José Mario Rodríguez: Allen Ginsberg en la Habana

Archivo | Autores | Memoria | 4 de febrero de 2021

Conocí a Allen Ginsberg en 1965: nos disponíamos a publicar una revista que se llamaría Resumen Literario El Puente I, en uno de cuyos números se incluiría «Aullido». El traductor, David Bigelman, trataba de hacer contacto con Ginsberg, mediante unos estudiantes norteamericanos que estuvieron en Cuba y decían conocerle. Después supimos por la prensa que la Casa de las Américas le invitaba a formar parte del jurado de poesía de ese año. La tarde que se anunció su llegada, la pasaba con unos amigos en la Unión de Escritores. A las diez de la noche y cuando cerraron la Unión, salimos un grupo, mandamos a dos por una botella de bebida, mientras los otros esperábamos. Al poco rato aparecieron los que fueron por la botella, con un hombre de barbas, gafas y principio de calvicie, envuelto en un sarape mexicano: se trataba de Allen Ginsberg. Le vieron caminando frente al Habana Libre con su aire de profeta e intuyendo era el poeta de que tanto hablábamos le invitamos a tomar algo con nosotros. Se mostró de inmediato jovial. Nos preguntó que con qué podía quitarse unas ladillas que le habían pegado en México. Entre bromas y risas le llevamos a una farmacia de turno donde le indicamos comprar un pote de ungüento de soldado. De allí nos fuimos al Club Atelier. Un joven matrimonio del grupo comenzó a hacerle preguntas sobre los beatniks y la actitud que mantenían en la actualidad. Ginsberg se mostró interesado cuando le hablamos de que dirigíamos una editorial y comenzaríamos la publicación de una revista con un poema suyo. El tema de la Revolución cubana, los jóvenes y la cultura salió a relucir inmediatamente. Las preguntas giraron en torno a la libertad sexual. En esos días se sucedían en La Habana las depuraciones de las Escuelas de Artes y la persecución contra los homosexuales tomaba un carácter inquisitorio y siniestro. Ginsberg insistió: el joven matrimonio le explicaba los detalles. La botella de bebida se cayó en lo animado de la conversación. Salimos a la calle. Manolo [Manuel Ballagas] y yo nos adelantamos con él por el Vedado. Nos dijo que se hospedaba en el Hotel Riviera. Manolo estaba traduciendo unos poemas de Kaddish y otros poemas. Ginsberg nos habló de su poesía y la diferencia que existía entre ella, la de Ferlingetti, y otros poetas beatniks. Según él su poesía a ese respecto era como el verso de la “Oda de Lorca a Whitman” “tu barba llena de mariposas”. Insistió en que él veía las mariposas en la barba como Lorca y otros sólo la barba. Le dejamos en la esquina del hotel y quedamos en verle al otro día por la tarde, para confrontar las traducciones.

