Carlos A. Aguilera: Interviú a Christoph Singler / Vida, muerte y resurrección de Guido Llinás

Artes visuales | Autores | 21 de marzo de 2023
©Llinás, «Aniversario», 2002.

Un día como hoy hace 100 años nació Guido Llinás (1923-2005), maestro grande de la plástica cubana, quién perteneció en los años cincuenta al ya legendario grupo Los Once (junto a Consuegra, Cárdenas, Antonio Vidal, etc). Aprovechando que Christoph Singler, además de albacea de GLL, es un estudioso del mundo Cuba y hace unos años publicó el excelente Génesis de la pintura negra (2013), dedicado a la manera en que la obra del pintor pinareño se cruza con lo lo pop, lo africano, lo político…, le hago llegar tres preguntas. Tres preguntas que más que investigación son homenaje. Homenaje a sus trazos, a su visión, a la cultura, a París, donde residía desde 1963. Homenaje a su vida.

¿Cómo era Guido?

¡Qué pregunta! En forma de ficha: Alto, flaco, calvo / desde travieso hasta irónico / rápido en sus juicios (a modo de festina lente: se los dictaba la experiencia) / siempre al tanto de las novedades en todo / muy casero, le gustaba la vida de familia (la seleccionada por él entre sus amigos; y disfrutaba estar con las otras por un rato no más), sin ser precisamente un modelo de fidelidad conyugal / cocinero de clásicos cubanos, ajustados al paladar francés con lo que había / fácil de comunicación con los jóvenes, a veces manipulador / también altruista, con alto sentido de responsabilidad.

¿Cómo conociste a Guido?

Conocí a Guido en 1988, cuando él andaba por los 65 años. Yo estaba preparando una exposición colectiva de pintorxs  latinoamericanxs en Francia, y había seleccionado tres, quería (podía) exponer cuatro. Alguien me habló de un pintor poco conocido, y desde la primera visita a su taller en Montreuil, en las afueras de París (hoy es zona donde viven muchos artistas) quedé convencido de que había encontrado al artista que me faltaba. Algo más: me pidió que escribiera para el catálogo (cataloguito). Era la primera vez que iba a escribir sobre arte, y la primera vez que iba a escribir en francés (media página), pero le gustó, así que de ahí en adelante me “solicitó” en otras ocasiones, y se fraguó un intercambio bastante frecuente. En 1994 François Sauvage cayó en coma. Un par de días antes de su muerte, acompañé a Guido al hospital. Algunos meses después Guido me dijo que iba a hacerme albacea de su obra, y hasta me invitó a su último viaje a Cuba para discutir el asunto con sus hermanos.

Todavía me sorprende cómo pudo tener tanta confianza en mí, una persona totalmente desconocida, que acababa de llegar a Francia, que no tenía experiencia en el mundo del arte, que no sabía nada o casi nada de Cuba ―aunque a lo mejor todos estos defectos las veía como ventajas: lo importante era que la obra no cayera en manos del gobierno cubano. Por mi parte, no lo conocí como gran Maestro de la vanguardia cubana ―le molestaba que lo tratara así―, era alguien “por descubrir”. Tenía una conversación variada donde se mezclaban recetas de cocina con los resultados del tenis, Lezama, Beckett y Rilke con la política del día, los comentarios sobre los franceses (insistiendo en su xenofobia) y las últimas películas u óperas, que se las sabía todas. Esto sí, era adepto al doble sentido y en la misma frase podía pasar del registro admirativo al comentario tajante, siempre con este hábito antiautoritario que había adquirido con los anarquistas en la Cuba a. C. como solía decir (antes de Castro). En fin, no se aburría uno.

Un rasgo que yo apreciaba: la actitud crítica que no excluía la autocrítica. Y nada de heroísmo a posteriori. Tajante con los oportunistas, se enternecía, al contrario, con amigos afligidos por alguna flaqueza, atormentados como Calvert Casey o Lorenzo García Vega.  A pesar de su memoria de elefante no sabía de rencores.

