía en París y no en La Habana.  Yo creo que el conjuro del cumpleaños de mi Padre y el calor humano que me dio Roberto hicieron de él la figura paternal favorable que yo necesitaba para darme el permiso de pintar yo también.  La pintura de Roberto no tomaba en cuenta ni las novedades de la modernidad ni el caudal de la tradición y pintaba lo que le salía a base de lo que iba viendo a diestra y siniestra sin ningún escrúpulo, ni pretensiones de trascendencia.  Su desenfado fue el antídoto que yo necesitaba para deshacerme del miedo a pintar del que adolecía.  Pintar junto a él no era lo mismo que pintar bajo las pinturas de los Museos que me sobrecogían con su perfección y el prestigio de su pátina.  Su frescura habanera abrió el camino de mi obra personal. 

WN: En esos primeros años en Francia ¿te vinculaste con algún movimiento pictórico contemporáneo? 

No. No quise. Jorge Camacho me propuso llevarme a ver a André Bretón.  Pero yo he tenido y tengo un resabio muy dentro de mi sensibilidad en contra de los grupos de intelectuales que funcionan alrededor de un gurú. Las publicaciones de arte me aburrían.  Por otro lado, y sin buscarlo yo, había encontrado otro mundo en el que me movía con más gusto y facilidad, a través de una serie de encuentros fortuitos que comenzaron al trabar amistad con otro pintor cuando los dos estábamos disfrutando en el mismo momento del magnífico Perseo de Benvenuto Cellini en la  Piazza de la Signoria de Florencia. Él me presentó a ciertas relaciones suyas que eran parte de una sociedad elegante de estetas y amantes de la literatura y las artes. De castillo en casa de campo fui entrando en lo que eran los últimos vestigios de lo que había sido la llamada Cafe Society de entreguerras. En París, La Vicondesa de Noailles, Marie Laure, la misma que fue mecenas de Buñuel y de Dalí para filmar El perro andaluz, y que también fue amante de Cocteau y gran amiga de Picasso, presidía aún esos medios. Bernard Minoret se ocupó de guiarme y enseñarme a comportarme en esa vida de Galas de la Ópera, representaciones de tragedias clásicas en el Theatre Francais, y de recepciones donde se reunían  muchos intelectuales y artistas con la alta sociedad parisina.  En casa de Bernard conocí a gentes de gran cultura que orientaron mis desordenadas lecturas y me educaron el gusto redondeando mis conocimientos.  Era como una universidad de humanidades para un joven con instrucción muy deficiente.  Fue ese momento, y bajo la influencia de Bernard Minoret, que me formé intelectualmente.  Finalmente, fue en su salón que conocí a Catherine Blanchard, quien era entonces una estudiante de la Escuela del Louvre que acababa de cumplir 23 años, y con ella me casé.  En ese mundo me sentí apreciado desde el principio y esas eran gentes que, por lo amplio y maduro de su formación cultural, diferían considerablemente del fanatismo e intolerancia de los pretenciosos intelectuales de ese momento. De cierta manera el esnobismo de esta gente de la alta sociedad me pareció fundado en dos poderosas realidades: la fuerza de su dinero y el arraigo de sus familias en la jerarquía social de sociedades muy antiguas y firmemente establecidas.  El esnobismo de los intelectuales y artistas lo consideraba mucho humo y oportunismo para ver quién era el que se montaba primero en el tren de la última moda que llegaba de Nueva York, pues ya París había dejado de ser iniciadora de ese tipo de fiebre pasajera desde hacía algún tiempo. 

EJV: ¿Qué te inspiraba tus primeros trabajos? 