Eran cerca de las siete cuando entramos al hotel. El ascensorista se negó a subirnos y nos mandó a la carpeta. Le explicamos al empleado de la carpeta que veníamos a ver al poeta norteamericano para confrontar unas traducciones. Nos dijo que estaba prohibido subir a su habitación. Le hicimos llamar a Ginsberg. Este bajó y nos hizo subir a su habitación, mostrándose molesto por la actitud que tuvieron con nosotros. Después de un rato de conversación en que le expliqué en qué consisten las Ediciones El Puente y los jóvenes poetas y escritores que publicamos en ellas, le enseñé los libros. Se refiere Ginsberg a que un joven estudiante de las Escuelas de Artes le visitó esa mañana, leyéndole unos poemas y explicándole las persecuciones y depuraciones que sucedían en dicha escuela (más tarde nos enteramos que ese joven fue detenido por la policía a la salida del hotel ese día). Leíamos algunos poemas. Ginsberg quería que los poemas que estaba traduciendo Manolo fueran adaptados a la realidad cubana, vertiéndolos al lenguaje de ese momento. Me explicó cómo algunas palabras usadas sólo por los beatniks habían tomado un carácter popular. Le hablé del recital que dimos en un Club (El Gato Tuerto) con compositores e intérpretes populares y el efecto que esto causó, y cómo pensábamos realizar el otro. Me dijo que si él aún estaba en La Habana podría participar. Si existían persecuciones en Cuba por la manera de vestir, etc., ¿Cómo era que a él lo invitaban? ¿Qué era el “feeling” y los “enfermitos”? En unas horas Ginsberg logró informarse de muchas cosas y no cesaba de confrontarlas. En esto subieron del periódico Hoy. Venían a hacerle una entrevista. Manuel Díaz Martínez se sentó. Nosotros estábamos sin zapatos y recostados cómodamente en ambas camas. Sr. Ginsberg, dijo muy serio pasado un rato de asombro: “¿Qué le diría usted si encontrase a Fidel Castro?” Ginsberg le respondió que si no había otra cosa que ver en La Habana que a Castro, pero, en fin, si él lo viera le diría que no continuase fusilando. Que en vez de fusilar castigase a los condenados a ser ascensoristas en el Hotel Riviera. Que no persiguiese más a los “enfermitos”, pues estos representaban el caudal de sensibilidad del pueblo cubano, y permitiese la venta libre de mariguana, pues los médicos habían probado que era menos dañina que el alcohol. Y que no persiguiese a los homosexuales, porque, como le dijo su amigo el poeta Voznisenski, el comunismo era una cosa del corazón y él creía que el homosexualismo también, pues cuando dos hombres se acostaban contribuían a la paz y a la solidaridad, por lo que no era incompatible con el comunismo. Prosiguió Martínez: “¿Qué haría usted si ganase el premio Nóbel?” “Comprar un quintal de mariguana”, respondió Allen, “y lo que sobre donarlo para el cine independiente de New York”. El periodista desistió de hacer más preguntas y continuó tomando notas en su libreta mientras conversábamos. Un momento antes de que se retirase, Gingsberg le dijo: “¿Me asegura que su periódico publicará todo lo que he dicho?” “¡Cómo no¡ en Cuba hay una libertad total”. Respondió. “¿Cómo se llama el director de su periódico?”, siguió Allen, “Blas Roca”, contestó Martínez, “Bueno, pues si no se publica, yo voy a ir a hablar con Blas Roca y convencerlo de que lo publique”, prosiguió Ginsberg. El periodista salió y nos estuvimos riendo. Allen bajó acompañándonos hasta fuera del hotel.

Por la mañana leí en el periódico El Mundo un artículo de Ángel Augier celebrando la llegada del rebelde beatnik a La Habana. Ginsberg se convertía en acontecimiento. Nos vimos por la tarde y entre chistes y botellas de cerveza, Ginsberg hizo en la cafetería de la UNEAC varias fotos de los carteles del recital y de nosotros. Le traje unos collares de Santería y encantado se colgó al cuello a Changó, Ochún, Yemayá y Elegguá. Me preguntaba por el significado que tenían los colores de las cuentas. Nos enseñó el Corno donde aparecía un poema suyo y lo copió dedicándoselo a un muchacho de la mesa. Me decía si esos collares no los usaban solamente las mujeres. Le expliqué que cada uno representaba un dios africano y lo mismo los usaban los hombres que las mujeres. Le prometí un libro que habíamos publicado: Poesía Yoruba. Manolo y yo pedimos un papel en la Unión que hiciera constar que él estaba trabajando en unas traducciones de poemas de Ginsberg, para que lo dejaran subir al hotel sin complicaciones. Nos despedimos. Ginsberg y Manolo siguieron para el Riviera.

Al día siguiente, por la tarde, supe que Manolo había sido detenido a la salida del hotel: le llevaron a la Estación de Policía y le ficharon como delincuente juvenil (por tratarse de un menor de edad, entregándolo esa madrugada a su madre con un papel de acusación que decía: “Por andar con extranjeros”. Avisado Ginsberg, fue a hablar con el poeta Nicolás Guillén. Vi a Guillén. Vi a Ginsberg más tarde y estaba confuso. Guillén le había dicho que se trataba de un error a pesar de que Manolo mostró a la policía el papel de autorización para las traducciones. Decidimos tomar precauciones. Nos veríamos en sitios como la UNEAC o en mi casa. Tomaríamos siempre un taxi y luego otro. Ginsberg deseaba seguir reuniéndose y hablando con nosotros. Sartre le había pedido un trabajo sobre su estancia en Cuba y tendría entera libertad para decir la verdad de lo que pasase o le ocurriese. También temía escribir algo que nos perjudicara. Quería saber más. Según él, un documento sobre Cuba que no fuese específicamente humano, sería tergiversado políticamente. Nos habló de hacer una antología de después de la revolución para llevársela a Ferlinghetti, con destino a su editorial. Quería que nos pusiésemos a trabajar en esto lo más seriamente posible y cuanto antes, pues al quedar constituido el jurado de la Casa de las Américas él tendría bastante trabajo leyendo los manuscritos. Esa noche se daba un recital de los cantantes de feeling en el Amadeo Roldán en honor de los jurados de Casa de las Américas. Ginsberg leía una y otra vez la acusación “por andar con extranjeros”, como si no pudiera creerlo. Hizo varias fotos del documento.

