Miguel Cabrera Peña: La locura de Walterio
Figuras como Walterio Carbonell habitan a retazos en la memoria. Al parecer, él mismo ayudó a su presentación como sujeto fragmentado, pero no en el sentido postmoderno, sino en fragmentos de fragmentos, asidos a una leyenda de sucesos intelectuales, humorísticos, desquiciados. Carbonell fue, en fin, un gran inventor de historia y un creador de brumas sobre su propia biografía.
Esa es la visión que permanece luego que, recientemente, decidiera escapar de la vida para refugiarse, quizá, en un palenque en el cielo.
Cómo surgió la cultura nacional
En la Biblioteca Nacional de Cuba, hace ya unos cuantos años, estaba claro que el destino de Carbonell era la decadencia y la soledad.
Fue la reconocida historiadora norteamericana Rebecca J. Scott quien, leal a su vocación pedagógica, me informó sobre la relevancia del libro de Walterio, Cómo surgió la cultura nacional. Es un texto desgreñado, pero surcado de ideas atrevidas. Visto desde hoy, a casi cincuenta años de su publicación, el ensayo oscila entre la vejez y la lozanía.
Dos de sus afirmaciones sirven para corroborar los atrevimientos a que aludimos: el verdadero antecedente de la guerra de independencia fueron las sublevaciones de esclavos y no las conspiraciones de los propietarios que se alzaron en 1868. Otra osadía fue la relevancia que otorgó a la cultura oral de los esclavos frente al discurso escrito de la élite anticolonialista, avalado por la institución y el poder implícito en la letra impresa, se diría también hoy.
Lucidez errabunda
A partir de la advertencia de Rebecca y leído el texto, comencé a acercarme a Carbonell. Resultaba fácil percatarse de que algo en el cerebro de aquel negro de rostro etíope, manos finas y uñas largas, que atravesaba los salones de la Biblioteca con unos ruidosos zapatos convertidos en chancletas, no funcionaba a derechas. Aquí le llamaremos, para abreviar, locura, y no con el eufemismo de «trastornos nerviosos».
Pero la locura de Carbonell no era de tiempo completo, lo cual debe tener su apelativo en la ciencia de la psiquiatría. Mi interés inicial consistió en sorprender ese momento para lograr que hablara de personajes como Senghor, Fanon, Price Mars, Césaire o de cualquier otro intelectual que asistió al célebre Primer Congreso Internacional de Escritores y Artistas Negros, que se efectuó en París en 1956.
El primer intento de charla fue un mal paso, aunque algo se logró. En vez de tomar por el camino que se le sugería, Carbonell solía ir por donde lo llevaran sus impulsos. Así, contó de sus primeros años en la Universidad de La Habana, su militancia de izquierda y de su relación con Fidel Castro.
Refirió Carbonell en aquel primer encuentro su decisión, a mediados de los cincuenta, de marchar a Francia a completar su «formación académica». Su familia poseía propiedades —tierras, si mal no recuerdo— que se vendieron. De la transacción, 3.000 dólares fueron para Carbonell y sus estudios en París.
Joven y desconocedor, le disparé a boca de jarro que esa cifra no alcanzaba para completar nada, y menos en Europa. Carbonell me miró como si viera a alguien llegado de un lugar muy lejano, y respondió masticando las palabras: «Yo pagaba un dólar al mes por la universidad. Era un pago simbólico».
Después, en un artículo surgido de la información equivocada sobre la muerte de Carbonell, dijo Juan Goytisolo que era una beca. Carbonell, sin embargo, jamás mencionó esta palabra. Tuvo razón el escritor español.
Sin los melindres de la modestia
Otra oportunidad llegó un día de finales de los noventa. En la sala nacional de la Biblioteca, dos profesoras universitarias, que sin duda lo estimaban, le reprochaban a dúo su desordenada vida sentimental. Le indicaban algo así: «si hubieras sido más serio, ahora tendrías quien te cuidara».
El tema pronto se vinculó con una de sus dos hijas francesas, cuya carta reciente enarbolaba feliz el experto en la raza negra en Cuba.
Absolutamente lúcido en aquel instante, Carbonell puso fin a los reproches con una astucia: «Voy a ver a mi amigo». Fue hasta mi mesa y se sentó sin interesarle un adarme si yo estaba ocupado o no. Cargaba un montón de papeles desordenados, de distintos tamaños y calidades, escritos con letra enorme. Sin duda, necesitaba espejuelos. Estaba «escribiendo un largo poema» y un «ensayo sobre Palo Mayombe», dijo.
Ajeno a cualquier crítica sobre los melindres de la modestia, soltó que Miguel Barnet, recordando un artículo publicado por Carbonell con bastante anterioridad, había asegurado que este último «era el que más sabía sobre Palo Mayombe en Cuba».
La represión
A partir del libro Our Rightful Share, entendí justo que aclarara sobre la afirmación de Aline Helg, en el sentido de que había ido preso por publicar Cómo surgió la cultura nacional.
Lo negó de plano. La represión de que fue objeto —contó— sucedió luego de una «invitación de la Casa de las Américas para dar una conferencia». Subrayó durante su exposición que «el negro no está en el poder en Cuba». Fue entonces «que me mandaron para una granja», agregó.