El misterio. Y la expresión de este misterio ya sea en poesía, música o pintura.  Concretamente yo empecé a pintar después de volver de un primer viaje a Grecia.  Allá, en el Peloponeso, hay una ciudad fantasma cuya población fue exterminada por los Otomanos en el siglo XV.  Se llama Mistras, y entre sus ruinas se encuentra intacto el monasterio de Peribleptos, que quiere decir mirador.  En sus paredes están pintados al fresco unas escenas ideales que representan  estructuras arquitectonicas descomunales en relación con los personajes que pululaban a través de sus espacios ficticios. Es una representación bizantina del Cielo en donde Jesús y sus discípulos celebran la liturgia de la misa. El Maestro y sus apóstoles aparecen como ectoplasmas luminosos, o como luciérnagas bidimensionales entre las columnas y bóvedas de las que cuelgan festonando todo el edificio paños de diversos colores. El conjunto da una impresión de monumentalidad irreal, tiene algo platónico pues se trata de la Idea de la Misa. Esas pinturas me impresionaron tanto, que volviendo a París me puse a tratar de pintar algo que se acercara a aquello.  Igual que muchos años después, cuando regresé de Caracas me puse a pintar en París las frutas que me había comido en Venezuela. Empecé con ese tema y pintaba todas las tardes. Las mañanas me iba al Louvre a estudiar sobre todo la composición de los grandes cuadros de Nicolas Poussin. Con esto en mente, y sin saber cómo fue, me sorprendí al ver en mi tela una especie de aparato coherente. Era como un mueble con algo de juguete.  Pero parecía animado.  Me gustó mucho. Pinté este tema unas tres veces a ver si llegaba a entender qué diablos era aquello. Se me ocurrió un titulo aproximativo: «Ce N’est pas du Louis XV» ( Esto no es Luis Quince).  Se trataba de un híbrido más bien, de un «objeto heteróclito», como lo nombró con una mueca de desprecio alguno de los primeros que lo vieron. Luego desarrollé esta invención inicial que dio lugar a muchas otras formas derivadas y que constituyó mi trabajo durante los 70.  Roland Barthes se interesó lo suficiente por la originalidad de mi trabajo como para escribir un texto crítico de una página que publiqué en mi primer catálogo con otro de Severo Sarduy. Eso fue en 1971 y el apoyo de un crítico tan influyente como lo era Barthes en aquel momento me dio un impulso profesional considerable.  El público llamó aquello que yo pintaba: «Machines».  Dos galerías, una de París y otra de Ginebra, hicieron un contrato para compartirse mi obra, y yo me volví un «exitoso pintor de máquinas».   Hasta pude comprarme un apartamento y todo. 

WN: ¿Y cuándo empezaste a exponer con mas regularidad? 

Como cada vez que exponía lo vendía todo, naturalmente me proponían otra exposición y yo aceptaba.   Así fue desde el comienzo en que expuse el 17 de Marzo de 1968 en una pequeña galería de la Isla San Luis que está junto a la de la Cite en medio del Sena en París.  Expuse también en Bruselas y en Ginebra con excelentes resultados: me hicieron un contrato. Pero resultó que en eso conocí a Catherine Blanchard y se esfumó toda mi ambicion. Empecé a vivir mi vida personal con el mismo ímpetu que había puesto en pintar hasta entonces y viajamos mucho, y en cierto momento aquellas máquinas me dejaron de interesar y me fui a vivir a Madrid donde pasamos dos años. En un viaje al monasterio de Guadalupe en Extremadura, –con Catherine por supuesto– me di cuenta mirando una pintura de Zurbarán que lo que yo quería pintar verdaderamente eran paisajes, y rompí el contrato que finalmente sólo duró cinco años y me puse a tantear para aprender a pintar algo tan diferente de una máquina como lo es un paisaje.  No fue nada fácil.  Además, mis paisajes no gustaron mucho y dejé de exponer durante largos años, y tuve dificultades económicas muy grandes.  Por fin Cecilia Ayala, que tenía en París la galería del Dragón y en Caracas, la del Minotauro, me dio la oportunidad de mostrar en esta última, esos paisajes que no interesaban a nadie. Allí comi muchísimas frutas, (de aquellas que había comido en mi infancia en La Habana) y volviendo a París empecé a pintar esas frutas que luego expuse con la misma Cecilia Ayala en la Feria Internacional de Miami, en donde gustaron mucho y se vendieron todas.  Comencé a exponer de nuevo con regularidad y a vender tanto o mejor que al inicio de mi carrera.  A la larga todo terminó cogiendo camino, y hoy en día, de lo pintado durante los 33 años que llevo ejerciendo mi oficio, sólo soy dueño de uno de mis cuadros.  El pintar tiene algo de profesión o carrera, pero yo lo cogí más bien como un sacerdocio, como aventura espiritual.  Solo Catherine logró distraerme de ella, y tan sólo por unos cuantos años. 

WN: ¿Tú consideras que la pintura debe reflejar un orden armónico natural? 