Manolo y yo fuimos al Amadeo Roldán. Sacamos nuestras entradas. Ginsberg estaba hablando con algunos intelectuales del jurado de Casa de las Américas. Se acercó a nosotros y nos dijo que nos invitaba a sentarnos con ellos. Después de terminado el recital, nos despedimos. Allen se fue en un coche del ICAP. Manolo y yo subíamos por la acera del Carmelo hacía Línea. De un coche salió un hombre vestido de oscuro: “Están detenidos”, nos dijo. Tenía la mano dentro del bolsillo como si nos estuviera encañonando. Nos metieron en un coche perseguidor con cuatro policías y nos condujeron a una estación. El hombre nos subió, dio su nombre y nos condujo por la izquierda a otro compartimiento, presentándonos ante otro hombre que estaba vestido de civil también. “Aquí están”, le dijo. “¿Estos son, eh?”, le respondió, e hizo un gesto como diciendo: “que esperen afuera”, y siguió mirando unos papeles. Cerca de nosotros había un escándalo y una discusión. Tres de los muchachos que mandaron a sentarse cerca de nosotros los conocíamos: nos dijeron que estaban dando un recital de poesía en el Habana Libre y al formarse una reyerta entre dos que estaban allí, tuvieron que venir a declarar, pero se irían dentro de unos momentos. Les expliqué nuestro caso en una fracción de segundos, les di el teléfono del hotel de Allen, el de la UNEAC y el de varios amigos para que avisaran inmediatamente que nos encontrábamos detenidos injustificadamente. Un hombre los mandó irse. No había pasado media hora cuando apareció el administrador de la UNEAC. Ginsberg lo sabía ya y estaba tratando de localizar a Hayde Santamaría o su secretaria, al mismo tiempo que hablaba con varios intelectuales en el hotel. Al administrador de la UNEAC lo dejaron llegar hasta nosotros después de identificarse. Le dije cómo fuimos detenidos. Discutió, bajo, un rato con los policías. Volvió y nos dijo que nos soltarían enseguida. Se fue. “Es un error”, nos dijeron. No obstante, levantaron un acta: “Por rutina”, según ellos. Allen seguía en el hotel hablando con otros intelectuales, para redactar un documento de protesta si no nos soltaban.

Nos reunimos a la mañana siguiente, tratando de explicarnos a nosotros mismos si se trataba del comienzo. Existía la desconfianza de que se tratase de una cosa premeditada y no de un error. Los chismes en torno a la estancia de Allen con nosotros tomaban auge. Me pidieron entonces que dejara de verle. Pensé que la personalidad de Allen estaba por encima de toda mojigatería. Por la tarde fuimos a oír discos de Bob Dylan y otros que no se conocían en Cuba. Allen me explicaba su casi sistema poético a base de notas recopiladas en un cuaderno: ahí lo iba apuntando todo, copiando lo concerniente a cuanto lograba impresionarle y sus propias impresiones, hechos y sentimientos: después lo transfería todo al poema como materia poética, lo transformaba mediante la técnica que dicha materia exigiese. De notas así nacieron largos poemas como «Kaddish» y «Aullido». Apuntaba de esa forma todo lo que le sucedía desde su llegada a Cuba. Leyó unos poemas de Carlos William Carlos (que había sido su maestro), explicándomelos minuciosamente así como unos poemas de Ezra Pound, y cuando intenté decir la canción de Amor de Alfred Prufrock, manifestó que la poesía de Elliot había envejecido. “Los poetas supuestamente revolucionarios caen en el error de narrar la realidad tal y como la ven, negando así cualquier otra posibilidad: por eso son los negadores mismos de la realidad”. Me habló de los libros presentados en la Casa de las Américas. Y se refirió al original de un libro mío, según el cual yo caía en el error contrario: “Muy subjetivo”, me dijo. “La cuestión es mezclar las dos cosas”. Repitió que él consideraba, sin embargo, su poesía como poesía naturalista. Tenía un nuevo concepto del naturalismo. Por la noche nos reunimos con Lisandro Otero, Marcia Leiseca, Edmundo Desnoes y María Rosa, por deseos expresos de éstos, los cuales deseaban enterarse de lo que realmente ocurría en torno a nosotros.