Su jubilación era ridículamente baja, pero no manifestó ningún signo de añoranza de épocas mejores, la nostalgia no formaba parte de su mundo. Vivía en el presente y se informaba constantemente sobre lo que estaba sucediendo en el mundo de la política y el arte, en París, Londres, Nueva York. Varias veces lo acompañé los sábados cuando daba la vuelta a las galerías parisinas, sobre todo las del barrio del Marais. Como apenas se detenía delante de un cuadro, lograba visitar unas veinte galerías en una hora. Igual con las exposiciones: daba igual que fuera un Picasso, un Rothko o un Basquiat, él echaba un vistazo al conjunto y mostraba alguno con el índice (“este sí”) o pasaba de largo (las más de las veces: los maestros se repiten…).

¿Cómo fueron los últimos días de Guido?

Después de su accidente estuvo en coma varias semanas, con lesiones cerebrales irreparables, de modo que los médicos terminaron por cortar el oxígeno al cabo de cuatro semanas. Me comunicaron su decisión el 4 de julio y procedieron ese mismo día.

En sus últimos años venía a verlo prácticamente una vez al mes. Yo vivía cerca de la frontera suiza, pero me sentía con cierta obligación de ir a verlo pues se le notaba que soportaba mal la soledad de la casa. Por la mañana hacía sus diez flexiones de rigor, luego la pintura (dejó varios cuadros sin terminar). Por las noches, lecturas; por estos años había vuelto a leer completa À la recherche du temps perdu. El problema empezaba por la tarde. Un highlight eran los torneos de tenis ―las hermanas Williams― que me tocó aguantar algunas veces, aunque por suerte no duraban todo el año… A principios de 2005 me mudé para París, él vino a inspeccionar el apartamento para dar su aprobación (ya estaba hecha la adquisición). A partir de ahí lo vi con más frecuencia, pero estas visitas formaban parte de la rutina, como de la familia. No me daban la sensación que le levantaran mucho el ánimo. Esto cambiaba cuando recibía gente para cenar, tanto si yo venía acompañado (de inmediato metía a la persona bajo la lupa), como si se juntaba con sus amigos de siempre. Al cine iba solo, pero seguía yendo a la ópera en compañía de Jacqueline Cabocou y Sylvie Theboul, a quien conocía desde los años sesenta; entre los íntimos contaba Zoé Valdés, por cierto, y el inoxidable Pepe Triana, con su mujer Chantal. En París también estaba Robert Altmann, intimísimo amigo alemán que conoció en 1946, en Cuba; Altmann fue su mecenas, entre muchas otras cosas (exposiciones, libros con Lezama, Cortázar, etc.) costeó su vuelo de salida de Cuba en 1963, salida que además negoció con las autoridades revolucionarias. Guido adoraba a su mujer Hortensia [de Altmann, por si las dudas], cienfueguera, y se divertía muchísimo conque ella (decía él) oyera en las nocheviejas parisinas los tambores de la isla… Quisiera mencionar también a Jan Spanjers y su mujer Claire, belgas como François; Jan lo expuso en su galería des Abesses, en pleno Montmartre, en los sesenta. Pero imposible mencionar todas las amistades, muchas en estos últimos años se habían vuelto lejanas, aunque eso sí, mantenidas por teléfono.

Con todo, quejas no había. En 2003 tuvo ventas importantes y una exposición de grabados en Estados Unidos: en Nueva York y no en Miami, ya que allí vivían muchos amigos de la época a. C., y hasta ese país se iba todos los años para evitar el invierno parisino. Paraba en casa de Susana Barciela, la sobrina de Antonia Eiriz, y visitaba a Lorenzo García Vega. Se preciaba de servir a muchos de ellos de “confesor” o quasi terapeuta. Sabía escuchar; imagino sus consejos atinados, pues yo también me beneficiaba de ellos.