Lo que yo sé es que de niño a mi me ponían en una estera de mimbre sobre el suelo de baldosas de la sala, que tenía un diseño muy  intrincado, y ahí yo con todos mis juguetes formaba círculos para homenajear a mi madre y les llamaba «fiestas». Era como una ceremonia de agradecimiento a la que me había dado la vida. Que yo recuerde, este fue mi primer hecho estético. Una instalación celebrando a mi madre con todo lo que yo poseía entonces: mis juguetes. Todo arte es un celebrar la vida.  El círculo es un signo de plenitud y de perfección. Yo creo que aspiro a cantar la euforia del vivir que a veces de tan fuerte que se siente duele en el pecho. La exaltación de la pulsión de vida que sostiene al universo, su fuerza descomunal, es eso lo que yo quiero pintar. Eso es lo que yo llamo el Misterio. 

EJV: ¿El interés por las frutas sale de esa idea? 

Ciertamente. El sitio en que vine al mundo condicionó mi carácter y mis gustos. Tengo la inclinación natural al placer del que nace en un Isla que produce azúcar, café, tabaco y ron. Los mares que la bañan son tibios. Las frutas que consumí placenteramente primero, son las que pinto hoy. La forma de las frutas me sugirieron partes del cuerpo, naturalmente. Sus materias y jugos recuerdan al más ciego nuestra carne y sus fluidos. Más tarde me di cuenta de que el corazón, el cerebro y el útero, también los senos y el miembro viril, tenían una semejanza asombrosa con las frutas que devorabamos con gula y placer y que nos nutren. Todo esto eran funciones de la vida, de su perpetuación y transmisión de individuo a individuo. Del útero que recuerda a la calabaza o a la fruta bomba surge utro cuerpo, un nuevo ser humano. En el corazón nacen también los sentimientos, se anida el recuerdo, se almacena el cariño y quizás también la sabiduría. Del cerebro surgen las ideas, la inteligencia y a lo mejor el alma o por lo menos la mente. Quizás estas cosas no son mas que semillas que guardan sus formas de frutas.  Cuando comemos una fruta liberamos la semilla que dará lugar a otros árboles que se cargarán a su vez de otras frutas semejantes. 

©Ramón Alejandro, ‘Machine’

WN: ¿Incidió en tu obra la filosofía oriental? 

Empecé a leer sobre religiones y filosofías orientales impulsado por mi angustia ante muchas de las cosas vertiginosas que la vida me trajo, tanto agradables como desagradables: el suicidio de un joven colega querido, mi propio éxito profesional inesperado para el que no me sentía preparado sicológicamente, que me perturbaban mucho. Una simple ceremonia llevada a cabo en mi propia casa, recitando un mantra delante de un mandala, practicada con asiduidad dos veces al día, puede producir resultados sorprendentes. Con alguna interrupción, debido al carácter agitado de la vida misma, he perseverado en esta práctica desde hace ya 16 años, con mucho beneficio interior y  mucha incidencia favorable en la manera de abordar mi trabajo y mi en sociabilidad en general. Mucho de mi desasosiego emocional, y problemas provocados por una incomprensión la existencia, desaparecieron o se redujeron gracias a esta disciplina que ha mejorado considerablemente la calidad de mi vida. 

EJV: ¿Cómo comienza el proceso creativo de un cuadro? 