Conocí por azar al muchacho de las Escuelas de Arte que visitó a Ginsberg. Me contó con detalles cómo fue la detención y los interrogatorios a que lo sometieron. Eran policías secretos del ICAP (Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos). Lo amenazaron para que no volviese a ver a Allen. Le dejaron irse, pues conservaba todavía el carné de militante de la Juventud Comunista. (En realidad había sido expulsado de la misma por no haber estado de acuerdo con las depuraciones de dicha escuela). Fue a ver a Ginsberg por curiosidad y admiración. Intentaban que los integrantes del jurado de la Casa de las Américas no tuviesen contacto con jóvenes que no se considerasen de confianza, para que no pudieran enterarse de las cosas que sucedían en esos momentos: persecuciones, depuraciones, detenciones absurdas y vejaciones. Con los viejos intelectuales acomodados no había problemas y mucho menos con los jóvenes o que se decían jóvenes que pactaban con aquella situación. Estos podían hablar cuanto quisieran. Incluso dar fiestas en sus casas para demostrar a dichos intelectuales la libertad existente en Cuba. Así se dio el caso de un conocido capitán del Ejército, que facilitó mariguana a Ginsberg.

Otros jóvenes lograron hablar con Allen. Le esperaron a la puerta de la Unión un día que estábamos en la cafetería y le llevaron a un sitio que desconozco. Parece que esta confrontación lo decepcionó aún más sobre lo que pasaba en Cuba. Le llevamos una tarde por La Habana. Él mismo nos fue conduciendo hacia la parte del Parque de la Fraternidad. Se sentó en la esquina que hace la Sears y nos pidió que lo dejáramos un rato. Cuando volvimos estaba triste. “Hace unos diez años me senté en este mismo sitio y escribí un poema; hoy no me ha salido nada”, nos dijo. Después le llevé al Bar Cabañas, mostrándole por donde había entrado Fidel.

Ginsberg iba por las librerías y preguntaba por nuestros libros. Se mostraba ensombrecido por la propaganda antinorteamericana: “Hasta en los libros para niños”, repetía. Llevaba dos pequeños címbalos traídos de su viaje a la India (con Salvador Dalí) y cantaba en cualquier parte, acompañándose con ellos, una canción hindú que me copió en un pequeño block (la misma que le oí en el documental Son and Daughter). “Es un ejercicio para el estómago” y cantaba en las guaguas, en la calle, en las recepciones.

Hubo una recepción de bienvenida en la Unión de Escritores al jurado de la Casa de las Américas. Fuimos invitados. La secretaria de Haydée Santamaría nos acercó a ésta, para que hablásemos con ella Allen, Manolo y yo. La señora Santamaría nos dijo que después de haber hablado con el capitán Abrantes, éste le comunicó que nuestra detención se debía posiblemente a un error. Hicieron muchas fotos y una salió al otro día en el periódico El Mundo.

Comencé a notar que mi apartamento continuaba vigilado por la policía. Ginsberg había dicho que pensaba, después de terminado el concurso, quedarse en Cuba, tratar de alquilar un coche e ir por toda la isla para escribir un libro. Visitó varias veces mi apartamento. La Casa de las Américas se lo llevó con todo el jurado a Santiago de Cuba. Le preparábamos una comida en casa de unas amigas para cuando volviese. Fijamos un día para la comida. Esa mañana pasé por la Unión de Escritores y supe que había sido expulsado: la policía lo sacó del hotel y lo metió en un avión rumbo a Praga. El escándalo del día consistía en diversos comentarios sobre la actitud de Ginsberg en Santiago de Cuba y ciertas declaraciones relativas al ‘Che’ Guevara y Raúl Castro.