El lugar en que estaba la granja no lo recuerdo, pero sí capté perfectamente: «yo no hacía nada», y «por las tardes me iba al cine o a otro lado». Eran los años de la UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción).
Por muy contradictorio que parezca, eso fue lo que contó. El origen de la represión, sin embargo, me parece más adecuado a la realidad cubana y sobre todo a la intocabilidad de Fidel Castro, que la anécdota que relata Goytisolo —una burla a Castro en su cara y en público— y que provocó que el intelectual negro fuera «enviado durante un par de años a cortar caña», según el hispano.
Curiosamente, Tomás Fernández Robaina, en el ensayo titulado Para mi Maestro: El Gran Walterio, no atribuyó la reclusión ni a la conferencia en Casa de las Américas ni, por supuesto, a una burla contra Castro. Tampoco coincide con El Nuevo Herald respecto a que «en Cuba se le atribuyeron intentos de crear una sección marxista del Black Power y fue enviado a cumplir trabajos forzados en los cortes de caña, a mediados de los años sesenta».
Aunque de forma oblicua, Fernández vincula la represión con el intento de Carbonell de que se ubicara un panel sobre la identidad negra y los problemas inherentes a la raza en la Conferencia Tricontinental de 1966, celebrada en La Habana. Investigador de la Biblioteca Nacional, Fernández sostiene que estuvo preso «alrededor de un año».
De cualquier modo, el castigo por opinar, que fue en definitiva lo que hizo, basta para condenar la represión y la falta de libertad en la Cuba revolucionaria.
En apoyo de la versión que Carbonell me contó, podría acudir la relación que alguna vez lo acercó a Castro, quien, en honor a la verdad, le respetó siempre su salario, y le permitió permanecer en la Biblioteca, mucho más allá de la edad de jubilación, a pesar de la pública evidencia de su locura. Tal vez sin aquel lazo iniciado en los cincuenta, lo hubiera jubilado y punto.
Por otro lado, tampoco hay que dudar de que este estado mental, si no lo propició, lo reforzó la persecución —por la Seguridad del Estado— de que constantemente se sentía víctima Carbonell y que en etapas previas a nuestros encuentros debió ser cierta.
En sus ratos de mayor confusión, lanzaba una diatriba contra el régimen y sus «secuaces de la Seguridad del Estado», entre los cuales señalaba a varios de sus compañeros en la Biblioteca. Pero enseguida aseguraba: «ya el comandante me tiene listo otro puesto de embajador en África», cargo que, en Túnez, realmente desempeñó, aunque por poco tiempo.
Carbonell y Martí
En Cómo surgió la cultura nacional no se menciona ni una sola vez el nombre de José Martí. No está el constructor discursivo de la nación cubana ni el antirracista radical. Tampoco el historiador de la guerra de 1868 que instaló la relevancia del negro como mayoría en la contienda.
Le pregunté al respecto y la respuesta resultó sorprendente. «Martí fue un pequeño burgués», y como soporte, señaló que Ángel César Pinto —intelectual negro cubano— había analizado al poeta, en un libro publicado en 1946, desde de una visión marxista. En el texto aludido, Pinto concluye que Martí no era otra cosa que anticomunista y antiproletario.
Quizá el hombre escindido que fue Carbonell —ahora sí en su sentido postmoderno—habría que buscarlo en las relegaciones de que fue objeto y en castigos injustos que no lograron sacarlo de su pensamiento marxista, lo cual, sin empacho, me confesó. Al mismo tiempo, le escuché criticar —y burlarse— de connotados personajes del proceso.
Precisamente por reclamar contra el «manualismo soviético» instaurado en la Isla, fue cesado como profesor de la especialidad.
Pero además de resistir relegaciones y castigos, resistió contra la humillación. Tiempo después de salir de la granja, solicitó trabajo en la Biblioteca Nacional. Cuenta Fernández Robaina que el historiador y «Dr. Julio Le Riverend le concedió un puesto de auxiliar de bibliotecas, en los almacenes, ofrecimiento que Walterio rechazó». Fue Armando Hart, entonces ministro de Cultura, quien en poco tiempo le facilitó acceso a una plaza como el investigador que era.
Si la estrategia cultural de la revolución cubana no hubiera sumido a Carbonell en el ostracismo y el silencio, hoy tuviéramos una idea más certera de su biografía y su pensamiento, y no casi únicamente el libro que tuvo que costearse él mismo en 1961.
Hace algún tiempo se afirmó que una compilación de artículos y ensayos, dispersos por varias publicaciones, se estaba preparando, pero, que yo sepa, aún no concluye.
Con razón se ha dicho muchas veces que a los intelectuales relevantes, que por una u otra razón critican el proceso vigente en Cuba, se les saca a la luz después de muertos. Nada distinto es el caso de Carbonell. El régimen reeditó en 2005 su ensayo y habló del autor —bajo la presión y el escándalo del texto de Goytisolo— cuando ya estaba loco, es decir, casi intelectualmente muerto.
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