Esta es la zona mas nebulosa de mi consciencia.  Percibo a nivel intuitivo unas presencias bien concretas pero a las que difícilmente se les puede dar nombre. Entonces me pongo a tratar de precisarlas dibujando, utilizando el recurso aprendido del claroscuro, creando una ilusión de volumen, (volumen ficticio pero que yo me creo porque sirve para dar cuerpo a esta emoción espacial de bulto y hueco que me surge adentro). A veces viene acompañada de una referencia al espacio que nos rodea, una fruta, un paisaje, un valle o una loma, la esfericidad de una fruta partida mostrando su interior preñado de semillas.  Valga un ejemplo: una piña es plena, una calabaza es hueca, pero una habitación es un espacio ahuecado y una persona en su interior funciona como objeto pleno.  Y si tomamos ese cuerpo que parece pleno y lo abrimos, vemos que tiene adentro oquedades donde a su vez hay nuevamente plenitudes orgánicas.  Es como un vértigo espacial de formas que contienen y que son a su vez contenidas por otras, a las que les podemos ir dando a posteriori significados, referencias, sentidos.  De esa emoción inicial, honda y vaga, se va precisando con el dibujo y el color, toda una variedad de formas identificables con formas de la naturaleza, de la cultura, de la sociedad, de las religiones, de la literatura y, también, de las experiencias cotidianas que nos conmueven.  Pueden entrar virtualmente en ellas todos los afectos y desafectos, los deseos y los temores.  Trato de ser imparcial con relación a los posibles sentidos que convergen en mi mente en ese instante; no tomo partido, así que yo mismo me quedo sin saber qué es precisamente lo que estoy tratando de decir.  Sólo sé, más o menos, por dónde va la cosa, hacia dónde apuntan ciertas apariencias, porque me parece que en ese suspenso o ambigüedad estriba lo que se puede llamar poesía.  Respetar la polisemia que permite que un signo pueda estar más cargado de múltiples sentidos que lo hagan mucho más rico que si se le atribuyese un sentido exclusivo. 

WN: ¿Qué relación estableces en tus cuadros entre primer plano y fondo? ¿Es acaso el fondo una convención que te sirve de pretexto para desarrollar una historia? 

Ese es el teatro a donde vienen a negociar su aparición en la ficcion representada en la tela las mil ideas asociadas que pugnan por aparecer.  En mi mente hay una red inextricable de referencias cruzadas entre los diversos planos de mi existencia cotidiana, lo que leo, lo que siento, lo que creo saber que se me difumina en lo que imagino.  Todo esto quiere ser dicho.  Yo creo que esa red de conexiones, esa tela de araña monstruosa de mi memoria afectiva y la miríada de imágenes cargadas de emociones que la constituyen tiene sus puntos de partida en mis primeras aventuras por aquel entorno familiar de la casa de la calle Carmen, numero 314, entre Cortina y Juan Bruno Zayas, sobre cuyas baldosas moriscas me echaba a dibujar boca abajo, sintiendo su frescura en la piel de mi vientre, y por donde a veces al caer la tarde, los alacranes que habían pasado la jornada escondidos en las fisuras de las paredes me rozaban al salir hacia el jardín. 

EJV: ¿Y en cuanto a la técnica? 

La técnica me la tuve que inventar observando las pinturas antiguas en los museos con mucho ahinco, yo llegué a Europa sin tener idea de cómo se abordaba la cuestion de pintar. Tenía que imaginar cómo habían sido pintadas y esto no era evidente, no sabía por donde empezar. Giannis Tsarouchis me sacó de muchas dudas y me enseñó un metodo y me dio datos valiosísimos. También me orientó para apreciar mejor las diferentes formas del arte. Fue una gran influencia en mi forma de trabajar. A él le chocaba mi invención, me decía que mi arte era «azteca», lo cual para él era un insulto. Las máquinas que yo pintaba venían de un mundo que le era totalmente ajeno. La técnica se hace trabajando, cada uno desarrolla su experiencia y constituye así su propia técnica. Es praxis, no hay mucho que decir, tan sólo ponerse a hacer. Fabricando fit faber decían nuestros antepasados. Se hace camino al andar. Hay un hiato doloroso entre el deseo inmediato y el placer que se siente al ver el trabajo culminado con éxito. Si no logras cogerle el gusto a este sacrificio nunca podrás crear nada. Esto se aprende, uno se va llevando a sí mismo a realizar la alquimia que transforma las horas de amargura o de melancolía, que son el plomo o «materia prima», en el oro de la obra de arte.  Hay que tener fe en que nuestro deseo se pueda realizar. Bernard Minoret me dio un día un papelito en el que había anotada una frase de Baudelaire que decía; «Al fin y al cabo es menos aburrido trabajar que divertirse». Este pensamiento encierra una profunda verdad. 

WN: ¿Cómo trabajas los colores? 