Días después recibíamos una carta desde un hotel de Praga. La carta era de Allen Ginsberg, el cual atestiguaba que nosotros nunca lo molestamos y citaba como testigos de sus palabras a los intelectuales reunidos en el evento de la Casa de las Américas de ese año y a la propia Hayde Santamaría; también aclaraba que el día del suceso del Amadeo Roldán, él nos había invitado a acompañarlo como muchas otras veces. Dando todos los detalles posibles, Ginsberg trataba de anticiparse con esa carta a cualquier hecho que pudiera realizarse contra nosotros. Las precauciones de Allen fueron justificadas: pasados unos días recibimos una citación, por la cual íbamos a ser sometidos a un juicio.

Mi apartamento era vigilado día y noche. Temí lo peor. Empezó a decirse que el libro de Manuel Ballegas Con temor, era un libro contrarrevolucionario. Fui a la imprenta y me encontré con la sorpresa de que el libro no aparecía. Una persona de la UNEAC me llamó para decirme que estaban tratando de cerrar las ediciones. Específicamente, Onelio Jorge Cardoso y Fayad Jamis. Uno de éstos se apoderó del libro de Manolo y se lo entregó a un comandante, quién a su vez se lo hizo llegar a Fidel Castro como prueba de que Ediciones El Puente corrompía a los jóvenes. Pensé que la cosa no tenía razón de llegar a tanto y lo tomé como un chisme o intriga.

Llamé a la secretaria de la sra. Santamaría y le dije lo del juicio. Me contestó que se trataba de un trámite rutinario y que no temiera, que todo estaba arreglado. Teníamos un recital (el segundo). Empezaron a poner obstáculos. Recibí llamadas telefónicas y amenazas que callé para que la gente no temiera ir al recital. Así se dio en una atmósfera de tensión e incertidumbre. Otros libros fueron sustraídos de las imprentas. Pasaron los días y los títulos planificados no aparecieron.

Tomé toda clase de precauciones, en caso de que ocurriera algo en el juicio. Vi un abogado y me dijo que delito en sí no existía. (Se nos acusaba de “parecer homosexuales” y “andar con extranjeros”.) Lo que estaría haciendo la policía era tratar de hallar alguna prueba en mi apartamento. ¿Prueba de qué?. Se tradujo la carta de Ginsberg. Personalmente hablé con varias personas que pudieran ayudarme. La única solución era esperar.

Fui a ver a Fernández Retamar, a quien me encontré antes en la UNEAC acabado de llegar de Praga. Me dijo (con su ambivalencia y temor habitual) haber visto a Ginsberg y el éxito de éste en la Universidad de San Carlos, de donde lo sacaron en hombros. Contó Retamar que a su regreso a Cuba, coincidió en el mismo avión con el ‘Che’ que regresaba de África y éste, enterado de la forma en que expulsaron a Ginsberg, mostró su desagrado. Retamar se manifestaba comprensivo en cuanto a la actitud de Ginsberg, su personalidad y la impresión que esto debió causar en nosotros.Tuve la sensación de que tal vez yo exageraba mis temores. El día del juicio no aparecieron acusadores. El juez, con una sonrisita, nos declaró absueltos.

Una noche conversaba con unos amigos en 23 y O. Se acercó un conocido de la Universidad. “¿No te has enterado?”, me dijo. “¿De qué?”, le contesté. “Fidel Castro acaba de nombrarlos a ustedes en la Universidad”. “¿A mí?”, le dije. Fidel, por lo visto, estaba en lo que iba a ser la Escuela de Filosofía y un grupo de alumnos comandados por Jesús Díaz empezó a hablar de la cultura. Fidel se refirió a Carpentier, a la Casa de las Américas y al ICAIC, después de la Unión de Escritores, expresándose despectivamente respecto a Guillén. Uno de los presentes le gritó: “Fidel, ¿y El Puente?”. “El Puente lo vuelo yo”, dijo agitando un manuscrito que tenía en la mano, y prosiguió hablando. (El manuscrito del libro era el de Manolo, al decir de Rodríguez Rivera, que manifestó haber estado presente.) Después de esto, Nicolás Guillén me citó, comunicándome que en vista de lo ocurrido la UNEAC no se responsabilizaba con las ediciones. De esa forma se nos negaba el derecho a imprimir y ser distribuidos. Cuando por la tarde fui a buscar la Segunda Novísima de Poesía Cubana, que se terminaba de imprimir, se negaron a entregarme ejemplares.

En esos días, bajo la acusación de homosexuales, se negaba el derecho a dirigir grupos de teatro a los directores más importantes de Cuba. Inclusive a Vicente Revueltas (director de Teatro Estudio, que siempre preconizaba un teatro social). Las persecuciones a escritores y artistas, mezclada con problemas morales, tomaba un carácter alucinante: actores, jóvenes poetas y compositores eran detenidos continuamente. El Carmelo de Calzada, sitio de tertulia y reunión, se convirtió en un lugar peligroso.

Puesto que la policía me seguía y vigilaba mi apartamento cerré éste y me fui a vivir a casa de mis padres, con la decisión de hacer los contactos necesarios para conseguir los dólares de mi pasaje y marchar al extranjero. En La Gaceta, aprovechando todas las circunstancias en torno a nosotros, Jesús Díaz atacó a las ediciones diciendo que aunque era la primera manifestación generacional que se producía dentro de la revolución, tratábase de gente “disoluta y negativa” (palabras más que peligrosas en Cuba). A la noche siguiente yo tenía una cita con un joven amigo, para revisar unos cuentos suyos. Cuando llegaba a la esquina de O y 19, dos hombres armados me detuvieron. Me llevaron con tres más a una Estación de Policía. Fui sometido esa noche a tres interrogatorios. El primero consistió en preguntas sobre varios intelectuales y sus posiciones, así como la clase de amistad que yo tenía con algunos de ellos y a quiénes deseaba denunciar. El segundo (viendo que no conseguían nada) estuvo lleno de insultos hacia mí, los intelectuales y la Unión de Escritores, calificando a todos los artistas de degenerados. El tercero fue hecho en un cuarto muy reducido, frente a un oficial que se encontraba detrás de un pequeño buró. El oficial parecía que acababa de llegar. Se refirió antes que nada a Allen Ginsberg. (Encendió una bombilla; me pareció que la conversación estaba siendo grabada). Pretendía que afirmara que yo era homosexual. Todo esto en el tono más amable, mientras hacía preguntas indirectas sobre figuras conocidas. Me dijo que él iba a ayudarme y no me pasaría nada, que denunciara a quien quisiese, que aunque yo nunca me hubiera acostado con un hombre eso no tenía que ver, pues yo podía ser homosexual y no saberlo, que si yo lo declaraba ellos iban a hacer todo por curarme, que yo era un muchacho muy inteligente que había publicado libros y ellos sólo querían que yo no fuera un mal ejemplo para la juventud. El asunto era que yo dijese sí simplemente. El interrogatorio seguía en un tono totalmente amistoso. Como me negué, me hizo salir. Llamaron a los padres del muchacho que detuvieron conmigo. Llegó la madre. El padre que era médico se encontraba efectuando una operación. Intentaban convencerlos de que me hicieran una acusación por corrupción de menores. Cuando la madre se sentó a mi lado en espera de que volviesen a llamarla, me lo dijo; también me dijo que no me precipitara pues ellos eran una familia incapaz de acusaciones de esa índole. Cerca de las doce del día y cuando llegó el padre, un oficial me mandó marchar.

No pasó una semana y me hicieron la primera llamada del Servicio Militar: después se sucedieron cerca de cuatro llamadas consecutivas. En la última fui interrogado por seis hombres. Me hicieron caminar de un lado a otro y me insultaron. Me dijeron que no les importaba que yo fuese escritor, ni que hubiese estudiado en la Universidad; que ellos se limpiaban los c… con eso; que todos los escritores eran unos maricones y ellos iban a acabar con la UNEAC y todos los sitios como esos; que yo me había dejado corromper y ellos iban a hacer de mí un hombre, sin poemitas ni nada de esa porquería; que la literatura era una cosa de flojos y afeminados que no podía permitir la revolución. La única pregunta que les hice fue que cuál era el nivel de escolaridad de todos ellos. Se indignaron de una forma increíble y me mandaron a la Estación de Policía de mi barrio. Me sentía cansado y deprimido. Me esperaban. Me dieron una planilla para que la firmase. La planilla, además de los datos convencionales, contaba con un solo añadido: el que yo tenía pasaporte. El policía me la dio a firmar, mientras la sostenía para que yo no pudiese dar vuelta a la hoja. Firmé bajo los datos. Cuando la retiró noté que estaba escrita por detrás a bolígrafo y con muy mala letra: “Ya perteneces al Ejército”, fueron las palabras del policía.