Empecé ad libitum y me di cuenta de que los colores eran mucho mas fuertes que yo, y que me derrotaban. Tsarouchis me habló de Polignoto, padre de la pintura de la Antigüedad, y de su manera de abordar el problema.  Polignoto recreaba todos los colores de la realidad visible a base de solo cuatro tierras elementales: una ocre amarillo y una ocre rojo, una blanca y una negra.  De la sabia mezcla o yuxtaposición de estos elementos simples se lograba inducir al ojo del espectador la ilusión de la realidad de lo representado. Esto es aún la base de la llamada cuadricromía. Durante unos años trabajé aplicando esta tesis de la que luego pude irme alejando progresivamente, dejándome  llevar por mi tendencia natural. Yo no soy de cultura griega y el «azteca», como Giannis hubiera dicho, volvió a hacer de las suyas y tuve que abrir la mano al color, pero habiéndole suavizado con esta austera disciplina algo de su ferocidad primera. Si hoy puedo utilizarlo con bastante libertad sin dejarme emborrachar por él es gracias a que pasé por la experiencia de domar mi temperamento y educar mi ojo con lo que Tsarouchis me enseñó de Polignoto.  La esencia del color es finalmente misteriosa. Todo lo que despierta en nosotros pertenece al ámbito de lo dionisíaco.  El color puede sumergir al individuo en estados de éxtasis o de terror. Es un poderoso alcohol que más vale utilizar con precaución. No hay impunidad ninguna en el uso del color. 

EJV: ¿Crees que hay una pintura cubana? 

Cuba es un país culturalmente tan afirmado que seria un extraño prodigio el que no hubiera surgido una manera de pintar propiamente cubana. Cada sitio del mundo tiene un Demonio propio, que es el que los romanos llamaban el «Genio del Lugar» y era una divinidad tutelar. La Habana ha sido un foco de vida propia. Al mismo tiempo, está profundamente enraizada en esa Isla que recibió tantas influencias diversas y que en su marmita, al calor de su sol, fue cocinando sus formas particulares de verlo y de sentirlo todo. ¿Cómo podría ser que no hubiese una pintura cubana?  En La Habana hay algo que te sube por los tobillos y te coge todo el cuerpo: es el Genio del Lugar y ese Genio tiene tremenda fuerza. A veces yo tengo la impresión que es ese Demonio el que pinta a través de mi persona, que es el quien actúa en la escena de mi teatro mental. 

WN: Dentro del arte cubano, ¿cuáles son tus pintores preferidos? 

El artista que yo prefiero, digo artista porque es más que pintor, ya que también fue un excelente escritor, es Carlos Enriquez. Puede ser que le haya faltado un oficio más sólido y algo más de disciplina, por eso me parece que lo que hubiera querido hacer pintando lo realizó escribiendo, sin que por eso sus pinturas dejen de ser extraordinarias. La que si tiene tremendo oficio, me gusta mucho, y es más equilibrada como artista, es Amelia Peláez. Ella tiene el lado placentero criollo, la serenidad de la hora de la siesta y de todo el sabroso vivir cubano. Cuba no es sólo dejarse ir al impulso inmediato, a la agitación afectiva, a la exaltación del goce. Cuba es también la sabia elaboración de una jornada calculada sabiamente en sus placeres discretos y una intimidad madurando en interiores cuidados. Por su capacidad de cristalizar este mundo armonioso, que es tan nuestro, Amelia me parece la mejor pintora de oficio que tenemos. 

EJV: ¿Consideras que los elementos afrocubanos inciden igualmente en tu obra? 

Mi amigo más íntimo era negro y vivía en los bajos, en unas habitaciones que por efecto del desnivel que la Loma del Mazo tenía, hacía que mi casa, que estaba al nivel de la calle por el portal, quedara a un primer piso de altura sobre el patio de atrás. Joseito se llamaba ese amigo que me comía el coco continuamente con cuentos e inventos suyos. Siempre encontraba manera de encender mi imaginación con alguna manera original de concebir algo aparentemente simple. También me robaba una buena parte de mis juguetes y hasta la Jicotea que yo tenía terminó en su casa. Me hablaba muy a menudo del «Cero de La Luna» como de una entidad misteriosa y difícilmente definible que se podía sorprender de noche con mucha perseverancia y maña. En su casa (a donde me llevaba cuando su numerosa parentela estaba ausente), como era un poco mayor y más avispado que yo, se aprovechaba de mi inocencia y me inició en los juegos homosexuales con tanta habilidad, que yo ni me daba cuenta en lo que me estaba metiendo: sabía calmar mis escrúpulos con sofismas ingeniosísimos.  Eso duró mucho tiempo hasta que él empezó a buscar aventuras más acordes a su incipiente adolescencia, y yo me quedé un poco en vilo después de aquel inicio tan placentero. Cuando yo empecé a pintar me volvió a la mente aquel «Cero de La Luna» del que me hablaba él, y mis primeras imágenes fueron como un intento de dar cuerpo a esa entidad misteriosa que me había regalado mi amigo junto con mi primera aventura amorosa. Es muy posible que aquel aparato o mueble con que yo inicié mi pintura propiamente dicha viniera de mis elucubraciones y esfuerzos por visualizar aquel misterioso ente que volaba por el espacio las noches de luna llena segun me decía mi imaginativo amigo. Más que los ritos de origen africano con su música cuya riqueza, complejidad y belleza también me fascinan, es el negro cubano en sí, en su manera de ser, con todo lo que ha inventado en La Isla, lo que me subyuga. Si no hubiera negros en Cuba yo no la querría tanto. 

WN: ¿Sientes que la música que oyes cuando pintas influye en tu obra? 

Yo oigo preferentemente música popular cubana y ópera Italiana. A través de la influencia que tienen en mi vida, por supuesto que inciden en mi obrar, pero no creo que directamente en lo que pinto. Algún tema quizás me haya sido sugerido por ciertas letras. Por ejemplo, «Cuando vi que me alumbraba una luz desde el espejo, sentí que me caminaba por la barriga un cangrejo», (que es un verso de un son de los años treinta llamado «Yibiri») me provocó un dibujo que se llama «Palmarito», pero me parece que es un caso excepcional. 

EJV: ¿En qué momento decides dejar Francia e instalarte en los Estados Unidos? 

No hay que olvidar que yo había ido a Europa impusado por el parecer de mi tío Pepe y el estímulo de los amigos de Buenos Aires y Montevideo que me habían hablado de París como del sitio donde mejor yo podria ampliar mi horizonte cultural. Luego Catherine me absorvió mucho la atención y con mis dos hijos y mi trabajo cotidiano mi vida comenzó a sedentarizarse de tal manera que daba lo mismo vivir en París o en otro lado. Me ataba a París Catherine y mi apartamento y toda la seguridad que había adquirido en 30 años de esfuerzos. Cuando murió ella ya no tenía sentido seguir viviendo allí. Mi último dealer en París, que vendió mucha obra mía, no podía evitar repetirme con un retintín muy peculiar, «Ce n’est pas le gout francais» (no es el gusto francés), cada vez que me pagaba por una pintura vendida. Al inventar mi primer aparato yo me había dado cuenta, pues lo nombré «Ce n’est pas du Louis Quinze», justamente, porque yo mismo sabía que lo que yo fuera a pintar no iba a tener nada que ver con todo ese mundo en que viví 30 años y que me fue siempre ajeno, a pesar de la admiracion y el cariño que pude sentir, y sigo sintiendo, por Francia y mis amigos franceses. Muchos latinoamericanos tienen la vana impresión de estar haciendo «algo» tan sólo por vivir en París. Cuando cayó el muro de Berlín yo  creí posible el retorno a Cuba. Venir a vivir a Miami fue para mí como el prólogo del volver que ya iba deseando cada vez con más intensidad.  En cierta manera, a nivel de lo imaginario, nivel en que yo paso una buena parte de mi existencia, ya estoy en Cuba. En Miami mi ilusión es por momentos impecable.  Estoy convencido de que he vuelto a Cuba. Sin las desventajas, por supuesto, que supondrían vivir en la Cuba real de hoy.  No tengo demasiada conciencia de estar «instalado en Estados Unidos» como tú dices.  Porque Miami es hasta tal punto una creación nuestra que ya es parte de nuestra historia para siempre.  Son cuarenta años de vidas transcurridas que han dejado un sedimento no sólo en los cementerios, sino en toda las actividades de esta ciudad. Nuestra presencia aquí es definitiva.  Aquí convergen cada vez más los cubanos de todo el mundo que quieren volver a Cuba, y esta es la única Cuba posible por el momento. Si un joven aspirante a pintor me viniera a ver, como cuando yo fui a pedir orientación a mi tío Pepe, yo tendría que responderle que el mejor sitio para que un pintor cubano viva de su pintura hoy en día es Miami. 

WN: ¿Quiénes son tus coleccionistas fundamentales? 