El 16 de junio, y no teniendo prueba alguna contra mí por la que pudiera ser juzgado por tribunal alguno, se me llamó con el pretexto del servicio militar y se me condujo a un Campo de Trabajos Forzados en Camagüey. Miles de personas corrieron la misma suerte por esa época, por lo que no me considero el único que recibiera torturas físicas y morales, así como toda clase de vejaciones. Ni me considero el único testigo. Allí conocí desde universitarios, infelices y delincuentes, hasta sacerdotes. Incomunicado durante tres meses, se intentó acusarme de agente de la CIA. De mis cartas se hicieron duplicados para el Ministerio del Interior, mientras se me amenazaba con el asesinato de mis sobrinos, de uno, tres y cinco años. En realidad no tenía nada que confesar ni de que arrepentirme. Un día se dijo en el Campo que habían sido tantas las quejas y los comentarios de lo que ocurría en esos lugares, que Fidel Castro había hablado en un discurso de ellos. Las alambradas fueron bajadas, las ametralladoras de las puertas y el número de soldados reducidos, se prohibió pegarnos y someternos a castigos. Días después, cuando las apariencias fueron cambiadas, se permitió a nuestros familiares ir a vernos como si allí no hubiera ocurrido nada.

Un mes después se nos permitía ir a La Habana con un pase. El 3 de octubre me dejaron salir. El 4 por la noche se presentaron unos oficiales en mi casa, con el pretexto de hablar conmigo. Como no me encontraba quedaron con mi familia en volver a la mañana siguiente. Por la mañana quienes se presentaron en casa fueron tres hombres vestidos de civil, los cuales entraron hasta mi habitación haciéndome vestir a punta de pistola. Me montaron en un coche del Ministerio del Interior. Tenía gripe, con 39 grados de fiebre. No obstante fui conducido a una celda, sin explicaciones de ninguna índole. Cuando mi madre se acercó a la Estación de Policía llorando para saber lo que pasaba, fue amenazada por la policía de la puerta, que la obligó a que se mantuviera a más de cincuenta metros. Al anochecer se me condujo a la prisión militar de la Cabaña, donde según la policía sería juzgado militarmente. Al tercer día de encontrarme en las condiciones más abominables y creyéndome que iba a quedarme ciego por la oscuridad del lugar, conseguí un pedazo de papel con el que alguien se había limpiado y con un insignificante trozo de lápiz redacté una carta al fiscal de la Cabaña. La carta la entregó compadecido el jefe de patio. Apenas media hora más tarde me hicieron comparecer ante la dirección. El joven oficial jefe tenía la carta en la mano cuando me hicieron entrar. Al verme pelado al rape, con el traje de preso raído y con fiebre me dio la espalda. Luego se sentó. Después de escucharme atentamente mandó que me sacaran a una celda amplia y limpia donde tuviese donde dormir, y que se me permitiese todos los días salir a los jardines de la cárcel y limpiarlos, así como botar la basura (esto me permitiría ver el sol que era lo que yo le pedía). Durante los días que estuve allí ese fue mi trabajo. Nunca me dijeron una palabra. Me estaba prohibido hacer preguntas o dirigirme a los militares si ellos no me hablaban primero. Una mañana, inesperadamente y conforme me hicieron entrar en aquel lugar, me sacaron. Me permitían estar 10 días en La Habana, después de los cuales debía volver a un nuevo Campo. Las maquinaciones parecieron topar su límite. Cumplidos los 27 años podría abandonar el país. Con amigos en el extranjero y mediante una familia se consiguieron los dólares de mi pasaje. Con la transferencia bancaria de los dólares me concedieron la libertad. En febrero de 1968 logré salir de Cuba.


Publicación original en Mundo Nuevo (1969).