Ni sé quién posee la inmensa mayoría de mis pinturas.  Yo no he hecho carrera como se hace hoy en día.  He ido vendiendo en la medida de mi necesidad de sufragar mis gastos. Mi hermano Carlos, murió en 1985 y me dejó una suma de dinero considerable que me ha permitido vivir más desahogadamente estos últimos catorce años. Algunos amigos tienen obra mía: Víctor Batista Falla, María Cristina del Valle, Alicia Tremols, Sergio González Arias, Juan Asencio.  Pero casi toda mi obra se ha dispersado por Bruselas, Ginebra, París, Washington, Caracas, México, Nueva York, San Juan.  En París tiene muchos cuadros Claude Oterelo, (bibliófilo especializado en Dada y Surrealismo) y Pierre Amrouche, que es un gran coleccionista de arte africano. Helene Bokanowski, la señora de un senador y ex ministro de De Gaulle, y también su hijo Thierry Bokanowski.  El Museo de Arte Moderno de la Ville de Paris y el Centro Nacional de Arte Contemporáneo me compraron pinturas para sus colecciones.  En Ginebra, el Señor y la Señora Guy Lefort.  El Museo de Arte de San Diego compró un dibujo.  En México, el gran coleccionista Andres Blaisten Bolognini. Seguramente se me olvidan muchos nombres. 

EJV: ¿Y en cuánto a la ilustración de libros? 

Hice muchos para «Fata Morgana» de Montpellier, para «Les Cahiers des Brisants» de Mont-de-Marsan y para «Deleatur» de Angers.  Andan por ahí en buenas colecciones.  He acuarelado grabados en ciertos ejemplares, hecho todo tipo de grabados en todas las técnicas nobles y con un gran número de poetas franceses.  Esto ha sido muy estimulante para mí durante todos estos años: la complicidad con los poetas empezó en francés y ahora sigue en español.  En Miami he tenido que adaptar mi afición por el libro de arte a la capacidad de asimilación del público.  Se acabaron las punta secas exquisitas y los aguafuertes refinados.  Nadie entiende de eso.  Inventé Baralanube y Mañunga para llenar un vacío doloroso en la edición, el del desinterés por la poesía.  En Francia los editores sobran y en Miami tuve que hacer yo mismo la edición a la altura que me parece que tiene que estar para ir fundando una tradición en la que nos falta continuidad: la del libro que encarne dignamente el valor de la palabra escrita por los poetas. 

WN: ¿Y en cuanto a tus proyectos editoriales? 

Meterme a editor amateur ha sido como buscarle los tres pies al gato. Al leer «Un Seguidor de Montaigne mira La Habana», de Antonio José Ponte, sentí la certidumbre de su talento y le propuse que me mandara un texto para ilustrárselo y editarlo. Fueron «Las comidas profundas». Me di cuenta de que un libro sólo no iba a ninguna parte y que había otros talentos sin publicar y surgió la idea de Baralanube que ya va por su séptimo título. Paralelamente, ciertas obras satíricas y jacarandosas me hicieron concebir Mañunga, que ya va para el tercer título, y así me vi enfrascado en una empresa que me llena tanto de desasosiego como de gusto y que, por lo tanto, me estimula en mi pintura. Yo considero esta ebullición interior como necesaria a mi motivación cotidiana para saltar de la cama.  Si no tengo algo difícil y azaroso que emprender prefiero quedarme entre las sabanas. 

EJV: ¿Qué es lo que más ha incidido en tu voluntad de seguir pintando? 

El pintor que más me gusta de toda la Historia del Arte es Matias Grunewald.  Fui a ver el retablo de Issenheim a Colmar muchas veces.  Fui en mi viaje de luna de miel a presentarle a Catherine al Maestro.  En su Crucifixion, San Juan señala dramáticamente a un Cristo atrozmente crucificado, y de su boca sale esta inscripción en latín: «Me autem minui oportet illum crescere». Que yo disminuya para que él crezca.  El discípulo desapareciendo integralmente en el Maestro. Así es como se transmite la cultura, la pintura, la religión, la espiritualidad.  Nuestro ego debe ceder para que se desarrolle nuestro ser profundo.  Escogí ese camino buscando una religión que me satisfaga. 

Publicación fuente ‘La Habana elegante’, No. 9, primavera, 2000.